Carlos Ávila Villamar
Ustedes dos son un desastre. No importa cuántas donaciones haga Francisco a la escuela, cuántos manteles regale para el comedor o cuántas bombillas para las aulas, tú seguirás siendo un desastre, Víctor. No hay ninguna razón por la que deba tratarte de un modo distinto a los demás estudiantes, a menos que hagas un cambio real de actitud. ¿Sabes lo que es eso?, preguntó la directora retóricamente y Víctor hubiera dado una respuesta, de haber tenido alguna. La directora llevaba espejuelos de armadura metálica. Tenían un cordón largo hecho de pequeñas bolitas rosadas, de moda en una época prehistórica, sin duda, pensó Javier mientras intentaba sostener la expresión de los buenos estudiantes. Y tú, Javier, antes eras bueno. ¿Qué te pasó? Desde que te hiciste amigo de Víctor tus respuestas en los exámenes han ido de mal en peor. Sí, no creas que no lo sé. Muy pronto lo van a saber tus padres. Es mi deber como directora decírselo. Dime, Javier, ¿aún quieres ir a la universidad? Enfrenten ambos el hecho de que tienen la peor reputación de esta escuela. Dentro de diez años los maestros los seguirán usando como punto de referencia. Ya sé que les debe parecer una idea atractiva, pero en diez años van a ser personas miserables. Lo que ahora parece una broma se convertirá en un peso que llevar sobre los hombros. Nadie querrá contratarlos, seguirán siendo una carga para sus familias. Sus padres evitarán mencionar sus nombres a sus amigos, y priorizarán a sus hermanos en todos los aspectos de la vida. La directora hizo un breve silencio para tomar aire. Hablaba, pero resultaba obvio que las oraciones salían solas de su boca, vacías a costa de la repetición. Ya no ostentaban significado para los estudiantes, era cierto, pero tampoco para ella.
Ahora, los he llamado aquí porque tienen una oportunidad de empezar de nuevo conmigo, y con los demás profesores de esta escuela. Lo que les voy a pedir es muy simple, pero será solo un primer paso. Escuchen con atención. Hace una semana se jubiló una empleada de esta escuela. No sé si la recuerdan. Los conserjes suelen ser tan invisibles para los estudiantes como el cartel de no hablar en voz alta que hay en la biblioteca. Se llamaba Gisela. Era muy amable, pero su salud le impidió seguir trabajando. Hoy cumpliría treinta años de servicio en esta escuela. Yo ni siquiera había entrado cuando Gisela ya estaba aquí. Así que quiero que sepa que estamos agradecidos con ella, que ustedes, los estudiantes, están agradecidos. Compré un jarrón de flores blancas para llevarlo como regalo, hoy, de parte de ustedes, los estudiantes. Ustedes dos van a llevárselo. Su nombre es Gisela, no lo olviden. Hagan como que la recuerdan muy bien, como que le tienen todo el cariño del mundo. Porque es lo que se merece, es lo mínimo que se merece.
Javier recordó la imagen borrosa de la mujer. La verdad nunca le había importado mucho. La recordó sentada en la puerta del baño, siempre en un estado entre dormida y despierta, entre lo mineral y lo vegetal. Cada vez que usaban el baño los estudiantes dejaban cambio en un cenicero limpio que ella colocaba sobre la mesa. Pero él muchas veces no dejaba, no porque no quisiera, sino porque antes gastaba el cambio en algodón de azúcar. Un viejo que se ponía afuera de la escuela con su máquina, como un mago antiguo en el acto de la creación. Resultado que Javier andaba siempre sin dinero cuando entraba al baño. Una vez se encontró un billete mediano en el suelo y se le ocurrió que podía dejarlo a la mujer, y en efecto lo hizo. Lo primero que le pasó por la cabeza fue que de seguro nadie había dejado ese dinero antes, y disfrutó la sonrisa de la mujer con una maligna complacencia, eufórico en su interior, como quien roba algo o como quien conoce un secreto. Después le daba pena entrar al baño y no repetir su acto heroico. Al cabo de seis meses la costumbre fue más fuerte que su culpa y dejó de importarle en lo absoluto.
