El año de todos los sueños

Por Germán Sánchez Otero

Imagen: Diario de alfabetizador de Germán Sánchez Otero, cortesía del autor

A propósito de los 60 años de la gesta de la alfabetización en Cuba, que celebramos este 22 de diciembre, La Tizza publica el prólogo –con rúbrica de Fernando Martínez Heredia– y el último epígrafe del libro testimonial: “El año de todos los sueños”, del revolucionario, ensayista y diplomático cubano, Germán Sánchez Otero.

Sirvan estas dos piezas de la memoria y el horizonte comunista para recordarnos que sin el cambio de la persona en el proceso de cambiar su realidad, la tarea de la emancipación está incompleta y puede ser, al cabo, revertida. Flanqueada por el eco de los casquillos en Girón, la Campaña también nos recuerda que las liberaciones no acontecen nunca por evolución, y que su sostenibilidad se cifra en ser múltiples y unísonas.


Prólogo[1]

Dentro del mar de eventos colosales de los años en que nació y creció la gran transformación revolucionaria de Cuba, la Campaña de Alfabetización tuvo una cualidad y una importancia singulares.

En medio del vuelco radical de las relaciones fundamentales de la economía y del enfrentamiento violento con la contrarrevolución y el imperialismo, la Revolución multiplicó súbitamente las capacidades de los más humildes del país para participar y para hacer suyos los cambios y la nueva vida que se anunciaba. Lo hizo de un modo que solo les es dado a las revoluciones: con una fuerza humana que no se había hecho visible pero sí poseía, y mediante un nuevo tipo de relación, en la cual cien mil adolescentes interactuaron con la enorme masa iletrada de cubanos y cubanas, cumplieron la tarea de alfabetizarlos y avanzaron un mundo en el cambio de sí mismos.

La Alfabetización de 1961 no fue una plausible modernización lograda en un país «subdesarrollado», fue un paso gigantesco en un proceso que es diferente y es mil veces más valioso: el de la liberación de las relaciones sociales, el reparto masivo de poder social y el ascenso de la condición humana a escala de toda la sociedad.

Este libro nos trae una visión y una narración desde dentro de aquella campaña de hace cincuenta años, en toda su riqueza y su complejidad, contada por una persona que fue protagonista en ella: un alfabetizador. Cumple su empeño con dos rasgos básicos que permiten augurarle éxito y eficacia: es veraz y es atrayente.

Resultará una fuente inesperada para millones de cubanas y cubanos que solo saben que aquel fue un evento maravilloso en el cual participaron «los viejos», esos que alguna vez afirman que «la Alfabetización» marcó sus vidas. Pero también será de gran interés y utilidad para todo el que desee asomarse a esa modalidad apasionante de la aprehensión de los grandes acontecimientos que es su recreación y su recuento desde las perspectivas y las experiencias personales. El texto mantiene un aire siempre coloquial –como corresponde–, pero está escrito con un gran cuidado formal.

Germán Sánchez Otero ha logrado con esta obra un ejemplo sumamente valioso de comunicación testimonial. Sus recursos son la forma asumida –el diario de un brigadista– y la transmutación de su nombre y los de las demás personas que se mueven en el relato. El primero le franquea un logro decisivo, que es situar la memoria en el presente de entonces, y de sus quince años de edad, y no en la selectividad de la memoria remota del adulto. El segundo medio le añade libertad al primero, desembarazando a este hombre tan riguroso de la prisión de limitarse a lo que efectivamente sucedió, que muchas veces impide conocer realmente, comprender, lo que sucedió. Pero el autor no ha abusado de ese recurso suyo, que utiliza para resolver diálogos y presentar conductas, dejar más libres a los personajes o deslizar una subtrama «policiaca». Todos los hechos que narra son ciertos, acaecieron; la forma utilizada es el vehículo del narrador. En la brevísima y luminosa «Noticia» con la que autor inicia su libro lo deja todo claro, y lanza su primer anzuelo al lector.

