Cultura y diversidad

Por Gilberto Valdés Gutiérrez

No hay otros mundos, todos los otros mundos están en este.

Paul Eluard


Hegel: ascensión y límites del Arte

Hegel consideraba en su tiempo que el Arte ya no era capaz de estructurar un orden autónomo de conocimiento humano, como había sucedido en épocas precedentes. El decurso del espíritu en el Arte tenía como «tarea» la conciliación de lo absoluto en lo sensible y lo aparente.

«El arte cumple su vocación de llevar a la intuición lo verdadero captando y expresando lo absoluto como espíritu, esto es, como sujeto que en sí mismo tiene su apropiada aparición externa y desde la cual se recoge re-presentándose bajo una forma que transparenta su esencia. Lo que aparece en las llamadas por Hegel artes románticas — esto es, la pintura, la música y la poesía — es la subjetividad como espíritu que existe para sí mismo y que, contraponiéndose a la naturaleza como lo externo en general, se asume como lo sustantivo del mundo humano y, por tanto, como libertad.»[1]

Para Hegel la Estética tiene por objeto el vasto imperio de lo bello en el arte, como aparición sensible de la Idea. La belleza no es ya la mera imitación de lo natural, leitmotiv estético que va de Aristóteles a Kant. Lo bello artístico supera lo bello natural, en tanto es representación sensible de la Idea. Pero llega el momento en que el saber que se inicia por el Arte requiere la determinación del concepto; en otros términos, es necesariamente continuado y superado por el saber filosófico.

«Sólo desde este sitio — apunta — Hegel habla de la muerte del arte, de su condición pasada. Y de la necesidad, en el mundo moderno, de pensar sobre el sentido del arte ya superado en su época de esplendor como belleza sensible. De ahí que, en las costas de la modernidad, se deban construir los barcos de una filosofía del arte. El arte como creación de la bella forma ya aconteció. Y ahora sólo queda una reflexión filosófica sobre la historia y el significado del arte que ya se ha cristalizado como forma más alta de la expresión de la verdad.»[2]

El camino ascencional va de la intuición del Arte a la representación imaginativa o simbólica de lo absoluto en la religión, más solo con la filosofía el Espíritu alcanza el Saber Absoluto y la Autoconciencia. De ahí la muerte o transfiguración del Arte que tantas controversias, versiones explicativas y posicionamientos epistemológicos ha generado a partir de las deducciones de Arthur Danto y la filosofía analítica en el arte.

Luego de su portentosa construcción dialéctica especulativa, Hegel deja a sus continuadores el trágico dilema de hallar una explicación a la quiebra que desde entonces asalta de manera dramática a los artistas, estetas y filósofos del arte: ¿Qué hacer para reconciliar en el Arte la separación entra la vida mundana, concreta, sensible, empírica y la aspiración a lo absoluto, las esencias, los valores de esa vida?

El desgarramiento, la escisión entre la vida individual y la genérica ocupará una preocupación epistemológica central en el joven Marx, base de su teoría de la enajenación. Múltiples intentos de restablecer nexos entre ambas y de exigir al Arte esa conciliación perdida — desde que Baudelaire desalojó el panteón de dioses, héroes y heroínas de la poesía moderna para que brotaran sus flores del mal, y desde que Marx revelara el secreto de la sagrada familia en las propias contradicciones de la familia terrenal consigo misma — proliferan entre los teóricos del arte durante el siglo XX. Resulta interesante lo que Marc Jiménez llama, metodológicamente, el giro político de la estética en el siglo XX, protagonizado por figuras con visiones tan diferentes y a la vez asociadas por una preocupación común sobre el destino de la civilización y la cultura occidental, como Gyorgy Lukács, Martin Heidegger, Walter Benjamin, Hebert Marcuse, Theodor W. Adorno y otros autores provenientes de la fenomenología y el existencialismo.

En su ¿Qué es la estética?, Jiménez señala:

«El entusiasmo y el optimismo en los que se bañaba la burguesía antes de la catástrofe han cedido el lugar a la inquietud por el presente y la angustia por el porvenir… Ese diagnóstico amargo y desencantado sobre el estado del mundo acarrea por lo menos dos consecuencias. Por una parte, incita a algunos pensadores a adherirse a teorías que devuelven la esperanza al individuo llevado a la perdición y prometen un destino mejor para la colectividad: Heidegger ve en la ‘grandeza’ interior del movimiento nacional socialista una posibilidad de salvación para el pueblo alemán, mientras que, para Lukács, sólo la filosofía marxista de la historia determina un destino posible para la humanidad; Ernst Bloch confía en que el comunismo pueda permitir la concreción de las esperanzas utópicas contenidas en el arte; en cuanto a Benjamin, Marcuse y Adorno, influidos por el concepto marxista de la historia, pero violentamente hostiles al marxismo dogmático, al igual que a sus realizaciones históricas y políticas, esperan, sin creer en ello demasiado, una conmoción de las estructuras de la sociedad capitalista capaz de poner término a la alienación de las formas de vida contemporáneas.»[3]

La idealización neorromántica del pasado heroico y las tradiciones nacionales y el habitar poético en el mundo como alternativa a la decadencia de los valores de la cultura moderna en Heidegger; la búsqueda de un nuevo proyecto creativo que permita reconciliar la totalidad perdida y la coherencia formal en el mundo moderno (la nueva novela realista) de Lukács; la inquietud por la pérdida del aura y la atrofia de la experiencia por el imperio creciente de la reproductibilidad técnica y las imágenes mediáticas que denuncia Benjamin como pionero; la crítica radical a la sociedad unidimensional y su capacidad para absolver y mediatizar la protesta del arte, al hacerlo funcional a la dominación, de Marcuse; la estética «negativa» de Adorno y sus estudios críticos sobre las consecuencias de la homogenización de la industria cultural; son algunas de las salidas que ofrece el llamado giro político de la estética al que hacemos referencia.[4]

El historicismo de inspiración idealista o marxista que subyace en el fondo de estas concepciones, pese a sus indudables aportes, no logró subvertir aquella visión lineal y homegeneizante de la historia de la que el propio Marx se desentendió con prontitud, al negarse a formular una «anticipación dogmática» del mundo, ya que para él «la construcción del futuro y la invención de una fórmula permanentemente actual no es obligación nuestra».[5]

Hoy ese proyecto utópico de la reconciliación de lo absoluto y lo contingente por el arte ha desaparecido. «No existe este mundo y el otro. El artista no puede seguir reivindicando habitar una esfera autónoma, un dominio separado. Ni siquiera para argumentar la operación ‘superadora’ de su estatuto escindido.»[6] O para decirlo con las palabras de Paul Eluard que presiden este artículo: No hay otros mundos, todos los otros mundos están en este.