Ambos salieron de la dirección sosteniendo el búcaro de flores blancas, que tenían que proteger como si fuera lo más preciado en el mundo. Atravesaron el pasillo donde estaban las aulas y todos los estudiantes que daban clases los miraron con envidia porque ellos estaban afuera. Javier y Víctor atravesaron la puerta de entrada de la escuela con la felicidad de un preso que escapa de la cárcel.
Por el camino hablaron de muchachas. Los edificios junto a la escuela eran apartamentos residenciales, pintados de blanco, con alegres balcones que daban al mar, y más de una vez Javier había visto en ellos a una mujer que exponía sus pechos al sol y que quedaba dormida por largo rato, esperando que se le tostara la piel. En general los habitantes de esos apartamentos eran extranjeros, que por una razón u otra debían permanecer en la ciudad por varios meses, incluso años. Curiosamente estos extranjeros de clase alta jamás abandonaban en verdad su estatus de turistas. Andaban por las calles con una ligereza y una irresponsabilidad absolutas. Javier pensó que tal vez fuera como andar en un sueño lúcido, saber que tus acciones no tendrán consecuencias en el mundo real. Para un turista aquellas calles no eran verdaderas, sino una televisión extendida, por decirlo de alguna forma. La desnudez o la facilidad con la que abandonaban cualquier resto de civilización constituían las pruebas más evidentes, pero no las únicas. El turismo debería ser ilegal en los países del tercer mundo, pensó Javier. Corrompe a un país como ninguna otra cosa. Da gracia ver a los pobres, vestidos con sus mejores ropas para ir a un teatro casi en ruinas, que queda al lado de un restaurante caro, al que los turistas van casi desnudos.
Seguían caminando y pequeños granos de arena, provenientes de la playa que estaba a unos metros, se adherían a sus zapatos. Mientras hablaban de muchachas, Javier seguía pensando en los turistas. Su padre le había enseñado a portarse bien delante de ellos, sin importar de dónde venían o qué apariencia tuvieran. Alquilar a turistas significa someterse a la voluntad de completos extraños, amistades provisionales, pálidas bolsas de dinero a las que apenas se les entendía lo que decían. Toda la ciudad movilizada como un huésped que arregla la casa. Negocios turísticos directos, como los hoteles, las posadas, los restaurantes, los bares, los salones de masaje, los balnearios, los clubes de golf o de tenis. Y negocios turísticos indirectos, que se nutrían de los directos, como la pesca, el arte local, las florerías, las carpinterías o el servicio de taxis.
Vi a Karen ayer, dijo Javier. Su voz se mostraba insegura, lo que estaba diciendo era delicado. ¿Dónde la viste? En una florería. Karen es una infeliz, dijo Víctor. ¿Qué se cree ella? ¿Piensa que porque es bonita puede hacer siempre lo que quiere? Ya verá, un día va a querer regresar conmigo, y entonces yo le voy a decir que no me interesa, y que por mí puede casarse con un cerdo o con una lagartija. ¡Una infeliz! ¡Eso es lo que es! ¡Ya verá! Me voy a reír mucho cuando venga por mí. Voy a hacer que me suplique de rodillas, y cuando haya perdido todo su orgullo, entonces le voy a decir que no, que ya no me interesa, que por mí se puede casar con un cerdo o con una lagartija. ¡Así mismo se lo diré! Apuesto lo que sea a que ahora mismo debe estar arrepintiéndose, debe estar muy triste en su cuarto, con todos sus odiosos animales de peluche, pensando en mí y en el gran error que cometió al dejarme.