Aunque se entusiasme, el prologuista debe cuidarse de repetir lo que el lector encontrará en el texto. Pero quiero destacar al menos algunos aspectos. Encontrarán ustedes hechos de relevancia histórica en el mismo párrafo y nimiedades que solo sobreviven en la memoria de quien las vivió, o la motivación que lleva a un revolucionario a entregarse sin tasa ni dilación junto a un deseo personal, una idea menor o la constatación de una actitud mezquina o torpe. Es decir, hallarán lo que les sucede realmente a las personas en la vida. Por eso, las hazañas de estos jovencitos y jovencitas no son calificadas de tales: nadie sabe que sus hechos llegarán a ser históricos cuando los está realizando.

Las valoraciones del protagonista logran ser las de entonces, no las elaboradas a posteriori, lo cual es un logro muy notable, frente a tantas «puestas al día» a las que se somete al pasado. Se incluyen fragmentos de comunicaciones de valor histórico –discursos o proclamas–, que le brindan al lector elementos de la epopeya que estaba en curso; son indispensables, porque ella no era el «contexto»: era la vida misma de la gente de Cuba de todas las edades. Esos fragmentos casi siempre proceden del radio que escuchaba el alfabetizador, como hacía todo el pueblo entonces.

A mi juicio ha sido muy atinada la decisión de Germán de incluir pasajes detallados acerca de los solares y las bodegas de La Habana de su niñez, y de algunas personas que conoció en esos medios. Cumple las mismas normas que en la narración principal, por lo que la vivienda de los más pobres y un lugar privilegiado de las relaciones humanas aparecen como eran, y a través de la mirada del niño o de sus familiares nos asomamos a estos condicionamientos de su formación. La injusticia en que tantos malvivían y que salpicaba a los demás era un modo de vida y un orden social que parecían ser lo natural, o un mal inevitable. La vida cotidiana de Gabriel transcurre dentro de ese mundo, y la narración incluye desde descripciones de alimentos hasta pasatiempos.

El nuevo poder revolucionario de enero de 1959, que sería central en un ensayo histórico sobre el período, no es en esta narración una luz abrupta que se enciende.

Otro acierto del libro es relatar sucesos de los dos años tremendos que precedieron a aquel 16 de abril de 1961 en que Gabriel se fue a la Campaña de Alfabetización, contados desde la óptica del muchacho que va sumando vivencias a su entusiasmo y va creciendo mucho más rápido que su edad. Ni él ni sus coetáneos tenían un destino marcado, podían haber sido más o menos indiferentes a la política de su país.

La Revolución supo serlo realmente porque tuvo audacia, valentía e inteligencia para pretender y lograr lo imposible y cambiar al pueblo de Cuba y al país, pero fue factible porque no apeló a la donación, sino a abrirle vías de actuación y de conciencia al pueblo para que fuera el protagonista del proceso.

Estas jovencitas y jovencitos sintieron que debían entregarse a algo muy superior a sus afanes personales, y al mismo tiempo comprobaron que los adultos tenían confianza en ellos y en sus cualidades. Por eso, Gabriel reúne en las mismas páginas momentos cruciales de su educación sentimental y eventos decisivos que han marcado a esta Isla hasta hoy; el pullover de franjas rojas de su amigo y el enorme gentío que grita «Fidel, Fidel»; las escenas de horror de la explosión de La Coubre y la letra de un guaguancó del barrio de Atarés.

