Por Dayron Roque Lazo
Desde que hace varios meses, en medio de la pandemia de la covid-19, el Ministerio de Educación Superior — MES — , de Cuba, anunció que todos y cada uno de los graduados de 12mo grado tendrían asegurada una plaza en el nivel universitario, comenzaron los golpes de pecho y los rasgados de vestidura de no pocas personas alrededor del asunto.
Primero que todo, he de acotar que no concuerdo con algunas soluciones que encontró la dirección de ese ministerio para asumir la crisis epidémica y sus salidas pospadémicas; sin embargo, he visto con simpatía que se haya pensado en no dejar a nadie atrás, en medio de las durísimas circunstancias que ha supuesto para Cuba la crisis mundial causada por la covid-19.
Las reacciones que han tenido los anuncios del MES no dejo de conectarlas con otras reacciones a la decisión de recomenzar la vida escolar en general. Diversos sectores, por razones distintas, pusieron también el grito en el cielo con el asunto de la apertura de las aulas, como si fuera más grave regresar a una escuela que irse a un hotel a o la playa. De hecho, hay quienes declararon que preferirían tener a sus hijos en casa «hasta que aparezca una vacuna», y cosas por el estilo. De los intríngulis de este modo de ver las cosas, no voy a detenerme, porque ya lo hice.
Solo apunto que siento pena por quienes piensan que en el orden de prioridades va primero el hotel, el bar o las discotecas que la escuela.
Sin embargo, rescato un detalle, acaso, el más preocupante: fue, por pasiva o por activa, una actitud «contra la educación de todas las personas»; en el sentido de que la escuela presencial es la mejor oportunidad para «todas las personas», de manera que no dependa de tener televisor, de tener familias preparadas para conducir el aprendizaje, entre otros aspectos. En este asunto, también hubo quien quiso pescar en aguas revueltas: los que quieren acabar de destruir la escuela pública y privatizarla en todo o por partes, los defensores del homeschooling — en su versión perversa del «con mis hijos no te metas», o el saturnino «mis hijos son míos» — entre otras. Y hubo, como en todo, grupos de personas, decentes y con legítimas preocupaciones por la salud de los niños; pero imagino que si son personas que entienden la ciencia y no creen en la mitología, podrán comprender que las escuelas no son, no han sido los lugares de trasmisión del virus: de hecho, una vez que casi todos los países de Europa occidental reiniciaron las clases, los números de eventos en las escuelas, en comparación con cualquier otro espacio, son mínimos; la OMS misma recomienda, en cuanto sea posible, y para eso ofrece pautas concretas, reabrir las aulas.
Ahora, con el caso de la educación superior, se repite, igual por pasiva o por activa, una actitud «contra la educación de todas las personas», de manera concreta, contra el derecho a la acceder a la educación superior de todas las personas.
La causa es que podrán ocupar una plaza en la educación superior, todos los graduados de la enseñanza preuniversitaria. Resultan curiosas las reacciones, justo porque el nivel preuniversitario, como indica su nombre, es el que antecede a la universidad y su desemboque más lógico es que todos sus graduados lleguen a la educación superior.
Por supuesto, si usted cree que a la universidad solo puede acceder una élite «iluminada», «escogida», «seleccionada», fruto de la competencia y de patrones de calidad que privilegian el conocimiento estéril en lugar de la capacidad de transformación, usted, lo más lógico, es que ponga el «grito en el cielo».
Es un criterio elitista, disfrácelo de la manera en que quiera disfrazarlo, con apelaciones a la «calidad de la educación», «a los tiempos de antes», «al profesionalismo», «al rigor que ya no se ve» y a un rosario enorme de justificaciones. Este criterio elitista no es la primera vez que aparece en Cuba, en los últimos veinte años, por lo menos. Hace unos quince, hicieron fracasar el sueño de que varios miles de jóvenes se graduaran de una carrera universitaria, solo porque procedían de cursos de formación emergente de maestros primarios, trabajadores sociales o cárceles.
Los argumentos no han variado desde entonces: «no todo el mundo puede aspirar a ser universitario», dicen; mientras sacan, para justificar tal elitismo (ejercido, dicho sea de paso, desde la cómoda posición de la cada vez más acotada en origen territorial, ocupación de los padres, color de la piel y hasta sexo, franja de nuestros graduados universitarios), razones que rozan con el darwinismo social, aplicado a la educación.
Si se profundiza, es, incluso, un criterio clasista… Si se considera en su concepción más utilitarista la función de la universidad, la cual la supone como una «escalera de ascenso social», negarles el acceso a más personas a esa «escalera», desde la posición de quien ya está «arriba» es discriminatorio, sobre todo, si se toman en cuenta las características sociológicas de la composición de la universidad cubana actual.
Que «todo el mundo no pueda aspirar a ser universitario» es como decir que «todo el mundo no puede aspirar a tener una vivienda o un empleo dignos», o a tener «una comida decente» varias veces al día, o a «tener un ingreso mínimo vital» solo por el hecho de ser persona.
Aspirar a tener una vivienda y un empleo dignos, comida decente varias veces al día, un ingreso mínimo que permita vivir como persona, y no como animal o estudiar una carrera universitaria deberían ser las mínimas aspiraciones de cualquier pueblo que entienda y defienda lo que es la felicidad. Nadie ha dicho, ni yo creo en tal extremo, que aspirar a ser universitario signifique rebajar las exigencias de lo que es una carrera universitaria hasta convertirla en un cursillo de habilitación para meterse en las fauces de eso que llaman «mercado laboral» — de hecho, mientras se le quiere poner cortapisas al ingreso en la educación superior, las carreras universitarias, incluso en Cuba, han entrado en el frenesí de la reducción del tiempo de estudios, excepto en Medicina, lo cual pude explicar por qué hemos sido exitosos en combatir la covid-19 y no en otras cosas — .
Todo el mundo no solo debería aspirar a estudiar en la universidad, sino que debería tener la oportunidad real, no solo el derecho nominal, de hacerlo. Eso no significa que deben desaparecer los oficios o las especialidades técnicas. Lo que sucede es que concebir la educación superior solo en la dimensión utilitarista de que sirve para «producir profesionales», cual chorizos en una fábrica, ni «produce» profesionales, ni produce chorizos. La educación superior es — o debería ser — mucho más que eso: un recorrido para formarse como profesional en una carrera, pero con conocimientos y habilidades más allá del estrecho marco de su perfil, con una amplia cultura humanista, de ciencias exactas y naturales — hay pocas cosas más odiosas que esas en las cuales los profesionales de «humanidades» dicen no entender una expresión algebraica, y los de «ciencias» dicen no poder leer más de una cuartilla de filosofía — .
El problema de la educación superior no es el falso dilema entre calidad-masividad, como si solo por el hecho de que más personas entraran a estudiar una carrera universitaria, las mismas se empobrecieran de manera automática.
El problema de la educación superior es cómo lograr calidad en condiciones de mayor cantidad de personas en sus predios: si lo que tenemos hasta ahora es un sistema que apenas puede formar, de manera endogámica, una élite engreída, es un sistema que no sirve. Eso no significa que en las graduaciones todos sean iguales, que no haya personas que destaquen, de manera increíble, por encima de la «media», a las cuales el sistema deba darle una salida que atienda su genialidad y la multiplique, pero no que en nombre de eso se excluya a la mayoría.
La solución que ha ofrecido el MES en la actual coyuntura no es, la verdad, una solución de fondo para el problema del acceso a la educación superior en Cuba: mientras el mecanismo de acceso sea el de los exámenes de ingreso, va fastidiado. Es una solución que trata — y solo por eso, los elitistas «profesionales» que se dan golpe de pecho y se rasgan las vestiduras deberían apoyarlo — de no «pasarle la factura» de la covid-19, una más, a una generación que ha vivido medio año en la zozobra, que la incertidumbre sobre el futuro ha sido el signo de sus meses más recientes — quién sabe, si de los próximos años — que si no ha vivido con más dramatismo su vida es porque no vio morir, de manera masiva, a sus abuelos en asilos y hospitales, víctimas de la pandemia; pero que ha tenido que enfrentarse a escaseces de todo tipo en circunstancias muy particulares. No podemos pensar que somos paternalistas, porque le damos a nuestros hijos esa oportunidad: nadie dice, ni podemos permitir eso, que haya que «regalarle la carrera» a alguien — y en esto, una vez más, la carrera de Medicina es, en Cuba, ejemplo, pues ingresan cada año muchos jóvenes, una parte importante de los cuales, no se gradúa, después de seis años — .
Pensar el acceso a la universidad, en el sentido de derechos para las mayorías y no de una élite es parte de la lucha por una sociedad más justa, eso es algo que deberíamos, los cubanos, haber aprendido desde hace casi 100 años, cuando Julio Antonio Mella, nos dijo:
«La Universidad Popular José Martí, como cualquier otro centro docente similar, no es el arma definitiva y única con que el pueblo cuenta para su emancipación. Estamos muy lejos de realizar tal afirmación, pero creemos que cada organismo nuevo que se dedique a laborar por la emancipación de los hombres ha de ser muy útil. Así las universidades populares. Ellas destruyen una parte de las tiranías de la actual sociedad: el monopolio de la cultura.»
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