El amor como energía revolucionaria en José Martí

Por Fina García Marruz

*Tomado de El amor como energía revolucionaria en José Martí, libro de Fina García Marruz publicado por el Centro de Estudios Martianos (La Habana, 2004).


Razón de este trabajo

Nota al lector

Este libro tiene una fecha [1992]. La tienen también los errores, ya superados, que lo suscitaron y que creímos oportuno señalar a tiempo, antes de que cobraran una fuerza mayor. En todo proceso profundo de cambio, ya revolucionario, ya de índole religiosa, siguen latiendo fuerzas regresivas que dificultan su realización. «La obra de amor — decía Martí — ha hallado siempre muchos enemigos». De ahí la necesidad de una vigilancia interna que no puede cejar «ni un tantico así», como decía el Che de la vigilancia frente al odio del Imperio, ya que, como reza el refrán popular, «por un hilo se va la media».

No hubiera dedicado tantas páginas a un episodio más bien efímero en la estimativa crítica martiana asumido por autores que, por otra parte, no dejaron de hacer otros aportes valiosos a ella, si no me hubieran ayudado a mí misma a valorar otros aspectos de su pensamiento que creo menos tratados.

Es por eso que, pasadas las causas eventuales que suscitaron este libro — publicado sólo en una revista estudiantil, Albur, de escasísima difusión — he accedido a que sea de nuevo recogido, respetando su nota inicial y pidiendo excusas si me hallo aún con falta del tiempo que requerirían su «revisión y ajuste».

Gracias al querido Centro de Estudios Martianos, que lo ha hecho posible. 2003


La única verdad de esta vida,y la única fuerza es el amor. En él está la salvación, y en él está el mando.El patriotismo no es más que amor. José Martí


Estamos ante un tema polémico. A raíz del triunfo de la revolución se produjo un natural enjuiciamiento de todo el pasado histórico cubano del que no podía estar ausente la valoración anterior que se había hecho de la figura de Martí. Algunos apresurados se adelantaron a proclamar que nada de valor se había hecho antes; otros, salvando unos cuantos nombres de rigor, hicieron una curiosa nómina de tesis «antimartianas» que dejaban puesto en el banquillo de los acusados, junto a algunos títulos sin duda objetables, no sólo a obras de autores nacionales, sino nombres de tan reconocido prestigio internacional como los de Juan Ramón Jiménez, Miguel de Unamuno o Gabriela Mistral. Se pretendía que se había hecho una deformación sistemática e intencionada del pensamiento de Martí, encaminada a soslayar al revolucionario en aras del escritor o el apóstol; al realista político en aras del pensador espiritualista. La palabra «amor» se volvió poco menos que sospechosa.

Se pretendía que había una contradicción insalvable entre su apostolado amoroso y el carácter, necesariamente combativo, que habría de tener «la guerra necesaria».

Sí — sin duda alguna — se precisaba una profundización de su pensamiento, de vetas aún hoy no agotadas, se precisaba aún más, llegar a la raíz de esa aparente contradicción de términos de su «guerra sin odio», para no desvirtuar un punto que el propio Martí, desde el principio hasta el final de su prédica, consideró tan importante que lo llamó, textualmente, «de esencia».[1]