Hacia un nuevo modo de pensar las relaciones estéticas

El mito moderno de la autonomía del arte — cuya matriz se expresa de igual manera en los experimentos (anti) artísticos en apariencia más iconoclastas — , ha ocultado una de las trampas más extendidas del pensamiento estético occidental: la identificación de lo estético y lo artístico, la que se ha asumido como certeza apodíctica en las más diversas escuelas de pensamiento. A los efectos de nuestra propuesta, concordamos con el punto de partida de la reflexión de Mayra Sánchez Medina:

«Cabría preguntarse si el camino del arte europeo hacia la cúspide elitista no fue más que eso, un camino históricamente determinado que imprimió una naturaleza también elitista a la Estética y su universo. La propia designación de preautonomía para el arte desarrollado en los períodos premodernos y en los territorios periféricos a Europa, no puede ocultar su carga discriminatoria y excluyente. De hecho, nos habituamos a consumir sus legados a escala formal, ajenos a su connotación originaria, distanciando forma y función según el modelo kantiano de análisis y contemplación, tal cual si fuera este el único modo posible de hacerlo.»[7]

La conclusión de la autora es, a nuestro juicio, novedosa y significativa:

«Si por estético se entiende la apreciación de una obra de arte o, dicho de otro modo, si este solo puede existir a partir de una relación social reconocida como artística, cabría perfectamente atribuir al arte el origen de lo estético. Pero, si fuera posible pensar lo estético como un intercambio intersubjetivo de efectos sensibles, si se le enfocara como un hecho comunicativo, propio de las interacciones humanas en todos los tiempos y épocas, entonces, podríamos sumergirnos hasta la más remota antigüedad, justamente al proceso de formación del hombre social, en que el lenguaje le había distinguido del resto de los seres vivos. En este sentido, tal disposición sensible, generadora de la dimensión estética, se instala en la base de la posibilidad del arte, y no al contrario.»[8]

Esta inversión permite, en primer lugar, legitimar desde un punto de vista teórico el estatuto filosófico de la estética, al superar la tradicional reducción de su objeto a la belleza, superar el paradigma artístico de lo estético — esto es: pensar las relaciones estéticas más allá del arte, aunque comprendiéndolo — y distinguiendo el saber estético del de la filosofía y la historia del arte. En otras palabras, precisado el ámbito de la indagación estética en el sentido antes apuntado por Sánchez Medina, no reducido a la significación de las relaciones artísticas, queda legitimado el lugar insustituible de la teoría, la historia y la crítica del arte y sus múltiples estrategias y procedimientos específicos de investigación. Ello no implica, por supuesto, desterrar al arte de los dominios reflexivos de la estética.

Desde esa ampliación de la noción de lo estético en tanto canal comunicativo, del que el arte es una referencia, mas no la única ni la primaria, se produce también un vuelco en la llamada educación estética, ya que desde

«la visión tradicional, lamentablemente dominante, se presenta la personalidad estética sólo como aspiración; en sentido modélico, como excepcionalidad, como producto aséptico, idealizado. Se han confundido las proyecciones del ideal estético — afirma la autora — , de los paradigmas socialmente aceptados, con la disposición natural de los seres humanos a comunicarnos desde la sensibilidad y de ser portadores, cada uno de nosotros, de nuestra propia personalidad estética. Entonces, la personalidad estética no es sólo la meta a lograr: es punto de partida, objeto y fin del trabajo estético educativo».[9]

En esa visión educativa amplia, social-humana, no pueden desecharse las «manifestaciones asociadas a lo marginal, lo vulgar, lo cotidiano, que por otra parte, tienen que ver con el individuo real, el conjunto de sus relaciones esenciales, sus gustos y preferencias, sus aspiraciones y necesidades materiales y espirituales».[10] Aparece así la posibilidad de una educación de la sensibilidad que no contrapone cotidianidad a trascendencia, que no impone un ideal inalcanzable al sujeto, sino que lo prepara de manera participativa para co-construir sus propios canales estéticos, su propia subjetividad, hacerse responsable de su proyección en consonancia con la comunidad y la época.

Por otra parte, tal concepción favorece el entendimiento de un fenómeno tan controvertido como la estetización de la vida, signo de la cultura y la sociedad contemporáneas, sin reducirla al embellecimiento u otros aspectos superficiales o externos. A su criterio,

«la palabra de orden en la estetización puede ser visibilidad, entendida en su sentido lato como la actividad fundamental en que se ha centrado ‘el mundo como imagen’, o en un sentido metafórico, que abarca la emersión al escenario público a partir de la masmediatización tecnológica, de modos sub-culturales antes ‘ocultos’. Una visibilidad plural que se abre hacia la diferencia multicultural, pero que para nada quiere decir que se ha democratizado realmente la escena cultural del mundo.»[11]

Esta perspectiva supone un cambio sustantivo de mirada que contradice la cultura estética y artística que tenemos introyectada. Hay múltiples aristas para debatir. Una de ellas es la aparente regresión al punto de vista estético de Kant en detrimento de sus continuadores dentro de la filosofía clásica alemana, en especial Hegel. Mas no se trata, a mi juicio, de un retorno al kantismo, sino de una interpretación de raigambre materialista marxista que parte de hacer visible la universalidad y pluralidad de la praxis cotidiana, que desmistifica las bases conceptuales e ideológicas de la autonomía del arte occidental y restituye las llamadas epistemologías de la contextualidad en el análisis estético. Adoptando el enfoque comunicacional, Sánchez Medina reconoce su deuda con la estética de lo cotidiano de una autora como la mexicana Katia Mandoki,[12] cuya «visión del intercambio estético intersubjetivo devela un acontecer ignorado y subestimado por la teoría estética, una de las vías de interacción más potentes y, sorprendentemente, más ignoradas por el propio hombre».[13]

¿Existe o no el peligro de que la diversidad de epistemes estéticos devenga sucedáneo a la carencia de criterios universalizadores de «detección» del arte? ¿Cómo evitar el relativismo radical que borra las fronteras entre arte y vida cotidiana? De asumir hoy criterios universalizadores sobre el arte, ¿cuáles serían los límites y las posibilidades heurísticas de esa teorización?, ¿cómo impedir la repetición de aquel infinito malo que mencionaba Hegel, hipóstasis de una visión particular ontologizada como valor absoluto? ¿Cómo enfocar el ya mencionado problema del «fin del arte» desde el pluralismo estético-cultural?

