Aspectos elementales de la insurgencia campesina en la India colonial. Introducción

Por Ranajit Guha

Título original: Elementary Aspects of Peasant Insurgency in Colonial India. Introduction.

Extraído de: Guha, Ranajit; Las voces de la historia y otros estudios subalternos; Barcelona: Editorial Crítica, 2002 [1983], pp. 95–113


La historiografía de la insurgencia campesina en la India colonial es tan antigua como el propio colonialismo. Nació de la intersección de los intereses políticos de la Compañía de las Indias Orientales, y de una visión de la historia característica del siglo XVIII — una visión de la historia como política y del pasado como guía para el futuro. Les preocupaba impedir que sus recién adquiridos dominios se desmembrasen como el imperio moribundo de los mongoles bajo el impacto de las insurrecciones campesinas. Ya que los disturbios agrarios en multitud de formas y a una escala que iba desde los levantamientos locales hasta campañas militares que se extendían por muchos distritos, fueron endémicos durante los primeros tres cuartos del dominio británico hasta el mismo final del siglo XIX. Contando por encima[1] los acontecimientos catalogados, se encontrarán no menos de 110 ejemplos conocidos, incluso para el período más breve de 117 años — desde el dhing de Rangpur al ulgulan de Birsaite — incluido en esta obra. Los cimientos del desarrollo del estado se agrietaban una y otra vez como consecuencia de estos movimientos sísmicos hasta que aprendieron a adaptarse a la peculiar situación a través de pruebas y tanteos, y se consolidaron aumentando la sofisticación de los controles legislativos, administrativos y culturales.

La insurgencia fue así la necesaria antítesis del colonialismo durante toda la fase entre su inicio y su mayoría de edad. La tensión de esta relación requería un registro al que el régimen pudiera acudir para tratar de entender la naturaleza y la motivación de cualquier estallido considerable de violencia a la luz de la experiencia previa y, entendiéndola, pudiese reprimirla. La historiografía intervino aquí para proporcionar este discurso vital para el estado. Así fue como las primeras versiones sobre las insurrecciones campesinas durante el período de dominio británico se escribieron como documentos administrativos de una u otra clase: despachos sobre las operaciones de contrainsurgencia, actas departamentales sobre las medidas para ocuparse de una insurrección todavía activa e informes de la investigación de algunos de los casos más importantes de alborotos. En toda esta literatura, conocida en la profesión como “fuentes primarias”, se puede entrever la mente oficial que lucha por comprender estos fenómenos aparentemente imprevistos mediante analogías, esto es, para decirlo como Saussure, «por el conocimiento y comprensión de una relación entre formas».[2]Tal como se hace cuando se aprende el uso de un nuevo lenguaje, que exploramos el paso de los elementos conocidos a los desconocidos, comparando y contrastando sonidos y significados desconocidos con otros familiares, los primeros administradores trataron de dar sentido a una revuelta campesina en términos de lo que la hacía semejante o diferente a otros incidentes de la misma clase. Así los levantamientos de Chota Nagpur de 1801 y 1817 y la bidroha de Barasat de 1831 sirvieron como puntos de referencia en algunas de las manifestaciones políticas más autorizadas sobre la insurrección de los kol de 1831–32; ésta a su vez figuró en el pensamiento oficial al más alto nivel con motivo de la hool de los santal de 1855, y este último acontecimiento fue citado por la Comisión de Disturbios del Deccan como un paralelo histórico del tema que investigaban — -la revuelta kunbi de 1875 en los distritos de Poona y Ahmadnagar.[3]

El discurso sobre la insurgencia campesina hizo su debut, claramente, como un discurso de poder. Parecía racional en su representación de un pasado lineal y secular más que cíclico y mítico, pero no tenía más que las razones de estado como su raison d’étre. Diseñado para el servicio del régimen como un instrumento directo de su voluntad, no se molestó siquiera en ocultar su carácter partidista. En efecto, a menudo se fundía, tanto en sus formas narrativas como analíticas, con lo que era explícitamente un documento oficial. Porque la práctica administrativa convirtió casi en un convencionalismo que un magistrado o un juez elaborase su informe sobre un levantamiento local como una narración histórica, tal como lo atestigua la serie clásica de Narraciones de Acontecimientos, producida por los jefes de los distritos afectados por los disturbios de los años del Motín. Y a su vez, la explicación causal usada en la historiografía occidental para alcanzar lo que sus profesionales creían que era la verdad histórica, sirvió en la historiografía colonialista tan sólo como una apología de la ley y el orden — la verdad de la fuerza con la cual los británicos se habían anexionado el subcontinente. Cuando las autoridades judiciales de Calcuta presentaron una declaración, poco después de la insurrección dirigida por Titu Mir, resultó ser «un objeto de la mayor importancia» para el gobierno «que la causa que provocó [estos disturbios] fuera plenamente investigada a fin de que los motivos que alentaron a los insurgentes [pudiesen] ser debidamente comprendidos y se adoptasen medidas oportunas para prevenir que se repitiesen hechos similares».[4] En consecuencia, se asoció la causalidad a la contrainsurgencia y el sentido de la historia se convirtió en un elemento de incumbencia administrativa.

