El día después: por un socialismo burocrático

Intervención oral en la Conferenza di Roma sul comunismo (18- 22 de enero de 2017)

Por: Slavoj Žižek

*Publicado en colaboración con Patrias. Actos y Letras, texto dado a conocer en ese blog el 23 de mayo de 2021.


Se publica aquí, por primera vez en español, el texto de la intervención oral, en inglés, de Slavoj Žižek durante la sesión “Poteri comunisti” (Poderes comunistas) de la Conferenza di Roma sul comunismo (18 a 22 de enero de 2017), tal como se publicó en Comunismo necessario. Manifiesto a più voci per il XXI secolo (edición al cuidado del Collettivo C17), Milán-Udine, Mimesis Edizione, 2020, pp. 123–134.

http://www.communism17.org/it/

Las notas, y el título, son de Rolando Prats, quien tradujo de la versión en italiano hecha por Vincenzo Ostuni de la intervención de Žižek.


​¿En qué punto nos encontramos, exactamente, con respecto a la idea y la práctica del comunismo, hoy, un siglo después de la Revolución de Octubre? Creo que la primera conclusión que debemos sacar es que el siglo XX ha terminado y que hay que volver a empezar — por así decirlo — desde el principio. Desde luego, no podemos descartar el comunismo del siglo XX como un solo gran fracaso. El panorama es mucho más rico y diverso en muchas zonas del mundo: tendemos a olvidarlo. En muchos lugares, los partidos comunistas desempeñaron un papel del todo digno. Pensemos, por ejemplo, en algunos países de América Latina, pero también en los países árabes: las grandes luchas sociales y por los derechos de las mujeres que los partidos comunistas de los países árabes llevaron a cabo en los años cincuenta y sesenta han desaparecido casi por completo y han sido olvidadas. Pensemos también en Sudáfrica, etc. Aun así, me parece que, a pesar de sus momentos de gloria, de sus auténticos momentos políticos, una evaluación general del comunismo del siglo XX debe considerarlo un fracaso.

Pero, ¿dónde localizar exactamente ese fracaso? Normalmente lo encontramos en el totalitarismo, en el llamado giro totalitario, en la falta de democracia de las sociedades comunistas. Pero no lo situaría en ese nivel.

Para mí — y aquí, al menos hasta cierto punto, lo digo también por experiencia personal — el gran revés se produjo a nivel de la vida cotidiana. No creo que los regímenes comunistas “realmente existentes” hayan conseguido dar paso a una nueva forma de vida.

Cada vez estoy más convencido de que debemos abandonar la fascinación por los grandes eventos de masas: “¡Un millón de personas en la plaza Tahrir o en la plaza Syntagma! ¡Gritamos todos contigo! ¡Estamos todos con ustedes!”; lo que me interesa en particular es el día después, o la mañana después, como se dice de las resacas: ¿Qué sucede cuando el Gran Acontecimiento ha terminado, cuando las cosas vuelven a la normalidad? ¿Cuántos cambios se experimentan en la vida cotidiana? El comunismo del siglo XX fracasó precisamente en ese nivel. Sí, creó el llamado homo sovieticus, pero este era una extraña criatura conformista, particularmente cínica.

La tragedia del “comunismo real” del siglo XX es que su cinismo práctico arraigó de forma particular en la vida cotidiana.

El pueblo, en general, no se tomaba en serio la ideología dominante, y era precisamente así como se reproducía esa ideología, especialmente en las últimas décadas de los comunismos realmente existentes. Lo he aprendido tanto de los libros de historia de la Unión Soviética como de mi experiencia directa, especialmente en esas últimas décadas. Los críticos occidentales — por ejemplo, cuando la época de Brezhnev — a menudo se quejaban de que en la Unión Soviética ya nadie se tomaba en serio la ideología del Estado. Es cierto, pero creo que no fue esa la razón del fracaso del régimen: fue más bien la forma en que funcionaba y se reproducía. Si te tomabas demasiado en serio la ideología, si creías demasiado en el comunismo — no es una broma, es una descripción literal — eras un disidente, se te consideraba potencialmente peligroso.

