Por Wilder Pérez Varona*: “No basta con declarar que somos un socialismo en construcción…”
El término de socialismo nació repleto de una heterogeneidad siempre incrementada por la diversidad de movimientos, partidos y luego Estados que desde el siglo XIX se han reivindicado como tales.
El nuevo proyecto de Constitución conserva el postulado de Socialista para definir el sistema que rige en Cuba, al tiempo que se afirma como Estado socialista de derecho. Sin embargo, no queda claro en qué consiste esta adjetivación de “socialista”. Al parecer se da por sentado que, además de reivindicar una serie de valores intangibles (y de reafirmar la función rectora del PCC, “marxista-leninista” por demás), nuestro carácter de socialista se sustenta en el sistema económico vigente. Este sistema aparece regido por los principios de la “planificación socialista” y la “propiedad socialista de todo el pueblo sobre los medios fundamentales de producción”, según una relación en la que el Estado es representante/administrador y el pueblo beneficiario/propietario.
Claro que semejante postulado remite al modo soviético de concebir y practicar el socialismo, en torno al cual tanto defensores como detractores se enfrascan sobre temas como la estructura de la propiedad, la relación entre plan y mercado, el vínculo entre gestión y propiedad y un largo etcétera. Lo que se da por sentado de ambas partes, en muchas ocasiones, es que ese es el socialismo.
La irrevocabilidad del orden socialista que se postula y el derecho a su defensa por todos los medios posibles que se declara, así lo dan por hecho. No importa si la planificación socialista funciona ahora para conciliar fuerzas e intereses sin una proyección estratégica definida. Si no sabemos qué es el comunismo, ¿cómo podemos avanzar hacia él? Las metáforas arquitectónicas (construir, edificar) reconocen al menos la existencia de un proceso inacabado, pero pareciera que la necesidad de legitimar los cambios realizados y las perentoriedades de la coyuntura internacional hubiera hecho extraviar la brújula.
Lo cierto es que Marx (citado una vez en el cuerpo constitucional) empleaba un criterio intrínseco para discernir el grado de desarrollo de sociedades concretas, sustentadas en determinados modos de producción. Este criterio era el de socialización.
Ahora bien, ciertamente en la variopinta tradición marxista pueden distinguirse dos tendencias de cómo comprender y practicar la socialización de los medios de producción. Tales tendencias se fundamentan en la ambigüedad de lo que el propio Marx entendía por socialización, que concierne a dos realidades diferentes: socialización de la producción capitalista y tránsito a la economía socializada (socialismo).
Veamos en qué ha consistido esta ambigüedad, al menos esquemáticamente.
La tendencia histórica de la acumulación capitalista consiste en que la socialización del proceso de trabajo supone de entrada la ausencia de propiedad del trabajador sobre los medios de producción. El capitalismo tiende a desarrollar las fuerzas productivas sociales, pero el poder privado de los capitalistas individuales sobre la producción hace que le sea imposible al capital socializar la producción en sí misma. Se trata de la famosa contradicción entre las relaciones de producción y el desarrollo de las fuerzas productivas, que aquí se interpreta como oposición entre la fijeza de la propiedad burguesa y la movilidad progresiva de por sí de las fuerzas productivas. Para el marxismo ortodoxo, de esta imposibilidad se desprende el tránsito necesario hacia una economía socializada.
La tarea del proletariado consiste entonces en armonizar las relaciones sociales de producción y el proceso social del trabajo. Las fuerzas productivas parten de sí mismas hacia el reconocimiento efectivo de su carácter de fuerzas productivas sociales. Para ello se ampara del poder del Estado y transforma de entrada los medios de producción en propiedad del Estado. Sin embargo, ello no constituye sino un medio formal para la solución, que no es la solución misma: la apropiación social. Ahora bien, en virtud de la universalidad del proletariado, la primera se convierte en la segunda. La propiedad del Estado se presenta como el pivote de la socialización porque permite planificar la producción. Esta imagen tradicional de la socialización se acompaña del abandono de la democracia directa y del retorno a la democracia representativa burguesa, extendida al ámbito de la producción.
Y es que definir la socialización a partir del reconocimiento del carácter social de las fuerzas productivas no conlleva a la inversión del capitalismo de Estado en apropiación social efectiva, ya que no subvierte la organización capitalista del trabajo y su jerarquía. Lo que más bien sucede es que se confunde socialización con nacionalización, propiedad con apropiación y lo social es simplemente opuesto a lo privado. Se conserva la división del trabajo (trabajadores intelectuales y manuales, dirigentes y dirigidos), así como la separación entre los productores y el proceso de producción. Como ha demostrado la historia de las experiencias socialistas del pasado siglo, asimilar socialización y organización paraliza la emancipación de los trabajadores. La disciplina sindical reemplaza a la disciplina patronal. La socialización se reduce a la socialización de las fuerzas productivas. Aparece como una transferencia jurídica de la propiedad y no como una transformación de las relaciones sociales de producción. Como resultado, el capital no es abolido.
La segunda concepción sobre la socialización (llamémosla heterodoxa) parte del principio de que la socialización no es propiamente una lucha contra la propiedad privada del capital, sino, ante todo, una lucha contra la subordinación del trabajo al capital. El énfasis es colocado entonces no en la confiscación de bienes de los capitalistas, sino en el control de la producción por el pueblo trabajador. Las funciones autónomas de dirección deben hallarse bajo el control de los simples trabajadores. La conquista del poder del Estado debe ser la palanca de la generalización de la cooperación a escala de la sociedad. La expropiación de los capitalistas (nacionalización) solo deviene socialización si es acompañada de la gestión cooperativa, como relación social necesaria para vincular la apropiación social al proceso de trabajo. El Estado debe ser transformado en un Estado en extinción, administrado por los productores que controlan las tareas estatales, convertidos en servidores responsables de la sociedad.
Es lo que define el sentido verdadero de la socialización, que deviene una práctica de clase específica, y no el simple reconocimiento del carácter social de las fuerzas productivas. Si el control debe ser nacional y universal, es para garantizar la unidad y unicidad de la apropiación colectiva. Esta unidad pasa necesariamente por el Estado, que debe ser regido por formas de democracia directa, que vinculen la apropiación y el poder político de los trabajadores.
La contradicción que hace del control a la vez una obra de masas y una tarea del Estado solo puede ser resuelta si el Estado es el de los colectivos de trabajadores: solo la democracia directa opera la fusión entre legislación y administración. La socialización es de naturaleza política, porque el control es una forma esencial de la lucha de clases contra el capital, pero también porque integra a los productores a la administración del Estado. La socialización consiste en hacer desaparecer la fisura entre economía y política, en asegurar una relación directa entre las diversas actividades y funciones sociales. La fusión entre economía y política debe permitir el vínculo entre el nivel local y el nivel nacional. El control debe incluir tanto la distribución como la producción a fin de asegurar a los productores la apropiación del plusproducto, lo que valdría como definición misma de una economía socializada.
No pretendo zanjar aquí el sinnúmero de problemas a que ha conllevado esta segunda postura, ni la amenaza de porosidad que en la práctica ha experimentado respecto a la visión ortodoxa. Solo quiero enfatizar un pequeño punto, una orientación general: sin certeza posible de hacia dónde vamos, deberíamos al menos saber cómo queremos ir. No basta con declarar que somos un socialismo en construcción, deberíamos inventar y promover formas cada vez más socializadoras (económicas, políticas, culturales), del único modo que la socialización puede entenderse como revolucionaria: como la capacidad de los trabajadores de controlar colectivamente sus propias condiciones de existencia.
*El autor es investigador del Instituto de Filosofía de Cuba
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