Por Fernando Luis Rojas
¿Alcanzan siete años? Para las cosas sí: ya hay un parque. Sin tarja y con wi-fi. Daniela era bachatosa y gritona. Era jefa de un grupo que dirigía a puros ovarios. La hicimos militante de la juventud. Su voz inundaba los pasillos de punta a punta, y se enredaba en broncas con cualquiera. Yexni era, de otras maneras, igual. Tenía el mismo galillo, pero lo utilizaba menos. Más discreta y siempre correcta. Lo supe por una llamada telefónica, cuando calificaba pruebas de ingreso a la universidad en Ciudad Escolar Libertad. No hubo diálogos de esos que sirven para llenar cuartillas: «No puedo creerlo», «¿¡Cómo!? ¿Estás hablando en serio?», o cosas por el estilo. No hubo silencios. Hubo Nada, en todas sus aperturas.
Los exámenes de Daniela y Yexni no llegaron. Daniela tenía la piel aceitunada y el pelo largo. Lo movía a un ritmo pendular, igual que su cuerpo delgado. Tenía ojos ciruelados, ¿o era la pintura que los acentuaba? Yexni era pequeña. La piel como cobre y los ojos grandes. Caminaba con pasos cortos y calculados, como si le fuera la vida en hollar el suelo. Se dice que la «gente se resiste a irse», «que no perciben el riesgo». Puede ser. En estos casos hay que hablar con Drexler: «amar la trama más que el desenlace». La gente se aferra a su espacio, se resiste a una temporalidad que en ocasiones dura años. La gente, a veces, sabe vivir en lugar, se acomoda «al invento» que facilita un determinado espacio físico, «inventa» para vivir y no aprendió a hacerlo en una periferia cementada, encajonada y pintada con uniformidad. La trama es cultural; el desenlace, tiene que ver con «las cosas» y, a veces, con la vida.
¡Hay tantas Habanas!, lo dijo Luisa Íñiguez. Ahora vienen los reyes y sí, verán La Habana que se quiere «mostrar». Pero también verán La Habana que ellos quieren ver. Si hubieran aceptado reunirse con «la disidencia», sería también La Habana que ellos, sus Majestades Reales, quieren ver.
¿Alcanzan siete años? Tendría que preguntarle a «L», la adolescente que, por esas cosas de Dios –no el de los evangélicos, más bien ese Dios de Skywalker al que llaman «La Fuerza»– salió al balcón momentos antes del desplome. Y «L» puede hablarnos de esas tensiones entre sobrevivencia y muerte cercana.
¿Alcanzan veinte años? Tendría que preguntarle a otra «L», ¡qué coincidencia!, en silencio aun por ese derrumbe en una calle de Centro Habana cuando salía de una reunión en su politécnico de la salud. «Morir por la Patria es vivir». Dice el Himno. Es la encarnación de una vocación de lucha, más que cadalso. Pero es más que eso. No sé si Perucho se lo propuso –disculpen si suena a Timba– casi un siglo antes de que escribiera Calvert Casey. Son las circunstancias de esa muerte y la permanencia, o no, en un panteón simbólico.
Hay personas sin «muertes heroicas» que viven en el panteón individual de muchos vivos.
¿Alcanzan siete, veinte años, para quienes no somos propietarios de las vidas y las muertes de los vivos? Ahora, que se premian los escritos «del año» (premios que son casi siempre «cosas») parece que sí. Bastan horas o meses. No sé, debían decirlo las «L»
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