La segunda paradoja del comunismo del siglo XX es que se desintegró por la razón más clásicamente marxista. Funcionó mientras vivíamos en la sociedad moderna “tradicional” del siglo XX, basada en la producción industrial. Lo que se puso en marcha a partir de los años setenta y ochenta fue una forma diferente de capitalismo determinada por el auge de los nuevos medios de comunicación. Me siento tentado a plantearlo en términos estrictamente marxianos: la llegada de los nuevos medios de comunicación — hasta la digitalización e informatización de la sociedad — condujo al desarrollo de nuevas fuerzas productivas que acabaron por hacer estallar las relaciones de producción del socialismo real. Uno de los mejores programadores de Alemania Oriental me contó que, al principio, la revolución informática había sido acogida con entusiasmo por las autoridades, pues creían que podría incluso salvar el socialismo real. Creían que el socialismo estaba en crisis por los defectos de la planificación, por la complejidad de la burocracia, etc.; imaginaban que gracias a los ordenadores la planificación podría llevarse a cabo con mayor precisión. No se daban cuenta de que la informatización, por su propia naturaleza, produciría una descentralización. La digitalización no atañe únicamente a fenómenos “centrales” como la National Security Agency de los Estados Unidos, con su inmensa capacidad de control; la informatización también implica una difusión descentralizada de los actores locales. Y esto era demasiado para los países del comunismo realmente existente.

Para mí, la mayor paradoja del comunismo del siglo XX es la siguiente: incluso cuando hemos vivido momentos de auténtica emancipación radical, el resultado ha sido completamente inesperado. Por ejemplo — y aquí seré linchado por los viejos maoístas — , si lo consideramos retrospectivamente, desde nuestra propia experiencia, ¿cuál fue el resultado histórico a largo plazo de la Gran Revolución Cultural de Mao? En última instancia, las reformas de Deng Xiaoping: la explosión capitalista. Lo que hizo la Gran Revolución Cultural fue suprimir de manera brutal el pasado, el confucianismo, las tradiciones antiguas: su función histórica objetiva fue, por tanto, despejar el tablero y preparar al pueblo para la nueva intromisión del capitalismo. En términos de la teoría del shock de Naomi Klein, fue el shock necesario para la avalancha capitalista. ¿No es uno de los aspectos más paradójicos y tristes de nuestro tiempo que en muchos de los países en los que todavía están en el poder — China, Vietnam — los viejos comunistas sean quizás los gerentes capitalistas más eficientes y brutales?​

