El autor como productor

Por Walter Benjamin

Traducción: Bolívar Echeverría

Ponencia presentada por Benjamin el 27de abril de 1934 en el Instituto para el Estudio del Fascismo de Paris.


Se trata de ganar a los intelectuales para

la causa obrera, haciéndoles tomar

conciencia de la identidad que hay entre

su quehacer espiritual y su condición de productores.

Ramón Fernández


Ustedes recuerdan cómo procede Platón con los poetas en el proyecto de su Estado. Les prohíbe permanecer en él, en interés de la comunidad. Platón tenía un concepto elevado del poder de la poesía. Pero la consideraba dañina, superflua; en una comunidad perfecta, se entiende. Desde entonces no ha sido frecuente que la cuestión acerca del derecho de existencia del poeta[1] se planteara con igual énfasis. Sólo pocas veces llega a plantearse en esta forma, y precisamente ahora vuelve a plantearse así. A todos nos es más o menos conocida como la cuestión acerca de la autonomía del poeta, de su libertad para escribir lo que quiera. Y ustedes no se sienten inclinados a reconocerle esta autonomía; piensan que la situación social presente le fuerza a decidir al servicio de quién quiere él poner su actividad. El escritor burgués de literatura para el entretenimiento no reconoce esta alternativa. Ustedes le comprueban que, aunque no lo acepte, trabaja al servicio de determinados intereses de clase. Otro tipo de escritor, más avanzado, reconoce esta alternativa. Al ponerse de parte de proletariado, toma su decisión con base en la lucha de clases. Y se acaba entonces su autonomía. Su actividad se orienta por aquello que es útil al proletariado en la lucha de clases. Como suele decirse, se vuelve un escritor de tendencia.

He aquí la frase en torno a la cual giró desde hace algún tiempo un debate que a ustedes les es familiar y del que saben, precisamente porque les es familiar, lo estéril que ha resultado. En efecto, no pudo liberarse del aburrido «por un lado…, pero por el otro…». Por un lado, se debe reclamar que el desempeño del poeta presente la tendencia correcta; por otro lado, se está en el derecho de esperar que tal desempeño sea de calidad. Como es evidente, se trata de una fórmula que seguirá siendo insuficiente mientras no se comprenda cuál es la relación que existe entre los dos factores: tendencia y calidad. Por supuesto, la relación puede establecerse por decreto.

Puede declararse: una obra que presente la tendencia correcta no necesita poseer ninguna otra cualidad. Puede también decretarse: una obra que presente la tendencia correcta poseerá necesariamente toda otra cualidad.

Esta segunda formulación no deja de ser interesante; aún más, es correcta. La suscribo como propia. Pero, al hacerlo, me niego a decretarla. Es una afirmación que debe ser demostrada. Si ocupo la atención de ustedes, es para intentar demostrarla. Me objetarán tal vez: «Se trata de un tema por demás especial, demasiado lejano. ¿Con esa demostración quiere usted impulsar el estudio del fascismo?».

Efectivamente, ésa es mi intención. Pues espero poder mostrarles que el concepto de tendencia, en la forma sumaria en que se encuentra generalmente en el debate mencionado, es un instrumento completamente inadecuado para la crítica política de la literatura. Quisiera mostrarles que la tendencia de una obra sólo puede ser acertada cuando es también literariamente acertada. Es decir, que la tendencia política correcta incluye una tendencia literaria. Y, para completarlo de una vez: que es en esta tendencia literaria — contenida implícita o explícitamente en toda tendencia política correcta — , y no en otra cosa, en lo que consiste la calidad a la obra. La tendencia política correcta implica la calidad literaria de una obra porque incluye su tendencia literaria.

Permítanme prometerles que esta afirmación se aclarará pronto. Por el momento quisiera intercalar lo siguiente: mis consideraciones pudieron haber tenido un punto de partida diferente. Partí del debate estéril acerca de la relación en que están la tendencia de la creación literaria y su calidad. Pero pude haber partido de un debate más antiguo, aunque menos estéril: el que trata de la relación en que están el contenido y la forma, en especial en la literatura de intención política. Es una problemática que se encuentra desacreditada, y con razón. Se la toma como ejemplo escolar para ilustrar el intento no dialéctico de abordar los asuntos literarios sirviéndose de clichés. Está bien. ¿Pero qué decir del tratamiento dialéctico de esa misma cuestión?

El tratamiento dialéctico de esta cuestión — y con esto entro propiamente en materia — no puede hacer nada con la cosa estática aislada: una obra, una novela, un libro. Necesita insertarla en el conjunto vivo de las relaciones sociales. Ustedes dirán con razón que esto se ha hecho ya una y mil veces en el círculo de nuestros amigos. Sin duda. Pero, al hacerlo, muchas veces se ha pasado inmediatamente a términos mayores, y con ello necesariamente al campo de la vaguedad. Como sabemos, las relaciones sociales están condicionadas por las relaciones de producción. Así, al abordar una obra, ha sido usual que la crítica materialista pregunte por la actitud que ella mantiene con respecto a las relaciones sociales de producción de la época.

