Por Fernando Luis Rojas: A propósito de un libro póstumo de Guillermo Rodríguez Rivera
(…) reniego de la imagen que se repite inmensa, aprisionante, ese hartazgo previsto de respuestas que deslizan bandejas blasonadas, profesores rectantes y librejos, señores que se erigen en mente sustituta y que el pensar marchitan.
Alfredo Guevara
El libro me llegó como un rumor. Oí de él, y mi primer contacto directo fue de resistencia, duda y sospecha. Le pregunté a la mujer de la tienda del Centro Cultural Plaza, de 31 y 2, el precio, y no me alcanzaba el dinero. Después alguien le avisó a una persona cercana que se haría un panel sobre los setenta en la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana, que estarían Rafael Hernández, Víctor Fowler y Víctor Casaus, y que este último cargaría con varios ejemplares de Decirlo todo. Políticas culturales (en la Revolución cubana), de Guillermo Rodríguez Rivera. Esa persona cercana fue, lo luchó y me(nos) regaló el libro.
De Guillermo y sus hermanos (Luis, Alipio y René) escuché siendo un niño y confieso, sin mucho entusiasmo de mi parte, en casa de mi familia en El Vedado. Debe haber sido parte de mis impertinencias por permanecer en «conversaciones de adultos» que transcurrían con la presencia de mis abuelos, mi padre y mis tíos. No recuerdo si las referencias llegaron por esa conexión gremial que tienen los médicos — los tres hermanos de Guillermo por un lado, mi bisabuelo Amador, mi abuelo paterno y mi tío Octavio por el de acá — , por la Universidad de La Habana — donde mi abuelo fue rector por una década, sin la zaga de obituarios rimbombantes a su muerte — o por la música, que era una pasión compartida. Después leí algunos textos suyos que fueron publicados en los primeros números de la revista Encuentro,[1] y supe de su período «Caimanero».
Para 2008 me encontraba en la dirección nacional de la Federación Estudiantil Universitaria (FEU) y había devorado su libro Por el camino de la mar o Nosotros, los cubanos (2005). Fue entonces que, a través de Adalberto Hernández (El Pepo) y Rubiel García, tuve la oportunidad de emprender viaje de una semana junto a Guillermo, el poeta Sigfredo Ariel y el trovador Eduardo Sosa por varias provincias orientales. Con el auspicio de la FEU y el Instituto Cubano del Libro — en aquel momento dirigido por Iroel Sánchez — , el objetivo de «la gira» era la presentación de su libro Por el camino de la mar… en diferentes universidades, que sería acompañada por intercambios sobre la música tradicional cubana — con protagonismo de la trova — , lecturas de poesías y la interpretación por Eduardo Sosa de temas antológicos de nuestro patrimonio sonoro. Fue una semana de encantamiento. Yo volvía a ser, a mis veintitantos, un impertinente en conversaciones de adultos.
II
Mi interés por hacerme de Decirlo todo… radicó en la afición por los temas vinculados a las políticas culturales y su devenir después de 1959 — subtítulo del volumen — , y los mencionados acercamientos a trabajos y parte de la biografía de Guillermo Rodríguez Rivera. Debo aclarar que esos «acercamientos» fueron siempre — valga la paradoja — en la distancia. No fui próximo a Guillermo. No fui su discípulo, ni su interlocutor. Hago la salvedad porque ahora parece moda la construcción de (auto)biografías intelectuales desde la superposición de las biografías de otros.
Este libro llega gracias al sello Ojalá, con la edición de Tupac Pinilla y prólogo de Silvio Rodríguez. En su exordio, el autor de Nunca he creído que alguien me odia… refiere que Rodríguez Rivera trabajó de manera intensa en este texto hasta su último aliento y, al mismo tiempo, lo considera inconcluso. Silvio, que sí fue cercano y a quien le ha dado por multiplicar biografías intelectuales, recuerda sus primeros contactos con Guillermo en los sesenta y el desarrollo de una amistad que explica la confianza de Rodríguez Rivera al poner esta obra en sus manos. Una amistad que se aleja de las soluciones simplonas de poner a un lado la política — en su sentido más amplio — : «Hemos sido hijos de una Revolución [dice Silvio] y, a la vez, de un compromiso al que hemos dedicado gran parte de nuestro quehacer, de nuestra historia».
Los tres primeros epígrafes: «A manera de introducción», «Antecedentes» y «1959, el año de la fiesta cubana» tienen, como conjunto, cuatro virtudes fundamentales:
Una. Se enmarca rápidamente, de forma diáfana y sencilla, lo que será el centro de este libro: un acercamiento a la(s) política(s) cultural(es) de la Revolución cubana.