La importancia de tal representación puede difícilmente sobrestimarse. Al hacer de la seguridad del estado la problemática central de la insurgencia campesina, se convirtió ésta en un mero elemento en la carrera del colonialismo. En otras palabras, al campesino se le negó el reconocimiento como protagonista de la historia por derecho propio, incluso dentro de un proyecto que le pertenecía. Esta negación llegó a codificarse en la historiografía dominante, que era el único tipo de historiografía que se escribía sobre tal tema.

Incluso un escritor que no tuviera, por lo menos aparentemente, obligación de pensar como un burócrata afectado por el trauma de una insurrección reciente se veía condicionado a rescribir la historia de una revuelta campesina como si fuese otra historia — la del Raj, o la del nacionalismo indio, o la del socialismo, según fuese su inclinación ideológica. El resultado, cuya responsabilidad deben compartir por igual todas las escuelas y tendencias, ha sido el de excluir al insurgente como protagonista o sujeto de su propia historia.[5]

Reconocer a los campesinos como autores de su propia rebelión representa atribuirles, como hemos hecho aquí, una conciencia. Por lo tanto, la palabra “insurgencia” se ha utilizado en el título y en el texto como el nombre de esta conciencia que da forma substancial a la actividad de las masas rurales, conocida como revuelta, levantamiento, rebelión, etc., o, por utilizar sus designaciones homólogas indias: dhing, bidroha, ulgulan, hool, fituri, etc. Esto equivale, por supuesto, a rechazar la idea que considera tal actividad como puramente espontánea, una idea que es a la vez elitista y errónea. Es elitista porque convierte la movilización del campesinado en dependiente por completo de la intervención de líderes carismáticos, de organizaciones políticas avanzadas o de las clases altas. En consecuencia, la historiografía nacionalista burguesa tiene que esperar hasta la aparición de Mahatma Gandhi y del Partido del Congreso para explicar los movimientos campesinos del período colonial para que de esta manera todos los acontecimientos más importantes de este tipo hasta el final de la Primera Guerra Mundial puedan tratarse como la prehistoria del “Movimiento de la Libertad”. Una perspectiva igualmente elitista, inclinada a la izquierda, percibe en los mismos acontecimientos la prehistoria de los movimientos socialistas y comunistas en el subcontinente. Lo que ambas interpretaciones asimilistas comparten es «una perspectiva histórico-política escolástica y académica que considera reales y dignos de consideración únicamente los movimientos de revuelta que son cien por 100 conscientes, esto es, los movimientos que están dirigidos por planes elaborados de antemano hasta el último detalle o que se sitúan en la línea de la teoría abstracta (que viene a ser lo mismo)».[6]

Pero como ha dicho Antonio Gramsci, cuyas palabras acabo de citar, no hay lugar para la pura espontaneidad en la historia. Aquí es precisamente donde yerran los que no saben reconocer la impronta de la conciencia en los movimientos aparentemente no estructurados de las masas. El error deriva, por lo general, de dos nociones casi intercambiables de organización y política. Lo consciente se supone en esta perspectiva que es idéntico a lo que está organizado en el sentido de que tiene, en primer lugar, un “liderazgo consciente”, en segundo lugar, algún objetivo bien definido, y en tercer lugar, un programa que especifica los componentes de este programa como objetivos particulares, así como los medios para alcanzarlos (La segunda y tercera condición se funden en algunas versiones). La misma ecuación se escribe a veces con la política substituyendo la organización. Para aquellos que lo usan, este recurso ofrece la ventaja especial de identificar la conciencia con sus propios ideales y normas políticos, de forma que la actividad de las masas que no cumplen estas condiciones puede caracterizarse como inconsciente, y por tanto prepolítica.

La imagen del rebelde campesino prepolítico en sociedades que todavía no están enteramente industrializadas debe mucho a la obra pionera de E.J. Hobsbawm, publicada hace más de dos décadas.[7] Hobsbawm ha escrito sobre la “gente pre-política” y las “poblaciones pre-políticas”. Usa este término una y otra vez para describir un estado de absoluta o casi absoluta ausencia de conciencia política o de organización que supone que ha sido característico de estas gentes. Así, «el bandido social aparece», según él, «sólo antes de que los pobres hayan alcanzado la conciencia política o adquirido métodos más efectivos de agitación social», y lo que entiende por tales expresiones (la cursiva es mía) queda claro en la siguiente frase: «El bandido es un fenómeno prepolítico y su fuerza es inversamente proporcional a la del revolucionarismo organizado y a la del Socialismo o Comunismo». Y encuentra que «las formas tradicionales del descontento campesino» han estado «virtualmente desprovistas de cualquier ideología, organización o programa explícitos». En general, la «gente pre-política» se define como los «que todavía no han encontrado, o están justamente empezando a encontrar, un lenguaje específico en que expresar sus aspiraciones sobre el mundo».

El material de Hobsbawm procede casi enteramente de la experiencia europea y sus generalizaciones están quizás de acuerdo con ésta, aunque se detecta cierta contradicción cuando dice al mismo tiempo que «el bandidaje social no está cerca de ninguna organización o ideología», y que «en un cierto sentido el bandolerismo es más bien una forma primitiva de protesta social organizada».