En este tema, José Ramón Fabelo Corzo se pregunta: «¿Por qué no pensar en una ampliación del concepto de arte y no en su final? ¿Por qué no intentar flexibilizar el relato o reconocer que de hecho se necesita uno nuevo, distinto, abierto, plural, acorde a lo que el propio Danto exige de manera legítima, en lugar de clausurar todo intento de aprehensión teórica de lo que el arte es? En resumen, ¿no resultaría más plausible ampliar el concepto y no clausurar el arte?».[14]

«Ciertamente — arguye este autor — , la propia praxis artística nos obliga hoy a admitir la inoperancia de un único relato excluyente. Pero ¿es lo mismo el pluralismo, si se quiere radical — como Danto lo califica — , que el relativismo del ‘todo vale’? ¿Por qué se asume como la alternativa a la unilateralidad la totalidad indiferenciada y no una multilateralidad, todo lo amplia que se quiera, pero al mismo tiempo necesariamente finita, como lo exige el uso de un concepto — el arte — que sigue siendo necesario desde el punto de vista de la praxis social?»[15]

Coincidimos con la reflexión de Fabelo Corzo cuando insiste en que, «en lugar de afirmar el fin del arte, ¿no sería mejor atender a los cambios en el contenido de este concepto, a las variaciones de su intención y de su extensión, a lo que hoy denota y connota?»[16] También con autores como Rubén de Ventós[17] que, ante los procesos de desdefiniciones de lo artístico y la ampliación de sus fronteras, siguen apostando por una especie de trascendencia — sin la connotación áurea del término — de objetos, fenómenos, procesos, actitudes, acciones, gestos y movimientos que, en determinados contextos intencionados, trascienden la convencionalidad cotidiana y devienen arte, siempre que varíen las condiciones de existencia funcional o habitual de los mismos. Lo que seguirá exigiendo, aunque se modifiquen y amplíen las coordenadas del análisis, un esfuerzo cognitivo especial para tales expresiones.

Una visión original sobre este tema nos la ofrece Gerardo de la Fuente Lora, al recordar que aún en esta época presuntamente posartística y posestética,

«tenemos la posibilidad de optar por la estética y el arte, hemos alcanzado la potencialidad de elegirlos, contamos con la suerte infinita de no tenerlos ya como una constante humana o un imperativo moderno; podemos tomarlos también sin escatología, sin esperas trascendentes de salvación. Menos y más que eso, podemos agruparnos como los amantes de la belleza sensible y sus aporías, y dedicarnos a leer así todas las producciones que nos encontremos, poco importa que a tales productos nuestros afanes esteticistas no les importen. Y nos es dado hacer, por qué no, una política de las imágenes cuya finalidad sea la comunidad y el erotismo. Como en los tiempos del arte.»[18]

Nuevos contextos a partir de los años setenta y ochenta harán que aquellas preocupaciones del giro político de las primeras décadas del XX cedan ante lo que Marc Jiménez llama el giro cultural de la estética. La reacción cultural tuvo como rasgo común el abandono de la visión mesiánica del Arte — con mayúscula — , aun la de aquellos representantes más iconoclastas de las vanguardias de entre guerra. No es que el arte haya perdido ninguna de las funciones simbólicas, heurísticas, formales, comunicativas que le han sido conferidas a lo largo de su historia, sino que en esta reacción cultural ha dejado de estar sobreexigido en términos políticos. No promete ya el mejor ni el peor de los mundos. No es la tabla de salvación universal ante un mundo descolorido, enajenado y enajenante. Ya no es posible que se erija en patrón omnicomprensivo, por demás elitista, de la salvación o la condena de la especie. Pero sigue estando ahí, en los peldaños de la experiencia social sensible y la imaginación humanas, apegado a ellas y trascendiéndolas.

La dislocación espacial y temporal del arte actual, destacada por Paul Virilio,[19] la porosidad de la frontera entre objetos, gestos, modos y actitudes que se mueven entre el mundo empírico cotidiano y el mundo del arte, ha potenciado la creencia acerca de la época posartística y posestética.

«No existen obras de arte — nos dice José Luis Brea en El tercer umbral — . Existen un trabajo y unas prácticas que podemos denominar artísticas. Tienen que ver con la producción significante, afectiva y cultural, y juegan papeles específicos en relación a los sujetos de experiencia. Pero no tienen que ver con la producción de objetos particulares, sino únicamente con la impulsión pública de ciertos efectos circulatorios: efectos de significado, efectos simbólicos, efectos intensivos, afectivos.»[20]

«Cuando el consumo alcanza significado ‘simbólico’ — analiza Alicia Pino — y traspasa la necesidad de satisfacer alguna aspiración humana legítima, una vida con equidad y se convierte sólo en ansiedad de consumo como tendencia (consumismo), estamos ante una nueva circunstancia, la cultura del consumo que debe ser entendida como conjunto de imaginarios, signos y símbolos, mitos que están determinados por las condiciones que la sociedad del mercado provee a través de sus diversos mecanismos de publicidad y promoción.»[21]

Para José Luis Brea, en el llamado tercer umbral del «capitalismo cultural» la producción y reproducción de simbolicidad es el nuevo gran motor generador de riqueza. La megaindustria contemporánea de subjetividad y sus redes de distribución transnacional han producido modos de sujeción nunca antes vistos:

«Pero las nuevas economías propias de las sociedades red no solo afectan a los modos de producción y consumo de los objetos que las prácticas culturales generan y distribuyen (digamos: de los objetos inmateriales) en su seno, sino también, y quizás de manera aún más decisiva, a los propios sujetos, a los modos en que en ellas se producen los efectos de subjetividad, de sujeción. En medio de la crisis profunda de las Grandes Máquinas tradicionales productoras de identidad, el conjunto de los dispositivos inductores de socialización — familia, religión, etnia, escuela, patria, tradiciones… — , tiende cada vez más a perder su papel en las sociedades occidentales avanzadas, declinando en su función. Sin dudas el espectacular aumento en la movilidad social — geográfica, física; pero también afectiva, cultural, de género e identidad, tanto como de estatus económico y profesional — determina esa decadencia progresiva de máquinas en última instancia territoriales. Pero lo que sobre todo decide su actual debacle es la absorción generalizada de esa función instituyente por parte de las industrias contemporáneas del imaginario colectivo (a la sazón cargadas con unos potenciales de condicionamiento de los modos de vida poco menos que absolutos). Una industria expandida — más bien una ‘constelación de industrias’ — , en las que se funden las de la comunicación, el espectáculo, el ocio y el entretenimiento cultural, y en términos aún más generales, la totalidad de las industrias de la experiencia y la representación de la propia vida, que toma a su cargo la función contemporánea de producir al sujeto en los modos en que éste se reconoce como un sí mismo en medio de sus semejantes, administrando en esa relación sus efectos de diferencia e identidad».[22]

El impacto global de esas megaindustrias ha hecho de la enajenación mediático cultural la norma de la vida contemporánea, al generar tensiones insolubles: alta concentración de los medios como forma de dominio del capital sobre la sociedad; su conversión en espacios de toma de decisiones políticas y de contrainsurgencia frente a las alternativas y las resistencias populares que pongan en peligro su hegemonía; su papel como puerta «estetizada» del mercado capitalista, antesala visual de la plusvalía, paralización del pensamiento crítico a través de la velocidad de la imagen fragmentada y del simulacro virtual, hiperrealista de las televisoras.

