Nunca volvimos a ser los mismos

Las políticas culturales como políticas sociales, una lectura sesenta años después / Por Mildred de la Torre Molina y Ana Vera Estrada

Manuel Mendive, Los hijos del agua, conversando con un pez, 2001

Casa, familia, educación primaria: tres ámbitos interactuantes en los que se concentra la capacidad de toda sociedad para autorreproducirse o transformarse. En Cuba, década del 60, todavía antes de que existiera una institución con el encargo de generar políticas para enriquecer la vida espiritual de todos los cubanos, se manifestó la voluntad del Gobierno Revolucionario de dar respuesta a necesidades acumuladas por los sectores mayoritarios.

Así, entre las primeras medidas estuvieron: la formalización de la propiedad de las viviendas, la rebaja de los alquileres, la nacionalización de las escuelas, las opciones de educación gratuita, la legalización de las uniones consensuales, la entrega de tierras a los campesinos y muchas otras que implicaron nuevas perspectivas de socialización y de vida.

Es preciso insistir en que los cambios fueron bienvenidos por la mayoría. Pero las consecuencias que esto podría provocar en las relaciones, en el aplanamiento de las diferencias socio clasistas, en la reestructuración social y en la experiencia de vida de las personas, eran imprevisibles.

Mucho se ha escrito sobre esas transformaciones. Como se sabe, por razones bien conocidas la historiografía de la Isla ha tendido a detenerse fundamentalmente en los beneficios, y la escrita fuera de Cuba a menudo se ha caracterizado por la posición contraria, estableciéndose así un diálogo en blanco y negro que intentaremos matizar, en tanto el hecho de haber sido testigos y actores, más o menos protagónicos y a tiempo completo de esos tiempos, favorece una perspectiva rica en argumentos para retomar el debate, enfocado hacia la escritura de una nueva historia cultural de la Revolución.

Lo que vamos a exponer es simplemente una idea de investigación en vías de gestación. Quizás se aprecie escasa novedad en ciertas enumeraciones imprescindibles, porque hablaremos de asuntos que han formado parte de la narrativa revolucionaria, muchos de ellos estudiados por competentes colegas.

Sin embargo, aún a riesgo de parecer reiterativas, o incluso exageradas, nos proponemos recordar algunos elementos del diseño original de nuestro proyecto social diferente, nacionalista y socialista, desde tres componentes de la cultura entendida como modo de vida: la casa, la educación y la familia, sin pretensiones de valorar con visión integradora el proceso de transformación acelerada de la sociedad cubana en la segunda mitad del siglo XX.

Comenzaremos haciendo referencia a la campaña de movilización intensa que inaugura la obra emancipadora en el ámbito de la educación: los movimientos de maestros voluntarios (1959–1961), la campaña de alfabetización (1961), los planes de seguimiento. Ellos expresan los valores y grandezas de una epicidad que trajo como correlato el debilitamiento progresivo de los lazos de familia.

Los maestros voluntarios eran estudiantes-maestros que cursaban el bachillerato, también obreros, soldados, que se desplazaron de la ciudad al campo, lo cual implicó el abandono de las aulas donde aún se formaban, y también de sus hogares, por un tiempo relativamente largo. Sirvan los ejemplos de numerosos profesionales que aún están entre nosotros para ilustrar otras experiencias de vida asentadas en aquella coyuntura.

Por su parte los brigadistas Conrado Benítez eran en su mayoría estudiantes de secundaria y algunos incluso de primaria, que entraron en contacto –no siempre amistoso– con una vida desconocida, en lugares remotos adonde nunca pensaron llegar. Como adolescentes viviendo a plenitud aquella época extraordinaria, que llevó a los jóvenes a lugares apartados de la Isla bajo la vigilancia de sus maestros y lejos de sus padres, también estuvimos allí.

Los brigadistas Patria o Muerte eran un tanto diferentes. Su compromiso era con la educación urbana, y las clases se impartían en horarios nocturnos en barrios a veces distantes dentro de la misma ciudad; esta modalidad no exigía cambio temporal de domicilio, lo cual tuvo probablemente menor incidencia en la vida familiar.

Las iniciativas mencionadas implicaron una socialización diferente de la juventud, contribuyeron a provocar rupturas con las prácticas habituales de relación familiar, lo cual tuvo como resultado a mediano plazo el desmembramiento de las familias por disolución de prácticas de vida colectiva a ese nivel, por adquisición de hábitos ajenos al círculo familiar.

Las becas, las escuelas al campo, las recogidas de café, de tabaco, frutas, papas, las interminables zafras azucareras, etc., conjuntamente con la intensificación de las acciones del movimiento obrero, la integración de las mujeres al trabajo y a la vida pública, las movilizaciones agrícolas, la extensión de la jornada laboral, fueron los espacios de socialización alternativa donde se formarían los nuevos ciudadanos, además de en las casas y las escuelas.

