El hombre que amaba decirlo todo

Por Laidi Fernández de Juan

Palabras en la presentación del libro Decirlo todo… de Guillermo Rodríguez Rivera (Casa de las Américas, febrero de 2018)


Debo comenzar esta presentación con dos consideraciones personales: me siento abrumadoramente honrada desde que Silvio me pidió que fuera la encargada de decir algunas palabras hoy, compromiso que cumpliré intentando disimular la emoción que implica hablar no solo de un libro fundamental, sino de su autor, un hombre que amaba decirlo todo, sin guardarse nada, como quien se abre el pecho y dice ya sé que lo herirás. Es un privilegio, como todo lo que regala Silvio, impagable. La segunda, es que celebro con júbilo el nacimiento del sello editorial Ojalá, que publicará además de este, otros textos que seguramente veremos arder, como dijo un poeta, aunque espero que no sea tomado literalmente el verbo arder. Hay que curarse en salud, recomienda la sabiduría popular, e insisto en ello, ya que previsoramente incendiarios serán los libros que esta casa editorial, como la famosa era, parirá.

No puedo decir que fui amiga personal de Guillermo Rodríguez Rivera, como muchos colegas suyos que aparecen más de una vez y con total justeza en el esclarecedor volumen que presentamos, y ello me permite cierta objetividad al juzgar sus textos. No obstante, sostuve varias conversaciones con él, que me cautivaron hasta dejarme rendida a sus pies, porque Guillermo derrochaba una intensa e infrecuente combinación de sapiencia con buen humor, y amaba decirlo todo, como ya he señalado: practicaba el hábito de sincerarse hasta que no le quedara nada por dentro, a lo cual se añade un optimismo admirable, y un sentido casi cómico de la vida, una capacidad jubilosa que lo acompañó hasta el fin de sus días.

Dicho esto, debo añadir que su novela Canción de amor en tierra extraña, publicada por Ediciones UNIÓN en 2007, misteriosamente ausente de librerías, de notas críticas, de comentarios, aunque fueran adversos, coincidente en fechas con el momento de la llamada «Guerrita de los emails», que tanto revuelo causó como puede comprobarse en más de uno de los acápites de este libro, es un feliz antecedente de Decirlo todo. Políticas culturales en la Revolución cubana, al igual que su delicioso ensayo Por el camino de la mar, o, nosotros, los cubanos. Traigo a colación ambos títulos por la coherencia argumental que guardan con el presente volumen. Creo que, sin los anteriores libros, este de hoy no hubiera alcanzado la profunda huella que deja, imprescindible para el entendimiento no de una política sino de las múltiples políticas culturales inscritas en el desenvolvimiento de un único proceso revolucionario. Hay quien dice que los escritores solo tenemos una obsesión, un tema, un delirio que elaboramos una y otra vez, aunque utilicemos diferentes formatos o géneros. Obviamente, a Guillermo lo martillaba la concepción de cubanía, de esa identidad que nos tipifica con todas las luminosidades y también con todas las manchas del astro rey.

Él, perteneciente a una generación intermedia entre quienes lograron con las armas la independencia de Cuba y las más actuales, quienes no vivimos los intensos días de espléndidos, viscerales sacrificios y de hondos desaciertos, posee toda la autoridad moral para hacernos el cuento completo, desde los inicios hasta el presente. Como si fuera una Historia Clínica — ya que Jorge Fornet subtituló su excelente libro El 71, anatomía de una crisis — , este de Rodríguez Rivera contiene los antecedentes, la condición premórbida, la descripción de las condicionantes, la erupción del volcán revolucionario, su acmé, y llega hasta las postrimerías de una convulsa lava, cuyas mareas más agudas habían sido más o menos disimuladas, y ahora sacadas a la luz, gracias a este libro. La aspiración de Guillermo — no confundir aspiración con ambición, maligna degeneración del primer término: hablamos de una criatura ajena por completo al egocentrismo de los ambiciosos, esos enfermos de mimiyoismo que abundan — es poner todas las cartas sobre el tapete, apuntar con pelos y señales no solo los porqués y los cuándo, sino también quiénes condujeron los aciertos y quiénes los disparates, que pese a todo, no lo hicieron flaquear nunca.

En una nota suya al libro El arte de la espera, de Rafael Rojas, ya había adelantado lo que reitera en Decirlo Todo: «La opción socialista fue la única que pudo adoptar la revolución cubana de 1959 para sobrevivir. Sobrevivió por su decisión y por el alto precio que hemos pagado — en sangre y en privaciones — los cubanos que decidimos permanecer en Cuba».