Gabriel no llega a nosotros desde el libro de la gloria: viene de Pinar del Río y es habanero por adopción. Es un portador más de la extraordinaria diversidad de los cubanos y las cubanas de los años cincuenta y primeros sesenta, y es un fruto más de la individualización y el extrañamiento de unos y otros que consiguió implantar en Cuba la sociedad del mercado generalizado, las clases sociales y el capitalismo. Cada uno de los brigadistas es un mundo en su personalidad individual, su pertenencia a medios familiares y sociales, sus sueños, sus experiencias, sus ideas. Es a partir de haber dado el «paso al frente» que se juntan y viven en compañía, que encuentran una identidad común y la sirven y enarbolan, que comparten los trabajos, las penalidades, las experiencias, las alegrías, los aprendizajes, los proyectos y la causa. Que aprenden a ser un colectivo y llegan a ser una hermandad. La región a la que van bien podía haber sido para ellos otro país y sus habitantes unos extranjeros, pero la conciencia que están desarrollando los hace querer hacerla suya, cubana. Su gesta nos permite asomarnos al arduo camino de unificación que significó la Revolución.

Con los ocho meses de la campaña entran en el libro las personas y las familias, la miseria y el trabajo, la fiesta y las creencias, la vida y las formas culturales de los otros, que comienzan a dejar de serlo: los analfabetos de Cuba. La narración los muestra en su naturaleza en tantos sentidos diferente a la de los brigadistas, y en su complejidad –nadie es simple–, pero también en su decisión de cambiar sus vidas y apoderarse de la lengua escrita, de aprovechar los gajes de la Revolución y darle horizontes más ambiciosos a su eterno trabajo, de participar en el proceso que vive el país y regalarle sus esfuerzos y su sangre si es necesario.

Se sabe que los brigadistas compartieron con ellos su trabajo y sus precarias condiciones de existencia, pero aquí no estamos ante el discurso, sino ante los hechos concretos, las realidades que se han puesto en marcha, capaces de atraer mucho más y ganar los sentimientos del que lee, de brindarle conocimiento o asombrarlo.

Doy un ejemplo. He alabado mucho a la Cartilla cubana, entre otras cosas por utilizar palabras que después Paulo Freire llamó generadoras, como OEA, en la primera lección. Eran a la vez tres vocales fuertes y la Organización de Estados Americanos. Pero Gabriel quedó atónito ante su experiencia en Majayara: ninguno de sus alumnos sabía qué cosa era la OEA.

Los alfabetizadores fueron al mismo tiempo alfabetizados, aprendieron a dar sus saberes y recibir otros que no están en los libros, a vencer al egoísmo y trabajar con sus manos. Conocieron la vida real, agobiadora y dura, de los humildes, otros horizontes de su patria y las razones de la Revolución.

Pasaron muy bien la prueba a la que se sometieron y volvieron más maduros, dueños de un sencillo orgullo. Fueron una de las vanguardias de una generación que supo encontrar su Moncada y asumió las nuevas necesidades de la sociedad cubana. Sumaron a la insurreccional una nueva epopeya de creaciones realizadas por multitudes, una de las bases culturales de la transición socialista que se iniciaba.

En muy buen momento nos devuelve este libro aquel año de todos los sueños. Esta narración hermosa milita a favor de la confianza en nosotros mismos, y nos permite constatar que las mejores realidades y las más trascendentes son las que hemos construido a partir y al calor de los sueños.

Gracias, Gabriel; gracias, Germán.

Fernando Martínez Heredia


22 de diciembre: El giro ante el espejo[2]

El 22 de diciembre me desplacé a pie con Lázaro, desde mi casa hasta la zona aledaña a la Plaza donde nos debíamos concentrar los brigadistas que estuvimos en la provincia de Oriente, para participar en el desfile. Durante el trayecto, fuimos embriagados por las tumbadoras de una fabulosa conga: Si vienen por Oriente, le echamos los valientes / Si vienen por el Cerro le echamos a los perros / Si vienen por La Habana, le echamos las milicianas…

Y así seguimos por la Avenida Boyeros, hacia el Vedado. La conga imparable, cada vez atraía más brigadistas y gente diversa del pueblo, y el ritmo de los cueros y los sabrosos cánticos nos estimulaban más y más: Vendo escaparates / Sillas y sillones / Y aquí los brigadistas / Llevan pantalones….

