Cinco poemas de Roberto Fernández Retamar

Por Francisco López Sacha / Nota introductoria y selección

Roberto Fernández Retamar es, ahora mismo, y para siempre, uno de los poetas más significativos de la literatura hispanoamericana y, sin lugar a dudas, su ensayista más influyente en la segunda mitad del siglo XX. Algunos de sus poemarios como Elegía como un himno (1950), Vuelta de la antigua esperanza (1959) e Historia antigua (1965), califican entre los más audaces en la línea poética del coloquialismo, y sus libros de ensayo, Idea de la estilística (1960) y Calibán (1971), entre los grandes clásicos del género en idioma español. Creo que la curiosidad, el rigor y el ansia de crear marcaron de un modo definitivo su extensa obra.

Más allá de la letra impresa, Fernández Retamar fue, además, un extraordinario y admirado maestro, un eficaz antólogo, un gran teórico literario, y un destacado dirigente cultural. Fundó el Centro de Estudios Martianos en 1975, dirigió la Revista Casa por más de cincuenta años y la convirtió en la caja de resonancias de la literatura de todo un continente, y al frente de la Casa de las Américas continuó y desarrolló brillantemente el legado de Haydeé Santamaría y los sueños de múltiples creadores. En realidad, desde fines de los años sesenta y casi hasta su deceso se convirtió en el capitán de la intelectualidad cubana, en el obligado punto de referencia para comprender los valores más auténticos de la cultura cubana en la Revolución.

En su obra estableció las bases para entender el rumbo y la dirección de una cultura humanista, revolucionaria, iconoclasta, descolonizadora, y sobre todo ética, y descubrió las raíces más profundas de nuestros orígenes en su ensayo Martí en su Tercer Mundo (1967). Retamar vivió siempre en la austeridad, y en la certeza del bien, y aunque fue un hombre pleno, sensual, lleno de alegría, supo escoger desde temprano el estrecho camino del sacrificio y el angustioso sentido del deber, las únicas insignias que llevó con orgullo en su fecunda vida.


[Todos los poemas han sido extraídos de Poesía nuevamente reunida, Editorial Letras Cubanas y ediciones Unión, La Habana, 2009.]


Felices los normales

A Antonia Eiriz

Felices los normales, esos seres extraños.

Los que no tuvieron una madre loca, un padre borracho,

un hijo delincuente,

Una casa en ninguna parte, una enfermedad desconocida,

Los que no han sido calcinados por un amor devorante,

Los que vivieron los diecisiete rostros de la sonrisa y un

poco más,

Los llenos de zapatos, los arcángeles con sombreros,

Los satisfechos, los gordos, los lindos,

Los rintintín y sus secuaces, los que cómo no, por aquí,

Los que ganan, los que son queridos hasta la

empuñadura,

Los flautistas acompañados por ratones,

Los vendedores y sus compradores,

Los caballeros ligeramente sobrehumanos,

Los hombres vestidos de truenos y las mujeres de

relámpagos,

Los delicados, los sensatos, los finos,

Los amables, los dulces, los comestibles y los bebestibles.

Felices las aves, el estiércol, las piedras.

Pero que den paso a los que hacen los mundos y los

sueños,

Las ilusiones, las sinfonías, las palabras que nos

desbaratan

Y nos construyen, los más locos que sus madres, los más

borrachos

Que sus padres y más delincuentes que sus hijos

Y más devorados por amores calcinantes.

Que les dejen su sitio en el infierno, y basta.


Pío tai*

(Al comenzar el campeonato de pelota de los escritores y artistas)

Con agradecimiento para Rolfe Humphries

y Ernesto Cardenal

Compañeros: que antes de empezar, nuestro primer

recuerdo

Sea para Quilla Valdés, Mosquito Ordeñana, el Guajiro

Marrero,

Cocaína García, La Montaña Guantanamera, Roberto

Ortiz, Natilla

(Desde luego), el Jiquí Moreno de la bola de humo, el

Jibarito, y más atrás

Adolfo Luque, Miguel Ángel, Marsans,

Y el Diamante Méndez, que no llegó a las Mayores

porque era negro,

Y siempre el inmortal Martín Dihigo

(Y también, claro, Amado Maestri, y tantos más…).