Dos. Rodríguez Rivera apuesta por la integralidad del fenómeno en su carácter procesal; con sus palabras «(…) en esos años iniciales [primeros sesenta] se localizan fenómenos solo parcialmente explorados y que van conformando todo el panorama posterior de nuestra cultura…». Considero, respecto a la primera sentencia, que en los últimos veinte años se han producido importantes acercamientos a fenómenos de esa época, con menor o mayor amplitud, pero por razones diversas han sido insuficientemente visibilizados. Prefiero la segunda parte, los condicionamientos e influencias de esos años sesenta en el devenir de nuestra cultura hasta la actualidad. Quizás a Guillermo también lo atormentaban interrogantes del tipo ¿cuáles son las consecuencias para con los nuevos valores emergentes de saldar — legítima, justa y necesariamente — deudas con las generaciones intelectuales precedentes?, ¿qué maneras de reproducirse — incluso en quienes fueron víctimas de ellas — tienen las prácticas sectarias, fragmentarias, verticales?, ¿cómo se enquista en el sentido común el temor, la preocupación, la duda ante posibles retrocesos o vueltas al pasado?
Tres. En una Revolución como la cubana de 1959, hecha «contra los dogmas y las oligarquías», se hizo muy caro el lugar del líder, visibilizado de manera especial en personalidades tan potentes como Fidel Castro y Ernesto Guevara. Eso tiene un correlato en la gente, que busca muchas veces «personalizar/individualizar» las buenas o malas decisiones, los errores o aciertos, y se pasan por alto las tensiones personales — pero también grupales — que existen en las estructuras de poder a todas las instancias. El discurso de «la unidad» oculta esas tensiones, como lo hace también la idea de que los problemas se encuentran en las estructuras intermedias. En última instancia, esas «desviaciones» expresan la pugna entre los espacios de poder en los diferentes niveles. Me parece leer esas ideas en su mención inicial al denominado Quinquenio Gris: «(…) esos tres funcionarios — sobre todo [Luis] Pavón y [Armando] Quesada — , cada uno con su específica jerarquía, no fueron otra cosa que ejecutores de una política diseñada al más alto nivel en unas específicas circunstancias cubanas que no se han repetido, aun cuando cada uno añadiera — como siempre ocurre — un matiz personal al cumplimiento del encargo».
Cuatro. «Antecedentes» y «1959, el año de la fiesta cubana» constituyen una breve, pero necesaria, contextualización. Batista, Grau y Guiteras; la Constitución de 1940; Eduardo Chibás y el Partido Ortodoxo; «el cuartelazo» del 10 de marzo de 1952; Fidel Castro, el Moncada y La historia me absolverá; la Federación Estudiantil Universitaria (FEU), el asalto al Palacio Presidencial y José Antonio Echeverría; Carlos Prío, Aureliano Sánchez Arango y la Organización Auténtica; Eloy Gutiérrez Menoyo y el Segundo Frente Nacional del Escambray; los enunciados [alcances] primeros de la Revolución cubana; todos ellos y más, pasan por estas páginas iniciales.
Me permitiré solamente un diálogo breve con algunas ideas expuestas por Rodríguez Rivera en estos epígrafes.
En algún momento, me pareció que Guillermo llevó «suave» a la Internacional Comunista estalinizada: «Allí donde parecía útil, la Internacional Comunista proponía entonces a los partidos comunistas la creación, junto a la burguesía liberal, de los frentes populares antifascistas». En rigor, ya para fines de los treinta la IC se había pasado de pensar en lo útil para los demás, porque había diferido la internacionalización de la Revolución. Y no «proponía», orientaba. No obstante, unas páginas después y leyendo el contexto cubano es particularmente duro — y justo — con el Partido Socialista Popular (PSP): «(…) su dirigencia impugnaría la estrategia de lucha de Fidel [Castro] en la acción del 26 de julio, definida por el partido como un putsch (…) Parecía que se estaba aplicando el mismo enfoque que condujo a los comunistas al error de descalificar la acción del antimperialista Antonio Guiteras en los años de la revolución antimachadista». Esto último resulta un «tablazo» en retrospectiva que encierra — porque como dije antes a Rodríguez Rivera le interesa el proceso y no los saltos aislados — reconocer un sedimento cultural en las prácticas de una organización durante veinte años (1933–1953).[2]
Destaco también las menciones primeras que hace a Revolución, su suplemento Lunes…, Ediciones R y Hoy, diario del Partido Socialista Popular. Todavía no ha llegado al polémico cierre del suplemento. Aunque en La Tizza hemos tenido la oportunidad de comentar o mencionar algunas de las publicaciones — libros o artículos — que se han referido al tema, quisiera señalar — ahora que se discute tanto sobre la condición «oficial» o no de ciertas publicaciones cubanas — algo de lo escrito en Decirlo todo… sobre el diario Revolución: «(…) órgano del Movimiento 26 de Julio y el más oficial y leído de entonces (…) El diario podía editar 200 mil ejemplares que se distribuían en toda Cuba. Lunes… se entregaba semanalmente con el periódico a todo suscriptor o comprador del mismo». Decía que no ha llegado el cierre del suplemento. Parece un detalle, pero contiene una metodología. Aunque no todos, varios de los acercamientos a Lunes… parten de su cierre — que no deja de ser un asunto central — y tratan de acomodar la corta historia del suplemento a su desenlace.