–¡Qué alegría! –grité sorprendido y toqué fuerte a Lázaro por el hombro–. Mira esa joven vestida de miliciana; sí, la que está en la esquina de Lombillo, es la China. Obsérvela bien, luego te explico…

Me acerqué a ella sonriente, la saludé, y me percaté de que no me reconocía. «Es lógico», pensé. Estaba junto a tres amigas, todas jóvenes, felices, y llevaban en sus brazos maletines de estudiantes.

No había tiempo para más y la conga nos arrastró. –¿Quién es esa hembra tan rica? –dijo Lázaro, señalándole las caderas ceñidas por el pantalón verde olivo.

–Chico, creí que era la China, una puta que conocí la noche antes de salir a alfabetizar; pero no es ella, esa es otra mujer…

Ya en el lugar de destino, rodeado de jóvenes que portaban inmensos lápices de cartón, faroles, cartillas, manuales, banderines y letreros alusivos al triunfo, empecé a ver rostros conocidos y a cada paso añoraba encontrar a mis compañeros de aventuras en Varadero, en la pequeña ciudad de Sagua, en Maja-yara, Arroyón, El Progreso, Los Perdidos y Topí. Quería sentirlos respirar, formar un redondel entre todos con las manos entrejuntas, cantar, hacer chistes y adivinanzas, discutir los temas de la alfabetización y sobre la existencia de Dios, el origen de la vida o qué es el socialismo, disfrutar los lindos semblantes de algunas brigadistas y la ternura y el ahínco de todas, a Cary rozándome la piel, oír las gotas de saber y los atinados consejos de Beto, seguros de que seríamos capaces muy pronto de alcanzar todos los sueños de la Revolución,

porque en apenas un año nos convertimos en el primer territorio libre de analfabetismo en nuestra América y en menos de setenta y dos horas le infligimos la primera derrota militar a Estados Unidos al sur de su frontera, y más aún: decidimos hacernos socialistas. ¿Qué no seríamos capaces de lograr, si ya habíamos aprendido los secretos para vencer a los demonios y cómo escalar la cima de cualquier montaña?

A pesar de que había miles de brigadistas con sus uniformes idénticos, que hacía más difícil distinguir a los amigos, un amoroso imán nos atrajo y me pegué a él junto al Abuelo, a Jesús, Lázaro, Cinco Picos, Ángel, Carmen, María Elena, Roberto… y también se adhirió nuestro entrañable maestro, que venía acompañado de una atractiva mujer. Era ella.

–Flor Silvestre, te presento a Gabriel, el brigadista de quien te hablé –Beto la miró enternecido, apretó con suavidad una mano de su novia y después colocó el otro brazo sobre mi espalda–.

Cuando tenga un hijo quiero que se parezca a él; es preguntón, buen compañero, emprendedor y muy soñador…

–Mucho gusto –le dije y Flor se aproximó, sonreía como si estuviera en un jolgorio y me dio un tierno beso en la cara.

Al sentir el contacto de su piel, imaginé las flores agrestes de Majayara y mientras le devolvía el gesto, me pregunté: «¿será verdad que Beto tiene miedo de amar a esta belleza?». Era una mujer que había iniciado la inefable primera década de «los ta» y se le veía radiante. Tez de color nácar, complexión torneada por los dioses, senos turgentes, pelo color oro que caía en sedosa cascada sobre sus gráciles hombros, rostro expresivo, brioso, en el que sobresalía una nariz de perfil griego y dos luminosas esmeraldas, que cuando les fijé la mirada quedé hipnotizado.

–Oye, Gabriel –murmuró Flor con voz de bolero salido de una victrola y se alejó apenas treinta centímetros–. Beto me confesó anoche que te había leído una de mis cartas: ¿Qué te pareció?

Hice silencio, inmóvil, sin saber qué responder. ¿Le digo que no la entendí?

–Mira, me pareció muy linda e interesante, pero era de noche, estábamos en un bohío y no la recuerdo bien –pude articular esta respuesta, sin dejar de pensar que tal vez Beto le confesó la verdad y Flor sabía que yo tenía una copia.

