En su cumpleaños, La Tizza trae a sus lectores un dosier sobre «el mayor aguafiestas de la historia» y sus hijos. Esta serie de trabajos que compañeros de fuera y dentro de Cuba nos enviaron se hilvanan con un ánimo común: recordarnos que el legado de Marx ―el o los marxismos― es una tradición de pensamiento-lucha para «rebelar y revelar».
Puedes leer los otros textos publicados como parte del dosier:
Por un marxismo enraizado, de Miguel Mazzeo
«La normalidad no gusta de los grandes», de Fernando Martínez Heredia
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Por Wilder Pérez Varona
I. La urgencia de una recuperación
Se cuenta que, ante la proliferación de «marxistas» que convertían su pensamiento en catecismo, Karl Marx no pudo evitar el sarcasmo: «Todo lo que sé es que no soy marxista». La frase, como es sabido, la recogió Engels en una carta dirigida a Bernstein. El blanco del sarcasmo no eran los enemigos externos al movimiento obrero, sino camaradas de barricada que, en su afán de fidelidad, convertían la crítica en doctrina y el análisis en consigna. El gesto revela mucho más que una ironía de época: señala una incomodidad fundamental ante la forma en que el pensamiento puede volverse espejo estático de sí mismo.
Hoy, frente a una constelación de crisis que atraviesa al siglo XXI — colapso ecológico, precarización global, fascismos reciclados y algoritmos que gobiernan deseos—, ese gesto vuelve a interpelarnos. No porque Marx ofrezca respuestas acabadas para esas catástrofes, sino porque nos legó una forma de interrogar: una crítica viva que no se resigna a lo dado.
Con mucha frecuencia, esa crítica ha sido reducida a una retórica de la denuncia, a un ejercicio de exposición de injusticias, sin horizonte. Y aunque eso forma parte del impulso crítico, significa quedarse a mitad de camino. La crítica, cuando es fecunda, no se contenta con mostrar lo que no funciona: se lanza a imaginar lo que podría ser; no se limita a desenmascarar las falacias del mundo: quiere transformar las condiciones que las hacen posibles.
Sin embargo, esa potencia suele quedar sepultada bajo dos reducciones paralelas. Una, academicista, que convierte la crítica marxista en exégesis de textos sagrados. Otra, más militante pero igualmente empobrecedora, que la transforma en consigna o juicio moral. En ambos casos, lo que se pierde es lo esencial: la crítica como proceso inacabado, como práctica viva y en disputa, como fuerza que desarma las formas sociales naturalizadas para imaginar otras posibles.
Tal vez por eso Marx no escribió un documento definitivo sobre sus ideas. Su pensamiento avanza por fragmentos, exploraciones, intentos. Lo guía una intuición poderosa: las relaciones sociales no son naturales ni inmutables, pueden cambiar. Esa es la chispa que anima su crítica: desarmar lo que se presenta como eterno, mostrar que el capital, la mercancía, el Estado y la propiedad son construcciones históricas que, en consecuencia, pueden ser transformadas.
Lo que proponemos es, justamente, reimaginar esa crítica. No para actualizarla al ritmo de las modas teóricas, sino para recuperar su filo insubordinado, su vocación de intervención. Partimos de esa convicción:
la crítica en Marx no es un espejo roto ni un monumento del pasado. Es una herramienta, una práctica, una forma de mirar y actuar en el mundo. No se trata de rendir homenaje, sino de hacerla hablar de nuevo y con urgencia. En suma: leer a Marx como quien no pretende domesticarlo, sino dejarse afectar por su capacidad de incomodarnos.
II. Raíces filosóficas de una insubordinación
La crítica en Marx no brota de un suelo neutro. Surgió en el cruce de dos herencias que no terminaban de encajar: la dialéctica especulativa de Hegel y el materialismo sensible de Feuerbach. No es que Marx se limitara a combinar ambas, lo que hizo fue tomarlas como campos de batalla, lugares donde forjar su propio método con herramientas prestadas, pero sin rendirse a sus lógicas originales. De ahí nace una crítica que es, desde el inicio, insubordinada. Marx hereda, subvierte y amalgama esos elementos en tensión.