Se trata de una pregunta importante. Pero también muy difícil. No siempre es posible que su respuesta quede a salvo de malentendidos. Por ello, quisiera proponerles una pregunta más cercana.

Una pregunta más modesta, de menor alcance pero que, en mi opinión, tiene más probabilidades de obtener una respuesta. Así, en lugar de preguntar: ¿cuál es la actitud que mantiene una obra con respecto a las relaciones sociales de producción de la época?, ¿está de acuerdo con ellas, es reaccionaria, o tiende a su superación, es revolucionaria?; en lugar de esta pregunta o por lo menos antes de ella, quisiera proponerles otra. Antes de la pregunta: ¿cuál es la actitud de una obra frente a las relaciones de producción de la época?, quisiera preguntar: ¿cuál es su posición dentro de ellas?

Esta pregunta apunta directamente hacia la función que tiene la obra dentro de las relaciones de producción literarias de una época. Con otras palabras, apunta directamente hacia la técnica literaria de las obras.

Al mencionar el concepto de técnica he tocado el concepto que permite someter los productos literarios a un análisis directamente social y por lo tanto materialista. El concepto de técnica ofrece al mismo tiempo el punto dialéctico inicial a partir del cual es posible superar la oposición estéril entre forma y contenido. Este concepto de técnica contiene además la indicación que permite determinar de manera correcta la relación entre tendencia y calidad, aquella relación por la cual nos preguntábamos al principio. Así pues, si anteriormente pudimos afirmar que la tendencia política correcta de una obra implica su calidad literaria debido a que incluye su tendencia literaria, ahora podemos precisar que esta tendencia literaria puede consistir en un progreso o un retroceso de la técnica literaria. Cumpliré sin duda con el deseo de ustedes si paso ahora — de manera sólo aparentemente inconexa — a tratar de situaciones literarias muy concretas. Situaciones rusas. Quisiera dirigir su atención hacia Serguei Tretiakov y el modelo de escritor «operante», definido y encarnado por él mismo. Este escritor operante constituye el ejemplo más concreto de la dependencia funcional en que se hallan siempre y en cualquier circunstancia la tendencia política correcta y la técnica literaria avanzada. Se trata, por supuesto, sólo de un ejemplo; aunque me reservo otros más. Tretiakov distingue al escritor que opera del escritor que informa. Su misión no es dar cuenta sino combatir; no consiste en hacer de espectador sino en intervenir activamente. Los datos que nos da de su actividad precisan el sentido de esta misión. En 1928, en la época de la colectivización total de la agricultura, cuando se lanzó la consigna «¡Escritores, a los koljoses!», Tretiakov viajó a la comuna El Faro Comunista y emprendió allí durante dos largas estadías, los siguientes trabajos: llamamientos a concentraciones populares; recolección de fondos para la adquisición de tractores; acciones de convencimiento entre los campesinos aislados para que entraran en el koljós; inspección de salas de lectura; elaboración de periódicos murales y dirección del periódico del koljós; redacción de reportajes para los periódicos de Moscú; introducción de la radio y del cine ambulante, etcétera. No es sorprendente que el libro Comandantes de campo, escrito por Tretiakov a partir de esta experiencia, haya tenido una influencia considerable en la marcha posterior de la conformación de las granjas colectivas.

Pero es posible admirar a Tretiakov y considerar a la vez, sin embargo, que su ejemplo no significa mayor cosa para el asunto que nos interesa. Ustedes objetarán tal vez que las tareas de las que se encargó en el koljós son tareas de periodista o de propagandista; que todo ello poco tiene que ver con la creación literaria. Pero si escogí el ejemplo de Tretiakov fue con una intención: señalarles la amplitud del horizonte a partir del cual deben ser repensadas, teniendo en cuenta las realidades técnicas de nuestra situación actual, las nociones de forma o género literarios, cuando se trata de llegar a ubicar aquellas formas de expresión en las que encuentran su punto de inserción las energías literarias de nuestro tiempo. No siempre hubo novelas en el pasado, no siempre deberá haberlas. No siempre hubo tragedias; no siempre poemas épicos. Las formas de comentario, de traducción e incluso de plagio no siempre fueron variantes marginales de la literatura; tuvieron su función, y no sólo en la escritura filosófica sino también en la escritura poética de Arabia o de China. La retórica no fue siempre una forma secundaria; por el contrario, grandes provincias de la literatura en la Antigüedad recibieron su sello. Les menciono todo esto para familiarizarles con la idea de que nos encontramos en medio de un inmenso proceso de fusión de las formas literarias, un proceso en el que muchas de las oposiciones que nos han servido para pensar podrían perder su vigor. Permítanme darles un ejemplo de la esterilidad de tales oposiciones y del proceso de su superación dialéctica. Llegaremos así nuevamente al caso de Tretiakov. El ejemplo al que me refiero es el del periódico.