No lo sé, Víctor. Cuando la vi, iba de la mano de un muchacho, creo que el muchacho iba a comprarle flores. ¿Flores?, preguntó Víctor confundido. Karen me dijo que odiaba las flores. Bueno, pues parece que ya no. El muchacho le estaba comprando flores y ella se veía muy contenta. ¡Es una mentirosa! ¡Un asco de persona! ¡Ya debe estar arrepintiéndose! No lo sé, Víctor, yo la vi muy contenta. Pero me dijo que odiaba las flores… respondió, y en su rostro se había roto algo. Yo le hubiera comprado flores, pero no lo hice, porque me dijo que las odiaba. Tal vez todavía las odiara, razonó Javier, pero no quiso ser descortés con el muchacho. Eso es peor, dijo Víctor, quiere decir que le importa el muchacho. No lo entiendo, de verdad no lo entiendo. Todo iba tan bien… ¿qué hice mal? ¿En qué momento fue irreversible…? Quizás si cuando rompió conmigo hubiera persistido un poco más, solo un poco más… Ya déjalo, dijo Javier, ya no tiene remedio, piensa en otra cosa.
Karen había roto con Víctor hacía dos semanas. Víctor le contó a Javier primero, con indiferencia, que había sido él quien había roto con ella. Luego la verdad salió a flote, y tuvo que admitir su mentira. La verdad es que yo iba a romper con ella, había dicho para salvar su honor, ella rompió conmigo solo por precaución. Esa es la verdad. Javier había aprendido a tolerar a Víctor, a su carácter, y todo lo aceptaba con una piadosa paciencia. Sin embargo Víctor nunca se había atrevido a decir nada, falso o verdadero, sobre la noche en la que Karen rompió con él.
Extraño mucho a Karen, dijo Víctor. ¿Crees que él sea mejor para ella? Javier tuvo mucho cuidado con su respuesta. No quería mentir, pero tampoco podía decir la verdad. No lo sé. Los vi solo un momento. No te puedo responder. Javier recordó la imagen de ellos dos en la tienda de flores. En realidad no podía imaginar una pareja más feliz que aquella. Karen llevaba una cola de caballo y una blusa de rayas rojas y blancas. Le brillaban los ojos cuando el otro hablaba. Por primera vez en su vida, Javier entendió qué quería decir la gente cuando decía que a alguien le brillaban los ojos. Una muchacha que sonríe y celebra a un muchacho, porque siente curiosidad por él, y al mismo tiempo le tiene total confianza. Una contradicción lógica que no solo es admisible en ese momento, sino indispensable. Una muchacha que siente euforia porque por fin ha conocido a alguien que vale la pena y que puede pertenecerle. Él no es como los otros y ella no es como las otras. Juntos, descubren viejos juegos, viejas bromas, que han repetido todos los adolescentes desde tiempos inmemoriales creyéndolas irrepetibles, creyéndose a sí mismos poseedores de un secreto poderoso. Y Javier es capaz de sospechar todo eso, pero no está seguro, porque nunca ha sido novio de una muchacha a la que haya querido. Su observación se reduce a los otros. Conoce la felicidad por los otros.
¿Crees que Karen pierda la virginidad con ese tipo?, preguntó Víctor, tratando de no sonar interesado. No creo, dijo Javier, ella no parece el tipo de muchacha que pierde la virginidad a esta edad. Quizás en tres años. Sí, por lo menos va a esperar tres o cuatro años, por mucho que le guste alguien. Yo me hubiera acostado con ella en un mes, dijo Víctor. Si hubiera estado un mes más con ella, se hubiera acostado conmigo, sin pensárselo dos veces. Lo juro, ya me ha pasado. ¿Recuerdas la historia de aquella muchacha, la hija de la empleada, que tenía dieciocho? Era preciosa, y se estaba guardando, pero la semana que se quedó en mi casa no pudo aguantarse. Ni siquiera sintió dolor cuando lo hicimos.
