Por Guillermo Rodríguez Rivera (1943–2017)
Fragmentos del libro «Decirlo todo. Políticas culturales (en la Revolución cubana)». Editorial Ojalá, 2017[1]
Hace poco apareció un libro que parecía que abordaría a profundidad este momento de quiebre en el proceso cultural cubano. Ese libro — ya citado — es El 71. Anatomía de una crisis, de Jorge Fornet.
El padre del autor, Ambrosio, es el mejor crítico que la narrativa cubana ha tenido en las últimas décadas y quien bautizó ese momento con un nombre que alude a la mediocridad que caracterizó la literatura cubana publicada en ese lustro. Fornet hijo disponía de La política cultural del período revolucionario: memoria y reflexión, el volumen donde el Centro Teórico Cultural Criterios reunió, en 2008, las importantes conferencias impartidas por el propio Ambrosio, Desiderio Navarro, Eduardo Heras, Mario Coyula, Fernando Martínez Heredia y Arturo Arango, a raíz de la llamada «guerrita de los correos». Le pareció entonces a Desiderio Navarro que era necesario empezar a documentar lo que había sido el Quinquenio Gris.
El autor de El 71… parte de una válida apreciación para comprender el cambio esencial que experimenta la política cultural de Cuba en esos años. Escribe:
Diez años después de las Palabras a los intelectuales se rompía en Cuba el consenso sobre el que habían funcionado las relaciones culturales. Lo que tuvo de incluyente el discurso-programa de 1961 (si bien debió sortear escollos, a lo largo de la década, que ponían en entredicho su pertinencia) lo tuvieron de excluyentes las palabras y los hechos de 1971.[2]
Esa afirmación reitera el mensaje que, en 2007, Abel Prieto trasmitiera a los intelectuales cubanos a nombre de la dirección del país, y que recogiéramos páginas atrás.
Jorge, desde sus días de estudiante, era un latinoamericanista de vocación, y desde que dirige el Centro de Estudios Latinoamericanos de Casa de las Américas, lo es también de profesión. En su libro, abunda en los ecos continentales del Quinquenio, pero se limita demasiado para presentar hechos esenciales que marcaron — y atropellaron — la cultura cubana.
En 1971 se rompía el carácter inclusivo que, hasta entonces, había tenido la política cultural de la Revolución cubana. Cabría decir que se estaba inaugurando una nueva política cultural, pero fue una política de emergencia, destinada a conjurar una crisis; esa política duraría un Quinquenio y acaso muy poco más.
El Quinquenio fue el escenario de una perspectiva de la cultura cubana instalada desde arriba y, con ella, de una manera de reprimir y prevenir enfoques ideológicos disidentes que la dirección de la Revolución rechazaba y que se ahondaban ante la crisis económica que se hace patente en 1970.
Pero la política del período va más allá de reprimir ese pensamiento que se separa del apoyo al socialismo tal y como se había entendido en Cuba hasta entonces: ahora se exige una nueva fidelidad, que debe ajustarse a la observación de la ortodoxia soviética. La política del Quinquenio aspiraba a «cortar por lo sano» en la perspectiva política de nuestra cultura, pero alguien ha dicho, con razón, que «cortar por lo sano» siempre implica cortar una parte sana.
A mí me parece absurdo atribuir la responsabilidad del establecimiento de estas «nuevas» normas en política cultural e ideológica a Luis Pavón y a sus colaboradores, aunque ellos fueran la mano visible, los ejecutores del Quinquenio.[3] No tengo duda de que fueron escogidos para llevarlas a cabo por su identificación con esas reglas que debían aplicar en la práctica cultural cubana, y de que, en ciertas ocasiones, la acción de estos dirigentes culturales desbordó esos límites, pero la máxima responsabilidad de esa aplicación no fue suya.
A mi modo de ver, un complejo panorama político está en los fundamentos de la política cubana del segundo lustro de la década de 1960 y en la política cultural que va a establecerse en 1971.
La instauración del socialismo cubano fue posible porque devino una política de la dirección de la Revolución cubana que, establecida por sus más altos dirigentes, gozó de clara aceptación popular. A mí me parece significativo y probatorio de esa condición meditada y calculada de la política del Quinquenio, la participación orgánica y protagónica que tiene en ella la Unión de Jóvenes Comunistas a través de un número significativo de sus dirigentes: desde el mismo Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura y aún antes, los dirigentes de la UJC habían desarrollado puntos de vista que se hicieron política de gobierno en 1971.
Los rumbos antintelectuales que habíamos apuntado en Serguera, Lisandro Otero y Félix Sautié devenían política nacional. La «Declaración del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura» lo establecía sin dejar dudas: «El desarrollo de las actividades artísticas y literarias de nuestro país debe fundarse en la consolidación e impulso del movimiento de aficionados, con un criterio de amplio desarrollo cultural en las masas, contrario a las tendencias de élite».[4]
No creo que quienes aprobaron la «Declaración…» pretendieran que, en un país subdesarrollado que estaba construyendo el socialismo, se pusieran en práctica las utopías de Engels cuando sostenía que en el comunismo no habría artistas sino personas que, entre otras cosas, harían arte. Más que pretender lo que Engels imaginaba para un momento del desarrollo humano que aún no se divisaba, la «Declaración…» quería demoler el prestigio de esa «élite» intelectual a la que per se, se consideraba portadora de males de los que no deberían contaminarse los nuevos artistas revolucionarios.
Pero es falsa esa oposición entre el creador que comienza y el artista profesional. Tiene que ser un creador de ese rango, muy por encima del aficionado — la «Declaración…» lo llama «de élite» — , el que componga o interprete las Danzas de Cervantes, pinte La jungla o escriba El Siglo de las Luces. Y es claro que la patria de Nicolás Guillén, Alejo Carpentier, Alicia Alonso, Mariano Rodríguez o Gutiérrez Alea no podía renunciar a producir obras de arte de la máxima categoría.
En su máximo desarrollo, el artista — que muchas veces empieza siendo un aficionado — pasa a tener esa altísima dimensión que, despectivamente, la «Declaración…» llama «de élite». Siempre persigue los más altos y complejos resultados en su trabajo, y esos no se consiguen desde la perspectiva del aficionado.
Semejantes objetivos de minimizar y desarmar la vanguardia artística e intelectual lo tendrá también la desmesurada ampliación de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba: puros aficionados adquieren sin dilación la membresía de la entidad que reunía a los más importantes intelectuales de la nación.
La creación de las sedes provinciales de la UNEAC avanza indirectamente en esa dirección. Como deben crearse las filiales provinciales, se les otorga la condición de miembros a aficionados que, como escritores, incluso no han publicado un libro. Las planillas de admisión en la UNEAC están a la disposición de los asesores literarios, que son profesionales de la literatura — no escritores — que deben asistir a los aficionados al arte de la palabra. En la recién creada — y ampliada — Sección de Cine, Radio y Televisión, muchas veces se les concede la membresía a organizadores y puros técnicos sin una verdadera condición creadora en su trabajo. Creo que, entre otros, el objetivo de ese descontrolado crecimiento fue quebrar la condición selectiva en la integración de la UNEAC: lo que la «Declaración…» llama su condición «de élite».
Se trata de una pretendida democratización que quiere tratar a la UNEAC como si fuera el Sindicato de los Trabajadores de la Cultura.
Algunos estudiosos todavía no ven el sentido integral de lo que fue y hasta dónde extendieron sus ejecutores la política del Quinquenio. En una reciente recopilación de trabajos críticos, Virgilio López Lemus lo entiende así: «Ha tenido fortuna en el estudio de la narrativa cubana contemporánea el término “quinquenio gris” lanzado por el crítico Ambrosio Fornet, referido a una intromisión extraliteraria e ideológica en asuntos propios de la ficción narrativa».[5]
Resulta desacertada esa visión de este período de la vida cultural cubana. En otro momento del libro, dedicado a exaltar más que a enjuiciar al irrelevante versificador que es Luis Beiro, López Lemus subjetiviza su visión del período, desnaturalizando su sentido. Explica que «Para Beiro, para mí y la promoción nacida aproximadamente entre 1946 y 1950, fue la época de la dorada juventud, la era de los sueños del devenir y también el instante de oponernos mediante las formas y los temas a un dominante tono conversacional».[6]
Este «ensueño juvenil», que coincide con el tiempo del Quinquenio, no debía permitirle a López Lemus, como crítico, emitir un juicio tan pobre sobre lo que fue ese complejo momento de nuestra historia cultural que abarcó casi todas las esferas del arte, la literatura y el pensamiento cubanos.
Unos días antes de comenzar el Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, agentes de la contrainteligencia cubana detienen en La Habana al poeta Heberto Padilla. Esa acción va a estar relacionada con los fundamentos mismos de la política que se enunciará en el Congreso y que, después, será la desarrollada en el Quinquenio.
Afirma Arturo Arango: «lo primero que habría que establecer es que no existía razón alguna para apresarlo y mantenerlo en la cárcel durante algo más de un mes».[7]
La del Quinquenio Gris es una política de emergencia que quiere cumplir de manera continuada varios propósitos: inicialmente, detener una crítica disidente que representaban el libro de Padilla y, en mucho menor medida, el de Antón Arrufat; pero el espíritu del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura genera una actitud de intolerancia contra todo espíritu crítico, disidente o no: aparece la categoría de «diversionismo ideológico», que proviene del ámbito militar pero que, enmarcada en la esfera del pensamiento y sin hallar concretas verificaciones, solo puede derivar a la esfera de la sospecha, en la cual el prejuicio tiene su dominio. Casi resulta un análogo de lo que, en el enjuiciamiento de la delincuencia común, se llamará «peligrosidad».
Padilla y Arrufat son excluidos del ámbito editorial: se proscribe la aparición de sus libros, poemas, cuentos o ensayos, y hasta la de sus artículos en publicaciones periódicas. Con ellos, son también excluidos los escritores que Padilla nombra en su supuesta autocrítica; y, además, todas las editoriales y revistas excluyen a todos aquellos que sean considerados homosexuales o hayan sido impugnados en el Congreso por dirigentes de la UJC que pasan a ocupar responsabilidades decisivas bajo la nueva presidencia del Consejo Nacional de Cultura, sin importar que esas acusaciones no pudieran ser verificadas.
No tengo la certeza de si la «autocrítica» de Padilla fue propuesta por el propio poeta o fue la exigencia que le hicieron los agentes de la Seguridad del Estado para ponerle en libertad. De lo que no me cabe duda es de que su sentido y el modo de desarrollarla fueron concepción del poeta mismo, quien tenía en mente unas expectativas ignoradas por los miembros del Ministerio del Interior que manejaban su «caso».
