Por Leyner Ortiz Betancourt
Para el 3210
No es raro experimentar una gran turbación en el tránsito de la vida escolar a la vida laboral. Abundan las historias de cambio radical y crisis, de depresión o ansiedad acentuada. Se trata, en efecto, de un tránsito brusco que puede suceder durante el tiempo escolar o, con mayor violencia, al término de los estudios. Pero, ¿por qué sucede esto? ¿Qué acontece en la subjetividad de nuestros escolares? ¿Cómo fluyen sus deseos y angustias en los tiempos que corren?
La escuela (en) bancarrota
No son pocos los que hablan, a nivel mundial, de la crisis de la escuela. En primer lugar, un elemento del sistema: se ha trastocado el flujo de intercambio de cuerpos disciplinados entre instancias disciplinarias.[1] Cuando antes se decía que «la escuela forma a los sujetos para la sociedad», se hacía referencia a un sentido verificable en la práctica. Pero ya las cosas no son así. No se trata solo de que la calificación ya no se traduce directamente en un mayor o menor salario, lo crucial es que cada institución disciplinaria se ha reformado y adecuado a la crisis de forma particular, de manera que el tránsito de una a otra, por ejemplo, de la escuela al trabajo, es ahora traumática. ¿Por qué? Porque ya no comparten un lenguaje común, porque sus recursos de validación técnica difieren, porque los sujetos piensan y se comportan diferente.
Esta crisis se inserta en un proceso más abarcador de transición de sociedades disciplinarias, donde varias instituciones disciplinan los cuerpos de acuerdo a las necesidades de la modernidad capitalista, hacia sociedades de control, donde el principal elemento de poder ocurre afuera de las instancias disciplinarias, también llamadas espacios de encierro.[2] No significa ello que ya no existan instituciones disciplinarias, sino que los controles son más relevantes en el sostenimiento de las relaciones de poder.
En Cuba, además, este proceso es una arista del cambio fundamental acontecido a partir de los noventa: la relevante contracción estatal iniciada luego de la caída de la URSS y la correlativa expansión de las relaciones de producción capitalistas. Pero en lo que compete a la escuela pública cubana la restricción estatal ha sido mínima, aunque el medio ha sido crecientemente atravesado por relaciones mercantil-capitalistas que distorsionan su norma interna, su registro moral y su legitimidad social. Como es lógico, el sector educativo ha debido reajustarse a las nuevas circunstancias, pero las reformas implementadas no han atacado la raíz de problemas cruciales como la mayor influencia del mercado y los excesos de burocracia, centralización, promocionismo académico y homogeneidad pedagógica. El asunto cobra mayor gravedad si se considera, además, que la educación pública, universal y gratuita es considerada una de las principales conquistas de la revolución de 1959.
A pesar del embate de la globalización neoliberal, la escuela ha resistido, aunque muchas veces desde una perspectiva moralista y conservadora, que a la larga atenta contra sí misma. Tal resistencia — mayor que la de otras instituciones — a los cambios, presentados como «flexibilización» por el discurso neoliberal, acentúa el desajuste con la sociedad en transformación. Entonces, la escuela resistente se presenta como arcaica, noción reforzada por la persistencia del esquema bancario de enseñanza y por el contraste con los modelos de enseñanza hiperflexibles. Por ello el problema no es solo la continuidad de la escuela bancaria, cuyos diversos «niveles» pueden desempeñar incluso un rol emancipador, sino el advenimiento de una escuela (en) bancarrota, por su resistencia al embate de la flexibilización con salidas usualmente conservadoras. Que la escuela se haya conservado es una excelente noticia para quienes aún creemos en su potencia liberadora, pero que la vía preponderante siga siendo conservadora no ofrece grandes esperanzas ante los desafíos del presente y futuro.
No por azar todo esto acentúa la relativa autonomía del ámbito escolar. Que la calificación académica ya no tenga traducción directa en el nivel de vida social no significa que la escuela ha perdido su razón de ser, sino que se ha reafirmado el sentido que en sí misma tiene la vida escolar. En efecto, no es solo que las familias necesitan, por su trabajo o condiciones de vida, dejar a los niños la mayor parte del día en la escuela, tampoco que los universitarios vayan a su facultad para ser notables profesionales, sino que la escuela es, en sí misma, un espacio de socialización y validación autónomo.