«En nuestra literatura — escribe un autor de izquierda[2] — ciertas oposiciones, que en épocas más felices se fecundaban mutuamente, se han vuelto antinomias insolubles. Es así que ciencia, por un lado, y bellas letras, por otro; crítica y producción, cultura y política, siguen sentidos divergentes sin orden ni relación entre sí. El escenario de esta confusión literaria es el periódico. Su contenido es un ‘material’ que se resiste a toda forma de organización, a no ser la que le impone la impaciencia del lector. Y esta impaciencia no es sólo la del político que espera una información o la del especulador que busca un tip; por debajo de éstas arde la del que está excluido y cree tener el derecho de expresar por sí mismo sus propios intereses. El hecho de que nada hay que ate al lector más firmemente a su periódico que esta impaciencia, cotidianamente ávida de nuevo alimento, ha sido aprovechado desde hace mucho tiempo por las redacciones mediante la apertura de más y más columnas para sus preguntas, opiniones y protestas. La asimilación indiscriminada de hechos va así de la mano con la asimilación igualmente indiscriminada de lectores que se ven repentinamente elevados al rango de colaboradores. Pero esto esconde un momento dialéctico: la ruina de la literatura en la prensa burguesa se muestra como la fórmula de su recuperación en la prensa soviética. En efecto, en la medida en que la literatura gana en amplitud lo que pierde en profundidad, la distinción entre autor y público, que la prensa burguesa mantiene de manera convencional, comienza a desaparecer en la prensa soviética. La persona que lee está lista en todo momento para volverse una persona que escribe, es decir, que describe o que prescribe. Su calidad de experto — aunque no lo sea en una especialidad sino solamente en el puesto que ocupa — le abre el acceso a la calidad de autor. El trabajo en cuanto tal toma la palabra. Y su exposición en palabras es una parte de la pericia necesaria para su realización. La competencia literaria no descansa ya en una educación especializada sino en una formación politécnica: se vuelve un bien común. En resumen, la literaturización de las condiciones de vida es la que supera antinomias que de otro modo son insolubles; y es en el escenario del más desenfrenado envilecimiento de la palabra — es decir, en el periódico — en donde se prepara el rescate de la misma».

Con esto espero haber mostrado que la consideración del autor como productor debe remontarse hasta su situación en el caso de la prensa. Pues en el caso de la prensa, de la prensa soviética al menos, es posible reconocer que aquel inmenso proceso de fusión del que hablaba hace un momento, no sólo pasa por sobre las separaciones convencionales entre géneros, entre escritor y poeta, entre investigador y vulgarizador, sino que somete a revisión incluso la separación entre autor y lector. La prensa es la instancia más definitiva dentro de este proceso; es por ello que toda consideración del autor como productor debe avanzar hasta ella.

Pero no debe quedarse allí. Pues, en Europa occidental, el periódico no constituye todavía un instrumento de producción eficaz en manos del escritor. El periódico pertenece todavía al capital. Ahora bien, puesto que, por una parte, el periódico representa, en términos de técnica, la posición literaria más importante, pero, por otra, esta posición se halla ocupada por el adversario, no es sorprendente que la comprensión por parte del escritor de su condicionamiento social, de sus medios técnicos y su tarea política tenga que vencer enormes dificultades. Entre los acontecimientos decisivos de los últimos diez años en Alemania se cuenta el hecho de que, bajo la presión de las condiciones económicas, una parte considerable de sus intelectuales productivos ha cumplido un desarrollo revolucionario en el plano ideológico, pero no ha estado al mismo tiempo en capacidad de someter a un examen verdaderamente revolucionario su propio trabajo, la relación de éste con los medios de producción: su técnica. Como ustedes ven, hablo de los intelectuales llamados de izquierda, y me limitaré a los intelectuales burgueses de izquierda. En Alemania, los movimientos político-literarios determinantes en el decenio pasado salieron de esta intelectualidad de izquierda. Escojo dos de ellos, el «activismo» (Aktivismus ) y la «nueva objetividad» (Neue Sachlichkeit ), para mostrar mediante su ejemplo que, mientras el escritor experimente su solidaridad con el proletariado sólo como sujeto ideológico, y no como productor, la tendencia política de su obra, por más revolucionaria que pueda parecer, cumplirá una función contrarrevolucionaria.

La consigna que resume las exigencias del activismo es la de «logocracia», es decir, «dominio del espíritu». Muchos gustan traducirla como «dominio de los hombres de espíritu». Esta idea de los hombres de espíritu ha logrado imponerse en el campo de la intelectualidad de izquierda, y resulta predominante en sus manifiestos políticos, de Heinrich Mann a Alfred Döblin. No es difícil notar en esta idea que ha sido acuñada sin tener en cuenta para nada la posición de la intelectualidad en el proceso de producción. Kurt Hiller, el teórico del «activismo», quiere incluso que no se considere a los hombres de espíritu como «pertenecientes a ciertas ramas profesionales» sino como «representantes de un cierto tipo caracterológico». En cuanto tal, este tipo caracterológico se encuentra por supuesto en un espacio ubicado entre las clases. Incluye una cantidad cualquiera de destinos privados, sin ofrecer el menor punto de apoyo para su organización. Cuando Hiller formula su rechazo de los dirigentes del partido, no deja de reconocerles ciertas cualidades; pueden «saber más de cuestiones importantes…, hablar de manera más comprensible para el pueblo…, luchar con más valentía» que él, pero de una cosa está seguro: «su pensamiento es más defectuoso». Es posible, ¿pero de qué vale si en la política lo decisivo no es el pensamiento privado sino — como dijo Brecht alguna vez — el arte de pensar en la cabeza de los otros[3]? El «activismo» ha emprendido la tarea de reemplazar la dialéctica materialista por una magnitud que es indefinible en términos de clase: el sano entendimiento común. Sus hombres de espíritu representan, en el mejor de los casos, una casta. En otras palabras: el principio de formación de este colectivo es en sí reaccionario; nada de extraño tiene, por ello, que la acción de este colectivo nunca haya podido ser revolucionaria.