La estrategia de «la autocrítica del contrarrevolucionario» funcionó cuando, tras varias semanas alzado en los montes de Oriente, Eloy Gutiérrez Menoyo, quien se había infiltrado en la isla, fue capturado por el ejército cubano. Seguramente su retractación televisada evitó al preso enfrentar la pena de muerte, pero Gutiérrez Menoyo era el jefe militar de Alpha 66, una organización terrorista, de las más agresivas del exilio cubano en Miami. Después de su autocrítica, Gutiérrez Menoyo cumplió una condena de casi veintidós años de cárcel. Padilla había escrito un libro de poemas y, después de la retractación, se fue a su casa.
Arango destaca los verbos que emplea Padilla para autoinculparse: hablar, opinar, criticar, decir, pero nunca se acusa a sí mismo de haber conspirado. Su culpa esencial son sus poemas:[8] la detención y la retractación quieren evitar que se genere y, sobre todo, que se manifieste y generalice un espíritu disidente entre los escritores y artistas cubanos.
Claro que Fuera del juego, el poemario de Heberto Padilla, le está proponiendo a su lector cubano — supongo que ese «lector in fabula» serían los intelectuales de la isla — separase de lo que entonces se llamaba el «socialismo real». Este poema se titula «Instrucciones para ingresar en una nueva sociedad»:
Lo primero: optimista.
Lo segundo: atildado, comedido, obediente.
(Haber pasado todas las pruebas deportivas).
Y finalmente andar
como lo hace cada miembro:
un paso al frente y
dos o tres atrás:
pero siempre aplaudiendo.[9]
Padilla está ironizando a partir de un ingenioso esquema de la troika, la tradicional danza rusa en la que los bailarines, agachados, van al frente y atrás, dando constantes palmadas; pero cuando esa fórmula se saca de su ámbito y pretende ser una metáfora del modo de actuar en la vida social, deviene una caricatura siniestra. El texto inicia la sección del libro que Padilla titula «El abedul de hierro», y el poema que da nombre a la sección, en evidente alusión a la Rusia de todos los tiempos, concluye:
[…]
Un abedul de hierro
hecho a prueba de balas y de siglos.
Un abedul que sueña y gime.
Que canta, lucha y gime.
Todos los muertos que hay en Rusia
Le suben por la savia.[10]
Lo que ocurre es que ello iba dirigido, también y acaso principalmente, a separar a Cuba del socialismo marxista-leninista que era su alternativa de soberanía en la precisa coyuntura en que la había colocado la historia.
La de Cuba, fue una revolución original, como escribí. Quiero decir que no fue un régimen establecido desde arriba, como ocurrió en la Europa del Este, según el Ejército Rojo iba expulsando a las tropas hitlerianas hacia Alemania y entregando el poder a los comunistas en países como Bulgaria, Polonia, Rumania, Albania, Hungría, Checoslovaquia y la zona de Alemania que ocuparon las tropas soviéticas; Stalin, además, había anexado a la URSS las repúblicas bálticas: Estonia, Letonia y Lituania.[11]
El Ejército Rebelde había derrotado a las tropas de Batista. Apenas en el poder, el gobierno revolucionario había ordenado retirarse a la misión militar estadounidense que asesoraba al ejército de la tiranía.
Las leyes revolucionarias iban dirigidas a hacer justicia a los sectores más humildes del país.
En el ámbito cultural mundial, la autocrítica de Padilla será contraproducente: en ella, Padilla parodia las autocríticas de los dirigentes soviéticos purgados por Stalin en los años treinta.
Maurice Merlau Ponty publica un libro en 1947 — y la Editorial Seix Barral lo da a conocer en versión española años después — que hace la historia de esas purgas: Humanismo y terror. Además, se dice que en su larga permanencia en la URSS, Padilla tuvo acceso a las actas de los procesos de los años treinta.
No es casual que, al verificar la ayuda prestada por los Estados Unidos al bombardeo que efectúan las tropas batistianas, Fidel, aún en la Sierra Maestra, intuya que la lucha siguiente que Cuba deberá librar será contra el dominio y la política neocolonizadora en América Latina de la gran potencia norteña.
En Cuba había una poderosa tradición antimperialista que proviene del fundador mismo de nuestra nación: José Martí. En ella van a apoyarse el pensamiento y la acción de Fidel Castro.
Un poema como «Cantan los nuevos Césares» va a aunarse, a dar por buena la propaganda de la más ortodoxa derecha imperialista. Escribe Padilla:
Nosotros seguimos construyendo el Imperio.
Es difícil construir un imperio
cuando se anhela toda la inocencia del mundo.
Mí
Pero da gusto construirlo
0
con esta lealtad
y esta unidad política
con que lo estamos construyendo nosotros.
Hemos abierto casas para los dictadores
y para sus ministros
avenidas
para llenarlas de fanfarrias
en la noche de las celebraciones,
establos para las bestias de carga y promulgamos
i.
leyes más espontáneas
que verdugos,
y ya hasta nos conmueve ese sonido
que hace la campanilla de la puerta donde vino a instalarse
el prestamista.
Todavía lo estamos construyendo.
Con todas las de la ley.
Con su obispo y su puta y por supuesto muchos policías.[12]
La afirmación de que la Unión Soviética constituía un nuevo imperio («imperio del mal» la llamaría, unos años después, Ronald Reagan) es uno de los pilares de la propaganda de descrédito contra la URSS y contra el socialismo promovida por la ultraderecha internacional, con Ronald Reagan y Margaret Thatcher a la cabeza.
El propósito era instaurar un pleno dominio del capitalismo más avasallador. La URSS era reemplazada por la Rusia capitalista y subordinada que presidía Boris Yeltsin.
Se había quebrado el equilibrio entre las dos superpotencias, lo que tendría inmediatas implicaciones políticas y económicas para el mundo. La desaparición del poder disuasivo de la URSS permitió la ilegal invasión a Irak, el ahorcamiento de Saddam Hussein y el control del petróleo iraquí por las transnacionales norteamericanas y, después, por el Estado Islámico.
El precario Estado iraquí casi desapareció tras la muerte de Saddam Hussein. El país ha devenido un nido terrorista. Allí surgió el Estado Islámico, acaso integrado por los propios mercenarios contratistas que los Estados Unidos desplegó en lugar de los reclutas de su desaparecido Servicio Militar Obligatorio, y que ahora han devenido en «terroristas por cuenta propia».
Del mismo modo consiguieron someter a Libia. Para abatir a ese país consiguieron el ingenuo apoyo de Rusia y China, que no vetaron en el Consejo de Seguridad de la ONU la aprobación de una zona de exclusión aérea que debía proteger a los civiles pero que la OTAN usó para apoyar a los rebeldes contra Muamar el Gadafi, quien fue linchado cuando ya era prisionero. Todavía se recuerda la mediática carcajada de Hillary Clinton ante las imágenes del hombre desarmado, baleado por sus captores.
El país tribal que aún es Libia no ha conseguido reorganizarse como un verdadero Estado: ahora es dominio del Estado Islámico y exportador de aterrados emigrantes destinados a vivir en una Europa que no los quiere o a morir en las aguas del Mediterráneo.
El mismo expediente se intentó en Siria para derrocar el gobierno del partido BAAS, presidido por Bachar el Asad, pero esta vez el gobierno ruso reaccionó, vetando la resolución de la ONU que aprobaba otra zona de exclusión aérea bajo el control de la OTAN. Rusia y China habían aprendido la lección de Libia.
Es obvio que, aunque proclamen lo contrario, los Estados Unidos y la Unión Europea no van a combatir al Estado Islámico, que cumple tareas que les benefician en Oriente Medio. Es significativo que el extremista Estado Islámico no haya emprendido acción alguna contra el auténtico enemigo del Islam en la zona, que es Israel.
La posterior reacción del gobierno de Vladimir Putin, tanto en Oriente Medio como con respecto a una Ucrania que pretende integrar la OTAN a las mismas puertas de Rusia, hace evidente que ese país ha iniciado un claro reclamo de su condición de potencia mundial.
La desaparición del socialismo europeo y su necesaria modificación en Asia y en Cuba determinaron las puertas abiertas al neoconservadurismo y al neoliberalismo quese ha instaurado en el mundo capitalista.
Ante la fuerza de la izquierda en los años treinta, alimentada por la pobreza que se instalaba en muchas zonas de la sociedad estadounidense con el derrumbe de la bolsa en 1929, el presidente Franklin Delano Roosevelt lanzó su política del New Deal, con un fuerte espíritu reformista.
Apoyándose en la teoría del economista inglés John Maynard Keynes, Roosevelt diseñó una política que aspiraba a reducir las desigualdades en los Estados Unidos. Roosevelt grava con fuertes impuestos las ganancias de la zona más rica de la burguesía estadounidense: las enormes cifras que recaudan esos impuestos permiten al gobierno desarrollar un sistema de seguridad social que puede subsidiar por largo tiempo a los trabajadores que pierden su empleo y, así, disminuir la influencia de la izquierda en ese país.
La social security genera un sistema de salud para los trabajadores. Se trata de convencer al trabajador de que el capitalismo le brindará una protección social, mayor y mejor que la que puede ofrecerle un país como los del bloque socialista.
El Plan Marshall que impulsa en Europa el gobierno de Harry S. Truman tiene el mismo propósito de fortalecer el capitalismo europeo frente al avance del comunismo.
Ante la fuerza de la izquierda en países como Grecia y Turquía, en 1947 los Estados Unidos hacen un préstamo de 400 millones de dólares a los gobiernos de esos países para respaldar los regímenes capitalistas de las dos naciones.
No son solo los países de Europa del Este: a Truman le preocupan los poderosos partidos comunistas de Francia e Italia. Con el sucesor de Roosevelt se inicia la Guerra Fría, que va a cobrar víctimas como los esposos Ethel y Julius Rosenberg, a quienes el sistema penal de los Estados Unidos electrocuta como los espías que entregaron el arma nuclear a la URSS.
En los Estados Unidos se desarrolla la histeria anticomunista que se ha llamado macartismo, a partir del nombre del senador Joseph L. McCarthy, quien promueve una auténtica «cacería de brujas» desde el comité senatorial que preside. Será notable la persecución a personalidades de la cultura, como son los casos del novelista Dashiell Hammet, quien va a la cárcel; el gran actor y director de cine Charles Chaplin quien abandona los Estados Unidos y se muda definitivamente a Suiza; el también cineasta Jules Dassin, que se establecerá en Francia, donde dirigirá filmes como El que debe morir y Rififí entre los hombres; el notable guionista Dalton Trumbo, quien, después de ir a prisión, tiene que enmascarar su identidad: no puede firmar los guiones con su nombre y debe pagar un alto porcentaje a los que fingen ser sus autores.[13]
En la misma perspectiva keynesiana se desarrolla la idea del «Estado de bienestar». Para el sociólogo británico Thomas H. Marshall, esta noción es una combinación de la democracia, el capitalismo y el bienestar social. Es una ampliación de los deberes que el Estado moderno tiene para con toda la ciudadanía. Fue la consecución de un modelo de sociedad que intentaba minimizar las marginaciones sociales y se constituía en un resguardo contra el socialismo.