Tampoco su caracterización, en Captain Swing, del movimiento de los trabajadores agrícolas ingleses de 1830 como «espontáneo y no organizado» está enteramente de acuerdo con la observación de su coautor, George Rudé, en el sentido de que muchas de sus «actuaciones» agresivas, tales como disturbios por el salario, destrucción de máquinas y «asaltos» de capataces y sacerdotes, «aunque hubiesen estallado espontáneamente, desarrollaron muy pronto el núcleo de una organización local».

Sea cual fuere su validez para otros países, la noción de la insurgencia prepolítica campesina no ayuda a entender la experiencia de la India colonial.

Pues aquí no hubo nada en los movimientos militantes de sus masas rurales que no fuese político. No podía ser de otro modo en las condiciones en que trabajaban, vivían y concebían el mundo. Considerando el subcontinente como una totalidad, el desarrollo capitalista en la agricultura siguió siendo incipiente y débil a lo largo de un siglo y medio, hasta 1900. Las rentas constituían la parte más substancial de los ingresos producidos por la propiedad de la tierra. Sus titulares estaban relacionados con la vasta mayoría de productores agrícolas como terratenientes, arrendatarios, aparceros, trabajadores agrícolas y muchos otros tipos intermedios con características derivadas de cada una de estas categorías. El elemento que era constante en esta relación, con toda su variedad, era la extracción del excedente campesino por medios que estaban menos determinados por las fuerzas de una economía de mercado que por la fuerza extraeconómica de la posición del terrateniente en la sociedad local y en la política colonial. En otras palabras, se trataba de una relación de dominio y subordinación — una relación política de tipo feudal, o como se ha descrito adecuadamente, una relación semifeudal, que derivaba su subsistencia material de unas condiciones precapitalistas de producción, y su legitimidad, de una cultura tradicional todavía dominante en la superestructura.

La autoridad del estado colonial, lejos de ser neutral con respecto a esta relación, fue uno de sus elementos constitutivos, ya que bajo el Raj el estado apoyó directamente la reproducción del sistema de tenencia de la tierra. Tal y como Murshid Quli Khan había reorganizado el sistema fiscal de Bengala con el fin de reemplazar una aristocracia agraria ineficiente y en bancarrota por un conjunto solvente y relativamente vigoroso de terratenientes,[8] del mismo modo los ingleses introdujeron sangre nueva para reemplazar la vieja en el cuerpo de propietarios mediante el Permanent Settlement en el este, el ryotwary en el sur y algunas permutaciones de los dos en la mayoría de las otras partes del país. El resultado revitalizó una estructura casi feudal al transferir recursos de los miembros más viejos y menos efectivos de la clase de terratenientes a otros más jóvenes y más fiables para el régimen, desde un punto de vista político y financiero. Para el campesino esto significó, en muchos casos, una explotación más intensiva y sistemática: el tipo brutal de opresión medieval del campo, emanada de la voluntad arbitraria de los déspotas locales bajo el sistema anterior, fue substituido ahora por la voluntad más reglamentada de un poder extranjero, que durante mucho tiempo daría a los terratenientes libertad para recaudar adwab y mathot de sus arrendatarios, fijarles rentas abusivas o echarlos de la tierra. Obligado por la presión a legislar contra tales abusos, el régimen fue incapaz de eliminarlos del todo porque sus agentes para hacer cumplir la ley a escala local servían como instrumento de la autoridad de los terratenientes, y la ley, tan equitativa sobre el papel, podía ser manipulada por los funcionarios de los tribunales y por los abogados en favor de los propietarios. El Raj permitió incluso que el poder de castigar, esa facultad fundamental del estado, fuese compartido hasta cierto punto por la élite rural en nombre del respeto por la tradición indígena, lo que en la práctica significaba cerrar los ojos ante la burguesía agraria que aplicaba la justicia criminal, ya fuese como miembros de la clase dominante operando desde kachari y gadi, o de las castas dominantes, atrincherados en los panchayats de los pueblos. La connivencia entre sarkar y zamindar a escala local formó parte de la experiencia común de los pobres y de los subalternos casi en todas partes.

Una consecuencia importante de esta revitalización del sistema de propiedad de la tierra bajo el control británico fue el fenomenal desarrollo del endeudamiento campesino. Porque con un mercado de la tierra floreciente bajo el triple impacto de la legislación agraria, el crecimiento demográfico y una provisión cada vez mayor de dinero, muchos mahajans y banias adquirieron docenas de fincas en las subastas en que se vendían las de terratenientes empobrecidos y arrendatarios desahuciados. Establecidos como propietarios rurales, concentraron toda su pericia de usureros en su función de rentistas. Les incitó a hacerlo un conjunto de factores específicos del control colonial — la casi total ausencia de leyes sobre la renta para proteger a los arrendatarios-cultivadores hasta el último cuarto del siglo XIX, la falta de topes efectivos y aplicables para los tipos de interés locales, la ausencia de coordinación entre el calendario de la cosecha, adaptado a las prácticas agrícolas tradicionales, y un calendario fiscal ajustado a la rutina de la administración imperial, y el desarrollo de una economía de mercado que incitaba a unos campesinos con poco o ningún capital a transformar su campo en el sentido de la agricultura comercial y, en consecuencia, a convertirse en deudores a perpetuidad. Un resultado acumulado de todo esto fue convertir a los terratenientes en prestamistas — alrededor de un 46 por 100 de todas las deudas en las entonces llamadas Provincias Unidas se debían a los terratenientes en 1934 — [9] lo que dio lugar a otra de esas paradojas históricas características del Raj, esto es, la de asignar al poder capitalista más avanzado del mundo la tarea de fusionar el sistema de tenencia de la tierra y la usura en la India, de forma que impedía el desarrollo del capitalismo tanto en la agricultura como en la industria.