Víctor adoraba contar las historias de las mujeres con las que se había acostado, pese a tener solo trece años. Por supuesto, todas eran historias falsas, y los detalles habían sido extraídos de una única historia, que sí era verdadera y que por nada del mundo hubiera confesado a nadie más. Una vez al regresar de la escuela atrapó a Francisco, su padrastro, con una empleada. Francisco le ofreció una prostituta a cambio de que no contara nada a su madre. Víctor se negó, en un principio, pero luego pensó que podía aprovecharse de la situación y decirle la verdad a su madre al final, cuando ya hubiera perdido la virginidad. Pero no se lo contó nunca. Los regalos de Francisco pesaron más que su conciencia. De todos modos, el asunto lo perturbaba algunas noches. Iba al cuarto de su madre, la besaba, y después regresaba al suyo, y pensaba en la prostituta, la única mujer con la que se había acostado, y se masturbaba. El recuerdo original del sexo, que en realidad había durado menos de una hora, se bifurcaba en diferentes versiones, cada vez más complejas e irreales, y finalmente estas se transformaban en las historias que hacía a sus amigos. A veces pensaba en chantajear a Francisco y obtener otra noche, con otra mujer. A veces, en sus ensueños más retorcidos, imaginaba que Francisco le pagaba a Karen para que tuviera sexo con él. Pero le daba miedo chantajearlo, y sobre todo se sentía culpable con su madre. La culpa es distintiva de la adolescencia casi tanto como el miedo.
Javier aún era virgen, pero una tarde, cansado de las ostentaciones de su amigo, en las que creía, o en las que más o menos creía, se atrevió a mentir. O quizás, dicho de otra forma, no se atrevió a seguir diciendo la verdad. Habían terminado las vacaciones y era una oportunidad perfecta. Nadie tiene manera de comprobar lo que hacen los otros en sus vacaciones. Javier dijo que se había acostado con una amiga de su prima, una muchacha mayor que él. Por primera vez se percató, con cierto espanto, de lo fácil que era mentir. También se preguntó, por primera vez en su vida, quién era él, si el de la historia falsa, o el de la verdadera. El héroe o el farsante. Incertidumbre que por otra parte habría de atormentarlo hasta el fin de sus días.
¿Sabría la mujer a la que le llevaban el jarrón que todo aquello era una farsa? Al menos era posible que lo sospechara, puesto que había convivido con la directora de la escuela y con los estudiantes. No era difícil, pues, predecir que la directora se sentía culpable y mandaba el jarrón en nombre de los estudiantes. Culpable por el bajo salario, aunque no fuera su culpa, culpable por la soledad de la anciana, aunque no fuera su culpa. Y entonces, se preguntó Javier, ¿dónde estaba el mundo real? ¿Sentiría legítima emoción la anciana al recibir el obsequio, o su emoción también sería un gesto ensayado a golpe de culpa y educación? Durante la fiesta de despedida, ¿un profesor en verdad cree que va a ser extrañado? ¿Estaba mal incluso la fiesta de despedida?
Quizás no estaba mal el jarrón de flores blancas, después de todo. Peor era nada. El mal originario seguía allí, la pobreza, la soledad, el tiempo, pero al menos pretender por un instante… Mejor la mentira que la indiferencia. Javier sonrió. Comenzaba a sonar como su madre hablando con otras mujeres. Frases hechas que se le insertaban en la cabeza y que le impedían pensar con voluntad propia.
La línea de playa estaba terminando. El resto del camino eran arrecifes con diminutas bahías donde se concentraba la arena y donde algún que otro niño introducía su cuerpo. Pequeñas tinas naturales en las que se colaban peces de vez en cuando. Bueno, peces y erizos. Javier tenía muchas historias de erizos, pero Víctor no podía saberlas. Diría algo así como que por qué simplemente no iba a un balneario o a una piscina, donde los erizos no estaban permitidos, y Javier se vería en la obligación de explicar que entonces prefería los arrecifes a los balnearios y a las piscinas, lo cual era cierto únicamente por la razón de que los arrecifes eran gratis. Los niños que se bañaban en ellos no tenían la supervisión de sus padres, que probablemente estuvieran trabajando por el salario mínimo. Javier había aprendido que el dinero resultaba indispensable. No se arrepentía de sus viejos juegos de clase media-baja, pero ahora prefería guardarlos para sí.
Muchas de aquellas casas eran de pescadores. Estaban hechas de madera casi en su totalidad. La pintura, de colores estridentes, se dañaba muy rápido por el salitre. Por fortuna a todas les pasaba lo mismo, así que ninguna familia debía sentir alguna vergüenza especial. Incluso podía verse como una atracción. Las casas de los pescadores, véalas usted mismo. Las espinas de pescado desparramadas en las aceras, las gaviotas defecando sobre los techos. Hubiera bastado un automóvil en buen estado para romper la armonía de la zona, pero no había ninguno. No había nada que robar. Los pescadores, escuchó Javier alguna vez, eran gente pacífica y rara vez daban problemas. Si bebían, se tiraban en una esquina sin meterse con nadie. El oficio del mar determinaba de algún modo su forma de ser. Nada más distinto a un pescador que un empleado de hotelería, que ve el lujo cada minuto y se sabe sirviente.