La desaparición de la URSS y del socialismo europeo, abriendo la década de los noventa, hace innecesario al capitalismo el Estado de bienestar, que es ya impugnado por políticos como Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Frente al keynesianismo, el economista norteamericano Milton Friedman, exaltado con el Premio Nobel, desarrolla las propuestas neoliberales que lo confían todo al mercado, rechazan la intervención del Estado en la economía y recortan los programas de inversión social.
En 2007, sin embargo, es el Estado norteamericano, en la persona del propio presidente George W. Bush, el que tiene que acudir con miles de millones de los contribuyentes de los Estados Unidos a rescatar los bancos que actuaron de manera irresponsable en el mercado inmobiliario.
Sin la existencia de visibles alternativas para la izquierda, el capitalismo parece regresar a los tiempos anteriores a la Revolución de Octubre. Los cada vez más explícitamente oportunistas partidos socialdemócratas se desplazan al centro para tener la posibilidad de seducir a una zona del electorado más a la derecha.
El neoliberalismo exime a las mayores fortunas de pagar impuestos, que ahora deberán pagar la clase media y los trabajadores. Comienzan serios recortes en el gasto público que afectan a los sectores de la educación y la salud. En países como España y Grecia crece el desempleo y empieza a quebrarse el bipartidismo fáctico, porque se advierte que los dos partidos principales que se alternan en el poder — de tendencia conservadora y socialdemócrata, respectivamente — defienden, con sutiles diferencias, los mismos intereses: los grandes intereses económicos son los que en realidad gobiernan, por encima de ambos partidos. La ruptura viene, a la vez, desde perspectivas de izquierda y derecha: posiciones casi socialistas a la izquierda, posiciones xenófobas y semifascistas a la derecha.[14]
Es casi imposible manejar los aspectos más complejos de las políticas culturales sin tener un vasto dominio de la cultura, ampliamente entendida.
En Europa, la autocrítica de Heberto Padilla fue decodificada como quiso su autor.
Arturo Arango, a partir de una compilación que hace la escritora Lourdes Casal de textos sobre el «caso Padilla», alude a «un extenso documento de autocrítica» que, con fecha 5 de abril de 1971, firma el poeta en la cárcel. De cualquier forma, ese documento no se conoció en 1971: es la intervención de Padilla en la UNEAC la que se conoce y circula como su autocrítica y es, exactamente, la que recoge la revista Casa… en su número 65–66 de marzo-junio de ese mismo año. Arango señala:
Se suele sostener la idea de que la autocrítica fue una especie de puesta en escena concebida por él mismo para trasmitir el mensaje, dirigido sobre todo a la intelectualidad occidental, de que el estalinismo estaba comenzando a imponerse en esta isla del Caribe. Si tenemos en cuenta que Padilla conocía las transcripciones de los procesos de Moscú, la idea no parecería descabellada, pero queda, necesariamente, en el reino de la especulación.[15]
No le pareció terreno especulativo a la fina intuición de Eduardo Galeano: «tengo la impresión, si no la convicción, de que [la autocrítica] fue hecha deliberadamente por Padilla para joder a Cuba. Que la hizo en el estilo de los procesos de Moscú de los años treinta, para enviar una señal de humo a los liberales del mundo».[16]
Yo dispongo de algo más definitivo que la aguda impresión, incluso que esa personal convicción que estaba a punto de mostrar el escritor uruguayo. Lo que sé, valida de modo inobjetable su punto de vista.
Vi a Heberto Padilla por última vez en 1994, en Madrid.
En tiempos que, tras el fin de la Unión Soviética, los barones del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) creían de transición en Cuba, la Secretaría de Cooperación Iberoamericana, bajo el liderazgo de Inocencio Arias, había organizado en Madrid una reunión de poetas cubanos. Bajo el nombre de «La isla entera», fuimos invitados a leer ponencias y poemas, a conversar y debatir, poetas que vivíamos en Cuba y otros cubanos, exiliados o emigrantes, radicados en cualquier sitio del mundo. Acaso los organizadores pensaron que el entendimiento entre cubanos enfrentados por la ideología debía comenzar — sería más fácil — por los hombres (y mujeres) de letras.
Recuerdo que encontré a Padilla, tan locuaz como siempre, en la legendaria Residencia de Estudiantes, que más bien tenía un cierto aire de claustro monástico. Tenía una pregunta que hacerle:
— Tu autocrítica, ¿parodiaba las de los grandes purgados por Stalin en los años treinta?
— Claro — me dijo sonriendo levemente y sin dudarlo — . Fue mi venganza; me habían detenido solo por escribir un libro de poemas.
Añade enseguida Arango, en su valoración: «Lo que sí me resulta indudable es que el acto fue pactado con las autoridades que lo encarcelaron, o tal vez propuesto, o incluso impuesto por estas».[17]
A mí me parece obvio que la definición de esto que Arango considera «indudable» queda mucho más en el ámbito de lo especulativo que la clara y confesa condición del carácter de la autocrítica.
Es claro que Padilla acudió a hacer su autocrítica por acuerdo con las autoridades del Departamento de Seguridad del Estado que lo detuvieron. Lo que no me parece «indudable» es que esas autoridades la propusieran ni, mucho menos, que conocieran los detalles de esa autocrítica; ni siquiera creo que, si los conocían, supieran qué modelo histórico seguía, porque en el ámbito cultural, incluso para ser policía, hay que ser culto, hay que tener la información pertinente.
La retractación de Padilla fue interpretada enseguida como él quiso: fue esa señal de humo de la que escribió Galeano. Todos los intelectuales que firmaron la carta en la que suponían que había sido conseguida mediante la tortura, advertían que no era sincera. Padilla nunca escribió la retractación que formuló en la UNEAC. Prometió que iba a retractarse e improvisó su arrepentimiento ante una asamblea de escritores cubanos. Cuando escribo «improvisó», apenas quiero decir que no leyó, pero claro que había meditado minuciosamente cuanto iba a decir. Fue esa la autocrítica que se grabó: fue esa la única versión de la autocrítica que se dio a conocer.
La retractación incluyó elementos casi saineteros, como la escritura del poema sobre la primavera y el elogio que hace de los «muchachos» que lo detuvieron, que le libraron de su pesimismo y le devolvieron la fe en la humanidad.
Le pregunté si en verdad habría sufrido tortura. «Me tenían en una sala donde la luz eléctrica estaba invariablemente encendida. No me permitían usar mi reloj y al cabo de un tiempo ya no sabía si era noche o día ni cuantas semanas llevaba allí. Esa fue mi tortura», me dijo.
Padilla logró la movilización de lo más importante de la intelectualidad europea y latinoamericana a su favor y contra la Revolución cubana. Con la predisposición que la experiencia del estalinismo había creado en esa intelectualidad, ella creyó estar asistiendo a la repetición — ahora en Cuba — de las purgas de fines de los años treinta en la URSS.
Acaso les hubiera sido útil recordar aquella sarcástica sentencia marxista que decía que, en efecto, la historia se repite: la vez inicial es tragedia, pero la repetición es sainete. Padilla había montado el remake en sainete de la tragedia soviética de los años treinta. O, para hacer más cubano el asunto, había acoplado el esquema de aquella tragedia a nuestro teatro vernáculo.
El llamado «caso Padilla» le hizo un grave daño a la cultura revolucionaria cubana. Padilla nombró a un grupo de escritores que, desde su punto de vista, tenían un pensamiento y un proceder injusto con la Revolución cubana.
Él, que por ese camino había llegado a «posiciones contrarrevolucionarias, los llamaba a recapacitar». Nombró a Pablo Armando Fernández, César López, Manuel Díaz Martínez, Norberto Fuentes, David Buzzi y José Yanes.
Norberto Fuentes fue el único de los mencionados que refutó las palabras de Padilla. Lo impugnó y reclamó su condición de revolucionario. Pero Padilla había nombrado además a otro escritor, que no figuraba entre los asistentes a la asamblea y que era «la pieza mayor» entre los emplazados: me refiero a José Lezama Lima.
Lezama — ya lo dije — era el líder intelectual de los poetas que se agruparon en la gran revista Orígenes (1944–1956), acaso la más importante publicación de su tipo en lengua española mientras apareció. Lezama, un muy importante poeta, había adquirido fama mundial cuando Éditions du Seuil publica en Francia la traducción de su novela Paradiso.
Lezama venía escribiendo esta voluminosa novela («mi ladrillo cuneiforme babilónico», la llamaba) desde muchos años atrás: la revista Orígenes había publicado algunos capítulos. Apareció muy discretamente en Ediciones Unión, en 1966, pero los capítulos VIII y XI motivaron un escándalo local, y toda la novela un elogioso artículo de Julio Cortázar, que el argentino tituló «Para llegar a Lezama Lima». El crédito literario del autor de Rayuela le abrió las puertas a la obra de Lezama. El propio Cortázar y Carlos Monsiváis prepararon una edición mexicana de Paradiso, pero los dos decidieron hacerle «correcciones» a la escritura lezamiana.
Cuando, años después, la UNESCO solicita de Cintio Vitier hacer la edición crítica de la novela, este opta por restituir el texto original.
Me contó Vitier que, al ver la edición, Luis Pavón le dijo: «Usted ha hecho la glorificación cubana de la literatura homosexual». Cintio, que nunca tuvo temor para responder lo que debía responderse, replicó: «Usted se equivoca: esa glorificación la hizo José Martí en la crónica que le dedicó a Oscar Wilde».
Padilla fue, desde las páginas de Lunes de Revolución, uno de los primeros detractores de Lezama. En las páginas de Fuera del juego figura un hermoso poema que pareciera ser la rectificación de aquel intento:
Hace algún tiempo
como un muchacho enfurecido frente a sus manos atareadas
en poner trampas
para que nadie se acercara,
nadie sino el más hondo,
nadie sino el que tiene
un corazón en el pico del aura,
me detuve a la puerta de su casa
para gritar que no
para advertirle
que la refriega contra usted ya había comenzado.
Usted lo observaba todo.
Imagino que no dejaba usted de fumar grandes cigarros,
que continuaba usted escribiendo
entre los grandes humos.
¿Y qué pude hacer yo,
si en su casa de vidrios de colores
hasta el cielo de Cuba lo apoyaba?[18]
En la primera edición de Fuera del juego, el poema solo se tituló «A J.L.».
