Por Reinaldo Iturriza
No es para nada casual la notable ausencia de análisis sobre el más importante fenómeno político en la Venezuela de estos tiempos: la desafiliación política. Encarar el fenómeno supondría, para la clase política en su conjunto, saldar cuentas con sus propias debilidades, incapacidades y miserias. En consecuencia, se prefiere barrerlo bajo la alfombra, como si de polvo se tratara, y guardar las apariencias de pulcritud y buenas maneras.
El efecto político inmediato de todo esto es la sobrerepresentación de la misma clase política y la subrepresentación de la inmensa mayoría popular desafiliada. Si aquella antagoniza o eventualmente negocia y acuerda, lo crucial es que la segunda no se siente realmente representada.
En el caso específico de María Corina Machado, no se trata solamente de que no representa una alternativa de cambio. En realidad, está muy lejos de significar algo, como no sea esa porción históricamente minoritaria del antichavismo que anhela la completa aniquilación de un enemigo al que le endosa todos los males y culpas.
Como fenómeno, no constituye en lo absoluto algo novedoso: ella encarna un cierto furor antipolítico de unas elites descolocadas y desconcertadas desde el mismo momento en que Hugo Chávez conquistara el poder por la vía democrática y electoral.
Su protagonismo en tiempos recientes obedece, en buena medida, a la ruina de la clase política opositora, a su derrota persistente, a sus profundas divisiones internas, a su incapacidad para cumplir la promesa de desplazar a la clase gobernante, con todo y el decidido apoyo estadounidense. Es consecuencia del estrepitoso fracaso de la experiencia Guaidó, de su rapacidad e inconsecuencia. En contraste, Machado se erige como una figura firme y consecuente, que no transige, que se mantiene leal a sus principios, cualesquiera que estos sean.
En adición, la misma clase gobernante se empeñó durante mucho tiempo en brindarle una visibilidad y otorgarle un protagonismo que no se correspondía con su peso político real, haciéndola blanco de señalamientos constantes, en lo que ha sido una de sus prácticas consuetudinarias: construir un contrincante a su medida, esto es, uno que, siempre conforme a sus cálculos, pueda despachar con relativa facilidad llegado el momento oportuno.
Una y otra circunstancias: la ruina de la clase política opositora y la propensión de la clase gobernante a construir contrincantes a su medida, están en la raíz de la desafiliación política. En el primer caso, parece claro, la desafiliación sería consecuencia de la derrota; en el segundo caso, en cambio, esta obedecería a lo hecho por la clase gobernante para obtener sus victorias.
Si algo enseña la experiencia venezolana es que una clase gobernante que ha instituido como norma de su quehacer político el construir contrincantes a su medida, eventualmente debe lidiar con la seria dificultad para medir en sus justas dimensiones el conflicto histórico que alguna vez le hizo antagonizar con las fuerzas que enarbolan un proyecto de orientación antinacional y antipopular. En el hecho de representar los intereses de la mayoría radicaba su respaldo popular. Pero a partir del momento en que el objetivo de prevalecer en el poder se antepone a los intereses de la fuerza en su conjunto, es decir, cuando los intereses de la propia clase política se anteponen a los de la mayoría, esto abre la posibilidad de un reacomodo político, que incluye el entendimiento con parte de las fuerzas alguna vez consideradas antagónicas. Dicho reacomodo supone, inevitablemente, hacer concesiones de índole programática, lo que termina comprometiendo no solo el contenido del proyecto nacional y popular, sino fundamentalmente la propia fuerza. De manera muy sumaria, esto es lo que ha venido ocurriendo en Venezuela a partir de 2016.
El acto público celebrado el pasado 26 de octubre en un hotel del este caraqueño, es expresión de la forma que ha terminado asumiendo este reacomodo de fuerzas. Aquel lugar reunió a representantes del Alto Gobierno, incluido el presidente de la República, con los titulares de Fedecámaras, Conindustria, Fedeindustria, Iglesias, dueños de medios de comunicación, universidades, gobernadores, la central de trabajadores oficialista, diputados, etcétera. Se caracterizó por el consenso en torno a los acuerdos suscritos, una semana antes en Barbados, por representantes del Gobierno y la oposición: uno de carácter parcial, relativo a la «promoción de derechos políticos y garantías electorales para todos»; y otro para la defensa de los activos y recursos de la nación ilegalmente retenidos en el exterior. De igual forma, predominó el consenso con respecto a la oportunidad que se abre con motivo del levantamiento parcial de sanciones por parte de los Estados Unidos, anunciado tras la firma de los acuerdos en Barbados.
Si algo ha quedado claro a partir de esta especie de Pacto del Eurobuilding, es que este bloque de fuerzas en gestación considera improcedente una candidatura presidencial como la de María Corina Machado que, por demás, y como ya hemos sugerido, no goza del respaldo del grueso de la clase política opositora, incluyendo a parte de la que todavía se muestra renuente a incorporarse al novedoso bloque. Esto explicaría, a su vez, las actuaciones del Ministerio Público y del Tribunal Supremo de Justicia en contra de las primarias realizadas el 22 de octubre, jornada en las que resultara abrumadoramente favorecida Machado.
Dicho de otra manera, la debilidad de María Corina Machado responde al hecho de que su figura no representa un fenómeno de masas. No es precisamente una outsider, como se le ha intentado presentar, sino una improbable candidata del sistema, que alcanza su pico de popularidad en la coyuntura histórica equivocada: en momentos en que un nuevo bloque de fuerzas persigue la oxigenación del mismo sistema, aislando a los elementos que pudieran entorpecer la paz y la convivencia políticas que se derivarían del acuerdo entre las fuerzas que integran el mencionado bloque.
Con todo, el análisis quedaría incompleto si dejáramos de observar la circunstancia a nuestro juicio decisiva:
este reacomodo de fuerzas no significa que la clase gobernante esté siquiera cerca de resolver el problema de la representación de las mayorías. No podría ser de otra forma: en el mejor de los casos, la clase trabajadora desempeña un rol subalterno en el nuevo bloque de fuerzas; pero la situación es más grave aún: difícilmente pueda llegar a considerarse seriamente que está realmente representada.
Uno de los propósitos expresos del nuevo acuerdo es conjurar la «polarización inútil» — así, textualmente — que habría prevalecido durante los primeros años de Hugo Chávez en el poder.
Quizá sea esta la más importante falla de origen del referido acuerdo: la errónea caracterización de un tiempo que se distinguió por el conflicto histórico entre dos proyectos de país antagónicos; un conflicto que tuvo como protagonista a las mayorías populares hasta bien entrada la segunda década del presente siglo.
Puede que semejante error de juicio nos permita explicar la enorme dificultad de la clase gobernante para comprender, por una parte, que no puede existir tal cosa como regulación democrática del conflicto político sin protagonismo popular; y, por otra, que en ausencia de este último la escena política seguirá estando polarizada: de un lado, la clase gobernante recomponiendo bloque de fuerzas en conjunto con fracciones de las elites económicas, y del otro, unas mayorías desafiliadas que, eventualmente, procederán a resolver a su manera el problema de la representación política.
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