III
Sobre «El fin del edén», «La vida cultural en 1965» y «Los polémicas años sesenta» — epígrafes cuatro, cinco y siete — y que abarcan, en cantidad de cuartillas, la mitad del libro, realizaré algunos comentarios puntuales.
Me resulta conflictivo el título «El fin del edén». Comprensible desde una perspectiva artístico literaria, que es la propuesta primariamente planteada por Rodríguez Rivera, contrasta con la integralidad y el correlato de campos que anima todo el volumen. En los planos histórico, político e ideológico, 1959 no estuvo carente de fuertes y complejas contradicciones. Así lo confirman, por ejemplo, los libros de Luis M. Buch y Reinaldo Suárez sobre los primeros pasos del Gobierno revolucionario. Quizás por eso, tampoco coincida con el calificativo de «moderadas» que se aplica a las primeras leyes del gobierno revolucionario, incluyendo la primera Ley de Reforma Agraria.[3] Es cierto que buena parte de estas medidas venían de una tradición — en su diseño — que se percibe en el texto de la Constitución de 1940. Pero sucede que parte de las rupturas que constituyen las revoluciones sociales, parte de su «no moderación», se encuentra en llevar a hechos promesas que fueron letra muerta, como la proscripción del latifundio.
Una de las discutidas ideas que aborda Guillermo se encuentra en la presencia o no en un grupo de dirigentes — antes de 1961, e incluso de 1959 — del propósito de establecer un régimen socialista en Cuba. Dice que «acaso estuviera» en la perspectiva de Fidel y Raúl Castro, Che Guevara, Camilo Cienfuegos y «algunos de los intelectuales de izquierda cercanos al 26 de Julio, como Antonio Núñez Jiménez y Alfredo Guevara». Más allá de «lo estratégico» de diferir esa irrupción pública de la orientación socialista hasta abril de 1961, el autor de Por el camino de la mar, deja abierta las contradicciones — al menos, así lo leo — entre ubicar como centralidad de la opción socialista en Cuba la proclamación del 16 de abril de 1961 o entender el proyecto iniciado en 1959 en los marcos de la transición, una concepción que supera la versión del «socialismo» como momento-lugar-fin.
Y aquí sí, en gran medida conectado al título «El fin del edén», emergen los sucesos vinculados a la censura de P.M. y se perfila el cierre de Lunes de Revolución. Rodríguez Rivera polemiza con Antón Arrufat desde el registro del juicio estético. Arrufat ha presentado P.M. en 2004 como una «excelente película», frente a «la nada» que era la producción del ICAIC. En contraposición, señala Guillermo: «(…) juzgados con imparcialidad, los dos episodios de Gutiérrez Alea en Historias de la Revolución resultan superiores con clara distancia al ensayo fílmico Cabrera-Jiménez». Otro punto de discordancia con Arrufat, se encuentra en la presentación que hace este del audiovisual como una producción «independiente», «casi privada» y en este sentido, menciona «la decisiva incidencia en su realización de la infraestructura del Canal 2». Al desarrollar su lectura de la censura de P.M. para su proyección en los cines y la incautación de una copia, señala que «La película se pasó en ese espacio televisivo [Lunes en Televisión], en el cual seguramente tuvo más espectadores que los que habría conseguido en un cine habanero…».
Sin dudas, tiene un peso particular — desde el diálogo entre la investigación y la experiencia personal — la construcción de la historia que de esos conflictos hace Rodríguez Rivera. Quisiera destacar que todos ellos están atravesados por la centralidad del poder y las pugnas que genera, con importantes correlatos en los ámbitos de gobierno, pero también con dinámicas propias en los terrenos del arte y la intelectualidad. A propósito, en el libro se mencionan cuatro grupos de poder cultural actuantes para 1960–1961: el que lidera Carlos Franqui, con el periódico Revolución, el suplemento Lunes… y los canales 2 y 4 de la televisión como espacios de concreción y socialización de ese poder; otro encabezado por Alfredo Guevara que se realiza a través del ICAIC; el tercero de los militantes del PSP, como Edith García Buchaca y Mirta Aguirre; y un cuarto, que el autor considera «un sitio propio», en el que se encuentran «Haydée Santamaría y el todavía modesto equipo reunido por entonces en Casa de las Américas».
Tienen un lugar también referencias a la reunión de intelectuales en la Biblioteca Nacional en junio de 1961, las interpretaciones diversas de la famosa frase de Fidel Castro en esa reunión — «Dentro de la revolución, todo; contra la Revolución, nada» — y una valoración sobre las diferentes aristas del progresivo — no sin notables interrupciones — acercamiento cubano a la Unión Soviética.