Pero el principio funesto de este tipo de formación de un colectivo sigue aún activo. Pudimos darnos cuenta de ello hace tres años, con la publicación de ¡Saber y transformar!, de A. Döblin. Como es sabido, este escrito fue redactado como «respuesta a un hombre joven» — Döblin lo llama Sr. Hocke — que se habría dirigido al famoso autor con la pregunta «¿Qué hacer?» Döblin le invita a decidirse por la causa del socialismo, pero bajo condiciones bastante dudosas. El socialismo, según Döblin, es «libertad, asociación espontánea de los hombres, rechazo de toda coerción, indignación contra la injusticia y la coerción, humanitarismo, tolerancia, convicción pacifista». Sea esto lo que sea, lo cierto es que Döblin se basa en este socialismo para enfrentarse contra la teoría y la práctica del movimiento obrero radical. «Nada puede resultar de una cosa, opina Döblin, que no se encuentre ya contenido en ella; de la lucha de clases llevada a extremos sangrientos puede surgir la justicia, pero no el socialismo». Usted, estimado señor — formula Döblin la recomendación que por esta y otras razones le hace el Sr. Hocke — , no puede poner en ejecución su «¡Sí!» de principio a la lucha (del proletariado) si se integra al Frente Proletario. Debe permanecer en la aprobación irritada y amarga de esta lucha, pero a sabiendas de que ir más allá significa dejar vacía una posición de enorme importancia…: la posición del comunismo primitivo, de la libertad humana individual, de la solidaridad y asociación espontáneas de los hombres… Esta posición, estimado señor, es la única que le corresponde a usted”. Aquí puede verse, de manera más que evidente, adónde conduce la concepción del «hombre de espíritu» como tipo humano definido según sus opiniones, convicciones o disposiciones, y no según su posición en el proceso de producción. Como lo dice Döblin, este tipo humano debe encontrar su lugar junto al proletariado. ¿Y qué lugar es ése? El de un bienhechor, el de un mecenas ideológico. Un lugar imposible. Y así regresamos a la tesis planteada al principio: el lugar del intelectual en la lucha de clases sólo pude establecerse — o mejor: elegirse — con base en su ubicación dentro del proceso de producción.

Para referirse a la transformación de las formas de producción y de los instrumentos de producción en el sentido de una intelectualidad progresista — interesada por tanto en la liberación de los medios de producción, útil por tanto en la lucha de clases — , Brecht ha elaborado el concepto de refuncionalización. Él fue el primero en plantear a los intelectuales esta exigencia de gran alcance: no abastecer al aparato de producción sin transformarlo al mismo tiempo, en la medida de lo posible, en el sentido del socialismo. «La publicación de estos Intentos — escribe el autor en la introducción a la serie de cuadernos que llevarán ese nombre — tiene lugar en un momento en que determinados trabajos ya no pretenden ser ante todo vivencias individuales (tener un carácter de creación), sino que se dirigen más bien hacia la utilización (remodelación) de determinados institutos e instituciones». No se desea una renovación espiritual como la proclamada por los fascistas; se proponen innovaciones técnicas. De estas innovaciones hablaré más adelante. Quisiera limitarme por el momento a indicar la diferencia decisiva entre el simple abastecimiento de un aparato de producción y su transformación. Y quiero comenzar mis consideraciones sobre la «nueva objetividad» con la siguiente afirmación:

abastecer un aparato de producción sin transformarlo en la medida de lo posible es un procedimiento sumamente impugnable incluso cuando los materiales con que se le abastece parecen ser de naturaleza revolucionaria.

Estamos, en efecto, ante el hecho — del cual hubo pruebas en abundancia durante el pasado decenio en Alemania — de que el aparato burgués de producción y publicación tiene la capacidad de asimilar e incluso propagar cantidades sorprendentes de temas revolucionarios sin poner por ello seriamente en cuestión ni su propia existencia ni la existencia de la clase que lo tiene en propiedad. Ésta es la realidad, y lo será por lo menos mientras el aparato de producción siga siendo abastecido por rutineros, aunque se trate de rutineros revolucionarios. Defino al rutinero como el hombre que renuncia básicamente a introducir en el aparato de producción innovaciones dirigidas a volverlo ajeno a la clase dominante y favorable al socialismo. Afirmo, además, que una parte considerable de la literatura llamada de izquierda no ha tenido otra función social que la de extraer de la situación política cada vez nuevos efectos para el entretenimiento del público. Llego así al caso de la «nueva objetividad». La que puso en boga el reportaje. Preguntémonos: ¿a quién sirvió esta técnica?