Pero no debemos limitarnos a olvidar el siglo XX. Deberíamos hacer algo mucho más complejo y para algunos mucho más difícil de aceptar. En la visión marxista de la Historia la principal característica de la “Historia alienada”, como la define Marx, es que lo que se proyecta sale mal y el resultado termina siendo algo totalmente distinto de lo proyectado. Marx tomó como ejemplo la Revolución Francesa: los jacobinos propugnaban una noble idea de fraternidad y libertad; el resultado fue la cotidianidad burguesa pragmática y utilitaria. Pensemos en la Revolución de Octubre: se buscaba la libertad, la igualdad, la coparticipación en los asuntos del Estado, y se fue a dar al estalinismo. Y así llegamos a la cuestión fundamental, que es una cuestión teórica muy delicada: nuestra esperanza era que — sea lo que sea que entendamos por ello — la transformación socialista o la revolución comunista pondría fin a esa dialéctica trágica de proyecto y resultado: en cambio, tenemos que aceptar que incluso las revoluciones comunistas — y esa es probablemente la gran lección del siglo XX — son auténticamente trágicas. Por supuesto que no quiero caer en el juego de esos trotskistas según los cuales si Lenin hubiera vivido unos diez años más, habría llegado a un pacto con Trotsky y todo habría encajado en su sitio. No: probablemente el giro estalinista — al menos como posibilidad — de alguna manera estaba inscrito en la Revolución de Octubre. Sin embargo, la Revolución de Octubre fue un momento de auténtica explosión emancipadora. Es esa la tragedia a la que me refiero: fue un gran acontecimiento, con un potencial emancipador sin precedentes, pero en cierto sentido tenía que convertirse en horror. Podrá parecer una conclusión muy pesimista, pero creo que hay que aceptar que también la lucha comunista por la emancipación sigue esa lógica trágica: proyectas algo noble y se transforma en horror. Y aquí llegamos al meollo de la cuestión: no se trata simplemente de decir: “Debemos repetir la experiencia, y hacer realidad por fin nuestra verdadera idea del comunismo”, sino de cambiar la idea misma. No es que haya existido una idea comunista superior que terminara por materializarse de forma perversa; aquí soy hegeliano: la idea se actualiza cuando se manifiesta en la realidad, cuando se hace hecho. Si el hecho es el horror, debe haber algo erróneo en la idea misma. Ello no quiere decir que debamos simplemente abandonar la idea: debemos transformarla radicalmente. No se trata de una gestión táctica — como, por ejemplo, la intención de repudiar las formas partidistas, centralistas y burocráticas de la Unión Soviética en favor de otras formas menos burocráticas, etc. — , sino de un planteamiento mucho más profundo: debemos redefinir desde los cimientos el propósito mismo del comunismo. Se deberán reabrir las cuestiones y los debates a que ya hubieron de hacer frente el operaísmo[1] italiano y otros marxistas — hasta qué punto Marx fue o no excesivamente productivista, su capacidad o no para captar la lógica propiamente política de los procesos de decisión.

El siglo XX, en suma, estuvo lleno de momentos de auténtica emancipación, incluso en las coyunturas más trágicas: por ejemplo, la Gran Revolución Cultural fue una tragedia, pero tuvo momentos auténticos. No debemos olvidar que la mayor batalla de la Revolución Cultural no fue la que se libró contra los revisionistas, sino contra la Comuna de Shanghái, en la que los trabajadores se tomaron demasiado en serio la orden de Mao — “olviden el Partido, organícense ustedes” — y Mao tuvo entonces que intervenir con el ejército, no para aplastar a los revisionistas, sino para aplastar una versión extrema de la propia Revolución Cultural. Fueron momentos trágicos: y es precisamente la aceptación de la dimensión trágica del proceso de emancipación comunista lo que constituye, repito, la gran lección del siglo XX. De este modo, podemos criticar despiadadamente las distorsiones del siglo XX, pero sin traicionar en absoluto las “perlas”, las explosiones emancipadoras increíblemente sublimes que encontramos aquí y allá.

Por lo tanto, cuando digo que el siglo XX ha terminado, no quiero decir: olvidémoslo. Todo lo contrario. Creo, en cambio, que si hay necesidad de marxismo, hoy, es precisamente para hacer una relectura del estalinismo. Los críticos burgueses del estalinismo no se centran en la especificidad de lo que salió mal en la Unión Soviética. El estalinismo sigue esperando por una explicación adecuada. La Escuela de Frankfurt no se ocupó de ello, lo ignoró. Solo nosotros, los marxistas, podemos proporcionar esa explicación. Pero, al mismo tiempo, esto no significa restarle importancia: el estalinismo fue una tragedia. El nazismo no fue, estrictamente hablando, una tragedia — por supuesto que fue una tragedia, por el enorme sufrimiento que causó, pero, para simplificar al máximo: unos cuantos malhechores declararon que querían hacer unas cuantas maldades, se hicieron con el poder e hicieron esas maldades que habían dicho que querían hacer. El estalinismo, en cambio, es una auténtica tragedia, porque es resultado de un movimiento de auténtica emancipación. Así, la divisa de Beckett “fracasa mejor” no consiste en mantener la misma idea de comunismo y volver a intentarla hasta que se realice correctamente; en este proceso, hay que redefinir la idea misma de comunismo. Y en eso hay que ser extremadamente abierto.