Es raro encontrarse, en los estudios que proponen una periodización del período posterior a 1959, el año 1965 como parteaguas. Son más comunes 1961, 1968, 1971… Ni la constitución del primer Comité Central del Partido Comunista ha catapultado este año. Sin embargo, Rodríguez Rivera lo jerarquiza en «La vida cultural en 1965». Lo explica así: «(…) es en ese año cuando — aparentemente — estallan los conflictos que determinan la aparición de quien sería el primer disidente de la Revolución cubana en el ámbito artístico-literario. Estoy refiriéndome a Guillermo Cabrera Infante».
Es Cabrera Infante, como se habrá notado, una presencia significativa en Decirlo todo… Rodríguez Rivera parte de una definición de esa condición «disidente», que sirve para diferenciar al autor de Vista del amanecer en el trópico, de otros escritores como Gastón Baquero, Carlos Montenegro, Lino Novás Calvo o Lydia Cabrera, a los que dedica también un espacio. Tras la pista de Cabrera Infante y acontecimientos como el cierre de Lunes…, su elección como vicepresidente de la UNEAC y su nombramiento como agregado cultural de Cuba en Bélgica y Luxemburgo en 1962, Rodríguez Rivera regresa a la cuestión de los grupos de poder: «Le escuché decir a Alfredo Guevara que fue Edith García Buchaca, ejecutiva del Consejo Nacional de Cultura, quien promovió la idea de que algunos intelectuales cuya presencia en Cuba resultaba incómoda para su trabajo fueran nombrados en cargos diplomáticos…».
Los lectores de este capítulo también tendrán la oportunidad de conocer particularidades — y valoraciones personales de Rodríguez Rivera — sobre la forma en que se produce la salida de Cuba de Cabrera Infante, su ruptura con la Revolución cubana, la publicación y contenido de Mapa dibujado por un espía, la censura franquista que actuó sobre Vista del amanecer en el trópico, entre otros asuntos. Particularmente interesante resulta la polémica con Cabrera Infante desde el registro experiencial/testimonial en tópicos como la vida nocturna habanera a mediados de los sesenta y «la salud» de la música cubana después de 1959.
«Los polémicos años sesenta» constituye el capítulo más extenso del libro. Llaman la atención las menciones a «la unidad de los intelectuales que produjo la creación de la UNEAC» — aunque introduce la variable de que pudo ser, acaso, «demasiado apresurada» — ; y a una «línea inclusiva» en política cultural entre 1961 y 1971. Debo detenerme, no obstante, en la atribución al Che Guevara de la teoría del «foco guerrillero» — una práctica bastante extendida, la adjudicación de ese padrinazgo, en organizaciones de izquierda del continente — . A propósito, señala el investigador Luis Suárez Salazar:
Un tema que nosotros tenemos algún día que terminar de analizar con mucha profundidad es el relativo a la discusión foquista. Lo digo con toda franqueza, el foquismo se le atribuye a la Revolución cubana, y cuando uno va al origen de dónde salió eso, surge en un texto del Che, donde él, dentro de una de las tantas metáforas de la medicina que utilizaba, dijo «el foco». Pero ese mismo Che Guevara después dice una y otra vez, incluso en trabajos tan tempranos como «Guerra de guerrillas es un método», que un foco está condenado al fracaso sin apoyo de las masas.
Yo me resisto — y lo digo con toda franqueza — a que nosotros admitamos que las tesis foquistas fueron tesis de la Revolución cubana (…)[4]
También podrán encontrarse sus consideraciones sobre la política de los Partidos Comunistas de la región respecto a la lucha guerrillera, el incremento de la homofobia en Cuba «desde posiciones oficiales» — intervención del grupo Teatro Estudio, Declaración del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, situación de los homosexuales «en el campo» — , su mención a una «dimensión mística» del patriotismo cubano, las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP) — a las que dedica varias páginas — y su fundamentación de por qué eran represivas. Por cierto, aunque en el capítulo no se polemiza de manera directa con esta idea, flota la necesidad de deconstruir el imaginario que da por sentado que no hubo «hombres de acción» — ya un término fatal — homosexuales en la(s) Revolución(es) cubana(s).[5]
En este capítulo, Rodríguez Rivera reivindica el carácter internacional de la Revolución cubana y con ello, aborda cuestiones relativas a los impactos de la misma en Latinoamérica, de modo particular en el denominado campo intelectual. Es así que considera «excesivo» el reproche al poeta Pablo Neruda cuando asiste a la reunión en el Pen Club de Nueva York en 1966. Desde allí, dedica varias cuartillas al «caso chileno», y reconoce una contradicción a partir de la aceptación — desarrollada — de dos asertos: la demostración práctica de «la posibilidad» victoriosa de la vía electoral y la crítica marxista que dinamita «su posibilidad» de permanencia. El autor intenta un resumen parcial de su análisis: «Las conclusiones daban parcialmente razón a chilenos y cubanos en disputa: la izquierda chilena logró alcanzar la presidencia por vía electoral, pero la violencia entonces la puso la derecha: había que prepararse para enfrentarla, y aparecería la necesidad de la lucha armada que invocaba la dirigencia cubana».
