Por Iramís Rosique Cárdenas
“Una importante especie biológica está en riesgo de desaparecer por la rápida y progresiva liquidación de sus condiciones naturales de vida: el hombre”[1].
Con estas palabras comenzó el comandante Fidel Castro su discurso en la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro hace ya veintisiete años. No ha variado mucho el panorama del mundo. La crisis ecológica que denunciaba el líder cubano ha ido mostrando su rostro de una manera cada vez más dramática, y al mismo tiempo ha provocado, sobre todo en la última década, un despertar de la conciencia medioambiental que se ha manifestado en la forma de un auge de movimientos ambientalistas, ecologistas, “verdes” … Estos, desde sus primeras apariciones en los sesenta del siglo pasado, han tomado distancia de la izquierda tradicional, la cuál sólo recientemente comienza a incorporar y a plantearse los objetivos ambientalistas en sus agendas, aunque todavía como algo accesorio, secundario, no principal. Con la intención de esclarecer un poco las mediaciones de este accidentado acercamiento y sus perspectivas para la lucha revolucionaria, vamos a enfrentarnos a una pregunta fundamental que traerá de la mano muchas otras: ¿cuál es, ha sido, y puede ser, la relación entre comunismo[2] y ecologismo?
Cuando se pone uno a investigar las relaciones entre el movimiento socialista y los verdes, y las causas de su distanciamiento original, debe empezar por el principio. Y el principio para los comunistas es Marx. ¿Cuál es la posición de Marx con respecto al problema del medio ambiente? Lo primero que habría que señalar es que Marx no se enfrenta jamás al “problema del medio ambiente” tal y como lo podríamos plantear en estos días. Los efectos negativos de la polución industrial y de la agricultura intensiva capitalista comenzaban a apreciarse en el siglo XIX, pero esas consecuencias distan bastante de lo que hoy afrontamos. No obstante, existe en Marx primero una reflexión con respecto a la relación entre el hombre y la naturaleza. Y durante sus estudios económicos se interesó y formuló agudas observaciones sobre los efectos de la voracidad del capital en los ciclos naturales de la producción.
Desde joven, Marx sentía cierta inclinación hacia la filosofía de la naturaleza, quizá por sus estudios sobre Epicuro. También seguía con mucha atención todos los adelantos que van produciendo las nuevas ciencias naturales durante el siglo XIX. Esto, unido a su batalla campal contra el idealismo y la superchería filosófica de la izquierda hegeliana lo obligó a plantearse el problema del hombre y su relación con la naturaleza. En los tempranos Manuscritos escribe: “El hombre vive de la naturaleza, es decir, la naturaleza constituye su cuerpo, y tiene que mantener un constante diálogo con ella, si no quiere perecer. Decir que la vida física y mental del hombre está vinculada a la naturaleza significa que la naturaleza está vinculada consigo misma, puesto que el hombre es parte de la naturaleza”[3]. Más adelante junto a Engels dirá: “Sólo conocemos una ciencia: la ciencia de la historia. La historia puede contemplarse desde dos perspectivas: puede dividirse en historia de la naturaleza y en historia del hombre. Pero estos dos aspectos no deben verse como entidades independientes. Desde que existe el hombre, éste y la naturaleza se han afectado mutuamente”[4]. Para Marx el hombre y la naturaleza no son dos aspectos separados en tanto el hombre es parte de la naturaleza, y al mismo tiempo, mediante su actividad, transforma, “humaniza” la naturaleza. El análisis que hace Marx y la evolución a lo largo de su obra del problema de la relación naturaleza-hombre nos brinda una poderosa herramienta para comprender tanto la crisis ecológica a la que nos enfrentamos como la incapacidad que han tenido movimientos socialistas y ecologistas por igual para entenderla a cabalidad.