Pero volvamos a la pregunta por la que empezamos: ¿en qué punto nos encontramos hoy? Creo que nuestra situación actual es trágica; quizá sea uno de los momentos más trágicos de la historia de los últimos siglos. Para entender por qué, tenemos que remontarnos a los años noventa, esos que podríamos llamar los años de Fukuyama. En aquel entonces se había generalizado la idea de que no había alternativa, de que el capitalismo liberal-democrático era, si no el mejor sistema imaginable, el “menos malo”, la mejor opción disponible en la práctica. Lo paradójico es que la mayoría de los miembros de la izquierda, incluidos los que se declaraban radicales, se convirtieron — como me gusta llamarlos — en “fukuyamistas de izquierda”. Aceptaron las coordenadas de Fukuyama, el capitalismo liberal-democrático, y les añadieron, si acaso, un colorido progresista: defensa de la sanidad pública, defensa de los trabajadores, lucha contra el racismo, etc. Cuando las cosas empezaron a ir mal, pudimos asistir a un fenómeno típico: la izquierda empezó a enmascarar su falta de ideas y de proyectos nuevos apelando al moralismo. Lo politically correct[2] es, a mi juicio, una forma típica de Ersatz político: se es impotente para cambiar de veras la sociedad, no se tiene ni la más remota idea de lo que hay que hacer, y nos convertimos en moralistas.

La importancia de los acontecimientos de este principio de siglo — el 11 de septiembre, la crisis financiera, la crisis de los refugiados, etc. — radica en el hecho de que el fukuyamismo de izquierda ha fracasado a las claras. Y aquí viene la tragedia. Muchos teóricos sociales, con quienes, en su mayoría, ni siquiera estoy de acuerdo, empezando por Axel Honneth[3], han identificado la tensión fundamental de nuestro tiempo: por un lado, nuevas protestas y gran descontento en todas partes, incluso en los países desarrollados (Bernie Sanders, Occupy Wall Street, Podemos, huelgas y protestas en Gran Bretaña, en Francia, por no hablar de Grecia); por otro lado, parece cada vez más imposible transformar esa ira generalizada en una fuerza política eficiente con un programa vagamente esbozado. Cuando los estallidos de protesta intentan organizarse en forma de movimientos políticos concretos, que al menos en algunos casos tendrían la posibilidad de tomar el poder, algo falla. Se trata de una tragedia. Pensemos en el ejemplo de Syriza[4], conocido por todos: un inmenso movimiento, generado por años de lucha de múltiples organizaciones sociales, se organiza en un partido, gana las elecciones y finalmente tiene que capitular. No podemos limitarnos a acusar de traición a Syriza por haberse rendido a la Unión Europea tras ganar por goleada el referéndum: creo que es un ejemplo perfecto de la tragedia general de la izquierda occidental. No tienen, o más bien deberíamos decir que no tenemos, no diré ya un programa, sino ni siquiera una vaga idea de los objetivos que perseguir. ¿Qué queremos? ¿Reformas suaves del capitalismo? ¿Socialismo de Estado? ¿Queremos democracias locales, democracias no representativas, formas de auto-organización? Carecemos del más mínimo programa.

Por poner un ejemplo tomado del cine, que repito a menudo: a todos nos encantó V de Vendetta; sé que a Toni Negri también le gustó. Termina así: estamos en Londres, el pueblo rompe la barrera policial, entra en el Parlamento y toma el poder en el Reino Unido. Me encantaría ver V de Vendetta 2: ¿Qué pasa al día siguiente? ¿Qué medidas ponen en práctica? Ese es el verdadero problema.

