Por Ambrosio Fornet
Versión tomada del blog Cinereverso.
Conocemos muy bien ese sentido de frustración, de inutilidad, de desarraigo que experimentan los escritores y artistas de un país subdesarrollado y colonizado. Conocemos también sus mecanismos defensivos, sus coartadas. Cuando uno ha leído el Ulises, domina un idioma extranjero y puede hablar durante horas del surrealismo o del Guernica, sabe que pertenece a una selecta comunidad internacional que, por los medios más diversos, no cesa de afirmarnos en nuestra condición de privilegiados. Aún hoy se puede tener el estómago vacío y sufrir ciertas humillaciones sin convertirse por eso en un revolucionario. Aunque despreciado por la burguesía, el intelectual comparte con ella en cierta forma el dominio del mundo y puede permitirse, a su vez, el lujo de despreciarla. Los pretextos abundan. Pronunciar correctamente el nombre de un autor extranjero — Goethe o Baudelaire, por ejemplo — llega a ser un signo de superioridad espiritual, un salvaje placer que experimentan con frecuencia los intelectuales del mundo subdesarrollado.
Pero hay coartadas menos inocentes. Se puede ser de izquierda — morir de vejez en la izquierda— sin sentirse obligado por eso a cerrar filas con las masas o a comprometerse en la acción revolucionaria.
Después de todo un escritor o un artista no es un hombre de acción, y en cuanto a la adhesión moral, sabemos que es posible asumir todo el sufrimiento del mundo sin olvidarse, cuando truena, de sacar el paraguas; por lo demás, hoy la historia se asemeja de tal manera a ciertas fábulas que nos cuesta trabajo no ser un poco maniqueos: reconocemos a simple vista a los buenos porque luchan por sus derechos más elementales — la tierra que trabajan, la educación para sus hijos, la dignidad que les permita recobrar sus facciones humanas — y a los malos porque en Cuba, en el Congo, en Argelia, en Santo Domingo y en Viet Nam han demostrado ser irremisiblemente malvados. Así, tomar partido por los primeros no es necesariamente un acto de madurez política, sino una prueba elemental de humanidad, como la indignación que sacude al niño cuando presente, por las maniobras y las fechorías del lobo, que la bondad y la belleza están brutalmente amenazadas. En todo caso,
hoy damos por sentada la responsabilidad política del escritor en el acto mismo de reconocer su responsabilidad artística: nos parecen las dos caras de una misma moneda. La razón que nos permite despreciar y condenar al artista que se hace cómplice directo o indirecto del imperialismo, es la misma que nos lleva a rechazar el arte académico y nos impide imaginar siquiera un arte que sea a la vez auténtico y contrarrevolucionario.
Cuando los intelectuales de un país en revolución exigimos de los demás responsabilidades concretas, es porque hemos asumido las nuestras y estamos dispuestos a dar cuenta de nuestros actos. No hablo sólo de nuestras responsabilidades cívicas. Como intelectuales de un país subdesarrollado en revolución, alfabetizar, aprender el manejo de las armas, cortar caña ya forman parte de nuestros deberes elementales; carentes de cuadros intermedios estamos obligados, además, a servir de intermediarios entre nuestra obra y nuestro público; el poeta ha comprendido que para que ese hermoso y extraño poema que ahora escribe en silencio se repita mañana por las calles, él mismo tiene que convertirse en maestro, divulgador y funcionario cultural.
Hay algo de incestuoso en ese espléndido proceso de educación de las masas. Pero hay más. Cuando nos declaramos herederos de toda la cultura universal, no hacemos una frase: es que, efectivamente, estamos dispuestos a reivindicar lo que nos pertenece, y desde los bisontes de Altamira hasta Vassarely, desde Homero y las leyendas africanas hasta Kafka, conservamos el esfuerzo del hombre por interpretar la realidad y crear un mundo a su propia imagen como un esfuerzo revolucionario, y por lo tanto como nuestra herencia inalienable.
Los colegas que nos visitan suelen darnos palmadas en el hombro: quizás no esperaban encontrar en nuestras galerías cuadros abstractos y pop, en nuestras librerías ediciones de Proust, Joyce y Robbe-Grillet, en nuestros cines películas de Antonioni y de Bergman; quizás no esperaban escuchar la música serial de nuestros jóvenes compositores y esas apasionadas discusiones sobre estética en los seminarios de arte y en las mesas de los cafés. «Admirable revolución [dicen]. No permitan que nada la manche.»
Les confieso que, si antes esa observación nos enorgullecía, desde hace algún tiempo nos resulta irritante. No es sólo que haya una mezcla de paternalismo y recelo en ese afán de conservar intacta la imagen de una revolución inmaculada — la revolución no es una virgen ni está hecha por arcángeles — sino que, de alguna manera, nos convierte en simples vestales, guardianes de un fuego ya encendido, cuando debemos ser incendiarios, creadores de un fuego nuevo.
Que a sólo noventa millas de la potencia imperialista más implacable de este siglo Cuba haya logrado conciliar supuestas antinomias — justicia social y libertad de creación, subdesarrollo y arte de vanguardia — sólo demuestra que esta es una auténtica revolución, dispuesta a forjar, en las tensiones del mundo moderno, un hombre liberado al fin de sus fantasmas. Por lo pronto, este clima de experimentación y libertad creadora nos ha ahorrado muchas discusiones inútiles y esa turbia estela de frustración y desaliento que deja tras sí la justicia cuando degenera en una pasión abstracta.