En cuanto a prácticas culturales, el movimiento de aficionados se derramó sobre granjas, fábricas y escuelas, produciendo una doble interacción: por un lado familiarizó a las comunidades con ciertas expresiones del arte y la literatura, y por otro, retroalimentó a los jóvenes de ciudad en contacto con espacios y problemáticas ajenas a sus formas de vivir urbanas, lo que dio lugar a que se profundizara el interés y el conocimiento mutuos y contribuyó al ensanchamiento del horizonte de las personas, principalmente de las mujeres, anteriormente identificadas con el honor familiar. Es una cifra conocida que, contra toda predicción, entre 1960 y 1965 más del 60% de los artistas pertenecientes al movimiento de aficionados eran mujeres.

El filme Retrato de Teresa reproduce imágenes de los primeros tiempos del movimiento de aficionados. También El Brigadista. Recordemos además la novedosa experiencia del Teatro Escambray, como ejemplo de los tantos emprendimientos artísticos de excelencia que tomaron cuerpo en aquellos años.

Tal fue, en grandes líneas, el panorama sociocultural de los primeros años del proceso revolucionario en términos de casa, familia y educación. En el vórtice de las transformaciones se encontraba la juventud, actora y espectadora a la vez de una sociabilidad arrolladora, que arrastró a padres, abuelos, hijos y maestros en un torbellino de cambios que sólo ahora, sesenta años después de haber sido experimentados, proponemos como objeto para una reflexión serena.

Como parte del anecdotario infinito de aquellos tiempos épicos, vamos a narrar brevemente un episodio vivido en medio de la crisis de octubre.[1] Todo comenzó por unas reuniones de la UJC –por lo menos dos– una en el teatro Mella y otra en el Quinto distrito, en la Víbora. En esos dos lugares fueron convocados numerosos jóvenes para un experimento de sobrevivencia en condiciones difíciles. Se pensaba entonces que la Crisis de octubre podía llegar a exterminar la población de la Isla. Precisamente para evitar un exterminio total se invitaba a los presentes a participar en el ejercicio. Los que estuvieran dispuestos a involucrarse tendrían el privilegio de demostrar que era posible reproducir la sociedad bajo una guerra nuclear,si lograban sobrevivir en lugares aislados de la civilización durante un largo período de tiempo. Sus armas serían la práctica de la caza y la pesca, y la reproducción biológica.

En un primer momento algunos rechazaron la idea porque deseaban morir como los demás cubanos, al “pie del cañón”, como se dice popularmente. Sin embargo, de aquella reunión se derivaron dos grupos que aceptaron viajar a los lugares seleccionados. Uno de ellos fue destinado a la zona de Baracoa, en Oriente, el otro a las montañas del Escambray; por la peligrosidad de este último lugar, considerando la activa lucha contra bandidos desarrollada en la zona, se determinó prematuramente abortar la operación.

No sucedió lo mismo con el grupo de Baracoa, ubicado en una zona muy apartada, de escasa circulación. El mismo estaba compuesto por unos treinta jóvenes, entre muchachos y muchachas, en edades límite entre 14 y 17 años, un potencial adecuado para garantizar la reproducción biológica a la que se aspiraba.

Pero el cálculo falló. Entre septiembre y diciembre de 1962 el grupo vivió a la intemperie, alimentándose de lo que pudiera encontrar en la naturaleza y sin otro contacto humano que no fuera con los propios integrantes del grupo; lo que sucedió en esas condiciones fue que nunca se manifestó la supuesta sexualidad desbocada propia de esas edades, porque los protagonistas de la epopeya apenas podían cumplir con la misión de mantenerse vivos. Entre las lomas cercanas a La Farola, vigilando los caminos de montaña por donde de tiempo en tiempo se veía pasar en la distancia algún arriero con su arria de mulos, ninguno de ellos logró hacerse ver mientras agitaba al aire una pieza de ropa. Una imagen agridulce embellece y acompaña el relato de la aventura al mencionar que allí aprendieron a tocar las nubes y el arcoiris, mientras abajo, en el Paso de los Vientos, barquitos atestados de haitianos zozobraban en el intento de llegar a las costas cubanas para seguir viaje a los Estados Unidos.