Para mayor claridad, pondré en primer plano la forma fotográfica de esta técnica. Lo que vale para ella vale también para su forma literaria. Ambas deben su extraordinario éxito a la técnica de la publicación: a la radio y a la prensa ilustrada. Recordemos el dadaísmo.

La fuerza revolucionaria del dadaísmo consistió en poner a prueba la autenticidad del arte. Para componer una naturaleza muerta bastaban un boleto, un carrete de hilo y una colilla reunidos mediante unos cuantos trazos pictóricos. Todo ello en un marco. Y se mostraba entonces al público: «¡Miren cómo basta un marco para hacer estallar al tiempo! El más pequeño trozo auténtico de la vida cotidiana dice más que la pintura». Tal como la huella de sangre dejada por los dedos de un asesino sobre la página de un libro dice más que el texto. Muchos aspectos de esta intención revolucionaria han sido rescatados en el montaje fotográfico. Basta pensar en los trabajos de John Heartfield, cuya técnica ha convertido las cubiertas de los libros en instrumento político. Pero observemos la trayectoria que sigue la fotografía. ¿Y qué podemos ver? Se vuelve cada vez más diferenciada, más moderna, y el resultado es que ya no puede reproducir una casa de vecindad, un montón de basura, sin sublimarlos. Para no mencionar el hecho de que, al reproducir un dique o una fábrica de cables, sería incapaz de decir otra cosa que «el mundo es hermoso». El mundo es hermoso es el título de la famosa colección de fotografías de Renger-Patsh, en donde el arte fotográfico de la «nueva objetividad» alcanza su apogeo. En efecto, con su procedimiento perfeccionado a la moda, la «nueva objetividad» ha logrado hacer incluso de la miseria un objeto de disfrute. Pues si una función económica de la fotografía consiste en entregar a las masas, mediante una elaboración a la moda, ciertos contenidos que antes estaban excluidos de su consumo — la primavera, los grandes personajes, los países lejanos — , una de sus funciones políticas consiste en renovar desde dentro — es decir, a la moda — el mundo tal como resulta que es.

Tenemos aquí un ejemplo contundente de lo que significa abastecer un aparato de producción sin transformarlo. Transformarlo habría significado vencer nuevamente uno de aquellos límites, superar una de aquellas oposiciones que mantienen atada la producción de los intelectuales. En este caso, el límite entre la escritura y la imagen. Lo que debemos exigir del fotógrafo es la posibilidad de dar a su placa una leyenda capaz de sustraerla del consumo de moda y de conferirle un valor de uso revolucionario. Es una exigencia que nosotros, los escritores, plantearemos incluso con mayor insistencia cuando nosotros mismos nos pongamos a fotografiar. Así pues, también aquí el progreso técnico es, para el autor como productor, la base de su progreso político.

En otras palabras: sólo la superación de los ámbitos de competencia en el proceso de producción intelectual — que constituirían su orden, según la concepción burguesa — vuelve políticamente eficaz esta producción; y las dos fuerzas productivas que estén siendo separadas por el límite de competencias levantado entre ellas son precisamente las que deben derribarlo conjuntamente.

Al experimentar su solidaridad con el proletariado, el autor como productor experimenta al mismo tiempo y de manera inmediata su solidaridad con otros productores que anteriormente tenían poco que ver con él. He hablado del fotógrafo; quisiera ahora intercalar brevemente una reflexión de Hans Eisler sobre el músico: «También en el desarrollo de la música, tanto en su producción como en su reproducción, debemos habituarnos a reconocer un proceso cada vez más fuerte de racionalización… El disco, el cine sonoro, la música automática se pueden expender en conserva, como mercancías, realizaciones musicales de alta calidad. La consecuencia de este proceso de racionalización es que la reproducción de la música se limita a grupos cada vez más pequeños, pero también altamente calificados, de especialistas. La crisis de la actividad concertística es la crisis de una forma de producción caduca, rebasada por nuevas invenciones técnicas». La tarea consistía por tanto en una refuncionalización de la forma concierto para cumplir dos condiciones: suprimir la oposición entre el ejecutante y el oyente y suprimir la oposición entre la técnica y el contenido. Es instructiva la siguiente observación de Eisler sobre este punto: «Hay que cuidarse de no sobreestimar la música orquestal, de no tratarla como si fuera el único arte elevado. La música sin palabras sólo adquirió su gran importancia y alcanzó su pleno desenvolvimiento con el capitalismo». Es decir, la tarea de transformar el concierto no es realizable sin la colaboración de la palabra. Sólo esta colaboración puede dar lugar, como lo explica Eisler, a la transformación de un concierto en un mitin político. Por lo demás, el hecho de que semejante transformación implica efectivamente un apogeo de la técnica musical y de la literaria ha quedado comprobado con la pieza didáctica La decisión , de Brecht y Eisler.

Si a partir de esto consideran ustedes nuevamente el proceso de fusión de las formas literarias que mencioné anteriormente, pueden observar e imaginar el modo en que la fotografía y la música, entre otras cosas, confluyen en aquella masa en fusión con la cual se modelan las nuevas formas. Pueden ver confirmado que la literaturización de todas las condiciones de vida es la única perspectiva válida para juzgar la amplitud de este proceso de fusión, tal como el estado en que se encuentra la lucha de clases es la instancia determinante de la temperatura en que él se lleva a cabo, de manera más o menos acabada.

