Boca abierta

Por Mario Ernesto Almeida

Foto: Pedro Pablo Chaviano

Texto publicado originalmente en la revista digital Cubahora, el 16 de octubre de 2022.

https://www.cubahora.cu/blogs/karazusia/boca-abierta


Esto es Herradura, Consolación del Sur, Pinar del Río. Hace casi tres semanas que pasó Ian. El problema, dicen, es que caminó muy lento y, por tanto, el viento duró más.

Suena un violín y los niños, sentados en el suelo, bajo las pocas tejas que dejó el ciclón, miran como tontos hacia arriba. Tienen la boca abierta, ni tanto ni poco; abierta de forma despreocupada y punto. De pie toca el violinista y a los niños se les «parte» el cuello. Quizás nunca han escuchado o visto un violín desde tan cerca y ahí está, a tres pasos, siendo tocado por un tipo en overol y botas.

Son poco más de las cuatro de la tarde en este trozo de plazoleta. El violinista lleva overol porque, junto a otros y otras, como mismo tantos y tantas por estos días, ha venido a ayudar aunque sea por unas horas en recoger lo que va quedando de destrozo, que no es poco. El violinista está sucio de tanto lanzar troncos cuasisecos y podridos hacia un camión y luego hacia otro y luego hacia otro más y más y más y así…

Los niños quizás sean la medida de todo. Los niños carecen de determinadas preocupaciones que amarran el alma y el cuerpo de la gente que crece. La gente que crece, para ir lidiando como puede con la vida, se vuelve un poco vil y cínica, incluso cobarde, pero los niños no.

Unos descalzos, otros con zapatos, metían gozones sus pies en los charcos de la calle mientras llevaban sacos doblados repletos de hojarasca. Los pies adosados de fanguillo, chapoleteando en cada ir y venir, arrastrándose a veces como para levantar más agua o para recordar a todos que se están mojando, que se están metiendo, como quien más.

«Los niños no tienen frenos de gente grande» / Foto: Pedro Pablo Chaviano

Los niños, ya decía, no tienen frenos de gente grande: no piensan en lo difícil que será después quitar las manchas a las zapatillas o en lo caro o barato que saldrá zurcirlas con el zapatero del pueblo; no reparan en la posible enfermedad que se introduzca por el pie desprotegido ni en si este pantalón «es el que me gusta y del carajo embarrarlo de plátano».

Nada de eso les importa. En medio del vértigo de gentes recogiendo de todo, no lucen cual alguna anacronía, sino que son parte del vértigo mismo, como los ancianos de la cuadra que también han salido y como pueden van alzando ramas, a ratos increíblemente pesadas.

Foto: Pedro Pablo Chaviano

En la felicidad del trabajo compartido y de la utilidad, puede pasarse por alto lo que motiva la «fiesta» y que en el fondo subyace un drama. Según las autoridades locales, que también están aquí, de aproximadamente cuatro mil núcleos familiares, la mitad sufrió afectaciones y cerca de un cuarto lo perdió todo.

Las historias flotan: el chofer de un camión nos muestra las imágenes de una enorme casa de madera, allá en el sur, que el huracán volteó hacia un costado, como si se tratase de un adorno que se cae; el cuento sobre aquel «arrestado» que se quedó cuando evacuaron a todos, aquel «arrestado» que, al ver la casa vecina arrasada por el mar, abandonó la suya y se escurrió hacia otra, donde halló cobija en una suerte de barbacoa, aquel «arrestado» al que encontraron luego sin habla, de tanto que vio y sintió durante la tormentosa madrugada de los martirios.

Aunque la vida sigue, como tiene que ser, a cada paso hay evidencias de las horas críticas que se vivieron por acá: es difícil encontrar sombra en Herradura; los árboles a los que la borrasca no venció y lanzó al suelo, quedaron sin hojas, les «quemó» los brazos…

Algo feo tuvo que ocurrir en un pueblo que no tiene sombras.

Herradura también muestra casas con techos de tejas de fibrocemento y de zinc sobre los cuales aún puede verse sacos de arena o de tierra que les hicieron frente a las ventoleras con algo de suerte.

«Algo feo tuvo que ocurrir en un pueblo que no tiene sombras» / Foto: Pedro Pablo Chaviano

— ¿De dónde ustedes vienen? — me preguntó una anciana mientras recogíamos troncos.

— De La Habana.

— ¿Ya almorzaste?

— Sí.

— ¿Qué?

— Unos panes que trajimos.

— Bueno, al menos ustedes tienen pan allá.

— ¿Ya le pusieron la luz?

— Todavía.

Foto: Pedro Pablo Chaviano

El trabajo sigue. Y de las viviendas que inicialmente permanecieron cerradas comienza a salir gente para colaborar en algo que a fin de cuentas es suyo. Rondas de café de esta casa y de aquella, baldes con agua gélida para tomar, pomos, manos… y después de más horas y camiones y más horas y camiones, el dichoso violín y una guitarra y poemas de la gente que vino y poemas de la que aquí vive, como en controversia amorosa de quienes sueltan por la garganta lo primero visceral que encuentran…

Poemas… y también el ron que alguien trajo y que ahora va, en pocos vasos, de boca en boca, como si fuera un chisme. «Métase un cañengazo, mi vieja, métale». Y la vieja se ríe, goza y le «da al codo».

En ciertos discursos de agradecimiento, se dejan caer, como por descuido, visiones de lo que ha pasado en estas casi tres semanas: «Estamos felices porque ustedes sí vinieron a trabajar», nos dijo un hombre de cuarenta y tantos, luego de comentar que tenemos la misma sangre y que la única enemistad que cabe entre La Habana y Pinar es la de la pelota.

Y los niños siguen… con su sinceridad a prueba de todo.

Encuentro la cara de uno especialmente «maldito». Mientras la guitarra suena y las voces evocan letras que la gente grande siente y de qué forma, mientras la gente grande dice cosas que a veces los niños no entienden mucho, este «desgraciado» me encuentra con la vista y nos calamos como halcones, hasta que él rompe y levanta de un tirón las cejas, como quien ironiza: «¡Dime algo!».

Después, ese mismo se queda con la boca imperfectamente abierta y el cuello desdoblado, mirando como un bobo el violín que hace gemir un tipo que lleva botas, overol y churre… y que además pagó de su bolsillo el pasaje de una guagua para estar aquí.

La vida sigue… / Foto: Pedro Pablo Chaviano

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