Así fue como los poderes hasta entonces separados de los terratenientes, los prestamistas y los funcionarios llegaron a formar, bajo el gobierno colonial, un aparato compuesto de dominio sobre los campesinos. Su sujeción a este triunvirato — sarkari, sahukari y zamindari — era de carácter primariamente político, siendo la explotación económica tan sólo una, aunque la más obvia, de sus diversas instancias. Porque la apropiación de su excedente se efectuaba por la autoridad ejercida sobre las sociedades y mercados locales por los terratenientes-prestamistas y un capitalismo secundario que funcionaba estrechamente asociado a ellos y por la inclusión de esta autoridad en el poder del estado colonial. El elemento de coerción era tan explícito y estaba tan presente en todos sus tratos con el campesino que éste debía necesariamente considerar tal relación como política. Por la misma razón, al emprender la destrucción de esta relación se comprometía en lo que era esencialmente una tarea política, una tarea en que el nexo de poder existente tenía que ser derrocado como una condición necesaria para la reparación de cualquier agravio particular.

No había forma de que el campesino se lanzase a tal proyecto inconscientemente. Porque esta relación estaba tan reforzada por el poder de aquellos que se beneficiaban de ella, y por su determinación, sostenida por los recursos de la cultura gobernante, de castigar la menor infracción, que tenían que arriesgarlo todo tratando de subvertirla o destruirla con la rebelión. Este riesgo implicaba no sólo la pérdida de sus tierras y de su ganado, sino también la de su posición moral que derivaba de una subordinación incondicional a sus superiores, que la tradición había convertido en su dharma. No es de extrañar, pues, que la preparación de una insurrección estuviese casi invariablemente marcada por muchas contemporizaciones y por la evaluación de los pros y los contras por parte de sus protagonistas. En muchas ocasiones intentaban al principio conseguir justicia de las autoridades enviando una delegación (por ejemplo en la bidroha de Títu, en 1831), haciendo una petición (por ejemplo en los alzamientos de Khandesh, en 1852), o mediante manifestaciones pacíficas (por ejemplo en la sublevación del Índigo, en 1860) y se alzaban en armas sólo como último recurso, cuando todos los otros medios habían fracasado. Además, una revuelta estaba precedida, en la mayoría de los casos, por una consulta entre los campesinos que dependía de las diversas formas organizativas de la sociedad local donde se iniciaba. Había asambleas de ancianos del clan y panchayats de casta, convenciones de vecinos, reuniones más amplias de masas, etc. Estos procesos de consulta eran con frecuencia muy prolongados y podían durar semanas e incluso meses antes de alcanzar el consenso necesario en diversos niveles hasta que la mayoría de una comunidad entera se movilizaba por el uso sistemático de canales fundamentales y de medios muy diferentes de comunicación verbal y no verbal.

No había nada de espontáneo en esto, en el sentido de ser irreflexivo y no deliberado. El campesino sabía lo que hacía cuando se sublevaba. El hecho que su acción se dirigiese sobre todo a destruir la autoridad de la élite que estaba por encima de él y no implicase un plan detallado para reemplazarla no lo pone fuera del reino de la política. Por el contrario, la insurgencia afirmaba su carácter político precisamente por este procedimiento negativo que trataba de invertir la situación. Al tratar de forzar la substitución mutua del dominante y del dominado en la estructura de poder no dejaba ninguna duda sobre su identidad como proyecto de poder. Como tal era tal vez menos primitivo de lo que a menudo se presume. Con frecuencia no careció ni de liderazgo ni de objetivo, ni incluso de algunos rudimentos de programa, aunque ninguno de estos atributos podía compararse, en madurez o en sofisticación, con los de los movimientos históricamente más avanzados del siglo xx. La evidencia es amplia e inequívoca en este punto. De los muchos casos discutidos en este trabajo no hay ninguno que pueda decirse que careció por completo de dirigentes. Casi todos tenían algún tipo de dirección central, por así llamarla, y alguna cohesión, aunque en ninguno de ellos existiese un control total de las muchas iniciativas locales nacidas de dirigentes surgidos de abajo cuya autoridad era limitada y de corta duración. Por supuesto estamos tratando de un fenómeno que no tiene nada que ver con la dirección de los partidos modernos, y que tal vez podría describirse mejor, en palabras de Gramsci, como «múltiples elementos de “dirección consciente” pero ninguno de ellos… predominante». Lo que es algo muy distinto a estigmatizar estas luchas vagamente orientadas como estallidos “subpolíticos” de impetuosidad de masas sin ninguna dirección ni forma.