Pero no se trata, en definitiva, de cualquier espacio, sino de uno muy caro a las tradiciones republicanas, uno al que se ha dedicado gran esfuerzo imaginativo desde la modernidad; puesto que si en alguna institución se pudo ensayar la principal consigna republicana «libertad, igualdad y fraternidad» fue allí. Igualdad sobre la base de un esquema académico comparativo y disciplinario que en buena medida podía llegar a igualar a niños pobres o ricos de acuerdo a su disciplina e inteligencia. Fraternidad en la medida en que el dilatado tiempo de coexistencia y el volumen de vivencias compartidas terminaba por fraguar un espíritu de grupo a pequeña escala, ensayo de la fraternidad que se buscaba en la nación. Y también libertad, en la medida en que la adquisición de saberes modernos era, y sigue siendo, una forma de emancipar a los sujetos, siempre en el entendido de que toda liberación es, en el fondo, una dominación más emancipada.
Allí se entretejen intensas relaciones afectivas y pedagógicas; el escolar es validado en su grupo y en el orden académico; se edifican identidades y alteridades colectivas de probable larga duración; se vivencia un espacio de fronteras delimitadas, cuya norma interna es una protección del mundo externo e, incluso, de las propias familias. Para quien culmina estudios superiores, el tiempo de vida en la escuela casi llega a los 20 años, sin contar la enseñanza previa a la primaria. Muy pocas instituciones ocupan esta cantidad de años de vida en la mayoría de sus internos. En suma, la cantidad de tiempo y la sistematicidad que ocupa la experiencia escolar no es algo que se trastoque radicalmente en la actual coyuntura. Lo diferente ahora es la cualidad de este tiempo.
Aquellas fronteras que podía trazar la escuela en un contexto analógico, se debilitan en un mundo en creciente digitalización. El medio digital penetra y subvierte los lugares de encierro, su actuación no se limita al control del tránsito de las personas entre instituciones, sino que modifica a las instituciones mismas. Dos aspectos cruciales compiten con la escuela y están al alcance de todo usuario digital: la vasta masa de productos para el entretenimiento, que abarca desde el videojuego hasta las series dramatizadas, y el variado conjunto de productos y aplicaciones que ofrecen una vía de formación paralela a la escolar.
El lento y acumulativo proceso de enseñanza que promueve la escuela no puede competir con la inmediata erudición de Wikipedia, tampoco con la rapidez de redacción del Chat GPT y mucho menos con la intensidad de la experiencia lúdica que ofrece un videojuego. Plantearse la mera posibilidad de competir con esto probablemente sea ya parte del error. Sobre todo, en la medida en que la formación en el entorno digital puede incluso suplantar la formación analógica. Es cierto que nada de esto elimina la escuela, pero la pone en notable tensión.
Dos caras del futuro
La entrada al mundo del trabajo es la confrontación con un orden no predestinado de cosas. Ahora que se cambia de trabajo con notable celeridad, las historias de vida ligadas a un solo empleo, que garantizaba un progresivo y dilatado ascenso cultural y económico, pertenecen al pasado.[3] El trabajo es, cada día más, un ámbito de controles mercantiles. Y Cuba no es ajena a estos cambios.
https://medium.com/la-tiza/algunos-delirios-de-la-izquierda-sobre-la-escuela-d24c4a976a44
Es sabido que la principal disputa por la fuerza de trabajo, a lo interno del país, se dirime, en términos generales, entre el sector estatal y el privado. Aunque son dos formas de explotación y de precariedad, el estatal ofrece un alto grado de formalidad y cobertura jurídica que puede tener relevancia en el largo plazo. La falta de algo así en el sector privado se suple, usualmente, con un salario superior que se traduce en menores dificultades para reproducir la vida, mayor cobertura para subsistir en lo inmediato. Pero la disputa por la fuerza de trabajo tiene también un correlato global entre las fuerzas productivas nacionales y las del mercado mundial, con un resultado muy tangible y que inclina la balanza en favor del sistema capitalista:[4] la gran ola migratoria por la que atraviesa Cuba y que afecta, en particular, a la población joven, quizás recién salida de la escuela. Se trata, en estos términos, de un drenaje de fuerza de trabajo que los factores nacionales no pueden absorber.