El cuerpo teórico de Marx, aunque es un todo cambiante, no deja de ser un todo. Su comprensión de la naturaleza está integrada a su teoría crítica sobre el capitalismo. Marx entiende el capitalismo como una sociedad en la que ocurre un fenómeno muy particular en el orden de la subjetividad. Al universalizarse la forma mercancía, se produce una “ilusión general” en la que el mundo se presenta como una colección de cosas, todas mercancías en potencia, sin nexos entre sí. Esta “disolución” aparente del mundo, esta “vendibilidad” universal, hace que la naturaleza se “desintegre”, y aparezca ante los ojos de los hombres y mujeres como un gran emporio. El capitalista cuando ve el pozo de petróleo no logra ver también el desplazamiento de las placas del suelo que provoca. El agricultor ve el campo de maíz, pero no piensa en los árboles que antes había ahí y mucho menos en los animales que en ellos habitaban. La naturaleza deja de ser un sistema, un todo al que se pertenece, para convertirse en un cúmulo de bienes a dominar y poseer. “La visión de la naturaleza que ha surgido bajo el régimen de la propiedad privada y del dinero es un verdadero desprecio y práctica degradación de ésta (…) En este sentido, afirma Thomas Müntzer que es intolerable que todas las criaturas se hayan convertido en propiedad: los peces que hay en las aguas, los pájaros que vuelan en el aire, las plantas que crecen en la tierra, todos los seres vivos, deben ser libres” [5]. En esta alienación del hombre con respecto a la naturaleza que luego Marx llamaría “fetichismo”, debemos buscar el fundamento de la racionalidad instrumental del progreso que posee la burguesía y que contagia al resto de la sociedad.
Además de esta premisa fundamental para comprender el problema que nos ocupa, el Prometeo de Tréveris también elabora otra categoría muy esclarecedora de la relación capitalismo/naturaleza. Durante sus estudios de economía política, Marx se interesa por la teoría de la renta diferencial de la tierra de James Anderson, y por los estudios de química de los suelos del pionero Justus von Liebig. Anderson fundamenta su teoría de la renta diferencial, en el cambio histórico de la fertilidad de los suelos, propiedad que otros investigadores como Ricardo o Malthus consideraban absoluta e invariable en cada suelo. El economista escocés demostró además que la acción de los agricultores podía influir efectivamente en la fertilidad de los suelos, tanto para su enriquecimiento como para su ruina. En el caso de Liebig, los estudios del alemán sobre la composición química de los suelos, los minerales necesarios para las plantas y los límites en el aprovechamiento de estos, fascinaron a Marx. Ambos aportes desde las investigaciones agrícolas más la observación de la creciente diferenciación entre el campo y la ciudad llevaron al padre del socialismo moderno a formular su teoría de la fractura metabólica. Dice: “La producción capitalista congrega a la población en grandes centros, y hace que la población urbana alcance una preponderancia siempre creciente. Esto tiene dos consecuencias. Por una parte, concentra la fuerza motriz histórica de la sociedad; por otra, perturba la interacción metabólica entre el hombre y la tierra, es decir, impide que se devuelvan a la tierra los elementos constituyentes consumidos por el hombre en forma de alimentos y ropa, e impide por lo tanto el funcionamiento del eterno estado natural para la fertilidad permanente del suelo …” [6]. Hoy podemos observar esa fractura de la que hablaba Marx, sobre todo en la división internacional del trabajo, con un Sur agrícola y subalterno, y un Norte industrial, consumista y contaminador. Más adelante agrega: “Todo progreso en la agricultura capitalista es un progreso en el arte, no de robar al trabajador, sino de robar al suelo; todo progreso en el aumento de la fertilidad del suelo durante un cierto tiempo es un progreso hacia el arruinamiento de las fuentes duraderas de esa fertilidad… La producción capitalista, en consecuencia, solo desarrolla la técnica y el grado de combinación del proceso social de producción socavando simultáneamente las fuentes originales de toda riqueza: el suelo y el trabajador” [7].
