El internacionalismo en la América Latina de los años sesenta y principios de los setenta

Segunda entrega de la serie «El internacionalismo de Manuel Piñeiro en las relaciones exteriores de Cuba»

Por Roberto Regalado

Fragmento de la portada del primer número de la revista Pensamiento Crítico / Febrero de 1967

La capacidad de derrotar política y militarmente a la tiranía de Fulgencio Batista, la radicalidad y la heterodoxia del poder instaurado el 1ro. de enero de 1959 y la vocación internacionalista, tercermundista, latinoamericanista y caribeñista que la caracteriza desde sus primeros días son las fuentes primarias y naturales de las que emana la influencia política internacional de la Revolución cubana.

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En los meses posteriores al triunfo de la Revolución, de Cuba parten cuatro expediciones a emprender la lucha armada en países de la Cuenca del Caribe, dos de ellas sin apoyo ni conocimiento de las autoridades revolucionarias y otras dos con su conocimiento y apoyo, que no sé si técnicamente califican como conocimiento y apoyo «institucional», dado que la institucionalización del poder revolucionario daba sus pasos preliminares.

Los países de destino de esas expediciones fueron: una a Panamá, dos a Nicaragua y una a la República Dominicana, todas con resultados negativos.[1] Relacionados o no con Cuba, a inicios de los años sesenta en varios países de América Latina surgen movimientos guerrilleros, ninguno de los cuales logra sobrevivir.

Dentro del proceso de institucionalización del poder revolucionario, la solidaridad internacionalista con las luchas de los pueblos de Asia, África y América Latina pronto dejó de ser espontánea, eventual o incluso ajena al conocimiento de las autoridades. En el Ministerio del Interior, fundado el 6 de junio de 1961, su viceministro primero, el comandante Manuel Piñeiro Losada, fue el encargado de canalizarla. Piñeiro creó el órgano llamado Departamento «M», que luego pasaría a ser Viceministerio Técnico y en 1970 Dirección General de Liberación Nacional (DGLN). De las etapas iniciales de ese órgano data la preparación y el apoyo a las misiones internacionalistas del comandante Ernesto «Che» Guevara y los combatientes cubanos que lo acompañaron en el Congo y en Bolivia.

El triunfo de la Revolución cubana se produjo en medio de la transición entre una etapa de la Guerra Fría en que los Estados Unidos y sus aliados consideraban la posibilidad de lograr una superioridad militar que les permitiese destruir a la Unión Soviética sin sufrir graves daños y una etapa en que la URSS ya no solo contaba con la bomba atómica (desde 1949), sino también había desarrollado la capacidad de construir vehículos portadores intercontinentales para esa arma, según lo revelan el lanzamiento del Sputnik, en 1957, y la circunvalación a la Tierra del cosmonauta Yuri Gagarin, en 1961.

La nueva correlación bipolar de fuerzas creó mejores condiciones para las luchas de liberación nacional y social en el «tercer mundo» y, en el caso de Cuba, posibilitó que la URSS tuviera la capacidad de apoyar a su Revolución cuando los Estados Unidos intentaron estrangularla y aniquilarla. Esa correlación de fuerzas se puso a prueba durante la crisis de octubre de 1962, que colocó al mundo al borde de una guerra nuclear y mostró las fortalezas y las debilidades de cada una de las dos grandes superpotencias militares del planeta.