Además, si objetivo y programa son una medida de la política, las movilizaciones militantes de nuestro período deben considerarse como más o menos políticas. Ninguna de ellas carecía por completo de objetivos, aunque éstos fuesen más elaborados y estuviesen definidos de manera más precisa en algunos acontecimientos que en otros. Los campesinos de Barasat dirigidos por Titu Mir, los santal bajo los hermanos Subah y los Munda bajo Birsa, todos manifestaron su objetivo de conseguir el poder de una forma u otra. Los reyes campesinos eran un producto característico de la revuelta rural en todo el subcontinente, y la anticipación de poder se indicó en algunas ocasiones por los rebeldes al designarse a sí mismos como un ejército formalmente constituido (fauj), sus comandantes, como personal que hace cumplir la ley (por ejemplo daroga, subahdar, nazir, etc.), y otros líderes, como funcionarios civiles de rango (por ejemplo dewan, naib, etc); todo ello para simular las funciones de un aparato de estado. Si el nuevo raj con el que pretendían reemplazar al que intentaban destruir no se ajustaba del todo al modelo de un estado nacional y secular, y su concepto de poder no lograba superar el localismo, el sectarismo y las divisiones étnicas, eso no eliminaba por completo el carácter esencialmente político de su actividad, pero definía la cualidad de esta política al especificar sus limitaciones.

Sería equivocado sobreestimar la madurez de esta política y buscar en ella las calidades de una fase posterior de conflicto de clase más intenso, una lucha antiimperialista general y un mayor nivel de militancia de las masas. Comparados con éstos, los movimientos campesinos de los tres primeros cuartos del dominio británico representaban un estado de conciencia todavía incipiente y un tanto ingenuo.

No obstante, nos proponemos el estudio de esta conciencia como nuestro tema central, porque no es posible que se entienda la experiencia de la insurgencia como una simple historia de acontecimientos sin un sujeto. Es para rehabilitar este sujeto que debemos tomar la concepción que el campesino-rebelde tenía de su propio mundo y su voluntad de cambiarlo como nuestro punto de partida.

Por débiles y trágicamente ineficaces que puedan haber sido esta concepción y esta voluntad, significaban nada menos que los elementos de una conciencia que estaba aprendiendo a compilar y clasificar los momentos individuales y dispares de la experiencia y a organizarlos en alguna especie de generalizaciones. Eran, en otras palabras, los comienzos mismos de una conciencia teórica. La insurgencia era, en efecto, el lugar de encuentro en que las dos tendencias mutuamente contradictorias de esta aún imperfecta, casi embrionaria, conciencia teórica — esto es, una tendencia conservadora constituida por el material heredado y absorbido sin crítica de la cultura dominante, y otra radical, orientada hacia la transformación práctica de las condiciones de existencia del rebelde — [10] se encontraron para realizar una prueba de fuerza decisiva.

El objeto de este trabajo es analizar y describir esta lucha no como una serie de encuentros específicos sino en su forma general. Los elementos de esta forma derivan de la larga historia de la subalternidad del campesino y de su esfuerzo por acabar con ella. De éstos, el primero está más plenamente documentado y representado en el discurso de la élite, a causa del interés que siempre ha tenido para sus beneficiarios. Sin embargo, la subordinación difícilmente puede justificarse como un ideal y como una norma, sin reconocer el hecho y la posibilidad de la insubordinación, de modo que la afirmación de la dominación en la cultura dominante habla también elocuentemente de su Otro, esto es, de la resistencia. Ambas corren en trayectorias paralelas en los mismos períodos de la historia, como aspectos mutuamente implicados pero opuestos de un par de conciencias antagónicas. Es así como la opresión de los campesinos y sus revueltas contra ella figuran una y otra vez en nuestro pasado, no sólo como materias entremezcladas de hecho, sino también como tradiciones hostiles pero concomitantes. Igual como la práctica milenaria de mantener a las masas rurales en servidumbre ha ayudado a desarrollar códigos de deferencia y lealtad, así también la práctica recurrente de la insurgencia ha ayudado a desarrollar estructuras bien establecidas de desafío a lo largo de los siglos. Tales estructuras son operativas, aunque sea de una manera débil y fragmentaria, incluso en la vida cotidiana y en la resistencia individual y de grupos minoritarios, pero alcanzan su más enfático y amplio aspecto cuando estas masas comienzan a trastornar el orden del mundo y los rituales, los cultos y las ideologías moderadores no bastan ya para mantener la contradicción entre los subalternos y los dominadores en un nivel no antagónico. Estas grandes estructuras de resistencia varían en detalle según las diferencias entre culturas regionales, así como entre estilos de dominación y el peso relativo de los grupos dominantes en cada situación. Pero dado que la insurgencia, con todas sus variantes locales, se relaciona de forma antagónica con esta dominación en todas partes a lo largo del período histórico estudiado, hay mucho en ella que se combina en pautas que se extienden por todas sus expresiones particulares. Porque, como se ha dicho:

La historia de todas las sociedades del pasado ha consistido en el desarrollo de los antagonismos de clase, antagonismos que asumieron diferentes formas en épocas diferentes. Pero sea cual fuere la forma que puedan haber tomado, hay un hecho común a todas las edades pasadas, esto es la explotación de una parte de la sociedad por la otra. No es de extrañar, pues, que la conciencia social de épocas pasadas, a pesar de la multiplicidad y variedad que exhibe, gire en torno a ciertas formas comunes, o ideas generales, que no pueden desvanecerse por completo, excepto con la desaparición total de los antagonismos de clase.[11]

Nuestro objetivo en este trabajo será buscar e identificar algunas de esas «formas comunes o ideas generales» de la conciencia rebelde durante el período colonial. Sin embargo, dentro de esta categoría hemos elegido centrar la atención en «los primeros elementos» que hacen posible que las ideas generales se combinen en formaciones complejas y constituyan lo que Gramsci ha descrito como «los pilares de la política y de cualquier acción colectiva».[12] Estos aspectos elementales, como nos proponemos llamarlos, son abundantes y repetidos: precisamente porque ocurren una y otra vez y casi en todas partes en nuestros movimientos agrarios, son aquellos que pasan más desapercibidos. El resultado ha sido no sólo excluir la política de la historiografía de la insurgencia campesina india, sino reducirla a un simple ornato, una especie de detalle decorativo y folclórico que sirve principalmente para realzar los curricula vitae de las élites indígenas y extranjeras. Por contraste, será la conciencia rebelde la que va a dominar este ejercicio. Queremos enfatizar su soberanía, su consistencia y su lógica para compensar su ausencia de la literatura sobre el tema y actuar, si es posible, como un correctivo al eclecticismo común a mucho de lo que se ha escrito sobre esto.

La mayor parte de la evidencia utilizada, aunque no toda, es de origen elitista. Esta evidencia nos ha llegado en forma de documentos oficiales de una u otra clase — informes policiales, despachos del ejército, registros administrativos, actas y resoluciones de los departamentos gubernamentales, etc. Las fuentes no oficiales de nuestra información sobre el tema, tales como los periódicos o la correspondencia privada entre personas de autoridad, hablan también con la misma voz elitista, aunque sea la de la élite indígena o la de los no indios que están al margen de la burocracia. Elemento básico de la mayor parte de la literatura histórica sobre temas coloniales, la evidencia de este tipo tiene una forma de imprimir los intereses y la perspectiva de los enemigos de los rebeldes en cada narración de nuestras rebeliones campesinas.

Un modo obvio de combatir este sesgo podría ser convocar el folclore, oral y escrito, en ayuda del historiador. Desafortunadamente no es bastante para servir a este propósito ni en cantidad ni en calidad, a pesar de las ilusiones populistas en un sentido contrario. Por una parte, el volumen real de evidencia que ofrecen las canciones, poesías, baladas, anécdotas, etc., es exiguo, hasta el punto de resultar insignificante, comparado con la gran cantidad de documentación disponible de las fuentes elitistas sobre casi todos los movimientos agrarios de nuestro período. Esto representa una medida no sólo del monopolio que los enemigos de los campesinos tuvieron de la literatura bajo el Raj, sino de su preocupación por vigilar y registrar cada gesto hostil de las masas rurales. Tenían simplemente demasiado que perder, y el miedo que obsesiona a toda autoridad basada en la fuerza, hizo de ellos unos archiveros cuidadosos. Tomemos, por ejemplo, la hool Santal de 1855, que en este aspecto es más rica que otros movimientos. Tan sólo lo que de ella sabemos a partir de las series de Judicial Proceedings de los Archivos del Estado del Oeste de Bengala, sin contar con los documentos de los distritos, sobrepasa con mucho la información que puede obtenerse de los recuerdos de Jugia Harom y Chotrae Desmanjhi, unidos al folclore compilado por Sen, Baskay, y Archer y Culshaw.[13] Para la mayoría de los otros acontecimientos la proporción resulta todavía más a favor de las fuentes elitistas. En efecto, para uno de los más importantes, la revuelta de Barasat de 1832, sería difícil encontrar algo que no proceda de una fuente identificada con opiniones hostiles a Titu y sus seguidores.

Un aspecto igualmente decepcionante del folclore relacionado con la militancia campesina es que también puede ser elitista. No todos los cantantes ni intérpretes de baladas tenían una visión que simpatizase con los rebeldes. Algunos pertenecían a familias de casta superior venidas a menos en tiempos difíciles o a otros grupos empobrecidos de las capas medias de la sociedad rural. Separados de los cultivadores de la tierra por su estatus, si no por su riqueza, buscaban el patronazgo de la burguesía rural y expresaban sus angustias y prejuicios en sus composiciones sobre los disturbios agrarios. Así, la voz insurgente que nos llega a través de la poesía de Mundari y de las homilías publicadas por Singh, o la canción contra la medición de tierras en dialecto Sandip publicada por Grierson, están más que compensadas en la literatura popular por la representación de los puntos de vista de los terratenientes en algunos de los versos citados en el relato de Saha de la bidroha de Pabna, en el de la insurrección Pagalpanthi de Ray, etc.[14]