Por fin vieron el muelle. Una construcción muy rústica hecha de madera y basura. Los botes amarrados difícilmente podrían sostener el peso de tres personas, y en caso de mal tiempo tendrían muy pocas probabilidades de volver a la orilla.
Javier sintió un crujir bajo su suela derecha. La concha oscura y llena de colores de un mejillón quedaba hecha pedazos. Sus brillos recordaban los brillos que adquiere el petróleo con la luz del sol. De la criatura ni rastro. Si no yacía ahora en el estómago de algún ser humano, iba a yacer muy pronto, ahogada en salsa de tomate y jugos gástricos. Un par de pescadores estaban sentados en el extremo del muelle con sus varas de pescar inclinadas sobre el agua. ¿Qué hablarán los pescadores para matar el tiempo?, se preguntó Javier. ¿De qué pueden llegar a hablar las personas que hacen lo mismo todos los días?
Verificaron el número en la chapa corroída. Era esa. Una casa de madera más bien grande, con despreocupadas flores y arbustos en su frente, enterrada por ellos hasta la mitad, como una cazuela tras una noche de lluvia. Necesitaba una reparación. Algunas ventanas estaban rotas y había trozos de tejas en la entrada, sin barrer. Tal vez nadie más viviera con la anciana. Reparar la ventana podría costar demasiado dinero, pero ¿por qué otra razón permanecían los escombros, salvo la ausencia de una fuerza física capaz de recogerlos? De cualquier manera, si nadie robaba era solo por piedad o porque simplemente no había nada que llevarse. Tocaron a la puerta y esperaron. Algunas aves de corral escarbaban la tierra en busca de comida. Tal vez fueran la única propiedad de venta rápida de la dueña, en caso de necesidad.
¿Cómo se llamaba la mujer?, preguntó Javier. No tengo idea, respondió Víctor, pensé que tú lo sabías. ¿Por qué iba a saberlo? No sé, tú siempre recuerdas esas cosas. ¿Quieres decir que es mi culpa? No sé, Javier, no importa. No tenemos que llamarla por su nombre. Actuaremos con tanto cariño que ni decir el nombre parecerá hacer falta.
La anciana, Gisela, les abrió tras una eternidad. Se veía más deteriorada que nunca. Sus ojos entrecerrados tardaron unos segundos en reconocer que ellos eran estudiantes, y cuando lo hicieron, se le formó una sonrisa en la cara. La sonrisa de los ancianos puede ser desagradable. Gisela había perdido casi todos sus dientes, pero parecía optimista. Tal vez fuera su primera visita en días.
Se sentaron y la anciana Gisela les sirvió un vaso de refresco a cada uno. El refresco tenía un color extraño que no llegaba a ser naranja. Javier explicó que venían a traerle el jarrón en nombre de todos los estudiantes y profesores, en agradecimiento a sus años de servicio en la escuela, y entusiasmado por su propio discurso, añadió que todos la extrañaban y que en ese momento ellos dos estaban muy contentos de verla. Víctor tenía la cara roja y Javier adivinó que estaba aguantando la risa. La anciana Gisela se levantó y les dio un beso en la cara y bajó la cabeza con suma modestia, y dijo las cosas que siempre se dicen, que no tenían que molestarse, que no se lo merecía, y en el fondo era visible, por el brillo en sus ojos nublados, que estaba aguantando las lágrimas de felicidad.