Un día, inesperadamente, tropezaron con un soldado rebelde que quiso saber quiénes eran, y después de escuchar la respuesta decidió que en realidad eran unos infiltrados buscando el modo de penetrar clandestinamente en el país, por lo cual los declaró prisioneros. Los condujeron entonces a Baracoa, la ciudad más cercana, donde después de hacer contacto con las autoridades pertinentes y quedar demostrada su inocencia, los esmirriados y empobrecidos patriotas pudieron comprobar, para su gran asombro, que ninguna guerra nuclear había tenido lugar, que todo continuaba en su sitio y que, por el contrario, en lugar de salvadores hubieran podido ser las únicas víctimas verdaderas de la crisis de los misiles. El viaje por tren cañero de regreso a la capital y el esperado reencuentro con las familias respectivas, fue el final feliz de aquella singular aventura, de la cual pueden ofrecer testimonio otras personas como la Dra. Angelina Rojas, historiadora especializada en el movimiento comunista cubano.

Para entonces el diferendo entre Iglesia y Estado había contribuido a desagregar aún más a las familias, y la polarización política al interior de las mismas estaba en su apogeo. Fue un momento de éxodo masivo de la burguesía, cuando se produce la Operación Peter Pan, la principal acción de la Iglesia católica destinada a profundizar el desmembramiento familiar y por lo tanto, social. En medio de la gran emigración de la burguesía y la capa profesional, se incentivaron las milicias revolucionarias y las guardias obreras y comenzaron las misiones internacionalistas: de médicos para Argelia, de militares a Nicaragua, Venezuela, República Dominicana.

Apareció entonces el plan de formación de maestros Makarenko, que agrupó a mujeres jóvenes, formadas de acuerdo a un régimen escolar dogmático, rígido, que llegaron a ser el azote de muchas de nuestras compañeras de generación.

También el plan de becas, destinado a continuar la preparación de quienes con bajo nivel de escolarización, nos habíamos incorporado a las brigadas Conrado Benítez y a los demás planes de educación masiva. Años después hubo becas para estudiar en los países socialistas: Checoslovaquia, Hungría, Alemania, Unión Soviética, con las que muchos resultamos favorecidos. Todas esas iniciativas y acciones contribuyeron a la homogeneización, consecuencia y no propósito político. Época de igualdad que muchos echan de menos como expresión de los años felices de la euforia revolucionaria.

¿Fueron cambios necesarios?

¿Podían haberse implementado las políticas de otra manera?

¿Más lentamente?

El diferendo con los Estados Unidos representó un factor de gran impacto en la radicalización política de la sociedad cubana y de las políticas de gobierno. Nos proponemos estudiar todo esto y también su repercusión en el devenir colectivo. Debatir los procesos que introdujeron modificaciones radicales en la vida de los cubanos permitirá llegar a conclusiones culturalmente mejor fundamentadas, menos contaminadas por el discurso político de barricada.

Lo que caracterizó las políticas sociales y culturales de los sesenta fue la masificación, la voluntad de todos de participar en todo, de disfrutar al máximo la vida propia y también la dimensión social de los cambios.

En el campo institucional de la cultura hubo continuidades más o menos estudiadas: las ferias del libro, la estatalización de la enseñanza, la compañía de ballet, algunos grupos de teatro (Guiñol, Teatro Estudio, Teatro Universitario), las salas de teatro universitario (Prometeo, Tespis, Las Máscaras); el departamento de cultura del Ministerio de Educación de la época batistiana, antecedió al consejo nacional de cultura. Hubo, sobre todo muchas rupturas. La Casa de las Américas, el ICAIC, el Teatro Nacional, avalan este criterio.

Las políticas culturales se pensaron como rebelión contra el pasado elitista y burgués. Ese pasado “ignominioso”, como diría el amigo Eusebio Leal, con un término que invoca la apasionada necesidad del cambio. Era una rebelión desde la pasión revolucionaria y la euforia juvenil contra la burguesía y sus exclusiones, contra la segmentación en clases; que aspiraba a la emancipación. Todos cambiamos porque nos socializamos de otra manera, porque nos opusimos –a veces con excesivo encono– contra el egoísmo, calificado de “burgués”. Por fin los cubanos pudimos mirar más allá de nosotros mismos y esto tuvo un gran significado moral. La irreverencia fue la palabra que marcó el espíritu de la época, con la multiplicación de la vida individual, replicada en los otros.

Desde aquellos primeros tiempos la sociedad socialista fue un producto crecientemente desagregado en lo personal y familiar aunque cohesionado y suficiente en lo colectivo. Fue un proyecto innovador, disfuncional en su prisa, y avasallador en sus principios, que proclamó el abandono de los valores burgueses a riesgo de quedar expuesto a la indigencia de ciertos valores improvisados.

¿Es posible regresar a los valores de la familia tradicional?

¿Por qué recuperar los antiguos rituales, el matrimonio de aparato, las fiestas de quince, las comidas de domingo?

¿Es eso lo que deseamos? ¿Y en esa recuperación nostálgica de los valores del pasado volveremos a imitar el modelo norteamericano? ¿Vestiremos todos con la banderita de las muchas estrellas?