En cuanto a la evidente manipulación que hicieron algunos de su pensamiento convendría también hacer algunas precisiones. Si es cierto que no faltaron «deformadores», si algunos «alabarderos» de la tiranía (como diría Roa) se atrevieron a acompañar el saqueo de las arcas públicas con citas de Martí y alardes externos de devoción, si los pálidos niños de las escasas escuelas públicas desfilaban los 28 de enero frente a la estatua de mármol a depositar sus flores inermes en medio de un país devastado por la inescrupulosa codicia de los políticos y la fría tutela yanqui, no fue menos cierto que no faltaron ejemplares estudios y biografías en que se recordaba ya al forjador de nuestra independencia, ya al luchador antimperialista, ya al prodigioso escritor y poeta, el educador, el maestro americano. Ahí estaban los trabajos de Isidro Méndez, de Emilio Roig de Leuchsenring, de Jorge Mañach, de Juan Marinello, de Medardo Vitier, entre otros. Ahí estaba el tan breve como certero folleto de Mella para señalar una deformación procedente del campo político, más importante que las derivadas del carácter monográfico de este variado esfuerzo intelectual, enjuiciamiento que por radical distaba mucho de confundir o englobar los casos en un indiscriminado ataque a posteriori de carácter unilateral. Si bien nunca suficientemente, se había estudiado antes a Martí, y más bien estuvieron en minoría «los manipuladores». Aún en el caso de políticos desacreditados como Orestes Ferrara, o escritores españolizantes, como Francisco Ichaso, que trataron algún aspecto de su pensamiento en esta forma monográfica — el orador o el crítico teatral — , materias en que no dejaban de tener alguna autoridad, no creo que bastasen a «confundir» la opinión del pueblo, en parte analfabeto, tanto por su más bien escasa difusión como por lo especializado del tema mismo. En cuanto a los posibles lectores, ahí estaban las Obras Completas publicadas por Gonzalo de Quesada, si bien en limitada edición, para el acceso directo al pensamiento martiano sin necesidad de aquellos intercesores. ¿A qué entonces el énfasis en librar tan tardía campaña intelectual en un país que ya había sido liberado «en lo esencial político» que dijera Lezama, y la prisa en confundir lo «revolucionario» con una prédica en favor del «odio», que parecía pasar por alto la verdadera montaña de citas que podría levantarse de sus primeros hasta sus últimos testimonios, que probaban su «inutilidad» — es la palabra que usa — profunda y su capacidad de destruir la obra revolucionaria misma?

Martí, que no se cansó de exaltar, tanto en nuestros héroes como en los humildes caracteres «fundadores» de Patria, la singular alianza del sentido de moderación y la capacidad de sacrificio, no hubiera sido el extrañado de ver la frecuencia con que son más proclives a la agresividad crítica, a la supuesta «línea dura» y exagerado «celo» en las exclusiones, aquellos que tuvieron más escasa participación real en las luchas revolucionarias o en las tareas creadoras del país. Parece haber en esto la necesidad de una compensación.

Dos libros — o para ser más exactos, dos «títulos» de libros — fueron blanco principal — si bien no único — de aquella indiscriminada acusación de que exaltar al apóstol era negar al combatiente, hablar de lo que él mismo llamó «deber santo»[2] del patriotismo, olvidar al antimperialista, y señalar al escritor, preferirlo al revolucionario, y fueron Martí, el Apóstol, de Jorge Mañach, que por haberse ido de Cuba amparaba la suposición, y Martí, el santo de América, de Luis Rodríguez Embil, que por estar ya muerto, no podía refutarla. El libro de Mañach era una biografía muy bien escrita — la mejor en cuanto a estilo — , algo «novelizada», según gusto de la época, aunque con deficiencias — por el propio autor reconocidas — debidas a la prisa comercial con que el editor le hizo atropellar los últimos años, hecho tanto más grave cuanto era ésta la etapa más importante de su vida revolucionaria. En cuanto a Rodríguez Embil, bondadoso e ingenuo teósofo, hay que confesar que casi todo el mundo (al decir de Lezama de cierto escritor algo aburrido) prefirió «alabarlo que leerlo», de modo que sus méritos o errores pasaron sin pena ni gloria. No creo siquiera que sus atacantes lo hubieran leído — prefiriendo, en este caso, «atacarlo que leerlo» — , ya que, a los fines propuestos, bastaba con el título llamativo y la fecha de la publicación. La confrontación se reducía todavía más en el caso de sus lectores, pues se trataba de una vieja y semi-agotada edición fuera del mercado.

La prisa, esta vez periodística, el atractivo que siempre tiene un ataque sobre un concienzudo estudio, abrieron el fuego. La propagación que hicieron de estas ideas los que creían que la campaña desatada sobre una larga lista de tesis «antimartianas» era poco menos que «línea oficial» y no iniciativa propia de los articulistas, el deseo de otros de mostrarse aguerridos sin peligros y revolucionarios a poco costo, pero sobre todo, la profunda ignorancia de la obra martiana, hicieron el resto.