He hablado del procedimiento utilizado por una cierta fotografía de moda para hacer de la miseria un objeto de consumo. Al volverme ahora hacia la «nueva objetividad» como movimiento literario, debo dar un paso más y decir que éste convirtió a la lucha contra la miseria en un objeto de consumo. En efecto, su función política se redujo en muchos casos a la conversión de ciertos reflejos revolucionarios que podían presentarse dentro de la burguesía en objetos de distracción, de diversión, fácilmente integrables en el sistema de espectáculos de variedades de la gran ciudad. Lo característico de esta literatura consiste en convertir la lucha política, de una exigencia a tomar decisiones, en un objeto de satisfacción contemplativa; de un medio de producción, en un artículo de consumo. Un crítico juicioso[4] ha explicado esto de la siguiente manera, tomando como ejemplo a Erich Kästner: «Esta intelectualidad izquierdista no tiene nada que ver con el movimiento obrero. Es más bien, como fenómeno de descomposición burguesa, el equivalente de aquella corriente imitadora de lo feudal que admiraba al imperio en la figura del teniente de reserva. Los escritores izquierdistas del tipo de Kästner, W. Mehring o Tucholsky resultan de la imitación de lo proletario por parte de las capas burguesas en decadencia. Su función es, en lo político, formar capillas y no partidos; en lo literario, crear modas y no escuelas; en lo económico, preparar servidores y no productores. Servidores o rutineros, que hacen gran ostentación de su pobreza y convierten al vacío total en una fiesta. En verdad que es la mejor manera de instalarse cómodamente en una situación incómoda».

Decía que esta corriente hizo gran ostentación de su pobreza. Evadió así la tarea más urgente del escritor contemporáneo: comprender lo pobre que es y lo pobre que tiene que ser para poder comenzar desde el principio. Porque de esto se trata. Si bien el Estado soviético no expulsará al poeta — y por esta razón mencioné inicialmente el Estado de Platón — , le asignará tareas que no permiten sacar a relucir, en nuevas obras maestras, la riqueza ya hace tiempo adulterada de la personalidad creadora. Es privilegio del fascismo esperar una renovación de ese tipo de obras dirigida en el sentido de esas personalidades; sólo el fascismo puede permitirse formulaciones tan disparatadas como las que cierran el apartado sobre literatura en La misión de la joven generación, de Günther Gründel: «No podemos concluir de mejor manera esta… revisión en per- y supra-spectiva que con la observación de que el Wihelm Meister o el Grüner Heinrich de nuestra generación no han sido escritos todavía». Al autor que haya meditado sobre las condiciones de la producción actual nada le será más ajeno que esperar o incluso desear obras de este tipo. Su trabajo no se limitará nunca a ser un trabajo sobre el producto; se ejercerá siempre, al mismo tiempo, como un trabajo sobre los medios de la producción. En otras palabras: sus productos deben poseer, además y antes de su carácter operativo, una función organizadora. Y sus posibilidades de ser empleados como elementos organizadores no deben limitarse de ninguna manera al plano propagandístico. La tendencia por sí sola no es suficiente. Como lo dijo admirablemente Lichtenberg, no importan las opiniones que alguien pueda tener, sino lo que ellas hacen de él. Ahora bien, no cabe duda de que las opiniones tienen una gran importancia; pero la mejor opinión puede ser inútil si no vuelve útiles a quienes la comparten. La mejor tendencia es falsa si no incluye el ejemplo de la actitud con la cual es posible seguirla. Y el escritor sólo pude ejemplificar esta actitud allí donde hace algo realmente: en su acción de escribir. La tendencia es la condición necesaria pero nunca la condición suficiente de la función organizadora de la obra. Esta exige además que el escritor tenga un comportamiento capaz de orientar e instruir; un comportamiento que hoy más que nunca es necesario exigir. Un autor que no enseña nada a los escritores, no enseña a nadie. Como podemos ver, el carácter de modelo de la producción es determinante; es capaz de guiar a otros productores hacia la producción y de poner a su disposición un aparato mejorado.

Y este aparato es mejor mientras mayor es su capacidad de trasladar consumidores hacia la producción, de convertir a los lectores o espectadores en colaboradores. Un modelo de este tipo se encuentra ya a nuestra disposición; pero sólo puedo hablar brevemente de él. Es el teatro épico de Brecht.

No dejan de escribirse tragedias y óperas que aparentemente tendrían a su servicio un aparato de escenificación probado por el tiempo pero que en realidad no hacen otra cosa que abastecer a un aparato teatral que amenaza ruina. «Esta falta de claridad imperante entre ciertos músicos, escritores y críticos sobre su propia situación — dice Brecht — tiene enormes consecuencias, que no han recibido la atención que merecen. Creyendo encontrarse en posesión de algo que en realidad los posee, defienden un aparato sobre el cual ya no tienen ningún control, que ya no es un medio para el productor, como ellos piensan todavía, sino que se ha vuelto un medio contra los productores». Una de las razones importantes de que este teatro de máquinas complicadas, repartos inmensos y efectos sutiles se haya convertido en un medio contra los productores está en que intenta ganárselos para su causa en la competencia perdida de antemano con el cine y la radio. Este teatro — trátese de su versión cultural o de su versión recreativa, que son complementarias entre sí — es el teatro de una capa social hastiada, que convierte todo lo que toca en objeto de excitación. El suyo es un caso perdido. No así el de un teatro que, en lugar de entrar en competencia con esos nuevos medios de comunicación intenta servirse de ellos, aprender de ellos, entablar una polémica con ellos. El teatro épico ha hecho suya esta polémica. Medido de acuerdo al nivel actual de desarrollo del cine y la radio, hay que decir que es el teatro que está a la altura de los tiempos.