Una cadena de eufemismos posmodernos se ha esforzado por diluir y estetizar la dureza creciente de las desigualdades. El campo económico y social del capital completa su fortaleza con su conversión en capital simbólico. Mientras enfrentábamos su poder visible con las armas de la crítica reflexivo-racional, sus tentáculos estetizados contactaban con los subvalorados rincones del inconsciente social e individual de sus víctimas, logrando incorporarlas, en no pocas ocasiones, al consenso de sus victimarios.

Ello se hace patente en el lenguaje cotidiano que, a juicio de Jean Robert, se transforma hoy en subsistema del sistema capitalista. Los hábitos lingüísticos del sistema-mundo internalizan la lógica del capital. La actual jerga económica, política, profesional, carcelaria nos hace hablar capitalismo. Para el investigador suizo-mexicano, se hace necesario confeccionar un Glosario del lenguaje capitalista para descapitalizar nuestras mentes y sentimientos.[23]

Las trampas del universalismo abstracto

Partiendo de la metáfora del Dostoievsky de Memorias del subsuelo sobre el capitalismo europeo como palacio de cristal, Peter Sloterdijk despliega su tesis sobre el mundo poshistórico de la globalización, en el que el confort no va a tener fin.

«Si hubiera que ampliar las investigaciones de Benjamin al siglo XX y principios del XXI — nos dice el pensador alemán — , sería necesario — aparte de algunas correcciones en el método — tomar como punto de partida los modelos arquitectónicos del presente: centros comerciales, recintos feriales, estadios, espacios lúdicos cubiertos, estaciones orbitales y gated communities; los nuevos trabajos tendrían títulos como Los palacios de cristal, Los invernaderos, y, si los lleváramos a sus últimas consecuencias, quizá también Las estaciones orbitales.»[24]

No hay otro horizonte que el capitalismo integral, «en el que se produce nada menos que la total absorción del mundo exterior en un interior planificado en su integridad»,[25] una vez que queda fijado en el espacio infinito el Principio Mercantil y el consumismo generalizado. Para Sloterdijk las protestas que intentaron la rehistorización de la modernidad — sean nacionalismos, socialismos u otras variantes utópicas — , no logran al final escapar a la fuerza atractiva del palacio de cristal, destinado a «transportar todo el contexto vital de los seres humanos que se hallan en su radio de acción a la inmanencia del poder de compra».[26] Esta aceptación cínica del universo poshistórico como presente-fin inevitable de toda alternativa de subversión pasa por alto las posibilidades desenajenadoras de enfrentar la monocultura euroccidental desde nuevos imaginarios emancipatorios, sustentados no en la civilización mercantilista euroccidental y su universal generalizante de saber, deseo, poder y discurso. Se trata de alzar la globo-protesta frente a las representaciones cartográficas occidentales del mundo: «Geografía robada, economía saqueada, historia falsificada, usurpación cotidiana de la realidad — nos recuerda Eduardo Galeano — : el llamado Tercer Mundo, habitado por gentes de tercera, abarca menos, come menos, recuerda menos, vive menos, dice menos» .[27]

Se abre paso una epistemología del Sur que, en la visión de Boaventura de Sousa Santos, nos propone una serie de manifiestos desenajenadores: frente a la monocultura del saber científico, la ecología de los distintos saberes solidarios y en diálogo y controversia; frente a la lógica lineal del tiempo, la ecología de las temporalidades, como formas plurales coexistentes, no jerárquicas, de vivir la contemporaneidad; frente a la monocultura de la clasificación social excluyente, la ecología de los reconocimientos; frente al productivismo capitalista centrado en la ganancia, la ecología de las producciones y distribuciones sociales y frente a la monocultura de lo universal generalizable, la ecología de las transescalas de la diversidad.[28]

Muchas experiencias sociales en el Sur se encuentran subteorizadas, al no adecuarse a los paradigmas académicos habituales y no encajar en el pensamiento dicotómico de las alternativas colocadas de manera lineal.

Ni aldeanismo epistemológico ni cosmopolitismo eurocéntrico mimético.

Las nuevas visiones cultural-civilizatorias se fundamentan en el pensamiento crítico-propositivo construido desde las prácticas de resistencia, lucha y creación alternativas, como saber ecologizado e integrador, respondiendo a una lógica dialógica de complementariedad: «con todos y todas, en cualquier lugar y en cualquier momento».

Una crítica al pensamiento binario sobre las alternativas encierra la noción de Alter-Natos que propone Gustavo Castro:

«Pero cuando hablamos de la alternativa al Sistema Capitalista no nos referimos a la única otra ‘alternativa’, como si solo hubiera que elegir entre dos cosas, entre el Capitalismo o la otra cosa que no conocemos pero que a final de cuentas será otra cosa hegemónica. Esto significa reducir a dos la realidad que es abierta y diversa. No optamos por una hegemonía para abrazar otra que se imponga y domine a los demás. Por ello la diferencia con otro pronombre, ‘alius’, que proviene también del latín alius, alia, aliud, que significa otro, entre tres o más opciones o posibilidades. Sin embargo, para algunos estudiosos del tema con el paso del tiempo se borró la diferencia y se incluyó en alternativa la idea de opción entre dos o más posibilidades. Y descubrimos que esto es el Alter, los Otros. Las palabras alterado o inalterable, que significa que no es afectado por los hechos externos; o altercado, e incluso enaltecido que significa magnificado o resaltado por otros que no son él mismo, sugieren un movimiento de fuera hacia dentro. Por ello insistimos en la perspectiva de adentro hacia fuera, el ‘Natos’. Se trata de encontrar, lograr, potenciar, descubrir o crear ‘lo que se nace naturalmente’, de lo que es suyo, propio, que ‘nace de la suidad’, ‘de la mismidad’. Que es propio de un pueblo, de una cultura. Este es el ‘Natos’. Es lo otro que nace desde adentro. Es esta unidad mundanal que nace de la unidad de suidades, de mismidades. Sólo la diversidad genera unidad. Y sólo existe la unidad porque hay diversos.