Es bueno relacionar estas preguntas con el valor de la moneda, antes de abordar el tema de a cuál esquema familiar apelar para lograr una plena integración de madres y padres a la vida de los niños en las escuelas. Seamos realistas y recordemos con cuántos sacrificios se hacen los trabajos y las fiestas escolares. Y dónde y cómo los padres buscan –a veces a costa de sus vidas– las soluciones a sus problemas cotidianos.

¿Acaso podemos invocar ingenuamente un modelo armónico de familia cubana al que habría que regresar? ¿De qué estamos hablando cuando de familia se trata, o nos aqueja una amnesia de sociedad envejecida que ha olvidado que en aquel pasado idealizado la familia era todo menos la representación de un ideal social?

Pero volvamos al presente para reflexionar sobre ¿qué merienda llevan los niños a la primaria? ¿Con qué compran los padres y madres los zapatos para que sus hijos se parezcan a los de las familias de mejores ingresos?

Dejemos ya las preguntas. La familia es un pequeño grupo de personas relacionadas entre sí por lazos de consanguinidad o afinidad, que se dan en el tiempo y el espacio, en plena interacción con las fuerzas sociales vigentes en el entorno inmediato y mediato. Hablemos entonces, mejor que de modelo de familia, de la función educativa, del rol exitoso en la formación de las nuevas generaciones. Y en este aspecto tampoco la familia –y la sociedad– son ajenas a las tensiones en que se desenvuelven las vidas particulares, y a los proyectos de futuro que desde el imaginario de las personas, se diseña.

Para concluir. Los cubanos reaccionamos violentamente contra la segregación, avanzamos hacia una sociedad igualitaria que vivió numerosos sinsabores y en medio de ellos logró construir este presente autónomo que es el nuestro, donde asoma hoy una nueva etapa de estratificación. Lo han advertido y anunciado quienes desde hace años se dedican a estudiar el nunca complaciente tema de la estructura social.

Las actuales políticas sociales y culturales aspiran a recomponer la sociedad y sus falencias tomando como base a la familia. Se predica la necesidad de un cambio en la actitud de las personas hacia lo colectivo. Se insiste en la recuperación de los valores familiares: el buen decir, el respeto a los mayores, el cuidado de la propiedad social, el amor a la naturaleza y los animales, la cordialidad, la decencia, la cultura del detalle, como dice nuestro presidente. Y como vehículo idóneo para transmitir cultura, el hábito de la lectura… En una coyuntura mundial en que la página impresa compite en desventaja con los múltiples contenidos invasivos que las numerosas pantallas de nuestras vidas imponen en nuestras casas (el teléfono, el televisor, la computadora, la tableta); vidas sometidas a una descontrolada contaminación sonora cuyas regulaciones parecen broma a quienes las transgreden.

Ante esto, ¿qué pueden hacer las instituciones culturales para vencer esa instrucción sin cultura que imparten las escuelas, para devolver la cordura a una sociedad enajenada, que vive a ritmo de reguetón, para reforzar el sentido de pertenencia, acotar la fuga incesante de profesionales en busca de un horizonte económico más placentero, devolver a la gente el deseo de construir un proyecto para todos?

Hace pocos días una jovencita preguntaba en Bogotá, después de haber escuchado atentamente por más de dos horas una disertación sobre la historia oral en Cuba que, por fin, para los jóvenes ¿qué cosa es mejor: vivir en el socialismo o vivir en el capitalismo?

La mirada intencional precedió a la respuesta y nada de esto le pasó inadvertido. La respuesta era obvia: mirándolo a corto plazo y con visión estrecha, hubiera sido mucho más placentero para la burguesía y la pequeña burguesía continuar disfrutando de las comodidades materiales que embellecían su vida, sin pensar en todos aquellos que nunca iban a llegar a esos beneficios; sólo que muchos jóvenes de nuestra generación no pensamos en el placer del momento, sino en el futuro y por ese sueño estuvimos dispuestos a sacrificar parte del presente de aquel momento, convencidos de que así crearíamos un mundo mejor para nuestros hijos y nietos.

No sabíamos entonces que una sociedad mejor no se construye en el corto plazo, ni en el espacio de una, de dos, ni de tres generaciones. Esta será el resultado de un esfuerzo sostenido, contradictorio, el final de un camino lleno de obstáculos donde además de nuestras propias insuficiencias está siempre el diferendo con los Estados Unidos, ejerciendo una influencia que va en contra de nuestra voluntad y de nuestros proyectos de autoconstrucción colectiva.

Notas:

[1] Relato de una experiencia personal de Mildred de la Torre, reproducido por la coautora.


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