Tanta importancia como el cambio en la correlación de fuerzas entre el «primer mundo» y el «segundo mundo» tuvieron las luchas anticolonialistas y el proceso de descolonización en el «tercer mundo», con resultados acumulativos en el norte de África, África subsahariana y Asia durante las décadas de 1950 a 1970. Extraordinaria relevancia tuvieron también los movimientos de protesta que estremecieron a los Estados Unidos y Europa occidental en los años sesenta. Como dijo el gran poeta trovador: «la era [estaba] pariendo un corazón» y, mientras eso ocurría, la Revolución cubana era agredida por el imperialismo norteamericano, con la colaboración activa de una parte de los gobiernos latinoamericanos y la complicidad de otra parte de ellos. Por esas razones, la Declaración de La Habana del 2 de septiembre de 1960 postu­la:

El deber de los obreros, de los campesinos, de los estudiantes, de los intelectuales, de los negros, de los indios, de los jóvenes, de las mujeres, de los ancianos, a luchar por sus reivindicaciones económicas, políticas y sociales; el deber de las naciones oprimidas y explotadas a luchar por su liberación; el deber de cada pueblo a la solidaridad con todos los pueblos oprimidos, colonizados, explotados o agredidos, sea cual fuere el lugar del mundo en que estos se encuentren y la distancia geográfica que los separe. ¡Todos los pueblos del mundo son hermanos!

Nada refleja mejor la hermosa utopía de la década de 1960, utopía que encaja en la definición que de ella hizo Eduardo Galeano al decirnos que «sirve para caminar»,[2] que las palabras finales de la Segunda Declaración de La Habana del 4 de febrero de 1962, luego citadas por el Che en su discurso de la Asamblea General de la ONU, en 1964:

Porque esta gran humanidad ha dicho: «¡Basta!» y ha echado a andar. Y su marcha de gigantes ya no se detendrá hasta conquistar la verdadera independencia, por la que ya han muerto más de una vez inútilmente. Ahora, en todo caso, los que mueran, morirán como los de Cuba, los de Playa Girón, morirán por su única, verdadera, irrenunciable independencia.

En América Latina, con un acumulado de más cuatro siglos de dominación colonialista, neocolonialista e imperialista, incluidos doce años de «derrame» hacia la región de la guerra fría, el macartismo y la cacería de brujas procedentes de los Estados Unidos, amplios sectores sociales ven la lucha armada empleada en Cuba como fórmula para realizar sus propias revoluciones. En esas condiciones, a mediados de la década de 1960 se produce un rebrote de las insurgencias, que incluye la formación en Colombia, en 1964, de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia — Ejército del Pueblo (FARC/EP) y del Ejército de Liberación Nacional (ELN), así como el intento realizado por el comandante Ernesto Che Guevara en 1967 de asentar en las montañas de Bolivia una escuela clandestina de formación de jefes guerrilleros, cuyo objetivo era irradiar esa forma de lucha a otros países sudamericanos y que concluye con la destrucción del proyecto y el asesinato de Che.

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En los momentos de mayor efervescencia de la lucha armada en América Latina,[3] el «espíritu de época» se manifiesta en la Conferencia Tricontinental efectuada en La Habana en enero de 1966 con la participación de los líderes de los movimientos revolucionarios y de liberación nacional del «tercer mundo», evento donde se lee un texto enviado por Che, que sería publicado en abril de 1967 con el título «Crear dos, tres, muchos Vietnam», y se funda la Organización de Solidaridad con los Pueblos de África, Asia y América Latina (OSPAAAL).

Ese espíritu de época también se manifiesta en la Conferencia de Solidaridad con los Pueblos de América Latina convocada por la Tricontinental y celebrada en la capital cubana en agosto de 1967, que funda la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS).

El periodo entre 1961 y 1974, durante el cual el órgano de solidaridad al que se dedica este artículo se mantiene en el Ministerio del Interior, abarca desde que se institucionalizan las relaciones con los movimientos insurgentes hasta que otros procesos sociopolíticos también pasan a ocupar los primeros planos de atención.

Un vector de esos procesos son los gobiernos militares progresistas de Juan Velasco Alvarado en Perú (1968–1975), Omar Torrijos en Panamá (1968–1981) y Juan José Torres en Bolivia (1970–1971). Otro vector es la acumulación política y electoral de los frentes amplios de izquierda, progresistas y democráticos en dos países: principalmente en Chile, pero también en Uruguay. Un tercer vector es la descolonización de tres importantes países del Caribe de habla inglesa: Jamaica, Guyana y Trinidad y Tobago. Los gobiernos de estos tres vectores rompen el aislamiento continental contra Cuba al establecer relaciones diplomáticas.