Lo que Padilla hizo en la UNEAC aquel día de abril de 1971, fue el intento de sumar a la disidencia cubana y a lo que él mismo representaba, a un escritor de la envergadura de Lezama Lima. Escuché a Lezama rechazar esa tentativa de Padilla y afirmar que, a la larga, seguía siendo su enemigo. No creo que el objetivo a dañar fuera el poeta. El verdadero objetivo a dañar era la Revolución misma. Lezama solo resultaba lo que algún político norteamericano llamaría una «víctima colateral».
Si fue culpable Padilla, mucho más lo fueron los funcionarios de la Revolución que dieron por buenas sus palabras. Creo que las opiniones de Padilla se aceptaron — Padilla sabía que serían bienvenidas — porque la zona más dogmática de la dirigencia cubana quería, desde tiempo atrás, un ajuste de cuentas con Lezama, y el autor de Fuera del juego les entregaba ahora en bandeja de plata la posibilidad de hacerlo.
Desde los tiempos del PSP, el marxismo dogmático rechazaba a un poeta católico, hermético y homosexual que, también, fue un intenso defensor de la cubanía en los tiempos en que la cultura cubana era relegada por nuestra burguesía. Uno de los méritos de la política inclusiva de las Palabras a los intelectuales a partir de las cuales se funda la UNEAC, es la plena aceptación de un poeta como José Lezama Lima, e incluso el elegirlo como uno de los vicepresidentes de los escritores y artistas cubanos.
Cuando ya su novela Paradiso se había convertido en un éxito mundial; cuando la editorial Aguilar publicó sus Obras Completas, cuando en Cuba no podía publicar nada en los últimos años de su vida, siempre desatendió el reclamo de su hermana Eloísa instándolo a mudarse a los Estados Unidos. Cuenta un amigo — y testigo — que, en una disputa telefónica, le dijo Eloísa, desde Miami: «Yo no hice más que irme, que es lo que han hecho miles de cubanos». Lezama respondió: «Y yo me quedé aquí, como han hecho millones de cubanos».
Después de una larga hospitalización, Lezama falleció el 9 de agosto de 1976. Armando Hart, recién designado ministro de Cultura, se hizo presente en la funeraria de Calzada y K. Fue un gesto correcto, pero tardío.
Lezama fue un hombre que apoyó sin dudar la Revolución cubana, y nunca escribió una sola línea contra ella: no debió ser silenciado como lo fue en los últimos años de su vida. Pero Lezama era ya un inmortal. O, como él mismo hubiera dicho, ya estaba «generando en el espacio vacío de los taoístas».[19] La censura no lo dañó a él, sino al bien ganado prestigio de la cultura revolucionaria.
Después de su muerte y superado el Quinquenio Gris, empezó a editarse otra vez la obra de Lezama y se hizo una segunda edición cubana de Paradiso. En 2010 se conmemoró el centenario del nacimiento del escritor y su mítica casa de Trocadero 162 fue convertida en museo.
Como apunté, el poeta y crítico Virgilio López Lemus, al describir el Quinquenio como «intromisión extraliteraria e ideológica en el ámbito de la ficción narrativa», llega a preguntarse, extrañado: «¿Quinquenio gris en la poesía?»[20]
Es obvio que uno de los elementos detonantes del Quinquenio fue un libro de poemas — Fuera del juego, de Heberto Padilla — , y fue un poeta el más importante escritor cubano excluido de publicar en esos años: José Lezama Lima. Pero, además de Lezama, es un grupo mayoritario entre los mejores poetas cubanos los que son víctimas de esa exclusión. Arturo Arango escribe:
[…] enumeraré una lista, de seguro imperfecta, de poetas que no publicaron libro entre 1971 y 1976. Por orden alfabético: Domingo Alfonso, Antón Arrufat, Miguel Barnet, Víctor Casaus, Félix Contreras, Belkis Cuza Malé, Manuel Díaz Martínez, Lina de Feria, Pablo Armando Fernández, Roberto Friol, Fina García Marruz, José Lezama Lima, César López, Nancy Morejón, Luis Rogelio Nogueras, Carilda Oliver Labra, Heberto Padilla, Delfín Prats, Rafael Alcides Pérez, Virgilio Piñera, Guillermo Rodríguez Rivera, Cintio Vitier, José Yanes.[21]
Y quien es acaso uno de los más importantes poetas nacidos entre 1946 y 1950, Raúl Hernández Novás (1947–1993), tuvo que guardarse su primer poemario, Da capo, hasta los años ochenta, cuando había terminado esa «era de los sueños» que fue de pesadillas para la inmensa mayoría de los escritores cubanos. Hernández Novás escribía una poesía de intimidad que tampoco cabía en la poética admitida en el Quinquenio.
La Nueva Trova es perseguida desde su aparición en los años sesenta. A pesar de constituir la más clara manifestación de una canción revolucionaria en Cuba, sus representantes son excluidos de los medios de difusión masiva.[22]
Recuerdo una declaración de Fidel, al visitar Chile tras la victoria electoral de Salvador Allende, en la que afirmaba que en la nación sudamericana había un despliegue de canciones revolucionarias aunque todavía no había una revolución, mientras que en Cuba, donde existía una honda revolución, no existían las canciones que la expresaran. Era obvio que, entonces, el propio líder de la Revolución cubana no sabía lo que era el trabajo de Pablo Milanés, Silvio Rodríguez y Noel Nicola, y, claro, de lo que ya estaba siendo la Nueva Trova Cubana.[23]
Era patético lo que ocurría en nuestra radio y televisión cuando empezaba a hacerse conocido el trabajo de esos y otros trovadores: no se difundían sino en los días de combates o de conmemoraciones revolucionarias.
Por petición de Haydée Santamaría, Alfredo Guevara tuvo la idea de llamar a ese gran músico que es Leo Brouwer para organizar lo que sería el Grupo de Experimentación Sonora (GES) del ICAIC, que reúne a Pablo, Silvio, Noel Nicola, Sara González, Amaury Pérez, y músicos de la categoría de Sergio Vitier, Leonardo Acosta, Pablo Menéndez, Emiliano Salvador, Eduardo Ramos, Leoginaldo Pimentel, Lucas de la Guardia y Norberto Carrillo, que hacen una importantísima difusión de la obra de la Nueva Trova.
Es la acción de Haydée Santamaría y Alfredo Guevara la que salva a los jóvenes trovadores o, como mínimo, les evita muchas dificultades.[24]
El Quinquenio Gris se presenta siempre como una peculiar variante de la práctica estalinista en la cultura cubana, pero a mí me parece más ajustada a la verdad una analogía con la China Popular en los tiempos de Lin Biao.
La Zafra de los Diez Millones había sido como una variante cubana del Gran Salto Adelante: el intento de avanzar muy rápidamente en el ámbito de la economía para reforzar la independencia política cubana con la independencia económica, que le permitiera a Cuba mantener sus diferencias ideológicas dentro del mundo socialista.
No era un secreto que el apoyo cubano a la lucha guerrillera latinoamericana no era bien visto por la Unión Soviética ni por la casi totalidad de los partidos comunistas de los países socialistas europeos y de la propia región.
Desde fines de la década de los años cincuenta, y específicamente desde el XX Congreso del PCUS, empiezan a manifestarse las diferencias entre los partidos comunistas de la URSS y China, a partir del proceso de desestalinización soviético, que el Partido Comunista chino rechaza como revisionista. El fracaso del Gran Salto Adelante motiva graves hambrunas en China y determina la renuncia de Mao Zedong a la presidencia del país, que es ocupada por Liu Shaoqi, quien anima la proliferación de parcelas privadas y mercados rurales para garantizar la producción de alimentos, empezando a actuar un liberalismo que genera la crítica al culto a la personalidad de Mao. Pero la renuncia del viejo líder era apenas un repliegue táctico, pues Mao contraataca en 1966, impulsando la Revolución Cultural, apoyada por el Ejército y por activistas juveniles que reciben el nombre de Guardias Rojos.
Es extrema y, a veces, delirante la afirmación ideológica de la Revolución Cultural,[25] que se propone combatir cualquier «debilidad derechista» en el país y genera víctimas propicias entre la intelectualidad. Escuché a algunos dirigentes de la UJC caracterizar el Quinquenio Gris — en el que se desempeñaron activamente — como una peculiar «revolución cultural».
En El 71…, Jorge Fornet derivó hacia las importantes repercusiones del fenómeno en la vida cultural de América Latina y el mundo, pero el Quinquenio fue un momento crítico de la cultura en Cuba y no me parece posible abordarlo sin conocer a fondo la amplitud del fenómeno en Cuba. Entre otras cosas, para que la tragedia nunca pueda repetirse. Ni siquiera como sainete.[26]
Parte de esta generación intelectual lo es, sin duda, la llamada Nueva Trova Cubana, que aparecerá hacia mediados de la década de los años sesenta, aunque la crítica comienza a emplear el término a partir del concierto que compartieron Pablo, Silvio y Noel en Casa de las Américas el 19 de febrero de 1968.
Se estaban viviendo las que me parece que eran las postrimerías del movimiento del filin, que todavía seguía enriqueciendo a la canción cubana. Pero esta tendencia que, en efecto, aparece desde los últimos años de la década del cuarenta, solo se expande, en lo que verdaderamente es, en el primer lustro de los años sesenta.
La creación propia de los filinistas es la canción cantada a placer, y no el bolero que, en tiempos de la trova tradicional cubana — que lo crea — ,[27] se escribe en compás de 2×4 y con el empleo rítmico del cinquillo. Ese bolero pasa a México y Puerto Rico. Las canciones del filin son preferentemente acompañadas por guitarra o piano, que pueden hacer las modulaciones armónicas influidas por el bebop y la música impresionista, que nutren la tendencia.
Cole Porter había compuesto Begin the Beguine en 1934, y la primera orquesta que lo toca — en 1935 — es la orquesta latina del catalán Xavier Cugat. Porter afirma que escuchó el ritmo en las Islas Fiji y lo categorizó como rumba-calipso, aunque algún otro crítico lo considera, mejor, una rumba lenta. El tema de Cole Porter hace furor cuando, en 1938, la orquesta de Artie Shaw lo interpreta como swing.
Ese mismo año está en Nueva York el músico cubano Nilo Menéndez, acompañando a Ernesto Lecuona en una gira. Menéndez compone allí una pieza que tituló Aquellos ojos verdes. La primera parte es una canción tocada a placer, pero, en la segunda, Menéndez fusiona el viejo bolero típico cubano con el ritmo de la pieza de Cole Porter, que acabará llamándose beguine. El resultado será el ritmo del bolero moderno, en compás de 4×4: eso es la segunda parte de Aquellos ojos verdes.