–Pues Beto me dijo que tú le aconsejaste seguir conmigo, aunque no entendías mucho la carta –susurró Flor Silvestre y a pesar del bullicio circundante, pude oírla con nitidez y hasta sentir el aroma de su seductor aliento, porque se aproximó cuanto pudo a fin de que nadie nos escuchara–. Gracias por lo que hiciste. Y ya ves, estoy aquí con ustedes, aunque aún tengo muchas dudas: no me atrae la política y tampoco me gusta ser oveja de un rebaño. Hoy los acompaño porque lo que ustedes hicieron fue soberbio; sin embargo, fíjate, para hacerle el bien a la mayoría no hay que dañar a los demás, al menos a una parte que logró lo suyo con esfuerzo y sacrificio. ¿Me entiendes? Por eso estaré a la expectativa, a ver lo que sucede, ayudaré en lo que me parezca bien y criticaré lo que no sirva. Mi compromiso va más allá de la Revolución; quiero la felicidad para todos los que puedan disfrutarla…

Volvimos a integrarnos al grupo. Las muchachas estaban arregladitas, sus boinas ladeadas con suma gracia en el pelo limpio y peinado, exhibían orgullosas sus collares de conchas de Varadero o de semillas de Santa Juana y Ojos de Buey, aún con olor a monte. Casi todos los varones de pelo lacio nos hicimos rabos de mula, otros exhibían orgullosos sus largos cabellos o se peinaron lo mejor posible las densas pasas. Nadie se afeitó, aunque fuésemos casi lampiños, pues no queríamos perder la imagen de impronta guerrillera que nos distinguía.

Minutos antes de comenzar el desfile, el Abuelo no pudo aguantarse: «Coño, me orino», y varios muchachos hicimos un círculo en torno a él; después se embullaron otros que pedían turno y las muchachas muertas de risa y la flaca: «Qué envidia no ser varón», y otra: «No, al contrario, nosotras resistimos más en todo, hasta para el dolor ellos son cobardes». De súbito alguien me tocó el hombro por detrás, sentí su olor a Jagüey. «Es Cary», me dije. «Por fin te encuentro, veo que tienes varias admiradoras a tu alrededor». «No se te ocurra mirar hacia adentro del círculo», la alerté sonriéndole y ella se paró a un metro de distancia hasta que terminamos la ronda, y nos dimos nuestro primer afecto habanero, bastante sobrio, debido a la circunstancia. «Te invito a ir mañana sábado al cine Lido, en Marianao; ponen Secretos de alcoba. Nos vemos allí a las cuatro de la tarde, ¿conforme?».

«De acuerdo», respondí y ella me besó de prisa en la cara y se fue al trote con una amiguita para unirse al grupo suyo de hembras, que ya había comenzado a desfilar.

A las diez de la mañana, bajo un cielo gris y una pertinaz lloviznita invernal, nuestro pelotón empezó a desplazarse desde la calle 23 entre N y P, en el Vedado, hasta desembocar en un amazonas de brigadistas que avanzaban impetuosos por la avenida Paseo, junto a más de ciento cincuenta mil alfabetizadores de mayor edad; y todos, sumados a otros cientos de miles de personas, cubrían el vasto espacio de la Plaza.

En la tribuna estaban Fidel, Che, el presidente Dorticós, Celia Sánchez, los padres de Conrado Benítez y Manuel Ascunce y de los otros compañeros asesinados durante la Campaña, y también vislumbré en la lejanía al joven ministro Armando Hart, quien fue el primer colaborador de Fidel en la ciclópea batalla. Al desfilar frente al Comandante, el alborozo de quienes nos sentíamos integrantes del ejército más noble del mundo alcanzaba su máximo clímax y, sin parar, le gritábamos una y otra vez: «¡Fidel, cumplimos; dinos que otra cosa tenemos que hacer!». Y él, refulgente, saludaba a todos sin cansarse y nos hacía un amoroso gesto con su brazo derecho, fácil de interpretar: «Pronto les diré…».