Para efectos de esa polémica, Brecht se retiró hasta los elementos más originarios del teatro. En cierto modo tuvo suficiente con un estrado. Renunció a las acciones de gran alcance. De esta manera logró transformar la conexión funcional entre el escenario y el público, el texto y la representación, el director y el actor. Dice Brecht: más que desarrollar acciones, el teatro épico debe representar estados de cosas. Son estados de cosas que él obtiene, como lo vamos a ver enseguida, mediante la interrupción de las acciones. Adviertan ustedes que la función principal de las canciones en sus piezas es la de interrumpir la acción. El teatro épico retoma de esta manera — con el principio de la interrupción — un procedimiento que, como ustedes saben, se nos ha vuelto familiar en los últimos años gracias al cine y a la radio, a la prensa y a la fotografía. Me refiero al procedimiento del montaje. En efecto, el elemento montado interrumpe el conjunto en que ha sido montado. Y me permito una breve indicación a fin de subrayar el hecho de que este procedimiento tiene su justificación especial — y tal vez la más completa — en el caso del teatro épico.

La interrupción de la acción — la característica que Brecht tuvo en cuenta para calificar de épico a su teatro — se dirige constantemente contra una ilusión que se presenta en el público, una ilusión que carece de función en un teatro que se propone tratar los elementos de lo real en el sentido de una serie de experimentos. Los estados de cosas no se encuentran al principio sino en el resultado de este proceso experimental. Son siempre — bajo una figura u otra — estados de cosas que nos conciernen pero que el teatro épico, lejos de acercarlos al espectador, los aleja de él. Éste los reconoce como estados de cosas reales; pero no con arrogancia, como en el teatro del naturalismo, sino con sorpresa. Más que reproducir estados de cosas, el teatro épico los descubre. Su descubrimiento se lleva a cabo mediante la interrupción de las secuencias. Sólo que la interrupción no tiene aquí un carácter excitante sino una función organizadora. Detiene el curso de la acción para forzar al espectador a tomar posición respecto de lo que acontece y para forzar al actor a tomar posición respecto de su propio papel. Quisiera mostrar a ustedes, con la ayuda de un ejemplo, que el descubrimiento y la elaboración de la noción brechtiana de lo gestual implica una reconversión de los métodos de montaje — decisivos para el cine y la radio — de simples procedimientos instrumentales de moda en sucesos propiamente humanos. Imaginen una escena de familia: la madre se dispone a tomar de la mesa una estatuilla de bronce para arrojarla sobre su hija; el padre se dispone a abrir la ventana para pedir auxilio. En ese instante entra una persona ajena. El curso de la acción se interrumpe; en su lugar se hace manifiesto el estado de cosas, y sobre él recae la mirada de la persona ajena: rostros descompuestos, ventana abierta, muebles destrozados. Y hay una mirada para la cual incluso las escenas más habituales de la existencia actual no difieren mucho de la anterior. Es la mirada del autor de teatro épico.

Frente a la obra dramática total (Gesamtkunstwerk), pone él su laboratorio dramático. Vuelve con nuevos modos de realización sobre la gran oportunidad antigua del teatro: la de exponer lo presente. El ser humano es el punto de referencia de sus esfuerzos. El ser humano de hoy: disminuido, reducido al silencio en un mundo baldío, pero que, dado que es el único que tenemos a mano, despierta en nosotros el interés de conocerlo; uno al que se somete a pruebas, a exámenes. El resultado es éste: el acontecer no es transformable en sus momentos elevados, mediante virtud y determinación, sino en su transcurso estrictamente habitual, mediante raciocinio y entrenamiento. He aquí el sentido del teatro épico: construir lo que la dramaturgia aristotélica llama «acción» a partir de los elementos más pequeños de los modos de comportamiento. Sus medios son por tanto más modestos que los del teatro tradicional; sus fines lo son también. Sirviéndose persistentemente del pensamiento, tiende menos a satisfacer al público con sentimientos — aunque se trate de sentimientos de rebelión — , que a volverlo ajeno a las condiciones en que vive. Y para el pensamiento, digámoslo de paso, no hay mejor punto de partida que la risa. Por lo menos en lo que respecta a las ideas, las mociones del diafragma parecen ser más productivas que las conmociones del alma. Lo único que el teatro épico posee en abundancia son oportunidades para las carcajadas.