En artículos aislados, en ponencias inconsultas, empezó a propagarse la tesis de que llamar a Martí «apóstol» era iniciativa del mencionado biógrafo, y no expresión consagrada por el pueblo de Cuba que hizo primero la guerra, e hizo después la revolución, era utilizar un término de exclusivo uso «religioso», como si no se pudiera ser apóstol, esto es, propagandista del ateísmo, por ejemplo — el propio autor del libro carecía de fe religiosa — , o apóstol — como por cierto lo llama Roig en su libro sobre el tema del antimperialismo — como si el nombre, repetido con fervor por varias generaciones de maestros y de escolares cubanos, no hubiese procedido de la emigración obrera de la Florida, y como si el propio Martí no hubiese dicho de sí mismo, con evidente respeto hacia ese término: «No vivimos en paseos y en orgías, sino regando la sangre por la tierra, y con la transparencia y la humildad de los apóstoles».[3]

Lo que el pueblo captó, con su afinada intuición, fue que si en Martí había estatura de héroe mayor — condición que compartía con otros altos jefes como Gómez, Maceo, o Céspedes — había en él otra dimensión que le era propia, todo un apostolado ideológico laico que apuntaba más allá del objetivo inmediato de la guerra que estaba organizando.

Ello fue confirmado por el hecho de que fuera ese el nombre que escogiera Fidel para nombrarlo, en su histórica defensa, subrayando justamente este aspecto de continuidad de su pensamiento revolucionario: «Parecía que el Apóstol iba a morir en el año de su centenario, tanta era la afrenta…»

En cuanto a lo de «santo de América» — expresión por la que no abogamos, ya que, a diferencia del término «apóstol», careció de la misma consagración popular y tampoco, pese a las excelencias de su vida, nos parece del todo adecuado o preciso — quisiéramos recordar que no sólo lo consideraron así escritores real o supuestamente reaccionarios sino que así lo nombraron — extendiendo la significación de «santo» más allá de los límites eclesiales, de donde por cierto, jamás ha procedido esta denominación — un Ezequiel Martínez Estrada, en su libro Martí revolucionario, publicado por Casa de las Américas, y otros tan ardientes defensores de la revolución cubana y sandinista como el poeta José Coronel Urtecho. Para no pocos temerosos, por el contrario, llamarlo «santo» — que no es otra cosa que hombre bueno, en grado muy superior — era poco menos que reputarlo de «blando», incapaz de haber dirigido una guerra, como si incluso no hubiera santos guerreros, como Juana de Arco, que defendió su patria contra los ingleses, o como si la santidad fuese sólo atributo de la fe religiosa y no de la conducta humana, expresión, incluso corriente, de uso popular — como cuando alguien dice «mi santa madre» — o generalizado reconocimiento a cualquier vida sencillamente ejemplar y virtuosa. El propio Martí no sólo la aplicó muchas veces a la santidad de su causa, que era la causa de un revolucionario, sino que no tuvo a menos llamar a Varela, como supremo elogio, «el santo cubano».[4]

Hablar de influencias españolas en Martí era poco menos que desviar la atención del influjo de otras culturas marginadas — la indígena, la negra — , algo así como una prueba de colonialismo cultural, aunque alguien tan ajeno a todo espíritu discriminatorio o colonialista como Juan Marinello, hubiese dedicado buena parte de sus estudios martianos al tema de «la españolidad literaria de José Martí», que da título incluso a uno de ellos. Aunque justo es advertir que en este caso no hubo el menor intento de un «ataque» a Marinello, que se hubiera revertido sobre sus tesis mismas, sino el festinado intento de no despreciar la ocasión de subvalorar cualquier pretensión de «amor a España» que pudiera haber en este influjo, así fuera literario. Fue más bien un punto que se les fue un poco de la mano, del mismo modo que el que quiere asestar un fuerte golpe a un contrincante cercano, puede que rompa, sin querer, algún objeto valioso de porcelana fina que le estuviese cerca. Había en esto cierto alborotado, aunque sincero, anti-colonialismo, que se mostraba incapaz de hacer las distinciones en que tanto se empeñó Martí, entre la España autoritaria y casi feudal que tuvimos por aquí gobernándonos y la tan amada por él de la defensa de Zaragoza y los comuneros, «de Lanuza y de Padilla», la España de Montesinos y del Padre Las Casas (que nos vino también con la otra, la de Ovando), la España genial de Cervantes, de Goya, al que llamó «uno de mis maestros», la España popular, honrada y trabajadora, de sus padres, genuinos representantes del que llamó «el sobrio y espiritual pueblo de España».[5]