De Hegel aprende a pensar en movimiento. Este le muestra que toda identidad está habitada por su opuesto, que lo real se construye en el devenir de sus contradicciones. Pero no basta con ese juego de ideas que se elevan sobre sí mismas hasta alcanzar el Espíritu. Marx le da vuelta a ese edificio imponente, lo invierte como si se tratase de un guante. El conflicto ya no es entre nociones abstractas, sino entre clases, cuerpos, intereses materiales: pone los pies sobre la tierra, donde los cuerpos trabajan, donde se produce y se sufre, donde las contradicciones no son conceptos, sino fuerzas materiales que organizan la vida y la muerte.
Así, la dialéctica dejó de ser un sistema cerrado y se volvió un método de intervención. Ya no se trataba de reconciliar los opuestos en una totalidad armoniosa, sino de dejar hablar a la disonancia, de explorar sus posibilidades transformadoras.
La contradicción, en Marx, no se resuelve: se vive, se lucha, se transforma. Por eso su crítica no busca una síntesis final, sino que permanece abierta, atenta a los movimientos de lo real.
De Feuerbach, en cambio, Marx tomó el impulso a terrenalizar la filosofía: el materialismo como contrapeso a los vuelos idealistas. Contra las abstracciones de la religión y del idealismo, Feuerbach propuso mirar al ser humano en su corporeidad, en su sensibilidad, en su relación con el mundo. Pero se quedó en la contemplación: el ser humano como esencia genérica, el mundo como objeto a conocer. Marx dio un paso más: no basta con interpretar el mundo… No se trata solo de pensar al ser humano desde su «naturaleza», sino desde su capacidad de transformar el mundo que habita. La praxis — esa palabra que condensa pensamiento y acción, teoría y (auto)transformación— se vuelve así el núcleo de su propuesta.
Entre la negatividad dialéctica hegeliana y el anclaje materialista de Feuerbach, no hay síntesis ni superación: hay tensión, conflicto, apropiación subversiva. Marx se mueve entre ambos como quien camina sobre una cuerda floja. De esa tensión, que nunca se resuelve del todo, surge su crítica. Lo que emerge es una manera de pensar que interroga las formas dadas del presente desde su devenir, desde sus fisuras. Una crítica que no observa desde afuera, sino que se implica, que interviene: en Marx la crítica filosófica deviene «praxeología colectiva». Su sujeto no es el filósofo solitario, sino la praxis social misma en movimiento.
No se trata, entonces, de rastrear «influencias» como quien dibuja un árbol genealógico. Se trata de reconocer que la crítica marxista nace de un gesto de insubordinación: tomar lo heredado y hacerlo estallar desde dentro. Así se forja una crítica que no se contenta con reproducir lo aprendido, sino que se rehace a cada paso, en diálogo con lo que resiste, con lo que escapa, con lo que aún no tiene nombre. Por eso,
en sus fundamentos más profundos, la crítica marxista ya es movimiento. No se instala en certezas, habita en las tensiones. No busca sistemas perfectos, sino fisuras por donde hacer pasar la historia. En ese gesto inaugural — entre el vértigo de Hegel y la densidad de Feuerbach— se aloja su potencia más duradera: la de pensar el mundo no para describirlo, sino para transformarlo.
¿Qué marxismo para cuál socialismo? Por Wilder Pérez Varona
III. La crítica como praxis desnaturalizadora
La crítica de Marx no se congeló en sus fundamentos. No es una armazón teórica a la que se le puedan agregar piezas como quien arma un mueble. Es más bien un organismo vivo, una forma de pensar que se afina en el ejercicio, en la confrontación con lo real. Desde sus primeros textos hasta El capital, esa crítica se mueve, muta, se ramifica. No cambia de naturaleza, pero sí de intensidad, de lenguaje, de foco: primero trata de la religión, luego del trabajo, más tarde del valor, de la mercancía, de la forma Estado. Nada escapa a su mirada desconfiada. Lo que permanece es su impulso: desnaturalizar lo que parece eterno, poner en crisis lo que se presenta como necesidad.
Todo comenzó, podría decirse, con una herida: la alienación. Marx no la entendía solo como separación del producto del trabajo, sino como una fractura más profunda: el ser humano escindido de sí mismo, de los otros, de su potencia creadora. En los Manuscritos de 1844 esa crítica toma la forma de una denuncia casi existencial: el trabajo bajo el capitalismo no realiza al sujeto, lo desfigura. El ser humano, al producir para otro, se extraña de su propia humanidad.