¿Cómo podemos entrar en contacto con la conciencia de la insurgencia cuando nuestro acceso a ella está cerrado de este modo por el discurso de la contrainsurgencia? La dificultad es quizás menos insalvable de lo que parece a simple vista. Porque la contrainsurgencia, que deriva directamente de la insurgencia y está determinada por ella en todo lo que es esencial p a r a su forma y articulación, no puede apenas permitirse un discurso q u e no esté plena y compulsivamente implicado con los rebeldes y sus actividades. Es verdad que los informes, despachos, actas, juicios, leyes, cartas, etc., en que, policías, soldados, burócratas, terratenientes, usureros y otros, igualmente hostiles a la insurgencia, reflejan sus sentimientos, equivalen a una representación de su voluntad. Pero estos documentos no derivan su contenido tan sólo de esta voluntad, dado que ésta se afirma en otra voluntad, la del insurgente. Debiera ser posible, en consecuencia, leer la presencia de una conciencia rebelde como un elemento necesario que está difundido dentro de este cuerpo de evidencia.

Hay dos formas en que esta presencia se deja sentir. En primer lugar, aparece como una información directa de las manifestaciones rebeldes interceptadas de tanto en tanto por la autoridad y usadas para las campañas de pacificación, las promulgaciones legales, los procedimientos judiciales y las otras intervenciones del régimen contra sus adversarios. Testimonio de una especie de espionaje oficial, este discurso entra en los documentos de la contrainsurgencia de forma muy diversa, como mensajes y rumores que circulan dentro de una comunidad rural, fragmentos de conversación escuchados por espías, declaraciones hechas por cautivos en los interrogatorios policíacos o ante los tribunales, etc. Destinados a ayudar al Raj a suprimir la rebelión e incriminar a los rebeldes, su utilidad en ese aspecto particular resulta una medida de su autenticidad como documentación de la voluntad del insurgente. En otras palabras, el discurso interceptado de este tipo da testimonio tanto de la conciencia de los campesinos rebeldes como de las intenciones de sus enemigos, y puede servir legítimamente como evidencia para una historiografía no comprometida con el punto de vista de estos últimos.

La presencia de esta conciencia se afirma también por una serie de indicios dentro del discurso de la élite. Éstos tienen la función de expresar la hostilidad de las autoridades británicas y de sus protegidos nativos hacia los ingobernables perturbadores del campo. Las palabras, las frases y los fragmentos enteros de prosa destinados a este propósito están diseñados principalmente para indicar la inmoralidad, la ilegalidad, la barbarie, etc., de la práctica insurgente y para anunciar por contraste la superioridad de la élite en cada aspecto. Como medida de la diferencia entre dos percepciones mutuamente contradictorias, tienen mucho que decirnos, no sólo sobre la mentalidad de la élite, sino también sobre lo que se opone a ella, es decir, sobre la mentalidad subalterna. El antagonismo es, en efecto, tan completo y está tan firmemente estructurado que, a partir de los términos declarados por uno, debería ser posible, invirtiendo sus valores, derivar los términos implícitos del otro. Cuando, por tanto, un documento oficial habla de bandidos como participantes en los disturbios rurales, no significa (según el sentido normal de la palabra Urdu) una colección ordinaria de delincuentes, sino de campesinos implicados en una lucha agraria militante. En el mismo contexto, una referencia a algún “pueblo dacoit” (como se encuentra tan a menudo en las narraciones del Motín) indicaría la población entera de un pueblo unido para resistir a las fuerzas armadas del estado; “contagio”, el entusiasmo y la solidaridad generada por un alzamiento entre diversos grupos rurales dentro de una región; “fanáticos”, rebeldes inspirados por alguna especie de doctrina de restauración de creencias antiguas o de puritanismo; “anarquía”, el desafío por parte de la gente de lo que se había establecido como delito, etc.

En efecto, las presiones ejercidas por la insurgencia en el discurso de la élite obligan a reducir el campo semántico de muchas palabras, y a asignarles significados especializados con el fin de identificar a los campesinos como rebeldes, y su intento de transformar el mundo, como un crimen.

Gracias a este proceso de limitación es posible para el historiador usar este lenguaje empobrecido y casi técnico como una clave para las antonimias que hablan por una conciencia rival, la del rebelde. Una parte de esta conciencia que está tan firmemente inscrita dentro del discurso de la élite, podrá, esperamos, hacerse visible en nuestra lectura de ella.


Glosario:

Abwab: Fuente de rentas públicas. Tributos, multas o impuestos exigidos por un jefe nativo.

Arkatis: recaudadores locales.

Banas: mercader. Perteneciente a una casta de comerciantes y mercaderes hindúes.

Bidroha: revuelta, insurrección, levantamiento.

Dacoit: una de las clases criminales de la India y Birmania. Actuaban en bandas de ladrones y asesinos.

Daroga: gobernador, superintendente, funcionario. Bajo el imperio mogol, gobernador de una provincia o ciudad.