Pero,
¿podemos darnos por satisfechos? Si nos limitáramos a evitar los errores, cumplir puntualmente con nuestro deber y esperar a que se reconozcan nuestros méritos, ¿en qué nos diferenciamos de un aduanero de Bruselas o un comisionista de Buenos Aires? La responsabilidad presupone la libertad, pero esta presupone a su vez, para el intelectual de un país en revolución, el deber de inventar nuevas responsabilidades. El intelectual encuentra ahí su función específica y el sostén de su vocación revolucionaria.
Lo primero que descubre el intelectual de un país en revolución es su propia ignorancia. Acostumbrado a plantearse problemas ajenos a su medio y a hablar por boca de ganso, comprende que no está preparado para aceptar el desafío intelectual de la revolución cuando, al mirar en torno a él, siente una especie de vértigo: la realidad ha estallado ante sus ojos y no cesa de transformarse. Entonces va moviéndose a tientas entre su viejo escepticismo y un nuevo entusiasmo, desgarrado — como ese hombre de transición aludido por el poeta Retamar — «entre la certidumbre de que todo es una trampa, una broma descomunal… y la esperanza de que las cosas pueden ser diferentes, deben ser diferentes, serán diferentes». Un paso más y las viejas preocupaciones metafísicas serán sepultadas por las dramáticas exigencias del combate diario.
Los riesgos son enormes — van desde la deserción hasta el extremismo, desde la insolencia hasta la repetición mecánica de fórmulas y consignas — pero no hay acción inocente, el entusiasmo es eso, una mezcla de lucidez y locura y, por lo demás, cuando al fin hacemos una pausa, descubrimos que tenemos ciertas ideas nuevas y que esas ideas se ciñen a la realidad como un guante.
Aunque nuestros gustos estéticos sean casi los mismos, nuestra óptica se ha transformado totalmente. Un amigo me decía que si hoy escribiéramos un ensayo sobre la incomunicación… y los problemas del transporte haríamos parecer Beckette y Perrault contemporáneo.
La descolonización cultural es un producto inevitable de esa toma de conciencia. Al descubrir nuestra realidad y con ella la ineficacia de los instrumentos teóricos que habíamos incorporado precipitadamente en el curso de lecturas y viajes, comprendemos lo que no somos, lo que ya no compartimos con los intelectuales del mundo industrializado.
No somos europeos [decía hace poco el novelista Mario Benedetti] y en consecuencia no hemos alcanzado aún la fría capacidad de contemplar el mundo a través de un inteligente cansancio. Somos latinoamericanos, y en consecuencia ciertos fenómenos típicamente europeos como el nouveau roman o aun la nouvelle critique, suelen parecernos un formidable desperdicio de talento, un prematuro museo de nuevas retóricas.
Si en política hemos rechazado los dogmatismos y las fórmulas caducas, en arte debemos poner a prueba las fórmulas que nos llegan con la etiqueta de la vanguardia. No se trata de suprimir, sino de incorporar con sentido crítico y desechar naturalmente lo que no resulta asimilable. Es lo que hace un organismo sano en desarrollo. Porque si nos abrimos con pasión a las conquistas del arte contemporáneo no es para llegar algún día hasta ahí, sino para poder encaramarnos sobre sus hombros. Hay que insistir en esto: no pretendemos alcanzar una meta conocida — sería caer en lo mismo a un nivel diferente — sino crear una sociedad nueva con nuevas relaciones humanas y un arte y un pensamiento capaces de anticiparlas y reflejarlas. Puesto que para nosotros no hay gran arte viejo, al hablar de un nuevo arte quizás no hacemos más que definir con torpeza una nueva forma de producirlo y apropiárselo, es decir, una nueva manera de concebir la vida, una nueva cultura.
Bastó con abrir bien los ojos para descubrir lo que no éramos, pero para vislumbrar lo que queremos ser es preciso cerrarlos de vez en cuando e imaginar una ciudad futura, habitada por hombres para quienes la historia habrá dejado de ser una pesadilla y la libertad, la igualdad y la fraternidad meras palabras. Se trata nada menos que de pensar la vida de hombres a quienes no conoceremos y cuya sola imagen justifica, sin embargo, este gigantesco y dramático esfuerzo que es la revolución socialista en un país subdesarrollado. Es ahí donde creo encontrar la responsabilidad específica del intelectual — técnico o escritor, dirigente político o artista — en una sociedad revolucionaria. Porque es preciso inventar el camino que conduzca derecho a ese objetivo y es fascinante y riesgosa tarea la responsabilidad de cada uno — dirigir a las masas, conquistar la naturaleza, crear nuevas imágenes o visiones de la realidad — que no puede concebirse desvinculada de la responsabilidad concreta de los otros. Y
como no es posible detenerse y cada paso es decisivo, como no hay más fórmula que una audacia y una insatisfacción permanentes, el intelectual está obligado a ser crítico de la sociedad. Ha de avanzar midiendo la distancia que separa los medios de los fines, juzgando siempre lo que es en nombre de lo que debe ser, de lo que será.
Es responsabilidad suya que al final del camino no aparezca un muñeco domesticado y satisfecho, sino ese nuevo hombre liberado al fin de su enajenación que el Che señaló, poco antes de morir combatiendo por él, como «la última y más importante ambición revolucionaria».
Enero, 1968
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