Seguía soportar las palabras vagas que suelen corresponder a los ancianos solitarios. Trivialidades que para ella eran muy importantes. Mientras Gisela hablaba con menos cautela cada vez, Javier se dedicaba a observar los detalles de la casa en ruinas. Búcaros sin nada que ver unos con otros, salidos de sitios irreconciliables. Muebles desvencijados que al sentarse en ellos debían sonar como animales bajo tortura. La mesa tenía en su centro una vela a medio gastar. La esperma bajaba por el rústico candelabro como las barbas de un dios hecho de nubes, como una avalancha convertida en piedra a mitad de camino. Un pan viejo estaba cortado en rodajas sobre un tablón. Al lado había una vistosa canasta de huevos, cuyos colores daban la idea de haber venido de un mundo de fuego o de sangre. Y entonces fue que Javier se percató que también había un gato persa, gordo y peludo, con un lazo en el cuello. Permanecía inmóvil. Su vagancia no podía ser más acertada. Parecía salido de una ilustración de la alta burguesía. Desde la altura de la mesa, junto al pan y a la canasta de huevos, el gato observaba imponente sus dominios, el territorio sobre el cual había conseguido absoluto control. En la base de la pared de enfrente había un pequeño agujero, abierto sin duda a golpe de mordiscos. Allí se escondería el ratón. Javier imaginó épicas persecuciones nocturnas, repetidas hasta el delirio. Su madre le había dicho de pequeño que las cuevas de ratón siempre eran usadas por otros ratones. Así caían en el error de sus predecesores, ingenuas criaturas orejudas, y el gato solo tenía que esperar una nueva mudanza, en vez de ponerse a perseguir a sus víctimas en otros lugares. ¿Te gustan los gatos?, preguntó Gisela y sus palabras lo tomaron por sorpresa.
Sí, claro que sí. Este pertenece a una raza de gatos inmortales, dijo Gisela. Fue de mis bisabuelos, lo compraron a un comerciante de telas que no hablaba nuestro idioma. ¡Por cierto! ¡Acabo de recordar algo! ¡Quisiera compartir una cosa con ustedes! Es una cosa para acompañar el refresco. Esperen un minuto, ahora regreso, dijo, y entonces se levantó y a pasos lentos dejó la pequeña sala.
Javier probó el refresco. Sabía horrible e imaginó que iba a traerle unas galletas duras de hacía un mes, para acompañarlo debidamente. Se inculpó por dejarse meter en un problema semejante, pero luego respiró profundo y se dijo que no era correcto pensar así, y haciendo un esfuerzo extraordinario se tomó la mitad del vaso. ¿Qué tal está?, dijo Víctor y probó un sorbo. Hizo una mueca al instante y botó el refresco en un búcaro con una planta que había a su lado.
Vámonos de aquí lo más rápido posible, le susurró Víctor a Javier. No, quedémonos un rato por lo menos. No seamos descorteses. ¿Estás loco? ¿Tienes idea de dónde estamos metidos? No seas tan cruel, Víctor. Yo no soy cruel. Sí, lo eres. Eres la persona más cruel y egoísta que haya conocido.
¿Te parezco una persona cruel?, preguntó Víctor y Javier se echó a reír. No te burles de mí. Sí, me pareces una persona cruel. ¿Te digo más? Estoy seguro de una cosa. Si es cierto que Karen rompió contigo previendo que tú no fueras a romper con ella, lo hizo por tu crueldad. Prácticamente puedo imaginarte esa noche, de la que no quieres hablar, sintiéndote ofendido y tratando de ofenderla, diciéndole cualquier cosa con tal de herirla. Eres un pequeño monstruo.