Otros asuntos, como la política de las «grandes potencias» — Estados Unidos y la Unión Soviética — , el caso «Marquitos», de 1964, la polémica entre la sección «Aclaraciones» del periódico Hoy — luego Blas Roca directamente — y el presidente del ICAIC Alfredo Guevara a fines de 1963, el dialogo con El socialismo y el hombre en Cuba de Ernesto Guevara, las diferencias políticas entre Cuba y la Unión Soviética — mediadas por el caso de la microfracción, la desaprobación soviética a la acción del Che Guevara y al apoyo cubano a los movimientos anticolonialistas y antimperialistas en África y Centroamérica — , la zafra de 1970, el gradual proceso de subordinación económica a la URSS; tienen un lugar aquí.
Quisiera mencionar, para cerrar el breve recorrido por este capítulo, nombres y procesos a los que se acerca Guillermo, vinculados a lo que pudiéramos llamar los correlatos de la política con el arte, la literatura, el mundo editorial, las ciencias sociales y la docencia universitaria. Lo haré telegráficamente:
1- Su consideración de que para 1961 «había una zona de la intelectualidad que, aunque aceptaba la revolución liberadora de 1959, no hubiera optado por la alternativa socialista que la dirección revolucionaria escoge y que se define en 1961…». Identifica dos grupos fundamentales: los que se había nucleado en torno a Lunes de Revolución y la protesta por la prohibición de P.M.; el otro, era el de los poetas católicos que actuó en la revista Orígenes. Vale destacar, que Rodríguez Rivera extiende su recorrido después de 1961 y ello le permite señalar diferencias, desarrollos y cambios en los «componentes» de estos grupos iniciales.
2- Su abordaje, con diferentes niveles de profundidad, de figuras como Baragaño, Pablo Armando Fernández, Rine Leal, Humberto Arenal, Cintio Vitier, Lezama Lima, Rodríguez Feo, Eliseo Diego, de nuevo Gastón Baquero, Lorenzo García Vega, Calvert Casey, Isel Rivero, José Mario Rodríguez, Allen Ginsberg, Margaret Randall, Ana María Simo, Carlos Victoria, Jesús Díaz, Ricardo Jorge Machado, Fernando Martínez Heredia, Aurelio Alonso y Hugo Azcuy; de lo que puede llamarse la «conexión latinoamericana (y religiosa) de Vitier»[6] que pasa — en el prisma de Rodríguez Rivera — por volcar en las páginas a Ernesto Cardenal, la Teología de la Liberación, Leonardo Boff, Gustavo Gutiérrez y Oscar Arnulfo Romero; de proyectos como Ediciones El Puente, El Caimán Barbudo, el Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana, la revista Pensamiento Crítico, entre otros.
Rescato en especial, su intención de mirar a las publicaciones de esos años desde la perspectiva de las irrupciones y coexistencias generacionales. Lo ubica como tradición: «Las sucesivas generaciones de artistas y escritores de la isla a lo largo del siglo xx (…) habían tenido una publicación que las representó»;[7] y ruptura/tradición: «Un poeta como Lezama, había eludido la segmentación generacional (…) Pero, en su momento, había impugnado muchos aspectos del quehacer de Jorge Mañach y de la generación que le precedía. La singularización de una generación intelectual se hace mucho más importante cuando ella aparece».
También destaco las páginas dedicadas a El Caimán…, por resultar testimonio de un protagonista. Las contradicciones con la nueva dirección de la Unión de Jóvenes Comunistas (UJC) que asume en 1966,[8] la salida del equipo fundador, la «Época II» de El Caimán…, y las conexiones de ese lado «cultural» de la UJC con algunas responsabilidades institucionales de importancia durante el llamado Quinquenio Gris han servido — y servirán — para interesantes debates,[9] pues algunos de los actores mencionados por Guillermo están vivos y publican en la actualidad en medios de diferentes formatos.
IV
Por razones de espacio, y porque todo no se puede adelantar, no me detendré en los capítulos «El Quinquenio Gris» y «El fin del Quinquenio Gris. La cultura de los tiempos que corren». En coordinación con el equipo editorial de La Tizza y con la autorización de la Editorial Ojalá, se ha preferido acompañar este texto con fragmentos del libro que se corresponden con estos tópicos.
Realizaré, en cambio, un desvío personal. Yo emigré al revés, nací en Moscú — cuando todavía era la URSS — , viajé a La Habana, y luego a Santiago de Cuba. Debo decir que todavía no tenía edad para decidir. Es solo un dato. Viví dieciséis años en Santiago, en un barrio tipo Alamar, en un edificio de trabajadores de la refinería Hermanos Díaz — antes Texaco — . Allí pasé los años más críticos del Período Especial, que no fue igual al de La Habana, ni al del barrio Vista Alegre, ni al del municipio Palma Soriano. Es así que ese «leve desvío personal» por el que pide permiso Rodríguez Rivera en «El camino de Santiago» tiene una significación especial.