Una vez en el escenario laboral, por vez primera el escolar no le da sentido a su existencia social según notas, reglas y criterios de los maestros, sino con arreglo a la capacidad de creación de valor que posee esa peculiar mercancía en su poder tan disputada: su propia fuerza de trabajo. Si antes su trayecto estaba definido de acuerdo a estos parámetros, ahora se enfrenta con una libertad angustiante que le demanda construir su propia trayectoria. Parece tener libre arbitrio, pero en realidad el alcance de sus opciones es restringido; si no sabe venderse, no podrá realizar su mercancía.
En este afán, constatará de inmediato que la mayor parte de sus estudios no determina su capacidad técnico-productiva específica al trabajo que ocupa o pretende y que, de forma inevitable, una nueva formación comienza a tener lugar. Esta continuación del proceso de aprendizaje no ocurre en el ámbito escolar sino en el registro de controles burocráticos.
El educador británico Mark Fisher hizo notar, hace unos años, que tanto la educación de posgrado como la formación profesional actuales eran formas de burocratización de la vida, novedosas en el contexto globalizado y pertenecientes a la ideología neoliberal. En conclusión, el neoliberalismo, que se presentaba como antiburocrático, terminaba por ampliar la burocracia sin tener que pagar por burócratas: esta nueva burocracia la hace y la paga la propia ciudadanía.[5] De un lado se entrona el fetiche de la disminución de los tiempos de formación, pero del otro se acrecienta la necesidad de una recalificación constante, mientras más desligada de algún programa sistemático de formación, mejor.
Es cierto que estos procederes demandan sujetos escolarizados y ello no ha dejado de ser muy necesario a los intereses empresariales. Es decir, aunque socavan el sentido de la escuela, la demandan como requisito indispensable. El resultado es, sin duda, paradójico y redunda en la perversión de la escuela y su sentido en el mundo.
Ahora aquello de que «la educación no termina si no con la muerte» adquiere un significado angustiante, pues lejos de apuntar al continuo enriquecimiento del intelecto, resalta el nunca acabar de los aburridos y abundantes procedimientos burocráticos de calificación profesional y académica.
Alternativas
La escuela todavía permite vivenciar un orden burocrático característico de la modernidad, jerárquicamente organizado, con una planificación establecida y una red de alcance nacional. El alumno no inventa nada en el diseño del proceso educativo, sino que este es conformado por colectivos de profesores en diferentes niveles, cuyo estrato más bajo, pero decisivo, es el docente de aula. Algo externo le viene impuesto y en este extraño orden tendrá que insertarse. Las reglas académicas y sociales de este ámbito difieren de su vida familiar y barrial. Una cierta opresión se ejerce sobre el estudiante, imaginado en todo el transcurso como un sujeto pasivo, en la medida en que no tiene en su poder el control del proceso en el que participa. La duración aquí es prolongada, en caso de arribo a la universidad abarca la niñez, la adolescencia y la juventud. El largo tiempo de exposición a este orden de cosas no puede ser extirpado de la subjetividad de la persona.
La sincronía generacional y las vivencias compartidas propician intensas formas de confraternización, pero el contraste de la vida digital o mercantil con la lenta duración escolar puede conducir al rechazo de la escuela. La pregunta del sujeto, que ya olfatea los cambios del futuro, es «¿para qué tanto tiempo de estudio?». El aburrimiento se apodera del escolar. Su ritmo potencial y el ritmo del mundo «exterior» son veloces en comparación con el ritmo de aprendizaje. Grandes expectativas se ciernen en torno al final de los estudios.