El bolero en compás de 4×4 es de una cadencia más suave que la del viejo bolero típico. El asunto de este bolero va a ser casi absolutamente el tema amoroso en cualquiera de sus variables o circunstancias. El poeta, profesor e investigador venezolano Rafael Castillo Zapata ha señalado que el bolero es un compendio de las experiencias e imaginaciones posibles del latinoamericano y la latinoamericana.[28] Ese bolero es el que hacen en México músicos como Álvaro Carrillo y Vicente Garrido, este último intensamente vinculado a filinistas cubanos como César Portillo y José Antonio Méndez. Ese es el bolero moderno que va a alimentar las victrolas.
En las incontables boites que animaban las noches de El Vedado habanero en el primer lustro de los sesenta, se están oyendo en vivo las voces de los cantautores del filin (César Portillo de la Luz, José Antonio Méndez, Frank Domínguez, Marta Valdés, Ela O´Farril) o de sus más legítimos intérpretes, cantándolas como fueron concebidas, no como en las (pese a todo, muy buenas) versiones que hace Vicentico Valdés con grandes orquestas puertorriqueñas radicadas en Nueva York, como la del bajista Bobby Valentin, con quien Vicentico interpreta Quiéreme y verás, de José Antonio Méndez, o Añorado encuentro, de Piloto y Vera, con la orquesta de Joe Cain. Menos fidelidad a la tendencia consiguieron versiones como la de Realidad y fantasía, de Portillo de la Luz, que Roberto Faz grabó con el Conjunto Casino. Tampoco la logró Lucho Gatica cantando Novia mía, Sufre más o Si me comprendieras, de José Antonio Méndez.
Seguramente los filinistas agradecieron esas versiones orquestales que los pusieron a circular en el ámbito musical y, sobre todo, en las victrolas, pero a pesar de que llevaban popularidad y bienestar económico a sus autores, esas versiones satisfacían mucho más las exigencias del mercado del disco que la estética de sus creadores.
La nueva generación de compositores cubanos que estaba apareciendo en los años sesenta comenzó haciendo temas de filin. Acaso el más conocido sea Tú, mi desengaño, de Pablo Milanés, pero Noel Nicola y Martín Rojas también componen inicialmente canciones de filin.
Los debates que parecieron culminar en las reuniones de la Biblioteca Nacional y en el congreso que funda la UNEAC, se prolongan en los años sesenta. Algunos acusan al filin de extranjerizante y decadente. El punto extremo lo alcanzó una conferencia del doctor Gaspar Jorge García Galló, luego editada como folleto[29] — su autor disfrutaba de prestigio como teórico en las filas del PSP y, como vimos, llegó a dirigir el Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana — , que tacha la canción Adiós, felicidad, de Ela O´Farrill, nada menos que de contrarrevolucionaria. El teórico marxista confundía la pena de amor con el malestar político. O acaso pretendía que no se cantara la pena de amor, porque ese lamento podría parecer una queja ideológica.
Adiós, felicidad la había grabado Bola de Nieve, e incluso la Orquesta Aragón la había convertido en un nada sufriente chachachá.
Tal vez por el auge del filin en esos años sesenta, y por los reparos ideológicos que se le hicieron, el Consejo Nacional de Cultura convoca, en 1963, un fórum sobre la tendencia musical, que tendrá lugar también en el salón de actos de la Biblioteca Nacional.
El principal reparo al filin era el de ser extranjerizante, por usar una armonía próxima a la del blues norteamericano. La presencia de Alejo Carpentier fue decisiva en el coloquio. Habló de los históricos vínculos de la música cubana con la música del mundo, de la armonía impresionista, pero también de la atmósfera tropical y cubana dominante en las canciones de la tendencia. La crítica dogmática del filin parecía — o quería — ignorar que la música de nuestra trova tradicional se construye con elementos europeos y africanos que se mezclan en la isla y devienen ya cubanos.
En ese 1965 en que Guillermo Cabrera Infante se está despidiendo de Cuba, aparece una canción que va a cambiar el panorama musical cubano: Mis veintidós años, de Pablo Milanés. Su novedad consistía en que era una obra en la que el filin se fundía con el son cubano.
Habría que decir que a Cuba, que es un país de fusión, le es absolutamente familiar en su cultura y, especialmente, en su música. El bolero se fusionó al son, el mambo al chachachá; el son completó la estructura del danzón y le cedió su montuno al chachachá; la tonada campesina se «bolerizó» en algo que se llamó «guajira de salón», cantada por Guillermo Portabales y, después, por Ramón Veloz. Por ello fue algo plenamente cubano cuando Pablo Milanés fundió una canción de filin con una guajira-son para ir, como querían los surrealistas y los existencialistas comprometidos, «contra la muerte»: yo estaba desprevenido una noche de 1965, en el Salón Rojo del hotel Capri, en el puro entorno de La Rampa habanera, cuando se la oí cantar a Elena Burke y algo como que me dio un golpe en un hombro y me dijo que allí estaba ocurriendo algo que iba a cambiar la música de Cuba.
La canción-guajira-son de Pablo Milanés entregaba, en su contenido, otra novedad o, al menos, una infrecuente particularidad en la música popular cubana: se apartaba del dominante y casi único asunto de la canción popular: el amor. Lo había hecho Arsenio Rodríguez en La vida es un sueño, cuando desapareció la esperanza de revertir su ceguera.
La canción de Pablo quería deshacerse de una perspectiva que lo conducía hacia el dolor y el pesimismo, a pesar de que no podía dejar de invocar a «la muerte amada».
En El Caimán Barbudo estábamos muy atentos a los vínculos entre canción y poesía. Todos los poetas admirábamos un poema que el argentino Juan Gelman tituló «Mi Buenos Aires querido», como si fuera un tango de Gardel y Lepera o de Enrique Santos Discépolo. Hay que decir que la generación del cincuenta había intentado previamente vincular poesía y música.
Recuerdo un recital organizado por algunos de los colaboradores de Lunes… con la actriz Miriam Acevedo cantando algunos poemas de El justo tiempo humano, de Heberto Padilla, puestos en música.
Ana María Simo, polemizando con Jesús Díaz, recuerda dos recitales de los poetas de El Puente, con el único tema del amor y unidos a las canciones de filin, en 1964.[30]
Yo tenía en cuenta el ancestral nexo — desde la lírica mélica, de Grecia — entre música y poesía, que en último término remite a la magia, y las relaciones que periódicamente habían tenido canción y poesía en nuestra cultura.[31] Todavía el movimiento de la nueva canción no había tomado la fuerza que tomaría muy poco después, con Joan Manuel Serrat (y el argentino Alberto Cortés) poniendo música a poemas de Antonio Machado y de Miguel Hernández, y Paco Ibáñez a los poetas del Medioevo y a la tradición clásica de los Siglos de Oro. Manejábamos la obra de Atahualpa Yupanqui en Suramérica, y nos relacionábamos con la canción social norteamericana, revitalizada en los años sesenta.
Eran los días del asesinato de Kennedy, del incremento de la agresión a Vietnam, de las luchas de los afroamericanos por sus derechos civiles, con líderes como Martin Luther King, Malcolm X, Angela Davis y los militantes del grupo Black Panthers. Revivían las canciones que en los años cuarenta había compuesto Pete Seeger, las de Woody Guthrie, o las que ahora componía el joven poeta y cantante Bob Dylan. A mí me impresionó vivamente una canción suya titulada With God on our Side, cuando se la escuché cantar a Joan Báez. Era el enjuiciamiento de la historia político-militar de los Estados Unidos resumida en apenas cinco minutos.[32]
Los jóvenes norteamericanos se rebelaban contra la obligación de ir a librar una guerra neocolonial en Vietnam.
La canción emergía por todas partes como un instrumento de rebeldía y de liberación. Los poetas que habíamos firmado el manifiesto «Nos pronunciamos», que recogió El Caimán Barbudo en su número inicial, planeamos un recital que se llamó «Teresita y nosotros» y se efectuó en la sala de Bellas Artes. Era una lectura de poemas en la que nos uníamos a Teresita Fernández, una peculiar trovadora villareña, que además de musicar sus propios textos, cantaba otros de José Martí y Gabriela Mistral.
La novedad fue que Víctor Casaus, quien sin duda es uno de los mejores promotores culturales de mi generación, había «descubierto» a un joven que habíamos conocido como dibujante en la revista Mella, donde trabajamos los tres. Ahora hacía canciones, y Víctor creía que podíamos incorporarlo al recital: me pedía que lo oyera. A la propia salita de Bellas Artes fui a escucharlo, y claro que estuve de acuerdo en sumarlo al «nosotros» del concierto: el joven trovador se llamaba Silvio Rodríguez. Acababa de salir del Servicio Militar Obligatorio, y me di cuenta de que sus canciones iban a incidir, tanto como las de Pablo Milanés, en el cambio de la música cubana.
Gracias a Víctor nos reencontramos con Silvio, que era encontrar lo que ya estaba siendo la Nueva Trova. Mario Romeu lo incorporó al programa Música y estrellas, que dirigía Manolo Rifat, y a Juan Vilar, que entonces administraba el ICR, se le ocurrió darle a Silvio un espacio de media hora en un horario estelar, una noche a la semana. El programa lo dirigía Eduardo Moya, y Víctor Casaus escribía los guiones. Me «reclutaron» para leer unos poemas en el que inauguró lo que hoy se llamaría la «primera temporada». Pero nunca hubo una segunda.
Por el programa — Mientras tanto, se llamaba — desfilaron artistas que no eran frecuentes en la televisión, desde Teresita Fernández hasta Bola de Nieve. Ganó rápidamente a una teleaudiencia que aspiraba a una televisión diferente. No es secreto para nadie que la televisión propicia una estandarización del gusto; sin embargo, algunos creíamos que podía irse vulnerando ese entramado de una norma estética mediocre e inalterable. Pero Silvio hizo unos comentarios elogiando a los prohibidos Beatles e invitó al espacio a Pablo Milanés, quien no pudo asistir porque acababa de salir de las UMAP. Silvio se dejó el pelo un poco más largo de lo que toleraba el ICR de entonces. Muy poco después, en marzo de 1968, Mientras tanto había desaparecido. Nadie de los que podían, hizo nada porque el espacio se salvara.
Pero en cuatro o cinco meses Silvio se había hecho vertiginosamente popular, a pesar de ser la negación de los cantantes que conocíamos hasta entonces, o quizá por serlo: cantaba llevando una camisa cualquiera y un desteñido pantalón de trabajo, calzaba un par de los que entonces se llamaban tenis cañeros, totalmente rústicos — que unía, colocando el izquierdo, de lado, contra el suelo, y el derecho, pisándolo — , mientras tocaba impresionantemente la guitarra que apoyaba en el muslo. Impresionantemente, porque su guitarra asumía funciones que casi desbordaban al instrumento mismo: era capaz de hacer la percusión con sus cuerdas, o los graves del contrabajo tocado en pizzicato.