Sí, Guillermo, yo también viví y me apropié de «ese orgullo santiaguero» fundado en las rebeldías cubanas en la escuela y las caminatas por el reparto Sueño — donde está el antiguo cuartel Moncada — , las calles Aguilera, Heredia y la escalinata de Padre Pico; pero lo mío, a los doce años, era demasiado terrenal: todo parecía girar en torno a Kindelán, Fausto Álvarez, Pacheco, Pierre y el equipo de pelota. Quizás tenga que ver con el hecho de que hasta los tres años me cuidó una mulata del Micro 7, madre de un «defensa organizador» del equipo de baloncesto de Santiago de Cuba: Santiago Hernández (Chago). Quizás por eso yo estoy demasiado «deportizado».
Sí, Guillermo, ¡qué cabrona circunstancia esta! Los santiagueros, en tu etapa, decían «que Santiago era cuna de todo y cama de nada. Todo, cuando crecía, se iba a la hermosa Habana». En mis años oí otra versión: «Santiago es la cuna de la Revolución, pero el niño está en La Habana». En rigor, el que emigra — al menos es mi caso — piensa todo el tiempo en lo que encontró y lo que dejó. La lista de gente «crecida y permanecida» en Santiago de Cuba es bien grande.
Hay un asunto, en este desvío personal de Guillermo, que es universal. Se trata de su descripción de la estancia en Santiago de Cuba del poeta salvadoreño Roque Dalton. Por razones que darían para otro texto, El Salvador es el segundo país en mis afectos; y quien dice El Salvador — sin que incorporemos la idea de que un país puede reducirse a un hombre — dice Roque Dalton. Ojalá y estos pasajes sean el primer contacto de mucha gente con la guerra salvadoreña, el asesinato de la comandante Ana María, el «suicidio» de Marcial, el crimen que segó la vida de Roque Dalton y la biografía de Joaquín Villalobos, el asesino, el traidor, aupado por «la academia» en la Universidad de Oxford. Ojalá sea el primer contacto con crímenes para los que no ha habido justicia.
Ahora, lo que me parece esencial en este capítulo, lógicamente marcado por las experiencias vivenciales de Guillermo, es lo que subyace en su percepción de los conflictos que vivió en la Universidad de Oriente.
Hay una marca negativa que sobrevive en la generalización de los conflictos y su alcance. No se viven igual cuestiones como la censura y «las libertades» intelectuales, creativas y docentes en La Habana y otras provincias del país. No se perciben igual los procesos. No se divulgan igual. No era así en los sesenta y no es así hoy.[10]
Conecto esta idea con una reciente intervención de María Luisa Pérez López de Queralta en el IV Simposio Nacional de Investigación Cultural acogido por el Instituto Juan Marinello. La profesora e investigadora del Instituto Superior de Arte (ISA) insistía en la necesidad de recuperar las miradas a las políticas culturales desde el concepto «región cultural», que puede llegar a contraponerse con el de «región geográfica». En ese sentido, menciona autores y expresiones relativamente preteridos, así como las peculiaridades de la actividad del Consejo Nacional de Cultura en el oriente del país.[11]
Se trata, en última instancia, de esa doble dinámica en que se encuentra envuelta la producción de la isla: su posicionamiento periférico en el mapa universal y, al mismo tiempo, la reproducción de esa práctica centro-periferia cuando se trata de la actividad que se realiza en «las provincias».
Final
Intentemos ahora unas menciones a temas generales que subyacen en todo el libro.
Durante el texto se pone énfasis, a través de eso que llaman «contextualización», en las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos y la política de guerra mantenida por las diferentes administraciones norteamericanas frente a la Revolución cubana. De igual forma, América Latina es una presencia constante, afincada en la cualidad internacional del proceso revolucionario y las conexiones entre nuestro país y las sucesivas luchas del subcontinente por sus liberaciones. Así también puede entenderse el lugar que tiene el Che Guevara en este volumen. Hay otros guiños internacionales, a partir de asuntos como las guerras imperialistas, el fenómeno migratorio y el terrorismo.
En estrecho vínculo con la producción de Rodríguez Rivera, los terrenos de la creación artística que reciben un tratamiento más amplio son la música y la poesía. De una u otra forma — recuerdos, polémicas — desfilan Billo Frómeta y su El son se fue de Cuba, Olga Guillot, Celia Cruz, Ry Cooder y Buena Vista Social Club, Cabrera Infante, Natalio Galán y Cuba y sus sones, Adriana Orejuela y su estudio El son no se fue de Cuba…, Harold Gramatges, Ángel Díaz, José Antonio Méndez, Marta Valdés, Leo Brouwer y el Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC, Los Compadres, Celina González, la Orquesta Aragón, Benny Moré, la Sonora Matancera, Daniel Santos, entre otros.