No sé por qué debería contarte esto, respondió Víctor. No sabes nada. Te voy a decir lo que es cruel. Te voy a contar el último día que pasé con Karen. ¿Tú crees que valga la pena?, preguntó Javier, que ya sabía lo tedioso de ese tipo de relatos nostálgicos. Sí vale le pena, al menos para mí. Por favor escúchame con atención. Ya habíamos roto la noche antes. Sin grandes alborotos, aunque no lo creas. Nadie más lo sabía y era el cumpleaños de su madre. Su madre me tenía cariño, no sé por qué, y Karen no quería destruirle la fiesta. En resumidas cuentas fuimos a la fiesta como si todavía estuviéramos juntos. Tal vez de cerca se notaran los pequeños resentimientos. No te rías, Javier. Sin embargo, estoy consciente de que para el resto del mundo, que nos veía de lejos, nuestras sonrisas eran de lo más sinceras. Habíamos actuado bien hasta que pusieron una canción lenta y tuvimos que bailar. Era muy extraño para mí. Veinticuatro horas antes la hubiera podido besar en cualquier momento, pero ahora aquello estaba absolutamente prohibido. Tal vez incluso se hubiera dejado si lo intentaba, hubiera soportado con frialdad una estupidez mía con tal de no destruirle la fiesta a su madre. Por momentos estuve tentado a hacerlo, sin pensar en las consecuencias. Debajo del maquillaje, los ojos de Karen aún estaban llorosos. Nunca la había visto tan hermosa como esa noche. El colmo pasó a mitad de canción. U niño de seis o siete años, hijo de unos amigos de sus padres, la invitó a bailar. Y Karen terminó de bailar la canción con el niño, que por cierto me miraba con odio, terminó de bailar lejos de mí… Al final de la noche, cuando nos despedíamos, el niño se acercó a Karen y le regaló una flor, y ella se la puso en el pelo, y ella tuvo que hacer un esfuerzo por no llorar, y sus padres se burlaron amistosamente de mí preguntándome si no estaba celoso, que cómo era posible que me la dejara quitar tan fácilmente. Y nos despedimos. Me besó en la mejilla. Y eso fue todo. Eso es crueldad, Javier.
Los dos quedaron en silencio. Javier sintió un asco y una piedad infinita por el mundo y por sí mismo, aunque no sabía bien por qué. El gato se acurrucaba en un trapo viejo en la esquina del piso, que probablemente usaba para dormir. Unos pasos se acercaron. La anciana traía la jarra de refresco en una mano y una caja metálica en la otra. Sonreía como si aquel fuera el momento más alegre de su vida.
Se fijó en el vaso medio lleno de Javier y luego en el vaso vacío de Víctor. A ti sí te gustó, dijo, y se lo volvió a llenar al segundo. No tengas pena, muchacho, toma todo lo que tú quieras, que aquí hay bastante. Esto otro lo voy a compartir con ustedes. He esperado un largo tiempo para compartirlo con alguien. Son chocolates suizos. Me los regalaron hace meses, pero no tengo fuerzas para abrir la caja. Las manos se me han ido debilitando, ya soy una vieja.
Sí, sí queremos, dijo Víctor. La anciana le dio la caja metálica y él con toda la tosquedad del mundo intentó abrirla. Javier trató de intervenir. Ten más cuidado. ¡Déjame!, contestó Víctor. Hubo un pequeño forcejeo y la caja cayó al piso con dulces y todo. La escena quedó petrificada. Los dulces desparramados por el piso y los músculos de los tres completamente contraídos. Ya, dijo la anciana disimulando alguna amabilidad, no importa, y barrió los dulces en un momento y los dejó en el recogedor. Javier imaginó que cuando ellos se fueran iba a comérselos de todas formas y luego se culpó a sí mismo. No importa, esas cosas pasan, volvió a decir la anciana.
Víctor dijo que tenía una solución para eso, se levantó y se fue sin decir más. Javier quedaba solo. Las palabras de Gisela se fueron diluyendo en sus oídos hasta hacerse inaudibles y el pensamiento tomó las riendas de sus ojos que veían sin ver. De vez en cuando se sorprendía de dónde había caído su vista. Ahora, por ejemplo, había caído sobre el jarrón, que estaba sobre la mesa entre el pan y las velas. El jarrón iba a tener una significación inmensa dentro de la casa. Iba a significar que el mundo no la olvidaba, que las personas la querían. Los cumpleaños están hechos para que una vez cada trescientos y tantos días una persona pueda alimentar la ilusión de centralidad que le otorga el tener un nombre. Lo mismo que las fotos desperdigadas por una casa. Lo mismo que el decir buenos días o siento mucho su pérdida.