Años después, recuerdo haber leído poemas en el primer programa Proposiciones, que centraba Pablo Milanés — donde también leyó poemas Nancy Morejón — , porque los poetas que aparecíamos entonces, tuvimos la fortuna de coincidir con la renovación que estaban haciendo los trovadores de nuestra propia generación.
En El Caimán Barbudo habíamos publicado un artículo sobre la «canción protesta» norteamericana,[33] enfrentada a la discriminación racial y a la imperialista guerra de Vietnam que, tras el asesinato de Kennedy, el heredero Lyndon B. Johnson había incrementado hasta tener medio millón de soldados allí.
En la portada, un llamado al artículo decía: «nuestra canción, PROTESTA». Un dirigente me preguntó por qué, si el texto era sobre la canción norteamericana. Yo le respondí que era nuestra en la dimensión ideológica. Ocurría que nuestros políticos identificaban ideología con idioma: no solo las canciones norteamericanas estaban prohibidas en la radio y la televisión, sino que The Beatles, siendo ingleses, tampoco se escuchaban. Ese artículo insistía en que esa canción protesta norteamericana estaba más cerca de nosotros que mucha canción banal cantada en español o incluso escrita en Cuba.
En América Latina se revitalizaba la tradición de la canción social que representaron Atahualpa Yupanqui, Horacio Guaraní y la chilena Violeta Parra. En la habanera Casa de las Américas, la norteamericana Estela Bravo organizó en el verano de 1967 el Primer Encuentro de la Canción Protesta, que reunió en la capital cubana a un grupo de cultivadores de la canción social en el continente. Por Cuba participaron Carlos Puebla y sus Tradicionales y Omara Portuondo, acompañada por Martín Rojas en la guitarra.
A partir del Encuentro, se crea en Casa de las Américas el Centro de la Canción Protesta, que meses después comienza a programar conciertos de ese corte. El primero de ellos fue el ya mencionado concierto de Pablo Milanés, Silvio Rodríguez y Noel Nicola en febrero de 1968.[34]
Por esos días, a un poderoso ministro le escuché decir que no debíamos aceptar la canción protesta en Cuba, porque podía servir para protestar contra la Revolución. En algunos funcionarios, la defensa de la Revolución se iba convirtiendo en desconfianza hacia los demás, contra quienes parecía esgrimirse una permanente sospecha: ese era ya el caldo de cultivo del dogmatismo. Siempre era más seguro prescindir de aquello de lo cual no se estaba ciento por ciento seguro: lo experimental, lo nuevo, siempre estaba sujeto a la sospecha.
Pero los artistas, sobre todo los jóvenes y los más exigentes, querían enfrentar al enemigo que atacaba desde fuera, pero también a la burocracia que dañaba a la Revolución desde dentro. Y querían lo nuevo. Ese fue un rasgo peculiar de la nueva canción cubana: conocía muy bien su tradición, pero no se aferraba a ella: eso la hacía más innovadora que la nueva canción de otros países latinoamericanos, a excepción de la también innovadora nueva canción brasileña.
Entre los músicos jóvenes y otros intelectuales cercanos a ellos, se manejaba ya el concepto de nueva trova. Y manejarlo, era también inscribirlo en una tradición que remontaba a los orígenes mismos de la canción cubana: a La bayamesa, que en 1851 compusieran Francisco Castillo y José Fornaris, con el apoyo de Carlos Manuel de Céspedes, para llevarla a la ventana de Luz Vázquez.
Allí nació, en efecto, la canción cubana, pero nació también una tradición intelectual vinculada a la patria, a su independencia y a los avatares que viviría desde entonces. El trabajo del GES coincide en tiempo con el Quinquenio Gris, pero en esos años el ICAIC se mantuvo, si no directamente enfrentado, al menos ajeno a la política de vigilancia dogmática que regía en otras zonas de la cultura cubana, como eran la literatura y el teatro. La posición de Alfredo Guevara se había hecho muy clara desde los días de la polémica con Blas Roca en torno a las películas que debían mostrarse al público cubano, pero seguía siendo impugnado por los sectores más dogmáticos del país.
Cuando unos años después se organice el Movimiento de la Nueva Trova, no se hará más que crear una entidad que apoye, difunda y supervise un fenómeno cultural que había aparecido previamente en la actividad de los trovadores y que ya había apoyado el trabajo del GES.
Como, por la política vigente, muchos de los mejores poetas del país estaban excluidos de editar sus textos en libros y revistas, la canción empezó a ocupar unos espacios que la exclusión de los poetas había dejado vacíos.
Precisamente, creo que uno de los aportes que hacen esos jóvenes trovadores como Pablo, Silvio, Noel, Vicente Feliú, es trabajar el texto de la canción rehuyendo los facilismos de la canción comercial y vincularla a la tradición de la gran poesía de la modernidad que se manifiesta en la lengua española, tanto en la península como en Hispanoamérica, a partir de Rubén Darío y nuestro modernismo.
No resultó casual que apareciera un peculiar interés por la obra de José Martí. Los Versos sencillos, que Martí recoge en un cuaderno en 1891, son un homenaje a lo popular, pero desde una perspectiva poética culta que tiende a reciclarlo en un muy peculiar neopopularismo. La música había establecido un claro nexo con la obra de Martí desde los acercamientos que a ella intenta Ernesto Lecuona.[35] Teresita Fernández, quien emerge a la difusión musical en esos años sesenta, trabaja textos de Martí, y también lo harán después jóvenes trovadores como Pablo Milanés, Sara González y Amaury Pérez.
Sin referirse a los fundamentos del problema, Roberto Fernández Retamar alude a la aparición — necesita crear el neologismo — de una «guitárrica», émula contemporánea de la antigua lírica. No se trata sino de la continuidad trovadoresca cubana, tal vez ahora con una más clara conciencia de sus implicaciones poéticas y políticas. Es la obra del músico en buena medida silvestre, generalmente portador de un saber musical empírico, que ha elegido un instrumento con el cual puede deambular, a diferencia del pianista que, por lo general, es portador de un saber musical académico.
Pero estos nuevos trovadores, aparecidos en otro momento de la historia, tendrían la oportunidad de acceder a una formación superior a la de sus predecesores.
El Grupo de Experimentación Sonora actuó también como un peculiar conservatorio donde cada músico era guiado para aprehender lo que necesitaba para su trabajo.[36] La música popular se trabajaba con la voluntad innovadora que deseaba la confluencia de estética y política.
La Nueva Trova tiene el claro antecedente del trabajo de los compositores del filin, pero son los trovadores de los años sesenta quienes retoman el término trova, acaso por la voluntad de reencontrar a la nación que acompañaba a la Revolución.
La aparición de esa «poesía cantada» viene a compensar los desastrosos efectos que el Quinquenio Gris producía en la poesía escrita publicada.
Para enfrentar la crisis económica que vive el país, el gobierno cubano decide proponer el ingreso de Cuba en el Consejo de Ayuda Mutua Económica, que se hace efectivo en 1972. Esa integración tiene un claro costo ideológico: Cuba debe aceptar un conjunto de normas económicas y políticas comunes a todo el ámbito socialista europeo.
Un problema central va a ser el de la misma comprensión del marxismo-leninismo. El nivel más alto de esa comprensión en el ámbito académico estaba en el Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana, que se organiza muy poco después del mismo momento en que la Revolución cubana asume la opción socialista: todos los egresados de la educación superior deben cursar estudios de filosofía marxista-leninista. Esto es, de la filosofía marxista-leninista oficial, tal como la aceptaba la Unión Soviética.
Como profesores, se capacita un amplio número de jóvenes revolucionarios en todos los sitios donde existan universidades: en todas ellas hay réplicas del Departamento de Filosofía, porque el materialismo dialéctico y el materialismo histórico deben enseñarse en todas las carreras universitarias.
Pero mientras los directores, y acaso los profesores de más edad, se apoyaban ortodoxamente en los conceptos del marxismo soviético y en los manuales de ese origen (los de F. V. Konstantinov, Otto Kusinen, et al.), los jóvenes profesores iban comprendiendo el carácter esquemático y simplificador de aquellos libros y la enorme dificultad para explicar, a partir de ellos, las especificidades de lo latinoamericano y lo cubano; esos jóvenes profesores prefieren leer directamente a los clásicos (Marx, Engels, Lenin) y añadir el estudio de otros marxistas, como pueden ser Antonio Gramsci, Frantz Fanon y José Carlos Mariátegui.
La nueva promoción de jóvenes marxistas que se nuclea en torno al Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana comprende que la Revolución cubana precisa de nuevas reflexiones sobre los complejos problemas que enfrenta el mundo y, específicamente, el ámbito de los países subdesarrollados: el llamado Tercer Mundo.
Esos jóvenes marxistas eran ya colaboradores de El Caimán Barbudo pero, menos de un año después de creado el magazine, fundan la revista Pensamiento Crítico, que aparece en abril de 1967. El director de la publicación fue Fernando Martínez Heredia, profesor del Departamento de Filosofía. En cada número, junto al machón, aparecía la siguiente y mínima declaración: «Pensamiento Crítico corresponde a la necesidad de información que sobre el desarrollo del pensamiento político y social del tiempo presente tiene hoy la Cuba revolucionaria».
La revista promovía un enfoque que se apartaba de la ortodoxia soviética sobre asuntos centrales del tercer Mundo y, en especial, de América Latina,[37] pero abordaba también problemas al margen de estos ámbitos, cuyo enfoque contradecía las valoraciones del marxismo soviético.
A poco tiempo de iniciarse la política del Quinquenio Gris, en agosto de 1971, se editó el número final de Pensamiento Crítico. En una conferencia impartida en el año 2008, Martínez Heredia rememora esos días de este modo: «mis recuerdos del último año en que trabajé en ese campo, más precisamente entre septiembre de 1970 y noviembre de 1971, son los de una tragedia en la que las necesidades del Estado parecían más decisivas que los criterios ideológicos o teóricos».[38]
La voluntad de afirmar el espíritu del momento y negar el pasado inmediato llevó, además, a disolver el Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana. Los sectores más dogmáticos del ámbito del pensamiento en el mundo académico pretendieron que a los más notables de sus integrantes se les despojara del carnet de militantes del Partido Comunista, lo que lúcidamente no se hizo.[39] Todos los editores y colaboradores de Pensamiento Crítico, no obstante, dejaron de enseñar Filosofía, lo cual implicó un obvio descenso en el nivel académico de un Departamento de Filosofía reconstruido.
La dogmatizante política del Quinquenio abarcó no solo el marco de la cultura artística y literaria, sino todas las esferas de la ideología nacional.
Vista desde la perspectiva de la dirección política del país, la dogmatización que implicó el Quinquenio constituyó la defensa de la Revolución ante la posible proliferación de un pensamiento disidente entre los intelectuales cubanos. Muchas veces la exacerbación del pensamiento crítico provenía de la existencia de reales desaciertos en la conducción económica del país.