Por último, hay una tercera clave que el pensamiento marxiano nos lega para saber qué esperar en materia ambiental de parte de la burguesía. Dice Marx — y Engels por supuesto — en el Manifiesto que cuando el capitalismo se instauró, “echó por encima del santo temor de Dios, de la devoción mística y piadosa, del ardor caballeresco y la tímida melancolía del buen burgués, el jarro de agua helada de sus cálculos egoístas” [8]. En esto reside la causa principal de la amenaza que transforma las fuerzas productivas en fuerzas destructivas, y mina así las fuentes de toda riqueza: en la lógica del beneficio privado, en la tendencia de la cultura burguesa a valorarlo todo en dinero. La racionalidad medio-fin — como la llaman Hinkelammert y Mora — del mercado capitalista, excluye toda reflexión sobre las consecuencias “externas” de sus acciones: la vista solo está puesta en la rentabilidad monetaria, en la ganancia[9].
Llegados a este punto, hay respuestas a la pregunta sobre el autor de El Capital. Marx no es un ecologista, en tanto no se planteó el problema del medio ambiente como objetivo de lucha en cuestión ni realizó actividades organizativas-políticas al respecto. No obstante, en Marx hay presupuestos teóricos e ideológicos esenciales para enfrentar la lucha ambientalista.
Ahora bien: si en el marxismo originario existen unos presupuestos para desarrollar la crítica ecológica del capitalismo, ¿por qué esto no está presente en el movimiento revolucionario tradicional del siglo XX y solo aparece el ecologismo más tarde y en gran medida ajeno a la lucha de la izquierda comunista? La relación entre comunismo y ecologismo durante la pasada centuria no es para nada una historia de amor.
Cuando triunfa la Revolución bolchevique en Rusia y se funda la Unión Soviética, surge lo que se pudiera llamar “el primer ecologismo”. Bajo la protección de líderes bolcheviques como Lenin y Bujarin, un grupo de naturalistas rusos comienzan a desarrollar estudios sobre la naturaleza de la región. Se crea la primera reserva natural de la historia al sur de los Urales, destinada a la investigación científica. Estos mismos biólogos y ecólogos son pioneros en la biología de la conservación y realizan una relativamente intensa divulgación de la ciencia natural en la URSS y del conservacionismo. Con el ascenso del estalinismo el panorama de la ciencia cambió. Las alertas primero y el abierto enfrentamiento de muchos de estos investigadores ante la colectivización y la industrialización aceleradas y sus consecuencias para la naturaleza, los hicieron caer en desgracia rápidamente, con las consabidas consecuencias de esto[10]. En lo adelante el modelo de desarrollo abrazado por la URSS y extendido luego al resto del campo socialista es famoso por sus muchos desastres en el orden ambiental: el mar Aral, Chernóbil, el triángulo negro de Europa del Este…
No obstante, no podemos achacar solo al estalinismo y sus perversos modos de operar, la indiferencia del comunismo de la primera mitad de siglo sobre el tema. Tampoco en los marxistas de la II Internacional se reflexionó al respecto. Y con la excepción de Walter Benjamin[11], prácticamente nadie en el marxismo occidental. El marxismo economicista que predominaba desde la II Internacional, y del que el marxismo-leninismo estalinista es heredero, poseía una extraordinaria fe en que el desarrollo de las fuerzas productivas era siempre algo positivo. Y en este sentido comparten el mito burgués de que el desarrollo de la ciencia y la técnica es el sinónimo del progreso. En su mecanicismo el marxismo economicista ha demostrado ser incapaz de comprender a cabalidad los fenómenos de la conciencia. Por eso no puede realizar una crítica al proyecto civilizatorio de la modernidad — es decir: del capitalismo — , cuya racionalidad instrumental — la vocación de dominación sobre la naturaleza y no solo sobre ella — es una piedra angular. Por eso luego el estalinismo comprende la competencia con el capitalismo como una competencia por la producción mayor de acero o de misiles, y no como la creación de una nueva racionalidad humanista, la producción sí, pero de un nuevo sentido común de la vida. De esto se dan cuenta los marxistas occidentales, especialmente la Escuela de Frankfurt que observando con horror la disolución de la “razón” occidental en la figura del nazismo y el fin de la esperanza en Stalin, hacen la crítica al proyecto civilizatorio enarbolado desde la Ilustración. También en Lukacs y en Gramsci hay pistas. Pero en general el distanciamiento de los marxistas occidentales de la ciencia natural, de lo que oliera a materialismo y de la actividad revolucionaria viva, no les permiten llegar al problema de la naturaleza, en general[12]. A todo lo anterior debemos agregarle el conocimiento tardío de obras de Marx como los Manuscritos, la Ideología Alemana o Sobre la cuestión judía.
