Por Fernando Luis Rojas López: “No se va un siglo en una muerte, o en varias. Quedan ríos y rayas, aun sin nombres, en las palmas de la gente que aplaude”.
Por aquellos días Rodríguez Rivera se iba de gira por las universidades del oriente cubano, el chino Heras leía sus cuentos a los maestros de secundaria básica albergados en una residencia en Guanabo, quinientos jóvenes celebraron en la Universidad de La Habana –canto de La Internacional incluido en la plaza Cadenas– la víspera del noventa aniversario de la Revolución de Octubre y Fernando Martínez Heredia charlaba con los jóvenes en la sede de la FEU Nacional. En el estadio universitario Juan Abrantes actuaba X Alfonso, y las gradas se llenaban para recordar la Función de Desagravio ofrecida en 1956 ante la decisión de suprimir la subvención estatal al ballet.
Aquellos días fueron no hace tanto, pero los miro con cierta extrañeza y ajenidad, como si mediara un siglo.
También por aquellos días nos fuimos a casa de Alicia. La primera fue una impresión desencajada: el glamour de su pose de bailarina versus el trato directo y afectuoso. La postura física, la externidad, versus la cercanía de las palabras y los besos.
Alguien dijo de los Pogolotti que «la ceguera se convierte en canal de corporeidad para la memoria» y también, ¿por qué no?, introduce en el presente otros caminos a la corporeidad. Creo que Alicia nos dio cuerpo, ese día, desde nuestras voces. Una era directa y aguda, como de líder; otra, apresurada y oriental; una más, lenta y suave, casi femenina; la última, pensada y gruesa.
El dueño de la última voz la tomó del brazo, y ella lo sintió músculo todo. Agarró sus manos, igual de gruesas, y confirmó esa corporeidad que le llegó en la voz. «El musculoso», le dijo, y apretó sus dedos de negro pinareño.
Alicia ha muerto. El dueño de la última voz ha escrito un epitafio: «Símbolo de una época y un arte. Gracias por abrir el ballet para todos: campesinos, pobres, negros…». Un epitafio repetido, aplauso tras aplauso, por las calles de La Habana. Sin consignas, sin indicaciones… Aplauso también, de pobres y negros. Sí: ¡la Patria! Sí: ¡el Arte! Sí: ¡la Cultura! Pero sí, y sobre todo: ¡la Gente!
El dueño de la última voz y de su epitafio, «el musculoso», no llegó de genealogías históricas. Vino de la estirpe de esas rayas del Yabebirí, el río de Misiones y de Horacio Quiroga. Para ellas las cosas son más sencillas: se trata de ser rayas, hijas de rayas y nietas de rayas. Se trata, como para el dueño de la voz –ya no última– y Alicia, de cuidar a los hombres y las mujeres.
No se va un siglo en una muerte, o en varias. Quedan ríos y rayas, aun sin nombres, en las palmas de la gente que aplaude.
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