Deccan: península del sur de la India.

Dewan: empleado del servicio de inteligencia en las plantaciones de Índigo.

Dharma: costumbre social observada como deber.

Dhing: insurgencia, insurrección, revuelta.

Fauj: ejército rebelde formalmente constituido.

Fituri: revuelta, insurrección, rebelión.

Gadi: hombre de posición elevada que ayuda a los miembros de su tribu en asuntos oficiales.

Hool: insurrección, revuelta, levantamiento.

Kachari: gorro.

Kunbi: miembro de una importante casta distribuida por toda la India, excepto en el sur.

Kol: miembros de Bengala y Chota Nagpur.

Matjot/mahajans: prestamistas.

Naib: administrador de fincas de los terratenientes.

Panchayats: consejo del pueblo. Grupo de cinco ancianos influyentes, reconocidos por la comunidad como un cuerpo de gobierno.

Perwannah: orden. Orden escrita.

Prayaschitta: expiación ritual.

Rypotwary: sistema de recaudación de rentas y tasas de la tierra en el que el Government Sarkar: gobierno, régimen.

Santal: pueblo melanohindú del Este de la India (Estados de Bihar, Bengala Occidental y Orissa). Perteneciente al grupo de los Mundas.

Settlement recauda las rentas directamente de los ryots (campesinos hindúes). Sistema directo de asiento entre el gobierno y los cultivadores, sin intervención del zamindar.

Samaj: asociación usualmente basada en el estatus social de sus miembros.

Samsarga: impuresa por asociación

Ulgulan: insurgencia, revuelta, levantamiento.

Zamindar: recaudador de rentas de los cultivadores de un distrito específico de la India, durante el período de gobierno musulmán. Bajo gobierno británico se convirtió en feudatario que tenía los derechos de propiedad privada gran cantidad de tierra. Pagaba al gobierno una renta fija sustancial que extraía de los impuestos coercitivos sobre los agricultores.


Notas:

[1] La estimación se basa en acontecimientos catalogados en tres trabajos conocidos, como son los de S.B. Chaudhuri, Civil Disturbances during the British Rule in India, Calcuta, 1995; y S. Ray, Bharater Baiplabik Samgramer Itihas, Calcuta, 1970, y Bharater Krishak-bidroha O Ganatantrik Samgram, vol. I, Calcuta, 1966. Una lista completa, realizada por diferentes historiadores, sin duda mostraría un número aún mayor. Para los eruditos que trabajan en las diversas regiones específicas, obviamente, estas compilaciones, basadas en fuentes publicadas y obras secundarias, no incluyen muchos casos locales que podrían recuperarse de los archivos y de la literatura oral.

[2] F. Saussure, Course in General Linguistics, Glasgow, 1974, p. 165.

[3] BC 1363 (54227): nota del vicepresidente (30 de marzo de 1832); nota de Blunt (24 de marzo y 4 de abril de 1832). BC 1363 (54228). JP, 19 de julio de 1855; Elliott a Grey (15 de julio de 1855). JP, 8 de noviembre de 1855: nota del teniente-gobernador (19 de octubre de 1855).

[4] JC, 22 de noviembre de 1831 (n. 91).

[5] Para una presentación más elaborada sobre este argumento véase Guha, «The Prose of Counter-insurgency», en R. Guha (ed.), Subaltern studies, II, Delhi, l983.

[6] Ésta y otras observaciones atribuidas a Gramsci sobre la cuestión de la espontaneidad han sido tomadas de «Spontaneity and Conscious Leadcrship» en Gramsci, en Selections from the Prison Notebooks, Londres, 1971, pp. 196–200.

[7] Las citas que siguen corresponden a E. J. Hobsbawm, Primitive Rebels, Manchester, 1959, pp. 2, 5, 13, 23, 96 y 118.

[8] J. Sarker (ed.), The Hislory of Belgan, Dacca, l948, pp. 409–410.

[9] Gobierno de Bengala, Report of the Land Revenue Comission, vol. I, Alipore, 1940, p. 98.

[10] Gramsci, Selections from the Prison Notebooks, p. 333.

[11] MECW [Marx and Engels’s Collected Works]: VI, p. 504.

[12] Gramsci, Selections from the Prison Notebooks, p. 144.

[13] Ver MHKRK: passim, y especialmente pp. CLXXVI-VIII; W. I Culshaw y W. G. Archer, «The Sontal Rebellion», Man in India, vol. 25 (4), diciembre de 1945, pp. 218–239; D. O. Sen (ed.), Eastern Bengal Ballads, vol. 2, Calcuta, 1926, pp. 265–271; D. Baskay, Saontal Ganasamgramer Itihas, Calcula, 1976, passim.

[14] S. Singh, Dust-storm and Hanging Mist, Calcuta, 1966, apéndices H, I y K; G. A. Grierson, Linguistic Survey of India, Delhi, 1968, p. 257; R. Saha, Pabna Jelar Itihas, vol. III, pp. 97–100; y Ray, Bharater Krishak bidroha O Ganatantrik Samgram, p. 235.

http://www.ceapedi.com.ar/imagenes/biblioteca/libreria/318.pdf


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