Pero esa crítica no se queda en la queja ni en el pathos del desencanto. Marx pronto se percata de que no basta con señalar la alienación; hay que entender cómo se produce, qué estructuras la sostienen, por qué se reproduce. Y así, de la mano de otra arma mellada, la crítica se vuelve análisis. En La ideología alemana ya no habla del hombre abstracto, sino de las condiciones materiales de existencia. El paso de la filosofía a la economía política no es una renuncia, es una profundización: para desmontar la alienación, hay que trazar el mapa de sus engranajes.
Es entonces cuando el método se afina. La dialéctica, esa vieja aliada subversiva, se convierte en una herramienta quirúrgica para diseccionar la realidad. Pero no una realidad transparente.
Marx sabe que el orden del capital es maestro en el arte del disfraz: presenta sus relaciones sociales como cosas, sus violencias como normas, sus arbitrariedades como leyes naturales. Por eso, el primer gesto de la crítica es levantar ese velo, mostrar que lo que aparece como «natural» — el valor, el salario, la mercancía— es en realidad una construcción histórica, sostenida por relaciones de poder.
Entra en escena el fetichismo, no como metáfora, sino como mecanismo central de la dominación. Las mercancías no solo se intercambian: hablan, se vuelven sujetos, ocultan la relación social que las produce. El capital, dice Marx, tiene la capacidad de hacer que las cosas parezcan tener vida propia. Como en un teatro de sombras, lo que se ve no es lo que hay. Y la crítica, entonces, se convierte en una forma de ver a contraluz.
Pero esa mirada no se limita a desenmascarar, no basta con iluminar; quiere, también, abrir fisuras, mostrar que lo que parece eterno es histórico, que lo que se presenta como necesidad es, en realidad, resultado de relaciones contingentes. Marx no quiere espectadores lúcidos, sino sujetos en movimiento.
Por eso su crítica es también praxis: se escribe para intervenir, se piensa para transformar. Las categorías que despliega — plusvalía, clase, acumulación, subsunción— no son conceptos cerrados, sino herramientas abiertas. Con ellas se corta, se perfora; se afilan en el uso, se transforman con la lucha; se ilumina lo que el discurso dominante mantiene en penumbra, se vuelven a pensar cada vez que las condiciones cambian. No son definiciones, son brújulas.
La lucha de clases, por ejemplo, no es una teoría de dos bandos enfrentados, sino una lente para leer las fisuras del mundo. Donde hay explotación, hay resistencia. Donde hay dominación, hay posibilidad de fuga. La clase no es una identidad, es una relación conflictiva, un campo de fuerzas en disputa. Y ahí está, otra vez, la crítica como movimiento: no retrata la estructura, la desestabiliza.
Por eso El capital no es una biblia, ni un tratado para ser leído con solemnidad; es una máquina crítica, un mapeo de las contradicciones del capitalismo escrito para ser usado, no para aplicarlo como una receta, sino para dejarse afectar por su método, para pensar los conflictos del presente. Lo importante no es repetir sus fórmulas, sino prolongar su gesto: mirar de nuevo, dudar de lo evidente, interrogar lo que se impone como normal.
En tiempos donde todo parece naturalizarse — el mercado, el crecimiento, la competencia, la deuda—, volver a ese gesto desnaturalizador es una necesidad política. La crítica marxista, en su despliegue más maduro, no busca certezas, sino fisuras, no ofrece consuelo, sino una caja de herramientas. Y lo hace con un lenguaje que a veces incomoda, que exige, que no se deja domesticar. La crítica no es un acto individual de genio, sino una práctica social, una intervención que se encarna en las luchas.
Pensar desde Marx, entonces, es pensar desde el conflicto, desde lo inacabado, desde lo posible; es adoptar una actitud que no naturaliza, que pregunta cómo y para quién funciona el mundo tal como está.