A la una de la tarde se inició el acto, y por nosotros habló una brigadista Conrado Benítez, llamada Lila Abati, quien al final de sus sinceras palabras miró firme y con dulzura al Comandante: ¡Cumplimos! ¡No te defraudamos! ¡Vencimos! ¡Regresamos mejores revolucionarios! ¡Más hombres y más mujeres! Hemos vivido la vida del campesino, hemos pasado sus necesidades, sentimos su cariño, su bondad… Fidel: ¡Dinos que otra cosa tenemos que hacer!

Y en medio de la reiteración masiva de esa consigna, oímos la esperada voz, que surcó la inmensa explanada: Vamos a proceder a izar la bandera con la que el pueblo de Cuba proclama, ante el mundo, que Cuba es ya Territorio Libre de Analfabetismo.

Y luego enfatizó la primera idea de su discurso, que provocó en nosotros un conmovedor silencio:

Ningún momento más solemne y emocionante, ningún instante de legítimo orgullo y de gloria, como este en que cuatro siglos y medio de ignorancia han sido derrumbados.

Y, por fin, Fidel despejó la incógnita de nuestra solicitud: nos pidió que la tarea futura principal fuera estudiar, y ofreció miles de becas y otras oportunidades para superarnos.

Regresé cautivado a mi casa, junto a Lázaro y Ángel. Muletas, radiante, no paraba de adelantarnos sus planes para terminar los estudios de maestro y después estudiar Ingeniería Civil, que era el sueño de su vida. Espíritu Santo pensaba matricular la carrera de Medicina, y decía que optaría por una de las becas que ofreció Fidel.

Nunca en mi vida había estado tan contento. Todo me parecía nuevo, como un niño que aprende a caminar y cada ignota cosa que palpa le resulta un insólito universo. Para alegrarme más, llamé por teléfono a Teddy, y él, también feliz, me contó que ya había conseguido trabajo en un banco nacionalizado, y con su salario de ciento veinte pesos y la pensión algo menor del padre, podía cubrir bastante bien los gastos de él y su mamá.

–Oye Teddy, por la mañana creo que vi a la China vestida de miliciana, ¿sería ella?

–Puede ser. Yo dejé de ir a esos lugares; figúrate, tengo novia y hacemos de todo. Además, Julito me comentó que casi no quedan «manzanas»: están recibiendo cursos para trabajar, e incluso el gobierno les paga por estudiar…

–¡Cuánto me alegro! –le dije–. En verdad debe ser muy amargo para cualquier mujer tener que alquilar su sexo para poder vivir.

Mi madre había preparado un almuerzo suculento y Muletas, mientras deglutía sin parar, no resistió la tentación de contar anécdotas relacionadas con la comida en las montañas. «Su hijo nunca quiso preocuparla, en realidad allá tuvimos muchas dificultades». «Incluso pasamos hambre», completó Ángel, y yo, para salvar mi honor aclaré bastante molesto: «Eso es falso, más o menos nunca nos faltó algo con que alimentarnos». Mima nos miró compasiva y solo atinó a decir: –Yo sé que a él le sucedieron muchas cosas, ya las iré conociendo… ahora disfruten, porque lo más importante es que regresaron saludables y felices de cumplir hasta el final.

Al siguiente día, despedí a Lázaro en la Terminal de Trenes, y después fui directo al cine Lido, para toparme con Cary. Nos sentamos en el lobby a esperar que comenzara la película y mientras ingeríamos entre ambos un paquete de rositas de maíz, dialogamos sobre nuestras experiencias en Sagua de Tánamo y los planes respectivos de estudio; fue así que supe de su interés en ingresar a una carrera universitaria de letras. –Mi vocación es ser escritora –afirmó Cary muy segura y se acarició el pelo de una manera sensual.

Salimos del cine al anochecer, la invité a ir al Malecón. Ella se excusó porque su familia la aguardaba para cenar y optamos por sentarnos en una cafetería cercana. Cary no demoró en iniciar el diálogo.