Es por ello que la diversidad de culturas hace posible que en el Mundo haya Otros Mundos propios, suyos, distintos al Sistema Capitalista. Por ello, Alter-Natos son Otros Mundos, otros sistemas diversamente unidos. Por ello el movimiento social no es uno, sino muchos, con una lucha anticapitalista local y con visión global sistémica, pero en búsqueda y en experiencias reales aquí y ahora de cada vez mayor plenitud humana.»[29]

Arrogarse la causa de la humanidad en general ha sido una fuente de errores y distorsiones propias del imaginario occidental del que, en lo cultural, formamos parte. Una exigencia prioritaria desde esa lógica ha sido mirar al resto de las culturas como subalternas o atrasadas, como mero caudal de elementos que, de manera selectiva, pudieran integrarse al patrón cultural hegemónico, refuncionalizados. El epistemicidio y la injusticia cognitiva son consecuencias de aquella arrogancia.

Para Hegel el arte tiene el derecho más elevado a emplear la existencia humana y, en general, las formas del mundo sensible para expresar lo absoluto. El recorrido tríadico de la Idea a partir del arte oriental, apegado aún a la materia, su ascensión en el arte griego, donde se alcanza la perfecta comunión entre Idea y Forma, hasta el momento romántico-cristiano en el que la idea se libera de lo sensible para acceder a su autoconciencia en el pensamiento filosófico, muestra con claridad las claves de una ascensión dialéctica que hace de la cultura occidental una teleología. Desde esa visión, asumida consciente o vergonzantemente, la modernidad juzgará al resto de las culturas del planeta — tanto las ancestrales que fueron preteridas por la soberbia modernizadora en tanto arcaicas o premodernas, como las emergentes — a la luz de su propio itinerario y categorías de análisis, con lo cual gengerará conflictos de identidad y autoestima y de malabarismos miméticos para legitimarse ante presuntas desviaciones del canon universalizado de una tradición específica.

La prevalencia de un tipo de paradigma de definición de lo artístico y del saber estético, centrado en el arquetipo de la historia del arte euroccidental, ha dado lugar al ocultamiento o subvaloración de otros tipos de relaciones estéticas en el ámbito de la sensibilidad humana-social, así como a modos de hacer, recepcionar y vivenciar las manifestaciones artísticas desde los nichos culturales subalternos, que no clasifican a la luz de tales criterios elitistas.

Esos modelos excluyentes funcionan como patrones que se han introyectado en la psiquis y la cultura humana, aun en la de los sujetos culturales víctimas de esas propias definiciones inerciales.

El sistema de dominaciones culturales provee a las culturas subalternas de identificaciones inerciales: «Tú ocuparás el lugar de…». La identidad autoproducida de los sujetos subalternos que enfrentan, resisten y combaten las identidades inerciales que le confiere el sistema cultural dominante, comprende su autonomía y autoestima: esta última consiste en aprender a quererse a sí misma para ofrecerse al resto de las culturas humanas. La autoestima no se liga con narcisismo ni con fundamentalismo. Pasa por cuidar de sí, integrarse, aprender a asumirse como parte de un proceso plural universal. Es factor decisivo de la identidad autoproducida. Y puede ser muy complicado y riesgoso testimoniar esta autoestima cultural, irradiarla, porque, ya hemos visto, puede darse en un sistema de poder que no la admite, que la invisibiliza, la folcloriza de manera light para banalizarla y destruirla como cultura.

Es así que para las culturas no hegemónicas los puntos de referencia decisivos son su autonomía, el reconocimiento de la especificidad cultural y la competencia simbólica y comunicativa de cada grupo o pueblo, la autoproducción de identidad efectiva, la conversión de sus espacios de encuentro y creación, de sus expresiones cotidianas en situaciones de aprendizaje, el testimonio, el discurso narrativo en cualquier modalidad, la irradiación de autoestima. Sin autoestima ninguna proyección cultural-civilizatoria humana resulta positiva.

Mientras que, desde el episteme estético-cultural y artístico occidental, los teóricos se erijan en designadores omnipotentes del lugar del Otro, habrá normatividad de roles e identidades adscriptivas. Esta especie de desvergüenza epistemológica legitima el juego del «elogio y el vituperio» en el plano artístico.

Si el actor (grupo, pueblo, región) que sufre tal designación trata de vivir como si pudiera hacer abstracción de las designaciones de que es objeto por el otro y pretende autodefinirse desde su propia experiencia cultural subalterna, no hace sino seleccionar de nuevo, por cuenta propia, los aspectos del mundo que ya han seleccionado para él, y resignificar el lenguaje mismo que lo destina a una forma de vida y de comportamiento frente a los patrones culturales hegemónicos que debe acatar, dentro de un espacio ausente de actividad crítico-reflexiva.

Una totalidad «tramposa», en consecuencia, sería aquella que conciba al proceso histórico cultural plural como sinónimo de rasero nivelador para un denominador común.

No es ocioso recordar que el multiculturalismo genuino será resultado de la experiencia de creación y apropiación de los valores culturales propia de los actores diversos de la humanidad. Cada cual deberá y podrá aportar y expresar todo lo suyo desde sus propios epistemes — sus prácticas y tradiciones estético-culturales, sus propios medios de expresión, las visiones civilizatorias y perspectivas libertarias y de reconocimiento identitario y la diversidad de saberes construidos desde las identidades sociales y culturales respectivas — . Qué quedará en la perspectiva histórica de la identidad de cada cultura, movimiento o modalidad artística es algo imposible de determinar a priori, al margen de la confrontación contrahegemónica cultural concreta y de los intercambios sucesivos.

Desde el contexto cultural de la India, Corinne Kumar reclama:

«Lo que necesitamos en el mundo hoy son nuevos universalismos, no universalismos que nieguen los muchos y afirmen el único, no universalismos nacidos de eurocentricidades, de patriarcados, sino universalismos que reconozcan lo universal en los idiomas civilizatorios específicos en el mundo. Universalismos que no negarán las experiencias acumuladas y conocimientos de generaciones pasadas, sino ese que no aceptará la imposición de cualquier estructura monolítica bajo la cual se presume que otros pueblos pueden estar incluidos. Nuevos universalismos que retarán el modo universal — la lógica de nuestro desarrollo, ciencia, tecnología, patriarcado, militarización, nuclearización, guerra — . Universalismos que respeten la pluralidad de las diferentes sociedades, de su filosofía, de su ideología, de sus tradiciones y culturas.»[30]

En el Sur, como categoría de otredad, existe un caudal de prácticas culturales y cosmologías que han sido preteridas, cuando no subyugadas o destruidas, por el paradigma estético-cultural dominante. Redescubrámoslas. Pero no para hacer de ellas otra poética dominante, sino para hallar en cada una lo humanamente valioso que pueda enriquecer la cultura de cada rincón de este universo.