Inolvidables hermanos mayores: donde quiera que estén,

Hundidos en la tierra que ustedes midieron a batazos

En la Tropical o en el Almendares Park;

Bajo el polvo levantado al deslizarse en segunda;

Alimentando la hierba, que se extiende en los jardines y

es surcada por los roletazos;

O felizmente vivos aún, mereciendo el gran sol de la una

y la lluvia que hacía interrumpir el juego

Y hoy acaso sigue cayendo sobre otras gorras: donde quiera

Que estén, reciban los saludos

De estos jugadores en cuya ilusión vivieron ustedes

Antes (y no menos profundamente)

Que Joyce, Mayacovski, Stravinski, Picasso o Klee,

Esos bateadores de 400.

Y ahora, pasen la bola.


Usted tenía razón, Tallet:

Somos hombres de transición

Entre los blancos a quienes, cuando son casi polares, se les

ve circular la sangre por los ojos, debajo del pelo pajizo,

Y los negros nocturnos, azules a veces, escogidos y

purificados a través de pruebas horribles, de modo que

solo los mejores sobrevivieron y son la única raza

realmente superior del planeta;

Entre los que sobresaltaba la bomba que primero había

hecho parpadear a la lámpara y remataba en un joven

colgando del poste de la esquina,

Y los que aprenden a vivir con el canto marchando vamos

hacia un ideal, y deletrean Camilo (quizá más joven que

nosotros) como nosotros Ignacio Agramonte (tan viejo ya

como los egipcios cuando fuimos a las primeras aulas);

Entre los que tuvieron que esperar, sudándoles las manos,

por un trabajo, por cualquier trabajo,

Y los que pueden escoger y rechazar trabajos sin

humillarse, sin mentir, sin callar, y hay trabajos que

nadie quiere hacerlos ya por dinero, y tienen que ir

(tenemos que ir) lo trabajadores voluntarios para que

el país siga viviendo;

Entre las salpicadas flojeras, las negaciones de San Pedro,

de casi todos los días en casi todas las calles,

Y el heroísmo de quienes han esparcido sus nombres por

escuelas, granjas, comités de defensa, fábricas, etcétera;

Entre una clase a la que no pertenecimos, porque no

podíamos ir a sus colegios ni llegamos a creer en sus

dioses,

Ni mandamos en sus oficinas ni vivimos en sus casas ni

bailamos en sus salones ni nos bañamos en sus playas

ni hicimos juntos el amor ni nos saludamos,

Y otra clase en la cual pedimos un lugar, pero no tenemos

del todo sus memorias ni tenemos del todo las mismas

humillaciones,

Y que señala con sus manos encallecidas, hinchadas, para

siempre deformes,

A nuestras manos que alisó el papel o trastearon los

números;

Entre el atormentado descubrimiento del placer,

La gloria eléctrica de los cuerpos y la pena, el temor de

hacerlo mal, de ir a hacerlo mal,

Y la plenitud de la belleza y la gracia, la posesión

hermosa de una mujer por un hombre, de un

muchacho por una muchacha,

Escogidos uno a la otra como frutas, como verdades en la

luz;

Entre el insomnio masticado por el reloj de la pared,

La mano que no puede firmar el acta de examen o

llevarse la maldita cuchara de sopa a la boca,

El miedo al miedo, las lágrimas de la rabia sorda e

impotente,

Y el júbilo del que recibe en el cuerpo la fatiga

trabajadora del día y el reposo justiciero de la noche,

Del que levanta sin pensarlo herramientas y armas, y

también un cuerpo querido que tiembla de ilusión;

Entre creer un montón de cosas de la tierra, del cielo y del

infierno,

Y no creer absolutamente nada, ni siquiera que el

incrédulo exista de veras;

Entre la certidumbre de que todo es una gran trampa,

una broma descomunal, y qué demonios estamos

haciendo aquí, y qué es aquí,

Y la esperanza de que las cosas pueden ser diferentes,

deben ser diferentes, serán diferentes;

Entre lo que no queremos ser más, y hubiéramos

preferido no ser, y lo que todavía querríamos ser,

Y lo que queremos, lo que esperamos llegar a ser un día, si

tenemos tiempo, corazón y entrañas;

Entre algún guapo de barrio, Roenervio por ejemplo, que

podía más que uno, qué coño,

Y José Martí, que exaltaba y avergonzaba, brillando como

una estrella;

Entre el pasado en el que, evidentemente, no habíamos

estado, y por eso era pasado,

Y el porvenir en el que tampoco íbamos a estar, y por eso

era porvenir,

Aunque nosotros fuéramos el pasado y el porvenir, que

sin nosotros no existirían.

