Después de Fidel, nosotros

Por: Luis Emilio Aybar

Comencé a interesarme por la política criticando a Fidel Castro. Dicho en términos muy simples, tal y como lo vivía en aquellos años, cuando tenía alrededor de 17 o 18 años tomé conciencia de que vivía en un país con muchas deficiencias. No me gustaban ni la censura, ni la falta de democracia, ni el burocratismo, ni el ocultamiento de elementos contradictorios de nuestra historia, ni la crisis económica. Los culpables: la “Revolución” y Fidel.

Sin embargo, si por un lado ponía en cuestionamiento la situación del país, por el otro intuía que las soluciones no vendrían del capitalismo. Sentía la necesidad de hacer algo diferente, encontrar “la verdadera solución”, y resultó que no era otra cosa que el socialismo.

Para llegar a esa conclusión logré insertarme en determinados circuitos de izquierda en los que aprendí a distinguir entre las concepciones políticas, sus nomenclaturas específicas, y las realidades sociales. En los talleres del centro Juan Marinello, en la Red de educadores y educadoras populares, en el Proyecto Nuestra América, mi crítica social encontró una dirección, y mi actuación política una base histórica, la Revolución Cubana.

Escuchando y estudiando historias de herejías, creaciones y contradicciones, lamentablemente poco difundidas, me fui re-encantando con la tradición de izquierda de mi país. Supe que el Ejército Rebelde consolidó un nuevo método de lucha revolucionaria: la guerra de guerrillas. Supe que la Revolución Cubana se resistió a los moldes eurocéntricos y reivindicó un sujeto plural (el pueblo) y se saltó todo el enfoque dogmático de las fases o etapas de las revoluciones. Supe que practicó una línea crítica con relación al socialismo de Europa del Este y que defendió un modelo propio, de raíz latinoamericana. Supe que impidió que “el desarrollo de las fuerzas productivas” ahogara la creación del hombre y la mujer nuevos. Supe que sostuvo su apoyo a los movimientos guerrilleros del mundo a contrapelo de los intereses de la URSS. Y supe que en todo ello, desde lo más repetido hasta lo más soslayado, jugó un papel fundamental la creatividad y el liderazgo de Fidel.

Sin embargo, ese reconocimiento era más racional que emotivo. Crecí en una época (los noventa e inicio de los dos mil) donde en muchos hogares cubanos se dejó de hablar de política, mientras se extendían diversas expresiones sociales que culpaban a Fidel de todos los males del país, o ponían en un lugar negativo a los más comprometidos o incondicionales: los “comecandela”. ¿Cuál es el origen de estas tendencias?

Desde los años sesenta, la adhesión a los principios y al programa revolucionarios pasaba por la adhesión a su figura. Todas las fuerzas del país comenzaron a organizarse en función de llevar a la práctica sus directrices. En la medida en que Fidel era capaz de interpretar adecuadamente las necesidades sociales esto no era un problema visible. Pero ningún ser humano tiene la capacidad de encarnar la verdad del pueblo para siempre. Era necesario construir un modelo institucional que permitiera conectar la participación de base con las decisiones nacionales. Durante la institucionalización de los años setenta se organizó la incidencia del pueblo en la administración, pero también se burocratizó la dependencia al líder.

Su capacidad de encarnar los valores universales fue traspasada al Partido y al Estado, de modo que oponerse a una determinada política estatal era oponerse al Partido, que era oponerse a Fidel, que era oponerse a la Revolución, que era oponerse al bienestar del pueblo. Se construyó todo un ritual de alabanza a Fidel como forma de demostrar convicción revolucionaria.

Un elemento central en el trabajo político-ideológico era la adhesión incondicional a su figura como garantía de unidad revolucionaria. Se hizo habitual la práctica de invisibilizar los errores o contradicciones de su desempeño histórico, así como las posiciones contrarias a las políticas que promovía. La imagen de un Fidel infalible brotó del pueblo cubano en el calor de su lucha revolucionaria y luego fue institucionalizada, mucho más allá de lo que una democracia socialista debe permitirse.

¿Cuándo comenzamos a funcionar de esta manera? No sabemos exactamente, pero sí que continúa hoy, aun después del 2006, aun después del 25 de noviembre.

El imaginario popular tiende a personalizar lo que en realidad es un mecanismo de funcionamiento social en el que todos estamos envueltos. El problema no es la persona-Fidel sino una forma de construir el poder. Culpar a Fidel no nos sirve para cambiar las cosas. Nos saca del problema y deposita la responsabilidad en otro lugar cuando somos nosotros quienes hacemos posible, en forma pasiva o activa, un patrón social que otorga a un individuo demasiado poder por demasiado tiempo.

Todavía hay muchos que cifran sus esperanzas de una solución para Cuba en el surgimiento de un nuevo líder que nos unifique, nos organice, nos “meta en cintura”, y señale el camino a seguir. Otros idealizan épocas anteriores, “cuando estaba Fidel”, pero es necesario problematizar el funcionamiento del país desde antes del 2006. El deterioro político y social de nuestros días comenzó hace mucho tiempo, y sus causas no están únicamente relacionadas con el bloqueo norteamericano o el derrumbe de la URSS.

Desde mi punto de vista, las soluciones de Cuba solo vendrán de la mano de una participación popular consciente, organizada y decisoria, identificada con un proyecto de socialismo radical. Todo lo que obstaculice esta posibilidad, venga del Estado, del liderazgo, o del pueblo, debe ser transformado.

No comparto en lo absoluto un fidelismo muy extendido en el que pareciera que Fidel lo hizo todo y nunca se equivocó, pues por un lado, descuida los aportes del sujeto popular, y por el otro, impide extraer provechosas lecciones de su vida y su obra. Tiene que existir la posibilidad de discrepar con Fidel.

Es el mismo espíritu con el que debemos acercarnos a Marx, Rosa Luxemburgo, Lenin, o el Che: comprender la complejidad de sus vidas, aprender de sus errores, completar sus vacíos y utilizar su legado para enfrentar los desafíos actuales.

Fidel es un símbolo en disputa. Algunos ocultarán sus aristas más insumisas y extraerán las citas que les sean útiles para justificar un estado de cosas. Otros se quedaran con la parte “light” de lo bonito que hablaba y lo valiente que era. Necesitamos al Fidel incómodo, el Fidel creador, el Fidel profundo.

Ser fidelista implica radicalizar la experiencia socialista construida en Cuba, combatir toda forma de dominación, anteponer la creatividad a los dogmas, entregarse en cuerpo y alma a la causa del pueblo y sentir como propia cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo. Ser fidelista significa ser profundamente antiimperialista y anticapitalista y alimentar un proyecto de igualdad, libertad y solidaridad para todos los seres humanos. Ser fidelista es creer en las capacidades de un pueblo para levantarse sobre sus derrotas y construir un país.

Fidel renace para mí hoy como una mística, la mística de las lágrimas y los gritos de mis compañeros de militancia[1]. Pero no basta con sentirlo, es necesario entregarse de lleno a la tarea de abrir un nuevo ciclo de lucha revolucionaria para Cuba.

Quizás fue eso lo que nos quiso decir al morir un 25 de noviembre, el mismo día que el yate Granma partió hacia Cuba desde tierras mexicanas para iniciar la guerra de liberación.

[1]Los invito a ver el video de la acción organizada por el Proyecto Nuestra América al día siguiente de su muerte.


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