Con la poesía va más allá. Son los fragmentos de autores diversos la presencia mayor de «otros» en este libro. En todos los casos, hay un diálogo — siempre crítico — entre Guillermo Rodríguez Rivera y poetas de generaciones diferentes. De plana en plana, uno se topa con los versos de Cintio, Isel Rivero, Padilla, Guillén… y con recurrentes alusiones a Eliseo Diego y Lezama Lima.
Desde el punto de vista metodológico, de manera constante se abren ventanas que rompen el esquema de las cronologías lineales, en la búsqueda del seguimiento a temas, procesos y polémicas. De igual forma, el discurso parece dominado por la contrastación permanente entre dos dimensiones contrapuestas de «la política cultural»: la política incluyente y la excluyente.
No creo que Guillermo Rodríguez Rivera se propusiera hacer un libro para quienes intentan, la mayoría de las veces por trabajar menos, encontrar «todo» en un volumen. Su «Decirlo todo» es eso: suyo. Por eso hay lecturas e investigación, testimonio, valoraciones personales — en contraposición a estudios y experiencias vivenciales de otros — y criterios que destilan sus pasiones de antes y ahora.
Este libro no es para un cierre, o para que se convierta en la bibliografía base — y dominante — para una tesis de licenciatura — a no ser un estudio que se consagre al propio Guillermo, y ni así — . Este es un libro puente con los textos que menciona: los de Arturo Arango, Desiderio Navarro, el «chino» Heras, Víctor Casaus, Cabrera Infante, El 71. Anatomía de una crisis, Polémicas culturales de los 60, Fernando Martínez Heredia, Milena Rodríguez… Un libro puente con los textos que mencionó, pero en mi criterio merecían más espacio: Ediciones El Puente en La Habana de los años 60 de Jesús J. Barquet y, en especial, Los hijos de Saturno de Liliana Martínez Pérez.
Este último, «(…) organizado en función de un conjunto de ejes o temáticas que permiten conocer la cultura política y estética revolucionaria de los intelectuales de El Caimán Barbudo, así como el contexto social y cultural modelador de esta cultura»[12] y en el que la autora agradece al propio Guillermo, Jesús Díaz, Casaus y Ricardo Jorge Machado por su contribución; me permite un desvío. El problema grave de la falta de acceso a lo que se produce sobre Cuba fuera de la isla tiene, al menos, dos líneas gruesas: una, los grandes vacíos en ese acceso, y dos, esto contribuye en que no todo se perciba/reciba de la misma forma. En «lo que llega» y se referencia inciden jerarquías que no siempre se basan en la solidez de lo «recibido».
Y este libro también es — o debía ser — un puente con los textos que no se mencionan. La lista, con lógica, es larga, pero apunto a manera de muestra los estudios sobre Lunes… y/o Cabrera Infante de William Luis, Leandro Estupiñán, Elizabeth Mirabal, Carlos Velazco y, más recientemente, Grethel Domenech; los tomos Revolución es lucidez y Tiempo de fundación de Alfredo Guevara; la compilación realizada por Reynaldo Lastre y presentada por Víctor Fowler, Anatomía de una isla. Jóvenes ensayistas cubanos, publicada por La Luz en 2015; La vanguardia peregrina, Traductores de la utopía y La polis literaria.* de Rafael Rojas; el prólogo de Arturo Arango y todo el libro 1968: un año clave para el cine cubano,* compilado por Luciano Castillo y Mario Naito; el ensayo-documental Los amagos de Saturno, de Rosario Alfonso Parodi; los estudios sobre el Congreso Cultural de La Habana de 1968, de Rafael Acosta de Arriba; las ponencias y debates recogidos en el libro Ahora es tu turno Miguel. Un homenaje cubano a Miguel Enríquez, editado por el sello del ICIC Juan Marinello en 2015; los resultados de investigación sobre el Departamento de Filosofía y la revista Pensamiento Crítico, de Alejandro Gumá y Guillermo López Lezcano,* jóvenes del Instituto Marinello de La Habana; el muy cercano en tiempo The Revolution from within. Cuba, 1959–1980* editado por Michael J. Bustamante y Jennifer Lambe; entre otros.[13]
Por último, me gustaría señalar la presencia en Decirlo todo… de los tres mensajes «indicados» por Medardo Vitier en Del ensayo americano: el de la cultura, el de los problemas y el de la emoción.[14] Aunque con predominio de este último, en esta producción de Guillermo Rodríguez Rivera irrumpen o se combinan uno y los otros. Y también, me llevo la idea — que aletea por todo el texto — de que los muertos no se idolatran, no se petrifican, no se canonizan; se interpelan, se traen, y así pueden ser más útiles.