¿Pero a qué aducir citas irrefutables a los que asusta la palabra misma «espiritual» — tan enaltecida por Martí en sus debates del Liceo Hidalgo, o sus apuntes cubanos — viendo en ella poco menos que una afrenta?

¿A qué recordar su oportuna distinción entre el idealismo filosófico, que profesaban los autonomistas hegelianos a lo Montoro, de su bien distinto y confesado idealismo, que era más bien un espiritualismo revolucionario? ¿A qué recordar que cuando cree deseable y oportuna una conciliación entre materialismo e idealismo de ninguna manera está pensando en una conciliación teórica imposible sino en una conciliación a los fines de la acción práctica («el espíritu de conciliación que norma todos los actos de mi vida»),[6] cuya vigencia, hoy reconocida en los mismos medios de lucha revolucionaria, todavía sorprende?

No ha sido, sin embargo, criterio de la Revolución publicar solamente Obras Escogidas, expurgadas de pasajes no coincidentes con los criterios filosóficos actuales, sino publicar, primero, sus Obras Completas, hoy en proceso de reedición crítica. De nada valdría entonces acusar de «anti-martianas» ideas reiteradas por Martí, a lo largo de toda su obra, cuando el estudiante puede, al abrir cualquiera de esos tomos, comprobarlas por sí mismo.

Lo único honrado es explicar, que no ocultar, estas aparentes contradicciones. No contribuye un maestro a la formación de un joven revolucionario si no le habitúa a la confrontación de criterios, al martiano «pensar por sí», a hacer una opción libre hacia el criterio que creemos más verdadero y justo.

No ha de suponérsele con menos discernimiento para separar lo cierto de lo que no lo es que el que hemos tenido nosotros. Creyó Martí que la razón «se nutre en la controversia»,[7] que la polémica robustece el criterio, que a veces debilita un medio en exceso homogéneo. Nada que temer. Nada dijo o pensó Martí que pueda hacer daño a un cubano, y menos a un cubano revolucionario. Su pensamiento, como nuestra historia, tiene un proceso. Ningún hombre «se libra de su tiempo», dijo,[8] lo que resulta algo válido también para el nuestro. En parte somos hijos, en parte padres. Pero si su pensamiento, que responde a una época, fue más grande que ella, fue porque en él había semillas de porvenir. Si todo nace, decía, «a la hora oportuna de lo mismo que se le opone y dice»,[9] frase que parece definir el proceso dialéctico mismo, hay también en el pensamiento cubano que hoy lo acoge un tributo que pertenece fatalmente a nuestra época y potencialidades ocultas en espera de una nueva y siempre imprevisible integración. Y es por esta generosa capacidad de apertura, este no cerrarse sobre sí mismo, por lo que llamó Martí a su revolución «pensadora y magnánima»,[10] y que prefirió a todas sus virtudes esta que le permitiría, según verbo que prefiere, crecer. El movimiento no puede contradecirse a sí mismo. Y Martí creyó que la revolución respondía a una «ley» que no era otra que la «del incesante, del ahondador, del radical, del infatigable movimiento».[11]