Un gato distinto al que ya había visto se asomó a la ventana. Observando aquel otro gato pequeño a rayas, Javier dejó a ir su mente más lejos de lo que hubiera querido dejarla ir. Era muy probable que la anciana muriera sola en aquella casa, que estaba además bien lejos de las otras. Nadie tenía por qué visitarla a menudo. Imaginó su cadáver putrefacto y desecado por el sol, con las carnes arrancadas por sus propios gatos, hambrientos tarde o temprano.
Víctor regresó. Traía en sus manos otra caja de chocolates suizos aún más grande que la anterior. Javier se sorprendió por cuán fácil es solucionar una cosa con suficiente dinero. ¿Aunque de verdad una cosa cualquiera podía ser solucionada? Aquí tiene, dijo Víctor, disculpe por todo. Siempre la vamos a recordar entre nosotros. Sin embargo, me da pena decirle que tenemos clases, así que nos tendrá que disculpar… Nos hubiera encantado conversar un rato más, pero es que se acercan las pruebas y… Javier lo miró con cierta incomodidad. Era una incomodidad de lo más curiosa, puesto que por un lado condenaba el completo desapego de Víctor por los demás seres humanos, le condenaba la mentira y la prisa falsa, y a la vez sentía un alivio porque ya se iban, porque en el fondo no soportaba estar perdiendo su tiempo en aquella casa, y casi agradecía silenciosamente a Víctor por cargar la culpa de ser una mala persona. Ese procedimiento oscuro de limpiar la conciencia en el otro, demonizando al otro, es común en todos los seres humanos.
Se levantaron de sus asientos. Otro gato, blanco con manchas negras, apareció en la sala. Ese se llama Juan, dijo Gisela, como mi esposo, que en paz descanse. El gato se le enroscó en las piernas a Javier, que por aquel entonces estaba tratando de recordar el nombre de la anciana para poder despedirse de una vez y por todas. ¿Cuál es su nombre?, preguntó, con un tono respetuoso y solemne que le hubiera arrancado la risa a cualquiera de sus profesores. La escena repetiría el adiós de unas cuantas malas películas, pero por alguna razón era verosímil. Mientras, el gato a sus pies lo miraba con sus ojos curiosos de gato. Javier se sintió conmovido y feliz porque era un buen muchacho, que ahora iba a conocer el nombre de la mujer maravillosa a quien tenían el honor de entregar el jarrón de flores. Como una bola de nieve, su entusiasmo creció y se llenó de realidad cuando escuchó a Gisela decir Gisela, mi nombre es Gisela, que no se les vaya a olvidar, y la extraña luz en los ojos muertos de la anciana, como quien ha revelado un secreto, su esperanza, la esperanza de todo anciano, de todo hombre, de haber dejado una memoria en los otros, y el pacto de los otros, Gisela, es un nombre precioso, el pacto de Javier consigo mismo que le permitía creer, dentro de su propia actuación, que era un buen muchacho. En algún instante había dejado de actuar, aunque después prosiguiera.
A pasos lentos fueron abandonando la casa. En el jardín los esperaban incontables gatos. Javier se preguntó de dónde podía provenir un número tan grande. Veinte, treinta, quizás cuarenta gatos. De todo tipo. Peludos y con caras inconformes, o delgados y amigables, con manchas o de pelaje de color entero, siameses, persas, tabis, un verdadero congreso de bigotes blancos. Abandonaron el jardín mirando hacia atrás todo el tiempo. La anciana con ojos llorosos permanecía inmóvil en la puerta. Sujetaba con ambas manos la caja de chocolates. Javier adivinó que nuevamente no sabría qué hacer con ellos. Recordó entonces que alguien le había dicho una vez que, sin importar el bien que hiciera una persona, en su interior seguiría siendo malo. La anciana con sus ojos medio ciegos.
Todavía se seguían mirando aunque no se iban a ver de nuevo, estaba claro, como mismo Víctor y Karen no iban a verse de nuevo tras aquella noche tortuosa. Y se alejaban. Unos pocos gatos, entre nueve y quince, los seguían a pasos silenciosos. Ellos se detenían y los gatos también se detenían. Volvían a caminar y los gatos volvían a caminar con ellos, y así… hasta que los muchachos fueron dejando de mirar hacia atrás, aunque sabían que los gatos estaban ahí.
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