Y, desde luego, no queremos (y bien sabemos que no

recibiremos) piedad ni perdón ni conmiseración,

Quizá ni siquiera comprensión, de los hombres mejores

que vendrán luego, que deben venir luego: la historia

no es para eso,

Sino para vivirla cada quien del todo, sin resquicios si es posible

(Con amor sí, porque es probable que sea lo único

verdadero).

Y los muertos estarán muertos, con sus ropas, sus libros,

sus conversaciones, sus sueños, sus dolores, sus

suspiros, sus grandezas, sus pequeñeces.

Y porque también nosotros hemos sido la historia, y

también hemos construido la alegría, hermosura y

verdad, y hemos asistido a la luz y alguna vez a lo

mejor hemos sido la luz, como hoy formamos parte del

presente.

Y porque después de todo, compañeros, quién sabe

Si solo los muertos no son hombres de transición.


¿Y Fernández?

A los otros Karamazov

Ahora entra aquí él, para mi propia sorpresa.

Yo fui su hijo preferido, y estoy seguro de que mis

hermanos,

Que saben que fue así, no tomarán a mal que yo lo afirme.

De todas maneras, su preferencia fue por lo menos

Equitativa.

A Manolo, de niño, le dijo señalándome a mí

(Me parece ver la mesa de mármol del café Los

Castellanos

Donde estábamos sentados, y las sillas de madera oscura,

Y el bar al fondo, con el gran espejo, y el botellerío

Como ahora solo encuentro de tiempo en tiempo en

películas viejas):

«Tu hermano saca las mejores notas, pero el más

inteligente eres tú.»

Después, tiempo después, le dijo, siempre señalándome a

mí:

«Tu hermano escribe poesías, pero tú eres el poeta.»

En ambos casos tenía razón, desde luego,

Pero qué manera tan rara de preferir.

No lo mató el hígado (había bebido tanto: pero fue su

hermano Pedro quien enfermó del hígado),

Sino el pulmón, donde el cáncer le creció dicen que por

haber fumado sin reposo.

Y la verdad es que apenas puedo recordarlo sin un

cigarro en los dedos que se volvieron amarillentos,

Los largos dedos en la mano que ahora es la mano mía.

Incluso en el hospital, moribundo, rogaba que le

encendieran un cigarro.

Solo un momento. Solo por un momento.

Y se lo encendíamos. Ya daba igual.

Su principal amante tenía nombre de heroína

shakesperiana,

Aquel nombre que no se podía pronunciar en mi casa.

Pero ahí terminaba (según creo) el parentesco con el

Bardo.

En cualquier caso, su verdadera mujer (no su esposa, ni

desde luego su señora)

Fue mi madre. Cuando ella salió de la anestesia,

Después de la operación de la que moriría,

No era él, sino yo quien estaba a su lado.

Pero ella, apenas abrió los ojos, preguntó con la lengua

pastosa: «¿Y Fernández?»

Ya no recuerdo que le dije. Fui al teléfono más próximo y

lo llamé.

Él, que había tenido el valor para todo, no lo tuvo para

separarse de ella

Ni para esperar a que se terminara aquella operación.

Estaba en la casa, solo, seguramente dando esos largos

paseos de una punta a otra

Que yo me conozco bien, porque yo los doy; seguramente

Buscando con mano temblorosa algo de beber,

registrando

A ver si daba con la pequeña pistola de cachas de nácar

que mamá le escondió, y de todas maneras

Nunca la hubiera usado para eso.

Le dije que mamá había salido bien, que había

preguntado por él, que viniera.

Llegó azorado, rápido y despacio. Todavía era mi padre,

pero al mismo tiempo

Ya se había ido convirtiendo en mi hijo.

Mamá murió poco después, la valiente heroína.

Y él comenzó a morirse como el personaje shakesperiano

que sí fue.

Como un raro, un viejo, un conmovedor Romeo de

provincia

(Pero también Romeo fue un provinciano).