Al analizar la presunta crisis de los paradigmas, Franz Hinkelammert se pregunta si existe en verdad una pérdida de los criterios universalistas de actuar con capacidad crítica beligerante frente al triunfo del universalismo abstracto de la cultura euroccidental, transformado en la actualidad en sistema globalizante y homegeneizante. Este sistema, arguye, está lejos de ser afectado por la fragmentación. Todo lo contrario: aparece como un bloque unitario ante la dispersión de sus posibles opositores. Su conclusión es que no podemos enfrentar dicho universalismo abstracto mediante otro sistema de universalismo abstracto, sino mediante lo que define como una «respuesta universal», que haga de la fragmentación un proyecto universal alternativo:

«Fragmentarizar el mercado mundial mediante una lógica de lo plural es una condición imprescindible de un proyecto de liberación hoy. No obstante, la fragmentación/pluralización como proyecto implica, ella misma, una respuesta universal. La fragmentación no debe ser fragmentaria. Si lo es, es pura desbandada, es caos y nada más. Además, caería en la misma paradoja del relativismo. Solo se transformará en criterio universal cuando para la propia fragmentación exista un criterio universal. La fragmentación no debe ser fragmentaria. Por eso esta ‘fragmentación’ es pluralización.»[31]

No es necesario sustituir un universalismo por otro. Hay otros modos menos soberbios y destructivos de reconstruir la totalidad, de acceder a ella desde cada singularidad humana, desde cada cultura.

El concepto de cultura es complicado en sus propios términos, pues avanza la idea de afirmación en el plano del reconocimiento a la vez que establece las bases de la homogenización por el proyecto que apuesta. Este doble juego funciona pues como política de la afirmación y del reconocimiento en una forma difícil de disociar. La pregunta inmediata que procede de tal aseveración es: ¿qué intereses articularon esas apuestas políticas y qué fuerzas las llevaron a cabo?

Sin lugar a dudas, para el caso de la constitución de los Estados-Nación occidentales, la necesidad de vertebrar los mercados propios de un territorio, así como la homogenización de una ciudadanía entendida como fuerza de trabajo imprescindible para los procesos de acumulación — entre otras necesidades — , establecieron las bases de una transformación que el mismo mercado iba a necesitar a través de la iniciativa del propio Estado emergente — como bien demuestra Karl Polanyi, el mercado y la regulación estatal han ido , de manera regular, de la mano — .[32] La cultura fue, sin lugar a dudas, el sustrato fundamental que necesitó la burguesía nacional para avanzar en sus proyectos de acumulación y modernización.[33]

La relación cultura-trabajo dista hoy de la que sentó las bases de la cultura nacional en la primera modernización. En esta primera globalidad, en especial a partir del Estado de bienestar keynesiano, el capital y el trabajo mantuvieron compromisos mutuos. La lógica del capital y la lógica de la fuerza de trabajo pudieron implicarse en una lógica cultural incluyente de relativo mutuo beneficio, donde la confrontación no dejaba de ser el camino para los acuerdos. El espacio en que ese compromiso tuvo lugar fue el del Estado-nación: implicó territorialidad del trabajo y en buena medida territorialidad del capital, ambos articulados en función de una fuerte territorialidad del poder político, que desarrolló una efectiva función de gobierno sobre las relaciones entre el trabajo y el capital, legitimado por los valores de la cultura nacional.

Podemos llamar globalización como tal a la globalidad o mundialización de la segunda modernidad, en la que los Estados nacionales soberanos, al imbricarse de manera múltiple con actores transnacionales, ven desdibujada su soberanía.

Esta globalidad de la segunda modernización se identifica con la fase expansiva del capital financiero. A diferencia de la globalidad anterior, la tendencia que se impuso, desde el capital, fue una ruptura del compromiso entre el trabajo y el capital. Al dejar sin efecto su compromiso con la fuerza de trabajo, que implicaba asegurar condiciones humanas de reproducción en las cuales la actividad productiva podía no ser vivida como pura explotación, genera la situación y amenaza de la flexibilización, la precarización y la exclusión.

El Estado-nación se debilita por las agresiones de las gigantescas empresas transnacionales, al ser estas la objetivación en la práctica de ese fenómeno abstracto llamado transnacionalización del capitalismo. Tales empresas no son más que la transformación cualitativa de los viejos monopolios del siglo pasado, que tuvieron su corolario alrededor de la Primera Guerra Mundial. Las empresas transnacionales actuales — conformadas desde la segunda postguerra — cumplen con su naturaleza de máximos monopolios: coartan la plena libertad de comercio mundial y entorpecen el libre juego de las fuerzas del mercado.

El advenimiento de la globalización disloca lo nacional a favor de lo local, lo regional y lo global. Por un lado, aparece la oportunidad para un mayor protagonismo de lo local, tradicionalmente homogeneizado, invisibilizado y no representado en su especificidad en lo nacional. Por otro, al afectarse la centralidad del Estado-nación como espacio político, lo global invade el espacio de lo nacional, lo que en este tipo de globalización hegemónica implica una afectación no sólo a su antiguo papel homogeneizador, sino protector.

Tenemos así una paradoja entre mayor apertura de las fronteras nacionales y rigidez de las fronteras sociales al interior del Estado-nación, lo cual fue acompañado de una creciente desigualdad como dato y como tendencia. La democracia no puede entonces desarrollarse asociada a un modo de vida que genera desigualdad.

Se trata de recuperar el Estado-nación — pluriétnico, plurinacional — como espacio de un proyecto cultural nacional alternativo a las tendencias destructivas y desagregantes de la globalización. Un proyecto que sea la articulación de muchos proyectos, que no reproduzca por fuerza la homogeneización y la negación de las diferencias al interior del Estado-nación. Un proyecto cultural social-popular, — multiétnico allí donde lo exija la sociedad conformada — , no populista y, por tanto, participativo y democrático de manera sustantiva.[34]

Con relación al espacio global, aparece como alternativa la creación de una ciudadanía-mundo/Estado-mundo. No se trata de un Estado mundial que desplace la ciudadanía, como se observa hoy con el Estado mundial de facto, sino de un horizonte institucional de protección, regulador, para el desarrollo de la cultura planetaria misma.