–¿Me cuidaste las cartas sobre el asesinato de mi padrastro?

–Claro –le dije.

–¿Y si las volviste a leer, ya sabes quién es el asesino?

–En realidad no las abrí nunca más. ¿Por fin, descubrieron al culpable?

–Todavía no lo he decidido y quiero que me ayudes, porque esas cartas las inventé yo, al igual que toda la historia del asesinato… Dime si son interesantes o no –sonrió complacida y yo pensé: «a mí me parece que Cary está loca. ¿Cómo es posible emplear el tiempo en imaginar una tragedia familiar e incluso actuar como si fuera cierta?». Pero decidí seguirle la corriente.

–Bueno, chica, te felicito, todo me pareció real, y por lo que recuerdo el asesino debiera ser aquel cederista que estaba de guardia.

–Pues yo lo introduje para despistar. En realidad lo que ocurrió no fue un crimen. Pancho decidió suicidarse y aún debo imaginar la causa, tal vez porque el médico le informó que tenía una enfermedad incurable, o padecía de impotencia y él sabía que mi mamá continuaba con él por su dinero y se alcoholizó; en fin, ya veré.

–Mañana te devuelvo las cartas, y lo único que pido es que no me enredes a mí en tus fantasías; por ejemplo, quiero saber si de verdad tienes novio en La Habana o no es cierto.

–Por supuesto que no, cariño, eso también lo inventé para conocer tus reacciones y valorar si estabas interesado en mí. Pero te prometo que no serás nunca más mi conejillo de Indias. Y si lo hago, no vas a sufrir, porque nunca lo sabrás; te lo vuelvo a prometer –y desató una preciosa carcajada.

–Mira, monada, eres tan simpática y me gustas tanto, que puedo perdonarte todo, salvo que me pegues los tarros, y te lo advierto, incluso no lo hagas en tus fantasías porque soy muy celoso y una vez intenté matar a una novia infiel –puse la cara medio seria y Cary volvió a reír en cascada.

–Oye, Rock Hudson, eso también parece un cuentecito policíaco.

Recuerda, un brigadista no puede ser mentiroso. Dime, ¿qué te pareció Secretos de alcoba? –dijo y agregó–: Me encanta como actúan Doris Day y Rock Hudson; estaba deseosa de ver esta comedia.

–¿Y te gustó esa trama de enredos? –observé a Cary más linda que nunca y halagué su rubio cabello, que me parecía más largo y rizado sin la boina; luego sonreímos, nos juntamos las manos y ella respondió eufórica: –¡Fue lo que más disfruté! Eso de que Rock Hudson y Doris Day, digo Brad y Jan, compartan una línea telefónica, sin conocerse, y luego Brad decida conquistarla, haciéndose pasar por un amable señor tejano, es algo muy ocurrente. Y no hay nada más agradable que un amoroso happy end, después de vivir las tensiones de una mentirita… ¡Por algo ese guión ganó un Oscar!

Regresé a las siete de la noche a la casa y allí estaba esperándome mi abuela, deseosa que le contara anécdotas. Fui al cuarto a mirarme el labio inferior en el espejo de la coqueta, pues Cary me había mordido en el cine con demasiada pasión y lo tenía adolorido e inflamado. Y al contemplarme de cuerpo entero en la luna y verme más alto, melenudo y con algunos pelos en la barba y el bigote, pensé satisfecho: «ahora sí dejé de ser Pipo y no solo porque tengo otro físico. El viejo bien lo decía: nadie es soldado al nacer».

–¿Y por fin cuántos alumnos alfabetizaste? –indagó mi abuelita de casi setenta años, mientras me acariciaba la melena tiernamente.