Para aquel trueno, toda la vida perdió sentido. Su novia

De la casa de huéspedes ya no existía, aquella trigueñita

A la que asustaba caminando por el alero cuando el ciclón del 26;

La muchacha con la que pasó la luna de miel en un

hotelito de Belascoaín,

Y ella tembló y lo besó y le dio hijos

Sin perder el pudor del primer día;

Con la que se les murió el mayor de ellos, «el niño» para

siempre,

Cuando la huelga de médicos del 34;

La que estudió con él las oposiciones, y cuyo cabello

negrísimo se cubrió de canas,

Pero no el corazón, que se encendía contra las injusticias,

Contra Machado, contra Batista; la que saludó la

Revolución

Con ojos encendidos y puros, y bajó a la tierra

Envuelta en la bandera cubana de su escuelita del Cerro,

la escuelita pública de hembras

Pareja a la de varones en la que su hermano Alfonso era

condiscípulo de Rubén Martínez Villena;

La que no fumaba ni bebía ni era glamorosa ni parecía

una estrella de cine,

Porque era una estrella de verdad;

La que, mientras lavaba en el lavadero de piedra,

Hacía una enorme espuma, y poemas y canciones que

improvisaba

Llenando a sus hijos de una rara mezcla de admiración y

de orgullo, y también de vergüenza,

Porque las demás mamás que ellos conocían no eran así

(Ellos ignoraban aún que toda madre es como ninguna,

que toda madre,

Según dijo Martí, debiera llamarse maravilla).

Y aquel trueno empezó a apagarse como una vela.

Se quedaba sentado en la sala de la casa que se había

vuelto enorme.

Las jaulas de los pájaros estaban vacías. Las matas del patio

se fueron secando.

Los periódicos y las revistas se amontonaban. Los libros se

quedaban sin leer.

A veces hablaba con nosotros, sus hijos,

Y nos contaba algo de sus modestas aventuras,

Como si no fuéramos sus hijos sino esos amigotes suyos

Que ya no existían, y con quienes se reunía a beber, a

conspirar, a recitar,

En cafés y bares que ya no existían tampoco.

En vísperas de su muerte, leí al fin El Conde de

Montecristo, junto al mar,

Y pensaba que lo leía con los ojos de él,

En el comedor del sombrío colegio de curas

Donde consumió su infancia de huérfano, sin más alegría

Que leer libros como ese, que tanto me comentó.

Así quiso ser él fuera del cautiverio: justiciero (más que

vengativo) y gallardo.

Con algunas riquezas (que no tuvo, porque fue honrado

como un rayo de sol,

E incluso se hizo famoso porque renunció una vez a un

cargo cuando supo que había que robar en él).

Con algunos amores (que sí tuvo, afortunadamente,

aunque no siempre le resultaran bien al fin).

Rebelde, pintoresco y retórico como el conde, o quizá

mejor

Como un mosquetero. No sé. Vivió la literatura, como

vivió las ideas, las palabras,

Con una autenticidad que sobrecoge.

Y fue valiente, muy valiente, frente a policías y ladrones,

Frente a hipócritas y falsarios y asesinos.

Casi en las últimas horas, me pidió que le secase el sudor

de la cara.

Tomé la toalla y lo hice, pero entonces vi

Que le estaba secando las lágrimas. Él no me dijo nada.

Tenía un dolor insoportable y se estaba muriendo. Pero el

conde

Solo me pidió, gallardo mosquetero de ochenta o noventa

libras,

Que por favor le secase el sudor de la cara.


Página arrancada del diario de

Represento entre los triunfadores a ustedes, derrotados,

mis hermanos.

Me preparé para perder: estaba tan seguro. Para perder

hogar y juegos,

Para fracasar en los estudios, para que me enamoraran a

quien quería,

Para no casarme, para no tener hijos,

Para una casa oscura y húmeda y de prestado,

Para un trabajo del que seguramente me arrojarían

Por balbuceante, temblequeante, incapaz,

Para que me negaran el saludo,

Para que me rechazaran mis páginas,

Para que me descubrieran en flagrante ridículo,

Y aún más, para ser un monstruo

Hecho hasta la mitad o saliendo del pecho de un

hermano.

También me preparé para morir.

Todo o casi todo ha salido de otra manera

Por sabe Dios que golpe de dados,

Aunque todavía en la súbita madrugada

Me despierte la certidumbre de la vida

Que es la inconsolable certidumbre de la muerte.

Pero los dados no pueden engañarnos demasiado.

Sigo siendo uno de ustedes,

Locos, tristes, ladrones, robados, mendigos, masticados,

monstruos.

Hermanos.


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