Tal vez hayan notado ustedes que estas consideraciones — que están ya por terminar — le presentan al escritor sólo una exigencia: la de reflexionar, preguntarse por su posición en el proceso de producción. Podemos tener confianza: en el caso de los escritores que importan, es decir, de los mejores técnicos en su especialidad, esta reflexión les conduce tarde o temprano a determinadas constataciones que fundamentan de la manera más serena su solidaridad con el proletariado. Para concluir, quisiera aportar una prueba actual de esto: un corto pasaje de la revista Commune, editada aquí en París. Commune ha organizado una encuesta: «¿Para quién escribe usted?». Cito una parte de la respuesta de René Maublanc y de las observaciones de Aragon que la acompañan. «No cabe duda, dice Maublanc, que yo escribo casi exclusivamente para un público burgués. Sea porque estoy obligado a ello, como cuando se me encarga escribir un discurso para la distribución de premios en la escuela secundaria donde soy profesor; sea porque, de nacimiento burgués, de educación burguesa, de ambiente burgués, me inclino naturalmente a dirigirme a la clase a la que pertenezco, que mejor conozco y a la que soy quien mejor puede comprender. Esto no quiere decir que escriba para halagarla, para darle gusto o para apoyarla. Convencido de que la revolución proletaria es necesaria y deseable, creo que será tanto más rápido, fácil y segura, y tanto menos sangrienta, cuanto menor sea la resistencia de la burguesía… El proletariado necesita hoy aliados provenientes de la burguesía así como en el siglo XVIII la burguesía necesitó aliados provenientes de la nobleza. Yo quisiera contarme entre ellos».

Aragon observa sobre este punto: «Nuestro camarada plantea aquí un problema que es el de un gran número de escritores en la actualidad. No todos tienen la valentía de mirarlo de frente… Raros son los que tienen ante sí mismos la franqueza de René Maublanc: pero es justamente a ellos a quienes les debemos exigir aún más… No es suficiente debilitar a la burguesía desde dentro, hay que saber combatirla junto con el proletariado… Y ante René Maublanc, como ante todos nuestros camaradas todavía indecisos en el dominio de la escritura, se levanta el ejemplo de los escritores soviéticos salidos de la burguesía rusa que se han convertido en pioneros de la construcción del socialismo».

Hasta aquí Aragon. ¿De qué manera se han vuelto pioneros? Ciertamente no sin luchas muy duras y conflictos sumamente difíciles. Las reflexiones que he presentado ante ustedes hacen el intento de recoger un fruto de estas luchas. Se basan en el concepto al que se debe la clarificación decisiva del debate sobre la posición de los intelectuales rusos: el concepto de especialista. La solidaridad del especialista con el proletariado — en esto consiste el primer paso de esa clarificación — sólo puede ser una solidaridad mediada. Los «activistas» y los representantes de la «nueva objetividad», pese a todos sus intentos, no pudieron eliminar el hecho de que incluso la proletarización del intelectual no lo transforma casi nunca en un proletario. ¿Por qué? Porque la clase burguesa le ha entregado, en forma de educación, un medio de producción, y porque éste — en virtud del carácter de privilegio que tiene la educación — lo une a ella en una relación de solidaridad recíproca. Por ello Aragon está indudablemente en lo justo cuando afirma: «El intelectual revolucionario aparece en primer lugar y ante todo como traidor a su clase de origen».

Esta traición consiste, en el caso del escritor, en un comportamiento que lo transforma, de abastecedor del aparato de producción, en ingeniero dedicado a la tarea de adaptarlo a los fines de la revolución proletaria. Se trata de una efectividad indirecta, pero que saca al intelectual de aquella tarea puramente destructiva a la que quieren limitarlo Maublanc y otros camaradas. ¿Logra impulsar la socialización de los medios de producción intelectual? ¿Descubre procedimientos para organizar a los trabajadores intelectuales en el propio proceso de producción? ¿Tiene sugerencias para la refuncionalización de la novela, del drama, de la poesía?

Cuanto mejor logre encauzar su actividad en estas tareas, más correcta será la tendencia y más alta será necesariamente la calidad técnica de su trabajo. Y por otra parte: mientras más preciso sea su conocimiento del lugar que ocupa en el proceso de producción, menor será la tentación de hacerse pasar por un «hombre de espíritu». El Espíritu que se deja oír en nombre del fascismo debe desaparecer. El Espíritu que se enfrenta al fascismo confiado en su propia fuerza milagrosa desaparecerá. Pues la lucha revolucionaria no es una lucha entre el capitalismo y el Espíritu, sino entre el capitalismo y el proletariado.


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Notas

[1] Dichter significa, en general, «creador literario».

[2] El propio Benjamin (cfr. Schriften, Surhkamp, Frankfurt a. M., 1955, II , p.

384).

[3] En esta parte del manuscrito se encuentra la siguiente frase, tachada por el autor: «O para decirlo con palabras de Trotsky: ‘Cuando los pacifistas ilustrados hacen el intento de suprimir la guerra sirviéndose de argumentos racionalistas, el efecto que producen es simplemente ridículo. Pero cuando las masas en armas comienzan a esgrimir contra la guerra los argumentos de la razón, ello significa entonces el fin de la guerra’».

[4] El propio Benjamin. Cita modificada de Melancolía de izquierda (1931).


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