El tema de la diversidad cultural frente a este universalismo abstracto y su tendencia niveladora es una necesidad de enunciación política y de enunciación reflexiva. La diversidad ha estado siempre, sobre todo en una región tan marcada por el mestizaje cultural e histórico como la nuestra. Pero hoy la diversidad es mucho más que fragmentos identitarios preteridos o subyugados por las sucesivas vueltas de tuerca de la homogeneización modernizadora: ha adquirido beligerancia política y visibilidad epistemológica. Así como ella existe, existen sus lecturas.[35]

No tenemos, en esto, dudas: necesitamos construir una ética de la articulación cultural, no de manera declarativa, sino como aprendizaje y desarrollo de la capacidad dialógica, profundo respeto por lo(a)s otro(a)s, disposición a construir juntos desde saberes, cosmologías, subjetividades y experiencias de creación distintas, potenciar identidades y subjetividades. Tal ética ha de moverse dentro de las coordenadas de un paradigma de racionalidad crítica, organizada mediante el diálogo de los sujetos implicados y orientada a descubrir el significado auténtico de la cultura y las relaciones humanas.

Conviene detenerse en la propuesta sobre las identidades múltiples que nos hace Héctor Díaz Polanco en su libro Elogio de la diversidad. Globalización, multiculturalismo y etnofagia:

«Puede decirse, por lo tanto, que la identidad múltiple es la regla. Los sujetos no se adscriben a una identidad única, sino a una multiplicidad de pertenencias que ellos mismos organizan de alguna manera en el marco de las obvias restricciones sistémicas, pero que están presentes de modo simultáneo. En su misma simplicidad, la imagen de diversas camisetas convenientemente colocadas una encima de la otra, sobre el mismo sujeto, ayuda a ilustrar el fenómeno. El mismo papel juega la de cajas dentro de cajas como ilustración de los diversos planos y unidades de la identidad. Comprender la diversidad, en este caso, requiere considerar tal articulación compleja de planos identitarios como constitutivos de la noción social de los nosotros.»[36]

Para Díaz Polanco, la multiplicidad de planos identitarios no actúa de manera neutra e indiferenciada,[37] existen criterios de jerarquización. Sin embargo, el principio de jerarquía es también dinámico de acuerdo con las circunstancias concretas que ponen una pertenencia u otra en primer plano, en otros términos, «en un caso se puede poner el énfasis en la pertenencia étnica, en otro en la de género; en una situación se apelará a la filiación nacional y en otra a la religiosa».[38] Su conclusión es clara: «La noción de identidad múltiple, colmada con el principio de jerarquización identitaria, permite comprender que una particular adscripción cultural no implica forzosamente rechazar otras pertenencias con las que seguramente se tienen muchos horizontes en común. Lo Cortés no quita lo Cuauhtémoc.»[39]

En lo que respecta a las culturas, la opresión se expresa mediante una superposición de injusticias cultural o simbólica. Esta última está enraizada en tejidos sociales de representación, interpretación y comunicación. Ejemplos de ello serían el estar sometido a una cultura extranjera, no ser considerado dentro de la especificidad de su propia cultura, o ser sujeto de estereotipos peyorativos y representaciones culturales. Para este último tipo de injusticia, el reconocimiento de las identidades respectivas deviene antídoto de la falta de respeto, la estereotipificación y el imperialismo cultural. Se requiere reconectar en la teoría y la práctica emancipatorias los aspectos de la economía política referidos a las injusticias de explotación, con los aspectos propios del reconocimiento de las especificidades culturales.

Fernando de la Riva adelanta ideas similares a las antes expuestas mediante lo que el educador popular gaditano llama la «apuesta por el mestizaje»:

«Vamos a tener que apostar por el mestizaje, por las mezclas que nacen desde la identidad de cada uno, pero se convierten en algo más cuando incorporan la fuerza y las capacidades de los otros. Aprender a buscar a los afines, a negociar, a sumar voluntades, a construir alianzas, a sintonizar nuestros movimientos, nuestras acciones, frente a los antagónicos. El aprendizaje de la tolerancia, como la entendía Pablo Freire. Sin perder la diversidad, en medio de ella.»[40]

En tiempos de crisis lo antisistémico se resignifica como subversión/superación no sólo política, económica y social del capitalismo, sino civilizatoria y cultural, mediado por ejes transversales, cuyo centro es la diversidad — de género, étnico-racial, cultural, identitaria, etcétera — . La diversidad — natural, social-humana, cultural — no es un lastre a superar, ni a nivelar de manera violenta. No es debilidad, sino fortaleza. Es una riqueza para potenciar y articular.

La referencia de los valores antisistémicos — anticapitalistas, antipatriarcales, por relaciones de producción no depredadoras con el medio ambiente, en defensa de la diversidad natural, de la diversidad social-humana — es clave para asumir esos valores en la cotidianidad y fundar las acciones de transformación en esa ética y no desligar fines y medios. En otros términos, lo que hoy atenta contra la existencia y plenitud del principio Vida, en el contexto de la civilización capitalista, no puede ser asumido como necesario en una etapa presumiblemente alternativa al sistema social-productivo y cultural vigente.

Lo anterior significa que el ideal de justicia distributiva y de equidad social, irrenunciable para cualquier proyecto de avance hacia la emancipación humana, tendrá que acompañarse de nuevos desafíos relacionados con el cuestionamiento del patriarcado en todas sus formas — económicas, políticas y simbólico-culturales — , del modelo productivista y depredador de desarrollo, no solo vigente a nivel mundial, sino deificado como aspiración y única alternativa de progreso humano, metamorfoseado con el apellido «sostenible» para el Sur, o de expresas alusiones a la reducción de la pobreza, siempre que estas escondan el proceso real de empobrecimiento que la produce.

No se trata de renunciar al bienestar, sino de comprender que el mito del bienestar centrado en el consumo desenfrenado del industrialismo moderno y sus variantes actuales, es causa del camino acelerado hacia un punto de no regreso para la posibilidad de la cultura y de la propia vida.


La versión original de este trabajo se publicó en Estética, Arte y Consumo, BUAP, Colección La Fuente, Puebla, México, 2011.


¡Muchas gracias por tu lectura! Puedes encontrar nuestros contenidos en nuestro sitio en Medium: https://medium.com/@latizzadecuba. También, en nuestras cuentas de Twitter (@latizzadecuba), Facebook (@latizzadecuba) y nuestro canal de Telegram (@latizadecuba).

Siéntete libre de compartir nuestras publicaciones. ¡Reenvíalas a tus conocid@s!

Para suscribirte al boletín electrónico, envía un correo a latizadecuba@gmail.com con el asunto: “Suscripción”.

Para dejar de recibir el boletín, envía un correo con el asunto: “Abandonar Suscripción”.