En el Quinquenio, la dirección de la Revolución decidió agrupar tácticamente a todos aquellos grupos que, atendiendo a razones diversas, enfrentaban el que era o parecía ser un pensamiento que atendía a las razones de los disidentes.
Esos momentos de represión ideológica (religiosa o política) han solido denominarse «cacerías de brujas» y no suelen atender a la razón estricta; operan o pueden operar a partir de la sospecha: pueden bastar la acusación o la apariencia de culpabilidad para condenar a alguien.
El Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura tenía el objetivo inicial de abordar los temas y problemas más importantes en torno a la enseñanza primaria y secundaria. Se había designado ministro de Educación al comandante Belarmino Castilla; como presidente del Consejo Nacional de Cultura fue nombrado el teniente y poeta Luis Pavón, hasta entonces director de la revista Verde Olivo. Junto a Pavón actuaban varios cuadros de la UJC que habían sido precursores — o acaso la avanzada — de la política cultural que adoptó el Congreso y que iba a poner en práctica el nuevo Consejo bajo la presidencia de Pavón: Félix Sautié, quien desmontara la primera época de El Caimán Barbudo y dirigiera tanto esta publicación como, luego, el diario Juventud Rebelde, era vicepresidente del Consejo; Roberto Díaz y Armando Quesada, sucesivos directores de El Caimán… en su segunda época, serían los directores nacionales de Literatura y de Teatro, respectivamente; Eduardo López Morales fue también, en esos años, figura dirigente en la literatura, junto a Roberto Díaz Muñoz.
Las discusiones del Congreso habían enfatizado y hecho explícita la política homofóbica que funcionaba en el país desde los años sesenta. Sin embargo, la «Declaración…» parecía ser ligeramente más reflexiva. Establecía que debía analizarse la actitud a tomar con los homosexuales en los distintos «frentes culturales». Hubo depuraciones entre los estudiantes universitarios en carreras como las de Filología e Historia del Arte, pero no solo allí: se efectuaron en diversas áreas universitarias.
En la vida artística y literaria, el ataque más brutal lo sufrió el teatro cubano. Armando Quesada, el recién designado director nacional de Teatro, era un actor mediocre que optó por incorporarse a la burocracia de la cultura. Inicialmente dirigió, junto a un teatrista uruguayo,[40] las que se llamaron Brigadas Covarrubias, integradas por actores aficionados. Al momento de efectuarse el Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, Quesada era director de El Caimán Barbudo e integra la delegación de la UJC al evento. En la Comisión 6, Quesada lee una ponencia en la que nos acusaba a Luis Rogelio Nogueras, Víctor Casaus, Eduardo Heras y a mí, de la indefinida actitud diversionista.[41]
Heras estaba condenado por Los pasos en la hierba, su mejor libro de relatos, que había sido execrado por artículos de los dirigentes juveniles Roberto Díaz y Ángel Guerra.
Como ya conté, a mí Quesada me acusaba también de ser el «autor intelectual» de un acto contrarrevolucionario ocurrido en la Universidad de Oriente en el que varios estudiantes de Química impugnaron a Fidel Castro como autócrata.[42] Añadía, además, que yo había propuesto al poeta y ensayista César López para moderar un panel de poesía e impartir clases en la Universidad de Oriente — Quesada extremaba los juicios de Padilla para convertir a César López en un contrarrevolucionario. César era un santiaguero que había sido gran amigo de Frank País y brillante profesor de Literatura en el Instituto Especial Cepero Bonilla; hoy es uno de nuestros Premios Nacionales de Literatura — .
El rector de la Universidad de La Habana me suspendió como profesor y nombró un tribunal para que determinara la veracidad de la acusación de Armando Quesada. El acusador demoró semanas en presentar por escrito sus argumentos; cuando al fin lo hizo, desapareció en ellos la acusación por la cual se me había suspendido como profesor y por la que se había constituido el tribunal para juzgarme.
Aunque sabía que lo que había dicho era falso, Quesada no tuvo la decencia de disculparse ni de decir, al menos, que se había equivocado. El rector, José Miguel Miyar, a su vez, no quiso aplicar la elemental justicia de suspender un juicio en el que la acusación había desaparecido: bajo ningún concepto quiso hacer obvio lo mal parados que quedaban los «fiscales» de la UJC.
Pasaron otras semanas hasta que el compañero Secundino Guerra, que atendía la Universidad de La Habana en el Comité Central, tuvo que enviar un mensaje diciendo que esa acusación era falsa y que yo debía ser restituido en mis funciones profesorales. Cuando al fin volví al aula, lo primero que dije fue: «Decíamos ayer…», y me molestó mucho que mis alumnos de primer año no supieran que esa fue la frase que dijo Fray Luis de León cuando la Inquisición lo puso en libertad y regresó a sus clases en Salamanca.
La acusación finalmente presentada por Armando Quesada ante el Rectorado de la Universidad de La Habana enjuiciaba a un grupo compuesto por Víctor Casaus, Luis Rogelio Nogueras, Guillermo Rodríguez Rivera, Eduardo Heras, Rogerio Moya y Renato Recio.[43] Quesada, en su texto acusatorio, lo describía como:
un grupo de jóvenes seudointelectuales, que al amparo del liberalismo y el criticismo han caído en posiciones de franco diversionismo ideológico […] pero que era justo y revolucionario combatir desde sus raíces […] para que por medio de la rectificación, sean salvados de caer en posiciones más comprometedoras y graves, haciéndole el juego a los enemigos de la Revolución.[44]
Afirma Liliana Martínez Pérez:
El tono hostil y condenatorio del documento, así como el contexto político e ideológico propicio para un alegato de esta naturaleza, explica la inmediata censura y/o recogida de los libros de los acusados, a partir de mayo de 1971, además del silenciamiento y aislamiento a que fueron sometidos y/o se sometieron los ahora inculpados en sus nuevos o antiguos centros de trabajo.[45]
Mi hermano René había sido compañero del comandante Belarmino Castilla. Incluso había propiciado su ingreso en el Movimiento 26 de Julio, presentándole a Pepito Tey, cuando ambos eran estudiantes de bachillerato en el Instituto de Santiago de Cuba. Tey era amigo de mi hermano René. René le pidió una entrevista a Castilla, entonces ministro de Educación: quería interesarse por las posibilidades de mi participación en la vida cultural del país. Me invitó a acompañarlo en la entrevista. Cuando llegamos al encuentro, el ministro se hacía acompañar por el presidente del Consejo Nacional de Cultura, Luis Pavón Tamayo.
Pavón no pudo impugnar nada de mi conducta, pero me sugirió que yo debía reunirme con algunos dirigentes de la UJC para aclarar mi situación. Contó enseguida que Raúl Rivero — quien también había sido acusado en el Congreso — había tenido una reunión con Armando Quesada y Ángel Guerra y ya no era impugnado por la UJC. No solo no era impugnado, sino que se convirtió en el poeta joven más promovido en el Quinquenio Gris.
Pavón me sugirió que hiciera lo mismo. Yo le respondí que Quesada me había acusado públicamente de contrarrevolucionario. Mientras él no se retractara, también en público, de esa acusación, yo no tenía nada que hablar con él.[46] Yo sabía que Quesada no se retractaría y, en verdad, me alegraba de que así fuera: no tendría que hablar con la UJC, que no querría sino reclutarme para los puntos de vista del Quinquenio Gris, como ocurrió con Rivero. Si ese era el precio que debía pagar, prefería no publicar. Después de todo, fuimos decenas los escritores que estuvimos cinco años o más sin editar nada.
Armando Quesada fue nombrado director nacional de Teatro y, prácticamente, destruyó el teatro habanero.[47]
Como dije, la ya represiva «Declaración del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura» establecía desarrollar «un análisis para determinar cómo debe abordarse la presencia de homosexuales en distintos organismos del frente cultural», pero el director nacional de Teatro tenía ya adelantado su análisis: ordenó expulsar de todos los grupos teatrales habaneros a los trabajadores que fueran homosexuales, lo parecieran o simplemente fueran acusados de serlo, aunque tal acusación no se verificara. Se les exigía a esos trabajadores (actores, tramoyistas, sonidistas, escenógrafos, luminotécnicos, maquillistas, etc.) un grado de identificación con la Revolución que, en la práctica, los obligaba a ser militantes.
Expulsó a los tres titiriteros que mantenían el Guiñol Nacional: Pepe Carril y los hermanos Carucha y Pepe Camejo. El Guiñol Nacional, con obras para niños y adultos, había alcanzado una maestría excepcional: recuerdo una extraordinaria versión de Don Juan Tenorio, de José Zorrilla, que colocaba al grupo entre los mejores del continente.
Los directores de los distintos grupos teatrales habaneros acataron las órdenes de la máxima autoridad teatral y separaron a todos los que no cumplieran los estrictos parámetros exigidos: fueron decenas los teatristas separados de su trabajo.
Cuando en 1976, ya fundado el Ministerio de Cultura, se celebró el Primer Festival de Teatro de La Habana, escuché al ministro Hart decir que el mérito mayor del evento fue haberlo realizado con los mismos teatristas que el Consejo Nacional había expulsado de sus puestos de trabajo. Esos trabajadores fueron los verdaderos héroes de la supervivencia del teatro habanero, que la burocracia extremista había condenado a desaparecer.
Entre esos directores de grupos hubo la honrosa excepción de la directora del grupo Teatro Estudio, la gran actriz cubana Raquel Revuelta. Ella se negó a acatar las órdenes de la Dirección Nacional de Teatro y no despidió a ninguno de los trabajadores del grupo. Fue un caso excepcional en el que una actriz de gran prestigio profesional y político se negó a obedecer las órdenes del mediocre y dogmático director nacional Armando Quesada. Al superjefe no le quedaba más alternativa que destituir a Raquel y nombrar en su lugar a quien aceptara cumplir sus órdenes, pero no se atrevió a hacerlo.[48]
La actitud de Raquel fue acaso el acto que generó una saludable protesta entre los teatristas expulsados. Acudieron en conjunto a los tribunales a reclamar el carácter inconstitucional de su cesantía. La constitución cubana de 1976 prohibía, en efecto, el despido de cualquier trabajador si no se efectuaba mediante un Consejo de Trabajo, una suerte de tribunal ante el cual la jefatura debía argumentar los motivos que la llevaban a solicitar la separación del trabajador de su puesto laboral. Era únicamente ese Consejo el que podía decidir el despido del trabajador.