A través de ocho capítulos, Guillermo recorre la historia cultural cubana, sin dejar fuera casi ninguna manifestación artística, no solo porque su sentido amplio de justicia y de una valentía que roza con la intrepidez así lo guían, sino porque sus vastos conocimientos y sobre todo, su afán de buen maestro que no se guarda nada para así, le impiden la más mínima gota de egoísmo. Así, el polémico cine, la música, de la cual era un experto, el teatro, que tanto admiraba, y, sobre todo, la literatura, su gran oficio, están reflejadas en la mayoría de las doscientas sesenta páginas de esta recopilación de ensayos, que son mucho más que eso, son lecciones, instrumentos documentales, referentes imposibles de soslayar. En ninguno de los capítulos existe empeño de didactismo, sino todo lo contrario: Guillermo, con esa gracia increíble y a ratos ácida que tanto nos divertía, incluye anécdotas, confesiones, testimonios propios y de sus más cercanos cómplices culturales, de manera que resulten irrefutables sus análisis. No dice «creo que es mentira», sino «Fulano miente por tal y más cual argumento», y desmenuza calumnias, infamias y tergiversaciones hasta hacerlos ripios; porque la verdad, como la justicia, tendrán brazos largos y patas cortas, pero aunque demoren, siempre llegan y recolocan las cosas en el sitio adonde pertenecen.

Según la mística cosmogónica de la Edad Media — y es fácil imaginar la cara de Guillermo si me escuchara ahora mismo — , el número ocho corresponde al cielo de las estrellas fijas, y simboliza el perfeccionamiento de los influjos planetarios. Si puedes verme, Guillermo, sabrás que no eres el único autorizado a joder un poco, así que me divierto con el ocho, esperanzada con el hecho poco probable pero no imposible de que los efluvios celestiales te hayan situado en el privilegiado estrellato que te corresponde y desde ese sitial, nos observes a todos: a los malos y a los buenos, a los farsantes que denuncias en el libro, y a las víctimas que como tú, supieron salir adelante. Para que el público vaya saboreando lo que enseguida podrá estudiar — este libro es para aprender, insisto — , nombro los ocho acápites, algunos de los cuales helarán la sangre a más de uno:

«Antecedentes»;

«1959, el año de la fiesta cubana»;

«El fin del edén»;

«La vida cultural en 1965»;

«El camino de Santiago (permiso para un leve desvío personal)»;

«Los polémicos años sesenta»;

«El Quinquenio Gris»; y

«El fin del Quinquenio Gris. La cultura de los tiempos que corren».

Otro de los grandes aciertos en Decirlo Todo, además de la osadía de efectivamente, contarnos la totalidad, para cumplir con el enunciado de la serie española, Te cuento cómo pasó, es la contextualización que Guillermo expone como preámbulo a cada sección del libro. Nada resulta fortuito ni descabellado, sino que todo lo dicho implica sus propias causas y sus naturales consecuencias. Guillermo, que fue dañado en momentos difíciles y complejos por más de una razón, jamás permitió que la mezquindad de unos cuantos nublara su fidelidad, y aunque nunca se le confirió la disculpa que merecía, asumió la sentencia de Sartre, a quien tanto admiraba: «El rencor es denso, es mundano; déjalo en la tierra: muere liviano».

Si pudiéramos promocionar este libro como si se tratara de un manuscrito hallado entre las ruinas de un foso, sería válido vociferar por altoparlantes: «¿Quiere usted conocer de primera mano las mentiras de Cabrera Infante? Léase Decirlo todo»; «¿Alguna vez ha querido saber quiénes fueron los represores del Quinquenio Gris? Busque Decirlo Todo»; «¿Realmente existieron las execrables UMAP? No deje de leerse las páginas 123–127 de este libro que presentamos hoy»; «¿Por fin Heberto Padilla manipuló o no a quienes lo apresaron, era culpable o era inocente? Encuentre las respuestas en este volumen»; «¿De veras sabe usted la historia del Caimán Barbudo? Saque sus propias conclusiones leyendo Decirlo todo»; «¿Cuál fue la postura de la Casa de las Américas y del ICAIC en momentos críticos, y cómo se comportaron sus respectivos dirigentes con los incipientes cultivadores de la nueva música que surgía? Encuentre las respuestas aquí»; «¿Ha leído usted a Lezama y sabe cuál era su actitud con respecto a la revolución? Compruebe aquí lo que se ha dicho y lo que no», pero reconozco falta de seriedad en el intento, y no afrontaré tal despropósito, entre otras razones, porque carezco del arrojo y de la fabulosa gracia de Rodríguez Rivera. Ni altoparlantes tengo yo: seguramente porque no es algo que tenía que tener.

Ya llegando al final de esta suerte de reseña, no debo obviar el elogio a la ilustradora del libro, Pilar Fernández Melo. La portada no puede ser más elocuente. Recreando el archiconocido cartel que hiciera Rostgaard, ese extraordinario diseñador nuestro que supo captar la esencia de la canción protesta con su rosa sangrante, Decirlo Todo, en virtud de su ilustradora, se anuncia como el complemento literario de la misma rosa, cual escritura de protesta, y con los mismos objetivos de la Nueva Trova, pero en versión no musical. Para terminar, me gustaría citar palabras del autor de este libro, que en boca del protagonista de la novela ya mencionada, expresa un anhelo que hoy se ha cumplido: «quería tener la confianza de haber dejado una palabra o un acto, o las dos cosas». ¡Y vaya si nos dejó mucho más! Este libro, sin ir muy lejos, es prueba fehaciente del inmenso legado de Guillermo Rodríguez Rivera, un hombre que amaba decirlo todo.


Tomado de La Ventana


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