Si te interesa colaborar, contáctanos por cualquiera de estas vías.


Notas:

[1] Crescenciano Grave, «El conflicto trágico en la estética de Hegel», en: Ideas y valores №133, Bogotá, abril de 2007, p. 58.

[2] Esteban Gerardo, «Arte y filosofía en Hegel», en: Diaporías, Revista de ciencias sociales, №5, Buenos Aires, noviembre 1995, p. 13.

[3] Marc Jiménez, ¿Qué es la estética?, Idea Books, Barcelona, 1999, pp. 231–232.

[4] Cf. Marc Jiménez, ¿Qué es la estética? Ob. Cit.

[5] Carlos Marx, Los anales franco-alemanes, Ediciones Martínez Roca, Barcelona, 1970, p. 67.

[6] José Luis Brea, El tercer umbral. Estatuto de las prácticas artísticas en la era del capitalismo cultural, CENDEAC, Murcia, España, 2003, p. 122.

[7] Mayra Sánchez Medina, «Lo estético y lo artístico. Un acercamiento a la caracterización de las relaciones estéticas», Estética. Enfoque Actuales, Editorial Félix Varela, 2005, p. 123.

[8] Ibídem, p. 124.

[9] Mayra Sánchez Medina, «Los impactos invisibles. La teoría de la Educación estética hoy», en Estética. Enfoque Actuales, Félix Varela, La Habana, 2005, p. 168.

[10] Ibídem, p. 168.

[11] Mayra Sánchez Medina, La estetización del mundo actual y sus implicaciones estético filosóficas, Tesis en opción al grado científico de doctor en ciencias filosóficas, Fondos Instituto de Filosofía, La Habana, 2004, p. 176.

[12] Nos referimos específicamente al texto Prosaica. Introducción a la Estética de lo cotidiano, Grijalbo, Interdisciplinaria, México, 1994.

[13] Mayra Sánchez Medina, «La estetización difusa o la difusa estetización del mundo actual», en: Estética. Enfoque Actuales, Félix Varela, La Habana, 2005, pp. 244–245.

[14] José Ramón Fabelo Corzo, Sobre el decretado «fin del arte» de Danto, Facultad de Filosofía y Letras de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, 2007. p. 3.

[15] Ibídem, p. 5.

[16] Ibídem, p. 7.

[17] Cf. Natividad Norma Medero Hernández: «Actualidad en el arte. Análisis epistemológico», Fondo Instituto de Filosofía, La Habana.

[18] Gerardo de la Fuente Lora, La Estética en una época postartística, Facultad de Filosofía y Letras de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, 2007, p. 5.

[19] «Hemos pasado de la dislocación espacial — en el arte abstracto y el cubismo — hasta la dislocación temporal que ahora está en curso. Esto representa la virtualización en su misma esencia: la virtualización de las acciones ‘mientras suceden’ y no simplemente de lo que ya fue, recordando la idea de Barthes. No es la virtualización de la fotografía, de la reproducción o del cine; no se produce ya en tiempo diferido, sino en tiempo real». Catherine David & Paul Virilio: Alles Fertig: Se acabó (una conversación), meca., p. 1.

[20] José Luis Brea, Ob. Cit., p. 120.

[21] Alicia Pino Rodríguez, «La cultura del consumo: problemas actuales», en: Estética. Enfoque Actuales, Félix Varela, La Habana, 2005, p. 218.

[22] José Luis Brea, Ob. Cit., p.89.

[23] Cf. Jean Robert, Ponencia presentada en el Coloquio Internacional Planeta Tierra: Movimientos Antisistémicos, convocado por el EZLN, San Cristóbal de las Casas, México 13–17 diciembre, 2007, p.4 (meca).

[24] Peter Sloterdijk, El palacio de cristal, Fondo Instituto de Filosofía, La Habana, meca, p. 13.

[25] Ibídem, p. 14.

[26] Ibídem, p.14.

[27] Eduardo Galeano, Nosotros decimos no. Crónicas (1963–1988), Siglo XXI, Madrid, 1989, p. 362.

[28] Cf. Boaventura de Sousa Santos, Una epistemología del sur. La reinvención del conocimiento y la emancipación social, CLACSO. Siglo XXI, DF., 2009. Un estudio revelador de esta perspectiva se halla en Antoni Jesús Aguiló Bonet, La universidad y la globalización alternativa: justicia cognitiva, diversidad epistémica y democracia de saberes, Publicación Electrónica de la Universidad Complutense | ISSN 1578–6730

[29] Gustavo Castro Soto, Los movimientos sociales en Mesoamérica ante la crisis del capitalismo, Otros Mundos, AC, San Cristóbal de las Casas, Chiapas, México. En www.otrosmundoschiapas.org, 20 de julio de 2009, p. 6.

[30] Corinne Kumar, El viento del Sur, Fondo Instituto de Filosofía, La Habana, meca, p. 10.

[31] Franz J. Hinkelammert, Determinismo, caos, sujeto. El mapa del emperador, DEI, San José, 1996, p. 238.

[32] Cf. K. Polanyi, La gran transformación. Crítica del liberalismo económico, La Piqueta, Madrid, 1989.

[33] Cf. José Luis Castilla Vallejo, El multiculturalismo y la trampa de la cultura, Fondo Instituto de Filosofía, La Habana, meca.

[34] Cf. Yamandú Acosta, Democratización en la globalización, Conferencia ofrecida en el Encuentro «Filosofía Latinoamericana, Globalización y Democracia», organizado por el departamento de Filosofía de la Práctica y el Centro de Estudios Interdisciplinarios Latinoamericanos, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Montevideo, de 28 de septiembre al 1 de octubre de 1999, Fondo Instituto de Filosofía, La Habana, meca.

[35] Cf. Gilberto Valdés Gutiérrez, «La controversia en torno a la diversidad», Revista Caminos, Centro Memorial Dr. Martin Luther King, Jr., №33, La Habana, 2004.

[36] Héctor Díaz Polanco, Elogio de la diversidad. Globalización, multiculturalismo y etnofagia, Siglo XXI Editores, México, 2006, pp. 144–145.

[37] «Hay que estar alerta contra la pretensión de utilizar la noción de identidades múltiples — nos dice Díaz Polanco — para desvalorizar la identidad misma, colocándola bajo la perspectiva de la ‘fluidez’ o el ‘hibridismo’ que supuestamente ‘relativizan’ el sentido de pertenencia», Ob, cit, p. 146.

[38] Ibídem, p. 145.

[39] Ibídem, p. 145.

[40] Cf. Fernando de la Riva, En la encrucijada, Fondo Instituto de Filosofía, meca.


Comments

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *