Por Reinaldo Iturriza
Fragmento del libro El chavismo salvaje, de Reinaldo Iturriza López, publicado por la Editorial Trinchera, Caracas, Venezuela, 2016.
I.
En su momento, frente a la sistemática apelación al expediente del «caudillo» al que recurrieron por las más variadas vías las elites desplazadas del poder durante los inicios de la Revolución bolivariana, expuse que esta práctica discursiva constituía una forma muy particular de hagiografía: no para justificar lo que sería el equivalente del «monarca», por supuesto, sino para suscitar al sujeto capaz de derrotarlo: la «sociedad civil».
Escribía entonces, a propósito de este discurso:
La «sociedad civil» no es solo anverso, en tanto que encarna los intereses de las elites que comienzan a ser desplazadas, sino también el reverso del sujeto «pueblo» chavista que, no obstante, permanece invisibilizado, reducido, oculto. Incapacitado, o más bien indispuesto para reconocer lo que pudiera haber de singularidad en el chavismo, concluye invariablemente que Chávez es una reedición del pasado secular, más de lo mismo, el caudillo que siempre vuelve (junto a su montonera) para recordarnos cuánto de barbarie sigue habiendo entre nosotros.
En respuesta a este discurso que «atenaza y deshumaniza la figura de Chávez (endiosándolo y demonizándolo al mismo tiempo) y relega al chavismo al ostracismo, expulsándolo del “paraíso terrenal” de la política», planteaba que correspondía «desacralizar la política venezolana: la manera como se cuenta su historia, la forma como es concebida» y narrada.
Lo anterior pasaba por «reconocer el conflicto como fundamento de la política y no marcar distancia frente a él en razón de una pretendida superioridad moral ni borronearlo en nombre de la “objetividad” científica o periodística. Justamente porque ambas imposturas se fundan en una condena moral del conflicto, el sujeto de la lucha desaparece de la escena, o solo aparece como muñeco de ventrílocuo. Esto es lo que significa el chavismo: es el sujeto de la lucha». Desacralizarlo implicaba «rescatarlo de la oscuridad», «retratar al chavismo en toda su profanidad, con sus grandezas y miserias». Al mismo tiempo, desacralizar la política venezolana significaba también «humanizar la figura de Chávez».
https://medium.com/la-tiza/un-primer-balance-general-de-la-etapa-post-ch%C3%A1vez-92e192634f12
Durante la década de 1990, y dando respuesta a los ataques en su contra, el mismo Chávez marcaba distancia del caudillismo más tradicional: «No me considero ni caudillo ni mesías. Este es un proceso colectivo y uno se ubica en un punto, en un momento de ese proceso y quizá pueda acelerarlo, retardarlo incluso, darle un toque, darle un pequeño viraje».[1] En otra ocasión, agregaba: «Yo creo que no hay ningún líder verdadero sin un liderazgo colectivo. Para que el líder sea líder requiere de un colectivo y que ese colectivo, además, vaya produciendo líderes […]. Y si surgiera un líder que no es capaz de ramificar su liderazgo, de forma tal que esas ramificaciones recojan […] genuinamente el sentimiento de un colectivo, ese proceso no tendría viabilidad».[2]
Con todo, a contrapelo de la historiografía más conservadora, se atrevía a revisar el papel desempeñado por algunos caudillos populares en la historia venezolana: «Y cuidado si hay o hubo caudillos necesarios para el proceso de incorporación de un pueblo a una lucha determinada en algún tiempo». Más adelante, precisaba:
el papel de los caudillos en ciertas épocas históricas es el de movilizador de masas […]. Si toman conciencia real, se abstraen de su misma persona y ven el proceso desde lejos, mirándose ellos mismos, y lo interpretan, ahí es donde yo creo que pudiera reinterpretarse el caudillismo, para que pudiera seguir estando en juego. Si esa persona entiende aquello, y dedica su vida, su esfuerzo, a colectivizar a través de su poder «mítico» a líderes, proyectos, ideas, si eso ocurre así, abstrayéndome de todos los procesos, justificaría la presencia del caudillo.[3]
II.
Ya ejerciendo funciones como presidente de la República, y conforme fue afianzándose en el poder de manera democrática con amplio respaldo popular, nos fue quedando claro que, con sus variantes, aquella práctica consistente, por una parte, en el endiosamiento de Chávez, es decir, su deshumanización por la vía de la sacralización y, por otra parte, en la demonización e invisibilización del pueblo chavista, no era exclusiva del antichavismo. Lo que en alguna ocasión definí como «oficialismo» procedía en términos muy similares.
Al respecto, vale la pena traer a colación palabras de John William Cooke: «Y cuando el burócrata trata de cubrir su desnudez conceptual con la vehemencia de su adhesión incondicional al líder, se aleja aún más de la verdad; cuando concentra toda la dinámica del suceso en el líder, más lejos se halla, aunque parezca lo contrario, de estar compenetrado con él». Más lejos se halla, porque desconoce la muy estrecha compenetración del líder con la realidad que le ha hecho posible: «el héroe del pueblo, el líder revolucionario, no es un fenómeno personal sobreimpuesto a la realidad que permite su surgimiento, sino un protagonista que integra esa realidad y expresa las fuerzas del crecimiento, las ansias de libertad de los oprimidos, la voluntad nacional de constituirse como comunidad soberana».[4]
Un líder revolucionario, para serlo realmente, no solo «requiere de un colectivo», sino recoger el sentimiento de ese colectivo, como ya advertía Chávez. Toda vana pretensión de proceder a su endiosamiento seguirá encontrando un obstáculo insalvable en el hecho indiscutible de que Chávez no pretendió sobreponerse a la realidad. Antes, al contrario, procuró integrarse a plenitud a la realidad del pueblo oprimido. Negar esa realidad equivale a estar condenado a pasar a la historia sin pena ni gloria. Chávez, en cambio, ese líder profano, terrenal, el hombre de carne y hueso y polvo, está tatuado para siempre en el alma popular.
Notas:
[1] Agustín Blanco Muñoz: Habla el Comandante Hugo Chávez Frías. Cátedra Pío Tamayo, CEHA/ IIES/FACES/UCV, Caracas, Venezuela, 1998. p. 28.
[2] Ibídem, p. 516.
[3] Ibídem, pp. 171–172.
[4] John William Cooke: Peronismo y revolución. Granica editor, Buenos Aires, Argentina, 1973.
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