“Precisamente porque se trata de algo ligado a los bienes comunes, creo que deberíamos utilizar el término ‘comunismo’ y no ‘socialismo’. Hoy todo el mundo es socialista. El socialismo significa una actitud como ésta: ‘Sí, debemos ocuparnos de la gente, de los pobres, garantizar más solidaridad social’, etc. Pero, Dios mío, en ese sentido el más socialista de todos es ¡Bill Gates! No: ‘comunismo’ significa otra cosa; significa ver con claridad el riesgo de extinción en el que se está metiendo el capitalismo, significa saber que debemos liberarnos de la lógica capitalista del Estado-nación. Cuando a ese respecto la gente me pregunta: ‘¿Pero no crees que eres un utópico? ¿Quién hará esa gran revolución?’, respondo que no, que no sé quién hará la revolución, pero que lo que realmente es utópico es lo que la mayoría de la gente cree: que si aplicamos una pequeña dosis de austeridad, de alguna manera conseguiremos preservar nuestro modo de vida. Lo que es pura utopía es creer que, con pequeños cambios, modestos sacrificios, todo seguirá como hasta ahora.”​

D​e manera irónica, creo que deberíamos empezar a utilizar el término “socialismo burocrático” en un sentido positivo. Cuando Syriza capituló, la crítica más extendida en la izquierda fue que se había convertido en un partido de gobierno como cualquier otro, atrapado en el juego parlamentario y en los mecanismos de la democracia representativa, que había olvidado sus raíces en los movimientos sociales. En parte estoy de acuerdo, pero creo que la solución no puede encontrarse en una vuelta a esas raíces. La solución habría sido inventar una burocracia — no me da miedo usar el término — , nueva y más eficiente. Luego de deshacernos de los dos principales mitos de la izquierda del siglo XX, a saber, el socialismo de Estado (en último término, el estalinismo) y el welfare state socialdemócrata, nos queda un mito por abandonar: el de las “multitudes” auto-organizadas a nivel local. Tenemos que aceptar la idea de organizaciones sociales amplias, las llamemos o no Estado. No creo que las muy alabadas formas de auto-organización — como el procomún colaborativo, el Internet de las cosas, etc. — puedan, por así decirlo, autosostenerse. Creo que necesitamos algún tipo de organización política, y no hablo de política en abstracto, sino de mecanismos burocráticos para regularlas.

A menudo se ha acusado al estalinismo de ser una forma de socialismo burocrático, pero en mi opinión se trata de un malentendido: el estalinismo nunca fue capaz de establecer una burocracia estatal eficiente. Por eso necesitaba constantemente purgas y estados de excepción. La tarea de la izquierda, hoy, por tanto, no es organizar grandes eventos espectaculares, al final de los cuales todos lloramos juntos de alegría y de belleza, porque estábamos todos juntos, respirábamos al unísono… Estoy cansado de eso.

Entonces: ¿cómo concebir una política a gran escala frente a los problemas cruciales del mundo actual, del medio ambiente a la biogenética, pasando por el capitalismo financiero? Está claro que necesitamos reinventar amplios mecanismos de control transnacional y mecanismos de intervención eficaces, para superar la obsesión de la izquierda por la auto-organización local y la relación directa con las bases en función de una organización más eficiente y amplia a nivel estatal y supraestatal.

¿Por qué es esto tan crucial hoy en día? Porque la elección se da cada vez menos entre el sueño democrático liberal de Fukuyama, por un lado, y el comunismo, por otro. (Por cierto, y lo sé por él mismo, ¿saben que incluso Fukuyama ya no es fukuyamista? Con el nuevo estado de cosas — las consecuencias demenciales de la excesiva independencia del capital financiero, las catástrofes ecológicas, etc. — ha abandonado su tesis de la viabilidad del sueño liberal-democrático). Creo que es esa la lección que hay que extraer de la gran explosión de populismo a la que estamos asistiendo. No solo Trump, sino Brexit y Marine Le Pen, hasta el partido conservador y nacionalista de Kaczyński actualmente en el gobierno de Polonia. Está claro que ese espacio ha sido abierto por el fracaso de las izquierdas: entendiendo ahora por izquierda los restos de la socialdemocracia, la izquierda institucional o la izquierda liberal, a la que tal vez ni siquiera deberíamos llamar izquierda.

Evidentemente, esto ha ocurrido en los Estados Unidos. Donald Trump es un síntoma de Hillary Clinton, en el sentido de que la incapacidad del Partido Demócrata para dar un giro a la izquierda creó el espacio ocupado por Trump. No quiero elevar a comunista a Bernie Sanders, pero está claro que las clases bajas expresaron, al apoyarlo, un auténtico descontento popular que el establishment de la izquierda liberal fue incapaz de incorporar y que, por tanto, fue canalizado por la derecha populista. Y no solo en los Estados Unidos. Para mí, quizás el ejemplo más trágico, que ya he mencionado, es el de Polonia. El partido Derecho y Justicia, fundado por los hermanos Kaczyński, está luchando contra las políticas de austeridad y el neoliberalismo de una manera mucho más radical de lo que cualquier izquierda institucional se atreve a hacer hoy. En el último año, el gobierno ha rebajado la edad de jubilación, ha iniciado enormes transferencias sociales, por ejemplo a las madres, y ha hecho más accesibles la educación y la atención médica. Han hecho más por los trabajadores — aunque a un nivel todavía muy moderado — que cualquier gobierno de izquierda. Esto va claramente acompañado de su racismo y su nacionalismo. Y Marine Le Pen promete hacer lo mismo en Francia. Incluso en Trump se encuentran elementos de esa pseudoizquierda protofascista. Trump promete en los Estados Unidos lo que a nadie de la izquierda se le ocurriría proponer: un billón de dólares de grandes obras públicas para aumentar el empleo, etc. ¿Acaso no se trata de una paradoja extrema, que esté emergiendo poco a poco esta nueva polaridad? La izquierda liberal oficial es la mejor ejecutora de las políticas de austeridad, aunque conserve su carácter progresista en las nuevas luchas sociales antirracistas y antisexistas; en cambio, la derecha conservadora, religiosa y anti-inmigratoria es la única fuerza política que propone enormes transferencias sociales y apoya seriamente a los trabajadores. Se trata de una situación increíble. Para hacer cualquier política de izquierda, al menos en un sentido tradicional, hay que ser un nacionalista de derecha, y para llevar a cabo políticas de austeridad hay que ser un moderado de izquierda.

Creo que en los Estados Unidos esta arrogante decadencia de la izquierda se ejemplifica mejor con un fenómeno que podría decirse que es marginal, pero que me parece sintomático: la extrema popularidad entre la élite intelectual del nuevo género televisivo que combina el talk show y el comentario político con el humor, desde el Daily Show de Jon Stewart hasta John Oliver. Básicamente, lo que hacen es burlarse de la gente normal, de los populistas. En lugar de enfrentarse a los problemas reales, no hacen sino encarnar la arrogancia de las élites liberales. En los Estados Unidos se da esta configuración demencial: los pobres votan, en gran parte, por Trump y los más ricos, y la izquierda liberal oficial los humilla burlándose de su idiotez.

¿Qué conclusión podemos sacar de esta absurda y convulsa situación? ¿Debemos abandonar el sueño comunista? ¿Debemos darle otra oportunidad al “fukuyamismo de izquierda”? No. Precisamente porque la reciente explosión del populismo de derecha es un síntoma de los fracasos de la izquierda liberal actual, nuestra tarea no puede limitarse a luchar contra Trump y Le Pen. Si lo hiciéramos, estaríamos persiguiendo lo que en medicina se llama “remisión sintomática”: estás enfermo, y por tanto sientes dolor, tomas analgésicos, pero la enfermedad sigue ahí. La crítica a Trump es un mero tratamiento sintomático: la verdadera tarea es analizar qué ha fallado en la izquierda moderada y liberal. Los que tenemos que cambiar somos nosotros, los que todavía nos consideramos de izquierda. Somos nosotros quienes tenemos que encontrar la manera de atraer a los trabajadores, yendo más allá de la political correctness. Esa es nuestra tragedia, pero al mismo tiempo nuestra esperanza. Es cierto que vivimos en tiempos desesperadamente confusos, pero, como suelo hacer, quiero citar una de las frases más famosas de Mao: “Grande es la confusión bajo el cielo: la situación es excelente”. Esa es hoy la gran prueba para la izquierda comunista: toda esta confusión exige claramente la reinvención del comunismo. ¿Cuáles son nuestras crisis más graves hoy en día? El medio ambiente, que es un problema de bienes comunes, está amenazado. La crisis financiera también afecta a los bienes comunes. La propiedad intelectual atañe a bienes comunes simbólicos. La biogenética concierne a nuestros bienes comunes genéticos: ¿quién los controlará, quién dirigirá su desarrollo? Y la crisis de los refugiados pone en juego los bienes comunes elementales de la propia humanidad. Incluso un filósofo conservador al que en cierto modo aprecio, como Peter Sloterdijk, en su libro ¿Qué sucedió en el siglo XX?[5] llega a esa conclusión: el problema fundamental de hoy es el problema ecológico, el problema de los daños colaterales del capitalismo, pero no se puede resolver — como piensan algunos — con una mayor expansión del capitalismo, con la introducción de la lógica del mercado en el ámbito ecológico, con la determinación de los costes financieros de la contaminación ambiental. No funciona. El mercado no sabe cómo hacerlo.

En segundo lugar, debemos superar la lógica heroica del Estado-nación. Como también encontramos en Hegel, el desarrollo extremo de la idea del heroísmo patriótico es la guerra. Para Hegel, la guerra es el momento heroico por excelencia, en el que uno debe olvidar sus obligaciones burguesas con la familia o la economía y queda reducido a puro ciudadano y súbdito, dispuesto a hacer cualquier cosa por la nación. La guerra es la culminación ética del patriotismo. Para mí, la esencia del comunismo consiste, en cambio, en superar el Estado-nación y la lógica del mercado y reinventar nuevos bienes comunes. Para todos nosotros, se trata claramente de una cuestión de supervivencia.

Precisamente porque se trata de algo ligado a los bienes comunes, creo que deberíamos utilizar el término “comunismo” y no “socialismo”. Hoy todo el mundo es socialista. El socialismo significa una actitud como ésta: “Sí, debemos ocuparnos de la gente, de los pobres, garantizar más solidaridad social”, etc. Pero, Dios mío, en ese sentido el más socialista de todos es ¡Bill Gates! No: “comunismo” significa otra cosa; significa ver con claridad el riesgo de extinción en que nos está hundiendo el capitalismo, significa saber que debemos liberarnos de la lógica capitalista del Estado-nación.

Cuando a ese respecto la gente me pregunta: “¿Pero no te parece que eres un utópico? ¿Quién hará esa gran revolución?”, respondo que no, que no sé quién hará la revolución, pero que lo que realmente es utópico es lo que la mayoría de la gente cree: que si aplicamos una pequeña dosis de austeridad, de alguna manera conseguiremos preservar nuestro modo de vida. Lo que es pura utopía es creer que, con pequeños cambios, modestos sacrificios, todo seguirá como hasta ahora. No será así. Tenemos que estar conscientes de ello.

Esto equivale hoy a un “comunismo mínimo”. Pero hay más. También debemos zafarnos de nuestros razonamientos moralistas. Por ejemplo, a menudo afirmamos que el capitalismo es egoísta, que deberíamos ser más comprensivos, sacrificar nuestro beneficio individual, etc. Pero, un momento: Walter Benjamin nos ha enseñado que el capitalismo es en realidad una forma de religión. Piensen en el típico capitalista fundamentalista: no es un egoísta, trabaja como un loco, hace todo lo que hace solo para asegurar la libre expansión y circulación del capital. En cambio, necesitamos más egoísmo. Es el puro egoísmo lo que puede hacer que nos tomemos más en serio el medio ambiente.