Quizás fue la ausencia de esta bien distinta «radicalidad» martiana, fiel a las propias raíces, la que llevó a algunos inescrupulosos, a intentar convertir a Martí primero en un «materialista» — intento demasiado burdo para que no cayera en seguida por su propio peso — , después a presentar ciertas citas irrefutables como «primeras etapas» de un proceso por él después ampliamente superado, y finalmente a considerar a todo aquel que demostrase lo contrario poco menos que como a un idealista sospechoso empeñado en confundir y desvirtuar su verdadero pensamiento revolucionario. ¿Podía ser razonable encontrar publicable y lícito todo texto martiano y sospechoso o mendaz al que lo citase? ¿no era elegir la solución menos «radical», la menos «ahondadora» de lo futuro, dar por «superados» aspectos de su pensamiento que reaparecían, con reiteración evidente, en sus textos últimos? Pues sí es verdad que hay una parte del pensamiento martiano en que realmente puede apreciarse un notable desarrollo o variación, hay otros — como es el caso del tema de nuestro estudio — que permanecen inalterables, como podremos comprobar desde El Presidio Político hasta El Manifiesto de Montecristi, escrito dos meses antes de morir.

Es bien alentador que hayan sido precisamente los intelectuales marxistas de más prestigio los menos empeñados en hacer parecer a Martí un «materialista», los que — deteniendo a tiempo estas confusas campañas — hicieron consistir su verdadero acercamiento marxista a estos textos en situarlos dentro del histórico proceso del pensamiento cubano, y los que — llevando aún más lejos la coherencia de su formación dialéctica misma — observaran en su condición de «creyente», en la jamás negada trascendencia de sus ideas, en feliz consorcio con su enorme realismo práctico revolucionario, uno de los contenidos de más vigencia posible para la izquierda cristiana revolucionaria, tan pujante hoy en la América Latina. Ahí están los textos de Carlos Rafael Rodríguez, las precisiones ideológicas de Marinello, para citar sólo los mayores, que desde luego jamás dejaron de demostrar su aprecio por estudios martianos hechos desde perspectivas diferentes a las suyas. Bastaría por este respecto, recordar la enorme estimación de Marinello a los trabajos de la gran poetisa cristiana Gabriela Mistral, entre otros ejemplos. Ahí están las palabras de Mella, un marxista, un héroe y un mártir cubano, que no tuvo a menos decir que sentía por Martí lo que se siente «ante las cosas sobrenaturales». ¡Con qué sencillez dicen los grandes lo que cuestionan, y temen hasta oír, los pequeños!

Estas, y otras campañas que no vamos a enumerar para no hacer ya más largo este preámbulo, no hirieron tan a fondo lo que constituye el centro más vivo y sensible de la obra y el pensamiento martiano, como la idea de que hablar del sentido amoroso del que acuñó la expresión «la guerra sin odio» era poco menos que negar la esencia de su doctrina, que confundían con su utilización interesada,

era nada menos que prestarse a aquella campaña general de los enemigos de nuestra patria que tanto en el pasado, como, lo que es más grave, en el presente, han querido presentar a Martí como incapaz de blandir un arma, como apóstol teórico — expresión contradictoria, ya que todos los apóstoles sufrieron muerte violenta — de «la guerra necesaria» y como «freno», todavía utilizable, contra cualquier intento revolucionario de liberación.

Es para demostrar la absoluta inconsecuencia, la falsedad total de este planteamiento, que se escribe este trabajo.


Notas

[1] Martí, José. Obras completas. Tomo IV. Editorial Nacional de Cuba, 1963–1965; Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1973. p. 60.

[2] Martí, José. Op. Cit. Tomo I. p. 320.

[3] Martí, José. Op. Cit. Tomo II. p. 235.

[4] Martí, José. Op. Cit. Tomo II. p. 97.

[5] Martí, José. Op. Cit. Tomo XIV. p. 94.

[6] Martí, José. Op. Cit. Tomo XXVIII. p. 326.

[7] Martí, José. Op. Cit. Tomo VIII. p. 442.

[8] Martí, José. Op. Cit. Tomo V. p. 138.

[9] Martí, José. Op. Cit. Tomo IV. pp. 252–253.

[10] Martí, José. Op. Cit. Tomo IV. p. 94.

[11] Martí, José. Op. Cit. Tomo XXII. p. 84.


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