De este modo, cuando parece que al fin el sujeto escolar se ha escapado del régimen de las notas, las reglas y los maestros, cuando parece que finalmente entrará en un orden más libre, se advierte una extraña falta. Algo se ha perdido. Algo del orden de lo pasional, de la confraternidad colectiva y de la predestinación de las cosas ya no volverá a emerger en la vida futura. Entonces la nostalgia escolar cobra forma en las memorias más perennes del sujeto.
El arrojo de estos escolares acostumbrados a insertarse, no sin aburrimiento, en un orden de larga duración, pronto se troca en ansiedad. El ámbito mercantil no ofrece un orden ni una progresión, todo es incierto y cambiante. Sobre la duración acumulativa de los años de estudio se yergue una apología del tiempo presente, del «vive el momento» que malamente encubre la crisis del tiempo en futuro. De pronto el sujeto debe hacer uso de una libertad que no sabe emplear, debe construir un proyecto de vida propio que antes nadie le enseñó a construir. Sobreviene la nostalgia por el tiempo que se fue, cuando «todo era más sencillo». Qué hacer consigo mismo, cómo lidiar con este opresivo exceso de libertad.
Según Mark Fisher, la respuesta hegemónica ante esta encrucijada es el realismo capitalista o la creencia en que no existe otra alternativa (realista) al capitalismo realmente existente.[6] Se podría constatar que hay, en efecto, múltiples formas de realismo, es decir, variadas maneras de restringir la creatividad de la gente. No es solo la economía capitalista el único camino visible para el escolar en crisis, también se le aparecen como inevitables la familia tradicional o el recorrido estatal. Es lógico, por ejemplo, que en medio de esta sensación de desamparo y de cambio vertiginoso la migración se presente como oportunidad para la mayoría. Pero cada una de estas salidas restringe su deseo de invención, su seguridad en el presente puede tener costos insalvables en el futuro.
Sin duda, el escolar en crisis también desea restituir su experiencia de enriquecimiento intelectual y confraternidad colectiva, sin las rémoras burocráticas o autoritarias. Desea recobrar la protección escolar y su duración extendida y acumulativa, frente a la desprotección e incertidumbres que caracterizan al mercado laboral precarizado. Acaso la alternativa a todo esto no se encuentre en lo individual-familiar, en la nostalgia o en lo profesional, sino en la posibilidad de autorganización social. Esto se ha definido muchas veces como sociedad civil, a saber, el tejido de asociaciones que las clases sociales hilvanan sin ser o tender forzosamente a constituir luego un partido político o una instancia de gobierno o militar, entendidas en contraste como sociedad política. Pero es obvio que la política tiene también en el ámbito civil un lugar cimero.
En ese entramado asociativo, donde no todo está prefigurado, los sujetos pueden, en cambio, construir su propio destino. Se trata de una salida política y voluntariosa. Cuando las cosas han perdido el sentido, le compete al sujeto recrear su mundo en formas variadas, unirse a otros para ser más fuerte ante los embates del medio adverso en el que habita. La libertad, antes angustiosa, se trastoca en el compromiso con los otros, en la construcción de democracia, en la imaginación de futuros posibles. El grupo politizado ofrece así nuevos canales y amarres para los deseos y penas de nuestro escolar en crisis.
Notas:
[1] Corea, Cristina e Ignacio Lewkowicz: Pedagogía del aburrido: escuelas destituidas, familias perplejas, Paidós, Buenos Aires, 2004.
[2] Deleuze, Guilles: «Posdata sobre las sociedades de control», en Christian Ferrer, El lenguaje libertario: antología del pensamiento anarquista contemporáneo, Terramar, La Plata, 2005, pp. 115–122.
[3] Sennet, Richard: La corrosión del carácter. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo, trad. Daniel Najmías, Anagrama, Barcelona, 2000.
[4] Marini, Ruy Mauro: «Proceso y tendencias de la globalización capitalista», en América Latina: dependencia y globalización, CLACSO, Buenos Aires y Siglo XXI Editores, México D.F., 2015 [1997], pp. 247–272.
[5] Fisher, Mark: Capitalist Realism: Is There No Alternative?, Zero Books, Londres, 2009.
[6] Fisher, Mark, ob. cit.
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