Yo miré sus pícaros ojitos verdes, los pómulos exaltados por el colorete, las cejas delineadas y los labios rosados del creyón, y ella insistió en saber la respuesta para hacerme más preguntas. –Tres –le dije a secas. Hice una pausa y busqué la verdad en el alma–. No, en realidad fueron cuatro, porque tuve uno adicional que yo mismo me asigné y fue el más difícil. A veces creía que no podría; estuve doscientos veinticinco días y sus largas noches pasando increíbles trabajos y muchos dolores de cabezas con ese alumno.

–¿Y por qué te dio tanto trabajo ese animal? Hombre, nadie me había contado que tenías ese otro analfabeto. ¿Cómo se llama?

–Alguien que conoces muy bien abuela: ¡tu nieto, Gabriel! La inquieta viejita se echó a reír, sus ojos fulguraron y recibí un grato regaño: –Pipo, tú siempre inventando cosas… Sin embargo, pronto rectificó y la percibí más radiante.

–¡Ya sé lo que quieres decirme con eso! Te hiciste hombre, diste un salto sin garrocha. Valió la pena, ustedes se ganaron un lugarcito en la historia de este país, y eso no es fácil en Cuba y menos tan jóvenes.

Observé gozoso a abuela y ella, siempre sagaz, comprendió que yo quería descansar y decidió no hacerme más preguntas y acompañar a mi madre en la cocina, a elaborar las infaltables empanadas de carne y dulce de guayaba de la Navidad.

Volví a darme una ojeada en el azogue. Esta vez giré despacio mi cuerpo y percibí la figura de otra persona.

–Sí –medité–, estoy muy cambiado y sobre todo por dentro. Este año logré vivir lejos de la familia, ahora la quiero más y puedo valorarla mejor; los amigos y vecinos me admiran, y en las montañas comencé a entender aquello que le escuché en la guagua a Fidel el 16 de abril, cuando dijo de sopetón que nuestra Revolución es socialista…

Abrí la mochila, revisé las cartas, miré las dos inventadas por Cary y me admiré de su fértil imaginación. Luego tomé en mis manos la copia que hice de la escrita por Flor Silvestre a Beto. Al rememorar hasta sus gestos en la Plaza, pensé: «qué mujer más difícil de entender; ahora comprendo mejor al maestro», y releí el primer párrafo: «…es inmensa la reserva de heroísmo y de frescura (diría) que se necesita para… afrontar sin miedo y con el alma dispuesta a todo lo por venir, este ensayo de sistema social, colmado de venturas y promesas y también de incertidumbres».

Quedé pensativo. Sí, es cierto, casi todo lo que ella dice es así; el socialismo está lleno de alegrías y promesas… Y en ese instante, comencé a hablar con el espejo: «Sin embargo, Flor Silvestre, cuando volvamos a vernos te lo voy a aclarar. Los revolucionarios no tenemos incertidumbres… ¿Incertidumbres? ¿Qué tú quieres decir con eso?».

Al siguiente día, me despertó el silbato del cartero y después gritó mi nombre dos veces, entregándome una carta sin remitente. ¿Quién me la habrá enviado? ¿Será una broma de Cary?

Abrí el sobre, una luz remota destelló y comencé a reírme de buena gana…

–Coño, no lo puedo creer –me dije–, es de la Princesa. Cumplió su palabra. Por vez primera me escribe, casi sin faltas de ortografía, y me da esta increíble noticia: Voy para La Habana en enero, a estudiar con otras muchachas campesinas y espero verte, para que me enseñes a bailar esoque me dijiste, la rueda de cacino, asi es que pronto comensaré a ser la Reina… y anoche soñé que estaba creando ayá con tu ayuda una Tumba Francesa, igual que la de Bejuco. ¿Es posible que pueda hacer realidá ese sueño?


Notas:

[1] Prólogo escrito por Fernando Martínez Heredia para El año de todos los sueños, de Germán Sánchez Otero, Ediciones La Memoria, Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau, La Habana, 2011

[2] Tomado de: Sánchez Otero, Germán (2011): El año de todos los sueños, Ediciones La Memoria, Centro Cultural “Pablo de la Torriente Brau”, La Habana.


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