A diferencia del «todos contra uno» y el «uno contra todos» de los años sesenta; es decir, a diferencia, por una parte, del «todos contra uno» de las amenazas y las agresiones contra Cuba de los gobiernos estadounidense y latinoamericanos y, por otra, del «uno contra todos» del apoyo de Cuba a las fuerzas revolucionarias de la región, en el nuevo mapa político trazado entre finales de los años sesenta y principios de los setenta, no solo se comienza a quebrar el aislamiento continental de Cuba sino que, además, la solidaridad política y el apoyo material de la Revolución cubana a otros pueblos dejan de ser «a contracorriente» de un entorno hostil.

La atención y la solidaridad regional y mundial se enfocan en los dos principales procesos latinoamericanos de la séptima y la octava décadas del siglo XX: la batalla contra los Estados «de seguridad nacional», en especial contra las dictaduras militares de «seguridad nacional»; y la batalla contra las añejas dictaduras centroamericanas devenidas Estados contrainsurgentes, a los que se suman la invasión de los Estados Unidos a Granada, la guerra de las Malvinas y la crisis de la deuda externa.

En el primer lustro de la década de 1970, en los dos países de América del Sur donde la democracia liberal había tolerado una participación política y electoral relativamente estable de la izquierda, Chile y Uruguay: en uno se produce la elección del presidente Salvador Allende, candidato de la Unidad Popular, el 4 de noviembre de 1970 y, después, ocurre su derrocamiento el 11 de septiembre de 1973; en el otro se produce la fundación del Frente Amplio, el 5 de febrero de 1971, cuyo incipiente — pero promisorio — desempeño político y electoral fue frustrado por la escalonada imposición de una dictadura, consolidada con el golpe de Estado del 27 de junio de 1973.[4]

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Así llegan a estos países las dictaduras militares de «seguridad nacional» que entre 1964 y 1989 azotaron al Cono Sur, acompañadas en otras subregiones por gobiernos no militares que también clasificaban como gobiernos de «seguridad nacional». Es decir, que en su conjunto eran Estados de «seguridad nacional» cuyo objetivo resultaba aniquilar al «enemigo interno», que no solo abarcaba a la izquierda insurreccional y no insurreccional, sino también a sectores progresistas y democrático-burgueses y a los sindicatos y movimientos populares en general.

La solidaridad y el apoyo de Cuba a esas batallas pasaban a ser parte de un gran torrente de solidaridad política y apoyo material de gobiernos, organismos y conferencias internacionales, de fuerzas políticas y movimientos sociales, de iglesias, instituciones y personalidades de las ciencias, la educación, la cultura y otros sectores, incluso de la Internacional Socialista, cuyos miembros de África, Asia y gran parte de los de América Latina, junto al ala izquierda de sus miembros europeos, eran solidarios con esas batallas, mientras que la mayoritaria ala derecha del viejo continente se relacionaba con ellas para mellar su filo revolucionario.

A tono con estos cambios en la situación internacional, regional y nacional, la DGLN fue disuelta a mediados de 1974. Las y los oficiales de su línea política pasamos a ser las y los funcionarios civiles fundadores del Departamento América del Comité Central del Partido Comunista de Cuba, cuyo contenido de trabajo era el ángulo político de la solidaridad y el internacionalismo de la Revolución cubana en el continente. O sea, el ángulo político de las relaciones con todas las fuerzas revolucionarias, de izquierda, progresistas, democráticas y cualesquiera otras que se relacionasen con Cuba.

En resumen,

las expectativas nacidas al calor del triunfo de la Revolución cubana de que la lucha armada desembocaría a corto plazo en la conquista del poder en otros países de América Latina no se cumplieron.