IV. Resonancias contemporáneas
El mundo ha cambiado. La crítica, también. ¿Puede esa crítica seguir hablándonos hoy, cuando el capitalismo ya no se disfraza solo de progreso o desarrollo, sino de algoritmo, de plataforma, de «transición verde»? Puede, en efecto, hablarnos más que nunca y las grietas del presente la convierten ya en una crítica urgente. Porque las máscaras cambian, pero sus lógicas de acumulación, desposesión y explotación persisten. Y porque nuevas formas de opresión — de género, de raza, ecológicas— exigen lecturas que atraviesen, expandan y rearticulen la crítica marxista sin diluirla.
La pregunta, entonces, no es si Marx tenía razón. Es si su crítica sigue teniendo potencia. Y la respuesta está en cómo esa crítica se reinventa, se desborda, se mezcla con otros lenguajes. Ya no se trata solo del obrero industrial ni de la fábrica. Hoy la crítica habla también del litio y del software, del cambio climático y del extractivismo, del racismo estructural y del patriarcado. Y en esa expansión, Marx no se vuelve obsoleto, sino más inquietante.
Tomemos la ecología, por ejemplo. No hay capítulo verde en El capital, pero hay una intuición poderosa: la relación entre metabolismo social y naturaleza. Esa idea, que pasó desapercibida durante años, vuelve hoy con fuerza. La crítica marxista actual lee el colapso ecológico no como accidente, sino como consecuencia necesaria de una lógica que convierte todo en mercancía. No es que el capitalismo contamine, es que necesita destruir para reproducirse. Y ahí, otra vez, la crítica se afila: hay que desmantelar las formas de vida que nos han traído hasta acá.
Lo mismo ocurre con la tecnología. En un mundo hiperdigitalizado, donde los datos valen más que el trabajo humano, la crítica marxista se pregunta qué clase de valor se produce, quién se beneficia, quién es explotado. No se deja encandilar por la innovación ni por el discurso meritocrático del emprendedurismo. Ante la explotación digital, explora las nuevas formas de plusvalía extraídas del tiempo de atención. ¿Cómo se organiza la propiedad de los medios de comunicación digital? ¿Qué formas de trabajo invisible sostienen la nube? ¿Qué tipo de subjetividad moldea el algoritmo?
Y en medio de todo, nuevas alianzas teóricas emergen.
La crítica marxista ya no vive sola. Dialoga con el feminismo materialista, con los estudios decoloniales, con la teoría crítica de la raza. No siempre es un diálogo fácil — hay conflictos, rupturas, reproches—, pero de ese encuentro surgen nuevas formas de pensar. Porque si algo enseña el propio Marx es que la crítica no debe temer a la contradicción. Al contrario, debe habitarla.
Cuando se discute hoy sobre la esclavitud y la acumulación primitiva, sobre el valor y la reproducción social, sobre la renta y el territorio, no se trata solo de explicar el capitalismo industrial del siglo XIX, sino de entender sus mutaciones contemporáneas: las finanzas globales, los regímenes de deuda, el rol del Estado como garante de acumulación. Contra el racismo estructural, la crítica marxista dialoga con la teoría crítica de la raza y el pensamiento poscolonial. Se reactivan las lecturas de Marx desde una perspectiva latinoamericana que cuestiona la colonialidad del saber, la extractivización de los territorios y la violencia epistémica, proponiendo una crítica situada, insurgente y descolonizadora.
En todos esos casos, lo que se mantiene es el impulso desnaturalizador: revelar lo que opera como invisible, historizar lo que aparece como destino. No se trata de sumar teorías como quien colecciona sellos. Se discuten no tanto los conceptos en abstracto como su operatividad política y su capacidad para intervenir en las coordenadas actuales.
Se trata de tensionar el legado marxista, de empujarlo más allá de sus zonas de confort. Porque, si la crítica no incomoda, no es crítica; si no interrumpe el sentido común, si no pone en juego nuestras certezas, entonces es solo repetición.
Prolongar su gesto, hoy, implica multiplicar los objetos de la crítica: mirar no solo la empresa, sino también la escuela, el cuerpo, el territorio, el hogar. Implica hablar de clases, sí, pero también de fronteras, de géneros, de memorias coloniales. Implica pensar no solo el capitalismo como sistema, sino como forma de vida que lo fagocita todo, que produce deseos, subjetividades, modos de estar en el mundo. Por eso, la crítica marxista del siglo XXI no es una pieza de museo; es una práctica en expansión, una red de intervenciones que se cruzan, se contaminan, se interpelan. No hay pureza en ella. Hay búsqueda, hay deseo de comprensión, hay apuesta por la transformación.