Si bien todos los problemas son problemas que atañen a los bienes comunes, y el comunismo es la respuesta, queda mucho trabajo por hacer. Por ejemplo, la gran dificultad de la izquierda actual, que explotó a las claras en los Estados Unidos con la elección de Trump, es la disociación entre la political correctness, las políticas identitarias, la atención a las minorías sexuales, etc., por un lado; y, por el otro, el descontento de los trabajadores. Entre esos dos polos se suele proponer una síntesis simplista: hay que juntar los dos, hay que unir la lucha de los trabajadores pobres y descontentos y la política identitaria. Pero no es tan fácil. No se pueden unir las dos cosas tal y como están hoy en día. Si algo nos ha dejado claro lo que está ocurriendo hoy en los Estados Unidos y Europa es precisamente que la forma en que se están estructurando las luchas políticas identitarias, a favor de las minorías culturales, sexuales, religiosas, etc., impide que se forme una sólida coalición con los trabajadores descontentos. ¿No es esa la lección que podemos extraer del estallido de protestas en Egipto, Turquía, etc., precisamente esa falta de conexión con el descontento popular?

Así que nos encontramos de nuevo en un punto cero. El objetivo es claro: solo un nuevo comunismo podrá salvarnos. ¿Cómo será ese comunismo? Creo que deberíamos abordar el tema de una manera totalmente abierta y antidogmática, cuestionando algunos de los valores que nos son más preciados. Por ejemplo, la hegemonía absoluta, el papel automáticamente dominante de la democracia. No hay que eludir la cuestión, aunque la mayoría de la gente la rechace. Muchos dicen: “La Unión Europea es algo muy bueno, solo hay que democratizarla, hacerla más transparente”; pero si hoy democratizamos Europa — si la burocracia de Bruselas respondiera de forma más directa a las peticiones de los electorados locales — , por poner solo un ejemplo, el destino de los refugiados empeoraría mucho: en la mayoría de los países europeos, la mayoría de la población se opone a que se les dé acogida a los refugiados.

Así que la solución no es solo “más democracia”; existen otras soluciones. No debemos aferrarnos a nuestros fetiches: nuestro objetivo no es la democracia tal y como la conocemos; nuestro objetivo es redefinir radicalmente la democracia. Ni siquiera se trata de formas locales de democracia no representativa, sino que, me atrevería a decir, y soy consciente del carácter paradójico de esta fórmula: necesitamos más socialismo burocrático y — aunque parezca una locura — más alienación. ¿En qué sentido? Necesitamos agencias anónimas eficientes y a gran escala, capaces de regular los procesos. Agencias de las que, dentro de ciertos límites, estemos alienados, que no sean transparentes. Creo que — por muy grandioso que sea — el sueño de Hardt y Negri de que las multitudes se apoderen gradualmente de todo el sistema, aboliendo cualquier necesidad de existencia del Estado u otras agencias representativas, no puede funcionar. La lección que hay que aprender es otra: no basta con auto-organizaciones locales. Ciertamente, pueden florecer multitud de formas de democracia pre-representativa, de autorregulación desde abajo, pero todo ello presupone implícitamente una red muy eficiente y anónima, de tipo estatal o público, que proporcione, por poner algunos ejemplos, agua, electricidad, educación, sanidad, etc. Así que, para ser lo más provocador posible: abogo firmemente por un socialismo burocrático y por más alienación.


NOTAS

​[1] Por operaísmo — del italiano operaismo [obrerismo] — se entiende un movimiento político antiautoritario de inspiración marxista y carácter heterodoxo que privilegia el poder de la clase obrera para transformar, ella misma, las relaciones de producción. Del operaísmo se derivó el llamado movimiento autónomo, o autonomismo, al que han estado asociados figuras como Antonio Negri (su principal teórico), Paolo Virno y Michael Hardt.

[2] En inglés, en el original italiano, en este y todos los demás casos.

[3] De Honneth, a este propósito, véase en particular La idea del socialismo (Buenos Aires, Katz Editores, 2017).

[4] Abreviatura silábica, en griego, de Coalición de la Izquierda Radical — Alianza Progresista, en el poder entre 2015 y 2019.

[5] Peter Sloterdijk, ¿Qué sucedió en el siglo XX? (Trad. Isidoro Reguera), [Madrid], Ediciones Siruela, 2018.


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