En la región no había una situación revolucionaria como la había conceptualizado Lenin: no basta con que «los de abajo no quieran» seguir dominados, también hace falta que «los de arriba no puedan» seguirlos dominando. Ni la revolución armada prendió lo suficiente en «los de abajo», ni «los de arriba» fueron solo las élites y los ejércitos locales, sino la maquinaria continental, contrainsurgente y contrarrevolucionaria establecida por el imperialismo norteamericano mediante los Estados de «seguridad nacional» con sus esquemas regionales represivos como la Operación Cóndor.

Después de la década de 1960 la lucha armada en la región no solo continuó desarrollándose, sino que llegó a ser intensa en países como Nicaragua, El Salvador y Colombia. En la isla caribeña de Granada, no precisamente como resultado de una lucha armada, sino de una acción armada, el 13 de marzo de 1979 asume el poder el Movimiento de la Nueva Joya y, en Nicaragua, el 19 de julio de ese año, conquista el poder el Frente Sandinista de Liberación Nacional.

Sin embargo,

en función de la necesidad de ampliar las bases de apoyo y las coaliciones nacionales e internacionales de fuerzas antidictatoriales, la lucha armada fue dejando de ser la vía para conquistar el poder y se fue pasando a una vía de acumulación de fuerza político militar a partir de la cual las insurgencias abrían espacios para insertarse en la vida política legalizada. Un papel determinante en esa mutación lo tuvo el cambio en la correlación mundial de fuerzas resultante de la crisis terminal y el derrumbe del llamado bloque socialista europeo.

De este acápite concluyo que las identidades, objetivos, medios y métodos de trabajo que entre 1961 y 1974 tuvo el órgano de solidaridad encabezado por Manuel Piñeiro, se correspondieron con las necesidades y posibilidades de aquel periodo y que tan pronto como el cambio de aquella situación fue identificable, el órgano siguió siendo sistemáticamente reubicado y reestructurado en correspondencia con las muy cambiantes necesidades y posibilidades de la política solidaria e internacionalista de la Revolución cubana.

Notas

[1] Sergio Guerra Vilaboy afirma que: «La Revolución Cubana trató de ser imitada desde su mismo triunfo». A continuación, reseña las cuatro expediciones militares que salieron de Cuba a los pocos meses de la toma del poder por el Ejército Rebelde. Las dos primeras de esas expediciones, una hacia Panamá, salida en el mes de abril para combatir al gobierno de Ernesto de la Guardia y otra salida en el mes de mayo para combatir a la tiranía de Anastasio Somoza en Nicaragua, no contaron con conocimiento, aprobación o respaldo alguno de parte de las autoridades revolucionarias cubanas. Las otras dos, que sí contaron con el visto bueno y el apoyo de la Isla, se produjeron y tuvieron desenlaces trágicos en el mes de junio. Estas fueron la Guerrilla de El Chaparral, destruida por el ejército de Honduras en la frontera de ese país con Nicaragua, y la expedición del Movimiento de Liberación Dominicana masacrada por el ejército del dictador de la República Dominicana, Rafael Leónidas Trujillo. Sergio Guerra Vilaboy: «Expediciones a inicios de 1959», Informe Fracto, 1ro. de mayo de 2021, en (http://cubarte.cult.cu/blog-cubarte/expediciones-inicios-de-1959/). Consultado 17/1/2023.

[2] Eduardo Galeano: «La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar».

[3] Para mayor información sobre los movimientos revolucionarios de esa etapa, ver a Luis Suárez Salazar: Un siglo de terror en América Latina: una crónica de crímenes contra la humanidad, Ocean Press, Melbourne, 2006, p. 293.

[4] Ver a Gerónimo de Sierra: Sociedad y Política en el Uruguay de la crisis, LIBROSUR, Montevideo, 1985.

(CONTINUARÁ)


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