La teoría solo subsiste mediante continua refundación Por Wilder Pérez Varona
V. Más allá de la condena: la crítica como apertura de posibilidades
La crítica no es un veredicto. No es un dedo que señala con superioridad desde la tribuna. La crítica, en Marx, es otra cosa. No se contenta con denunciar el horror, aunque lo haga con crudeza. No se detiene en describir las cadenas: quiere romperlas. Y en esa voluntad — radical, obstinada, transformadora— reside su fuerza vital.
Muchos la han malinterpretado, la han leído como una teoría de la catástrofe, una especie de manual para demostrar que todo está mal y que lo malo se deshará por su propio peso. Pero
la crítica en Marx no es melancólica: es una apuesta; porque detrás de cada diagnóstico hay una pregunta sin rendirse: ¿qué podemos hacer con esto?, ¿qué podemos transformar?, ¿qué otra forma de vida es posible?
Eso es lo que hace que la crítica no sea solo negativa: es desnaturalizadora, sí, pero también generativa. Nos arranca de la inercia, nos obliga a mirar con otros ojos. Nos arrastra fuera del sentido común, nos hace sospechar de lo evidente. Y desde ahí, desde esa interrupción, abre grietas. Grietas por donde asoman otras formas de pensar, de organizarse, de vivir.
Por eso la crítica está indisolublemente ligada a la praxis. No es un ejercicio contemplativo, ni una lucidez que se aferra al aula. Es intervención, es decisión, es riesgo. Es hacer teoría mientras se camina, mientras se lucha, mientras se construyen alternativas colectivas. Marx no nos entrega un sistema cerrado, nos ofrece un modo de sospechar del mundo y de transformarlo.
La crítica como praxis tiene un horizonte: la emancipación. Esa palabra, tan golpeada y a veces vaciada de sentido, sigue siendo indispensable, porque nombra algo que está en juego más allá de los modelos económicos: la posibilidad de vivir sin alienación, sin explotación, sin dominación; la posibilidad de recuperar el tiempo, la potencia colectiva, la alegría, no como promesa abstracta, sino como construcción material, concreta, cotidiana.
Y ese horizonte no está en el futuro como utopía lejana. Está en los gestos que interrumpen la lógica dominante, en los cuerpos que desobedecen, en las comunidades que ensayan otra economía, otra política, otra relación con la naturaleza. Está en los saberes que resisten el despojo, en los vínculos que no se rigen por la ganancia, en los espacios donde se cuela una vida que no cabe en las categorías del capital.
La crítica marxista no tiene fecha de vencimiento, no termina, no se agota, no se vuelve museo. Se reinventa, porque su objeto — el capitalismo— también muta, porque su sujeto — la lucha social— también cambia, y porque su sentido último — la emancipación humana— es una tarea abierta. No es un dogma que se repite: es una apertura que se actualiza. Su potencia está en esa capacidad de mutar, de leer las contradicciones del presente, de acompañar luchas nuevas sin perder el hilo rojo que las atraviesa.
Quizás por eso sigue incomodando: porque no ofrece recetas, pero exige tomar partido; porque no tranquiliza, pero impulsa; porque no se agota en la denuncia, sino que insiste en la posibilidad de otro mundo. Y en tiempos donde todo parece estar clausurado, esa insistencia es, también, una forma de esperanza hecha de crítica, de conflicto, de imaginación política. Porque
si algo nos legó Marx — más allá de los textos, de las categorías, de las escuelas— es esa intuición persistente de que las cosas pueden ser de otro modo y de que, para empezar a construir ese otro modo, hay que atreverse a pensar contra lo dado, a criticar, no como gesto de rechazo, sino como afirmación de lo que todavía puede ser.
Hoy, reimaginar la crítica en (y de) Marx no es una tarea nostálgica, sino urgente. En un mundo donde las formas de dominación se refinan y multiplican, necesitamos una crítica que no se limite a constatar lo intolerable, sino que nos enseñe a percibir lo posible. Una crítica que, como la de Marx, no sea consuelo, sino provocación, que plantee preguntas y no certezas, que señale caminos y no sistemas cerrados.