La pelea entre los teatristas y el Consejo Nacional de Cultura pasó por diversas instancias judiciales hasta llegar al más alto nivel: el Tribunal Supremo Popular. El más alto tribunal cubano falló a favor de los trabajadores del teatro: el Consejo Nacional de Cultura estaba actuando contra las leyes cubanas y fue obligado a reponerlos en sus puestos de trabajo y pagarles todos los salarios dejados de percibir desde el momento de su despido. El imprevisto pago a decenas de trabajadores del salario correspondiente a varios años puso en crisis las finanzas del CNC. Después de todo, fue un hermoso acto de justicia.[49]
Notas:
[1] Este texto se publica con la autorización de la Editorial Ojalá (Nota de La Tizza, N. T.).
[2] Jorge Fornet: El 71. Anatomía de una crisis, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 2013, p. 259.
[3] Es el caso de Domingo Amuchástegui en un buen artículo titulado «La guerra de las ideologías» (publicado en tres partes, los días 29, 30 y 31 de agosto de 2007, en El Blog de El Gentleman y disponible en: http://elgentleman.blogspot.com/2007/08/la-guerra-de-las-ideologas-parte-i.html). Señala a Serguera y a Pavón como absolutos responsables de las políticas que llevan a cabo y ello no es cierto. Es verdad que en Cuba la cultura no fue un poder monolítico y uniformemente establecido, pero no es el caso en la proyección cultural que se establece en 1971.
[4] «Declaración del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura», en revista Casa de las Américas, número 65–66, marzo-junio, 1971, p. 16.
[5] Virgilio López Lemus: «1970–1975: ¿Quinquenio gris en poesía?», en Oro de la crítica, Ed. Oriente, Santiago de Cuba, 2013, p. 67.
[6] Virgilio López Lemus: «Con los ojos de Luis Beiro», en ob. cit., p. 263.
[7] Arturo Arango: «“Con tantos palos que te dio la vida”: Poesía, censura y persistencia», en Eduardo Heras León y Desiderio Navarro (eds.): La política cultural del período revolucionario: memoria y reflexión. Ciclo de conferencias organizado por el Centro Teórico Cultural Criterios. La Habana, 2007, primera parte, Centro Teórico Cultural Criterios, col. Criterios, La Habana, 2008, p. 112.
[8] No son solo los textos de Fuera del juego. Leopoldo Ávila publicó en Verde Olivo una ácida impugnación del poeta: «Las provocaciones de Heberto Padilla» (Verde Olivo, La Habana, año IX, no. 45, 10 de noviembre de 1968, pp. 17–18). Enseguida, Padilla hizo un recital en la UNEAC con poemas de un nuevo libro que tituló Provocaciones.
[9] Heberto Padilla: «Instrucciones para ingresar en una nueva sociedad», El abedul de hierro, en Fuera del juego, Ed. Unión, La Habana, 1968, p. 80.
[10] Heberto Padilla: «El abedul de hierro» (fragmento), El abedul de hierro, en Fuera del juego, ed. cit., p. 83.
[11] Diferente es el caso de la hoy desaparecida Yugoslavia. El croata Josip Broz (Tito) había comandado unas guerrillas antifascistas que tomaron el poder, unificando a seis repúblicas balcánicas con un programa socialista. Yugoslavia se mantuvo ajena al dominio estalinista, la oficialidad soviética calificó como «revisionistas» a los dirigentes yugoslavos. Tito fue fundador del Movimiento de Países No Alineados. Las potencias occidentales y la OTAN hicieron todo para destruir la unidad de las repúblicas yugoslavas y desaparecer el exitoso socialismo del país.
[12] Heberto Padilla: «Cantan los nuevos Césares», La sombrilla nuclear, en Fuera del juego, ed. cit., p. 72. Este es el poema tal como aparece en la edición original. En la edición española que, en 1970, hace la Editorial El Bardo, sin explicación, se suprime el verso final. ¿Censura religiosa?
[13] El pasado 2015, Jay Roach realizó la excelente película Trumbo, que cuenta las vicisitudes del guionista, a quien Kirk Douglas eligiera para escribir el guión de Espartaco, cuando era todavía un proscrito de Hollywood.
[14] El fenómeno parece extender a Francia, con la posibilidad presidenciable de la ultraderechista Marine Le Pen y la aparición de La Francia Insumisa, de Jean-Luc Mélenchon.
[15] Arturo Arango: artíc. cit., pp. 111–112.
[16] Citado por Jorge Fornet: ob. cit., pp. 160–161.
[17] Arturo Arango: artíc. cit., p. 112.
[18] Heberto Padilla: «A J.L.», Fuera del juego, en Fuera del juego, ed.cit., p. 43.
[19] La frase es parte de la dedicatoria de Lezama en el ejemplar de Paradiso «Para Guillermo Rodríguez Rivera, que empieza por la negación en la cadena de las generaciones y ojalá termine generando en el espacio vacío de los taoístas. Mayo 1966». (N. del E.)
[20] Véase Virgilio López Lemus: «1970–1975: ¿Quinquenio gris en poesía?», en ob. cit., pp. 67 y ss.
[21] Arturo Arango: artíc. cit., p. 117.
[22] Le escuché decir al propio Jorge Serguera que el error que querría no haber cometido nunca fue la desaparición de la televisión cubana de Mientras tanto, el programa que centraba Silvio Rodríguez.
[23] Silvio Rodríguez me ha contado que, al menos en dos ocasiones, Fidel se disculpó por no haber prestado más atención al trabajo de la Nueva Trova.
[24] En 1972, tres años después de fundado el GES, se crea el Movimiento de la Nueva Trova, por decisión de la UJC. Ello implica la admisión oficial de la tendencia, aparecida desde los años sesenta.
[25] Se llega al extremo de determinar que, en los semáforos, los conductores debían detenerse con la luz verde, porque el color rojo siempre es «para avanzar».
[26] En esa dirección, me parece más importante la conferencia de Arturo Arango que he citado.
[27] El primer bolero es Tristezas, del trovador santiaguero Pepe Sánchez, y se compone en 1883. Sánchez es el maestro de Sindo Garay y de otros trovadores de Santiago de Cuba, como Rosendo Ruiz y Alberto Villalón.
[28] Rafael Castillo Zapata: Fenomenología del bolero, Monte Ávila Editores, Caracas, 1991.
[29] Gaspar Jorge García Galló: Los fundamentos de nuestra educación socialista, Secretaría de Divulgación, SNTEC, La Habana, 1963.
[30] Ana María Simo: «Respuesta a Jesús Díaz», La Gaceta de Cuba, La Habana, año V, no. 51, junio-julio de 1966, en Graziella Pogolotti (sel. y pról.): Polémicas culturales de los 60, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 2006, pp. 375–376.
[31] Un elemental conocimiento de la cancionística cubana daba noticias de las versiones musicales que emprendió la trova tradicional con textos como «El erial» y «El cóndor», donde Sindo Garay pone música a poemas de Gustavo Adolfo Bécquer y José Santos Chocano; de Villalón, poniendo música a la necrofílica «Boda negra», del colombiano Julio Flórez; de Manuel Luna, con el soneto «La cleptómana», de Agustín Acosta; o de Manolo Romero, que convierte en bolero-son otro soneto modernista de Acosta como es «Abandonada».
[32] Cuando a Bob Dylan le otorgaron el Premio Nobel de literatura, inicialmente lo rechazó, reclamando un inexistente Nobel de música. Pero lo más importante de su cancionística son los textos.
[33] Pío E. Serrano y Luis Rogelio Nogueras: «La canción protesta: historia de una tragedia americana», en El Caimán Barbudo, La Habana, op. 7, [octubre de] 1966, pp. 8 y 9.
[34] Agotado el aún escaso repertorio de canciones «sociales» de los tres, invitan a cantar a Vicente Feliú, Martín Rojas y Eduardo Ramos, presentes en el público.
[35] El vínculo es muy anterior. En el reciente disco Con olor a manigua, en el cual la disquera Colibrí da una muestra de las canciones relacionadas con nuestro proceso independentista, aparece un bolero para el que Martí escribiera especialmente el texto, durante una estancia en Tampa.
[36] Fue el genio de Leo Brouwer quien diseñó ese método de aprendizaje.
[37] No puede perderse de vista que el año de fundación de la revista es el mismo en que el comandante Ernesto Che Guevara desarrolla su lucha en las selvas bolivianas. En octubre de ese año fue hecho prisionero y asesinado por orden expresa de la CIA.
[38] Fernando Martínez Heredia: «Pensamiento social y política de la Revolución», en Eduardo Heras León y Desiderio Navarro (eds.): La política cultural del período revolucionario: memoria y reflexión. Ciclo de conferencias organizado por el Centro Teórico Cultural Criterios. La Habana, 2007, primera parte, Centro Teórico Cultural Criterios, col. Criterios, La Habana, 2008, p. 156.
[39] Sus protagonistas y partidarios acaso pensaban que el modo de tratar la ideología en el Quinquenio sería permanente y se extendería a toda la vida cultural cubana. Recuerdo a un antiguo militante del PSP que me dijo: «Yo creo que ya es hora de entrar en Casa de las Américas».
[40] El uruguayo se llamaba Amanecer Dotta. No lo conocí personalmente, ni tampoco sus criterios sobre teatro, pero entre los actores cubanos apareció un chiste que ilustra la opinión que tenían del teatrista: decía que lo peor que podía ocurrirle a alguien era acostarse bien y amanecer dotta.
[41] La presidencia del Instituto Cubano del Libro, dando por buenas las acusaciones nunca verificadas, ordenó a Nogueras ir a trabajar como operario a la Unidad 04; comenzó barriendo el taller. Eduardo Heras fue a trabajar a la fundición y forja de acero «Vanguardia Socialista». El ICAIC, donde trabajaba Casaus, desconoció las acusaciones.
[42] La acusación era tan falsa, que yo ni siquiera había hablado nunca con esos estudiantes: no los conocía.
[43] Cuando formuló verbalmente la acusación en las sesiones del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, Quesada incluía en el grupo al poeta Raúl Rivero.
[44] Citado por Liliana Martínez Pérez: Los hijos de Saturno, FLACSO, Porrúa, México D.F., 2006, pp. 346–347.
[45] Ibíd., p. 348.
[46] Algo más fuerte le dijo René al comandante Castilla.
[47] José Ramón Brene, el autor de Santa Camila de la Habana Vieja, lo clavó con un nombrete pseudolorquiano que no se ha olvidado: «la quesada infiel».
[48] A mí no me pareció un acto de indisciplina, sino de legítima rebeldía ante lo injusto, que la Revolución había inculcado en los cubanos. Como anoté antes, también por motivos homofóbicos, su hermano Vicente había sido previamente separado de la dirección del grupo.
[49] Ver Ambrosio Fornet: «El Quinquenio Gris: Revisitando el término», en La política cultural del período revolucionario: memoria y reflexión…, ed. cit., pp. 25–46.
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