Notas:
[1] La colaboración de Guillermo con la revista se inicia desde el primer número — verano de 1996 — e incluye reseñas a antologías de poesía y trabajos sobre Florit y Nogueras. En el número 19 de la revista — invierno de 2000–2001 — aparece «Carta a la revista Encuentro de la cultura cubana», de Emilio Ichikawa, en la que polemiza con Guillermo y su criterio — publicado en la revista Temas — de que la publicación no era «el proyecto que quiso ser en sus orígenes». Rodríguez Rivera responde en el número 20 — primavera de 2001 — con «Carta a Encuentro de la cultura cubana», fechada el 9 de abril de 2001. También en el número doble 21–22 — verano/otoño de 2001 — se polemiza con Rodríguez Rivera, esta vez con el corto texto «Un espectáculo lamentable», de Juan Abreu. Para el número 39 — invierno 2005–2006 — aparece el trabajo, firmado por Duanel Díaz, con el título «Guillermo Rodríguez Rivera por el camino del oficialismo».
[2] Más adelante, en «Los polémicos años sesenta», intenta «meterse» con la percepción que sobre el viejo partido comunista tenían los cubanos: «El cubano advertía la honestidad de los dirigentes comunistas, en especial de sus líderes sindicales, como Lázaro Peña y Juan Taquechel, así como los asesinados Jesús Menéndez y Aracelio Iglesias. No obstante, le reprochaba a la dirección del comunismo cubano su repudio a Antonio Guiteras y el pacto en 1938 con Fulgencio Batista, quien había abortado la revolución antimachadista y devino, desde 1934, el claro instrumento del imperialismo en Cuba». p. 137.
[3] También en «Los polémicos años sesenta», el autor vuelve sobre la primera Ley de Reforma Agraria acercándose al alcance de la misma y su impacto en «las grandes empresas norteamericanas que poseían enormes extensiones de tierra en América Central y el Caribe». pp. 115–116.
[4] Luis Suárez Salazar. Debates. En Rosario Alfonso Parodi y Fernando Luis Rojas López (compiladores). Ahora es tu turno Miguel. Un homenaje cubano a Miguel Enríquez. Instituto Cubano de Investigación Cultural Juan Marinello, 2015. p. 153.
[5] A manera de viñeta, hace unos meses tuve la oportunidad de leer en la edición digital de la revista Somos Jóvenes el cuento «Un mambí con corazón de bruja», de Eldys Baratute. En el texto cuenta de La Brujita Manuel, el sastre de «corazón apretado por ver tanta gente insolente y mal agradecida», que se fue con los mambises y murió como un héroe bajo las órdenes de Serafín Sánchez.
[6] Sobre el lugar y la contribución de Cintio Vitier dice: «Con la obra de Vitier, en el ámbito ideológico de la Revolución cubana comienza a producirse la aceptación del sentimiento religioso que el ateísmo del materialismo histórico ideológicamente dominante había proscrito de forma obligatoria y programada». p. 146.
[7] A manera de ejemplo, previo a la fundación de El Caimán Barbudo, menciona Cuba Contemporánea, la Revista de Avance, Orígenes y Lunes de Revolución.
[8] A propósito señala: «(…) la nueva dirección de la UJC, que nunca concibió auspiciar una revista de jóvenes intelectuales, se siente descolocada ante la publicación y empieza a plantearse (…) lo que debe ser la revista; ello desemboca en una lucha entre quienes hacíamos la publicación y la jefatura de la UJC». p. 165.
[9] Rodríguez Rivera va más allá: ubica lo sucedido con el equipo fundador de El Caimán… como preludio del Quinquenio Gris: «Años después he comprendido que era un aviso, un avance del Quinquenio Gris, de la crisis del año 1971, porque todas las cosas tienen su preámbulo, y creo que la incidencia de la UJC fue esencial en ambos procesos». pp. 179–180.
[10] Al respecto tuvimos la oportunidad de dialogar con la investigadora y profesora universitaria granmense Yuleidys González Estrada para la serie «¿Qué socialismo?» del blog Catalejo de la revista Temas. Disponible en http://www.temas.cult.cu/catalejo/el-desaf-o-de-nuestro-socialismo-construir-re-existencias-entrevista-yuleidys-gonz-lez.
[11] María Luisa Pérez López de Queralta. Estrategias del campo cultural de Oriente. Ponencia presentada en el IV Simposio Nacional de Investigación Cultural. Instituto Cubano de Investigación Cultural Juan Marinello, La Habana, junio de 2019. Notas del autor.
[12] Liliana Martínez Pérez. Los hijos de Saturno. Intelectuales y revolución en Cuba. FLACSO México, 2006. p. 19.
[13] Los textos señalados (*) se publicaron después de la muerte de Guillermo Rodríguez Rivera.
[14] Medardo Vitier. Del ensayo americano. Fondo de Cultura Económica, México, 1945. p. 8.
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