Así llegamos al surgimiento del ecologismo contemporáneo. El mismo surge como corriente importante en Europa Occidental y Estados Unidos en la década del sesenta. Algunas de sus corrientes incluso se presentaban como superación de la vieja dicotomía entre izquierda y derecha. Existen varias denominaciones en el ecologismo, pero para los interese de este texto hablaremos de dos formas de ecologismo: un ecologismo reformista y otro radical.
Hoy observamos cómo partidos verdes en Europa gobiernan. Tenemos fenómenos de relativa masividad como las jornadas Friday For Future (Viernes para el futuro, en español) de Greta Thunberg. Y también hay una multitud de ONGs ambientalistas al estilo del Green Peace. Un rasgo general de todas estas experiencias organizativas es su no cuestionamiento al modo de producción capitalista, la idea de que puede existir un capitalismo ecológico, “verde”. A este tipo de ecologismo le llamamos “reformista”.
La debilidad fundamental de este ecologismo es su ignorancia de la relación de necesidad que existe entre productivismo y capitalismo. En esto influye en parte el historial de desastre ecológico de los países del campo socialista, pero también cierta tendencia a no entender el capitalismo como un sistema mundial. Cuando se tienen visiones localistas del capitalismo, se puede creer que aplicando medidas verdes en Bélgica ya se ha cumplido, y se hace invisible la contaminación que las trasnacionales belgas y otras empresas que producen mercancías consumidas igualmente en Bélgica crean en otras partes del planeta. El problema de las visiones reduccionistas y no sistémicas también lleva a diseccionar el proceso de producción. Así, determinados sectores ecologistas se cuestionan el modo de consumo sin interpelar al modo de producción, como si fueran cosas diferentes. Esto hace que hoy, incluso desde el ecologismo más rojo, se señale al consumismo o al neoliberalismo como los causantes de la crisis ecológica. Como si fueran reversibles en el marco del capitalismo o como si la naturaleza devoradora del capital solo existiera en ellos.
Claro que no solo van de ingenuidad las debilidades del ecologismo reformista. También hay una naturaleza de clase detrás de todo esto. Determinados sectores de la burguesía se identifican con este tipo de discurso y activismo y lo financian y promueven. Y aunque en algunos alivia determinados sentimientos de “culpa” — al estilo de la filantropía — , hay otros que le sacan su buena tajada de ganancia. Desde los que mediante ONGs o empresas obtienen dinero de los gobiernos por su actividad “verde”, hasta los grandes magnates del negocio de los estilos de vida, se están enriqueciendo. ¿Quiénes si no le pueden pagar un barco a una sola niña para que cruce el Océano Atlántico y vaya a hablar en la ONU?
El ecologismo reformista es pasto fresco para la hegemonía cultural de la burguesía que no solo lo ha convertido en un lucrativo negocio, sino que además lo utiliza para contrarrestar el cuestionamiento que desde el ambientalismo se le hace al sistema capitalista, y quitarle el filo subversivo.
En la contraparte está el ecologismo radical — que llega a la raíz — , o sea: el ecologismo anticapitalista. Una parte de este es consciente de las cuestiones que hemos mencionado hasta ahora; pero hay un ambientalismo inconsciente, no reflexionado, que también es contrahegemónico, radical. Michael Lowy lo llama “ecología de los pobres”[13]. “Estos movimientos reaccionan ante un agravamiento creciente de los problemas ecológicos de Asia, África y América Latina, como consecuencia de una política deliberada de «exportación de la polución» por los países imperialistas” [14]. Reaccionan, además, en el caso de los pueblos originarios, a la destrucción de sus ancestrales formas de vivir y de relacionarse con la naturaleza. Estos pueblos primigenios realizan espontáneamente, desde sus originales cosmovisiones, la crítica al modelo civilizatorio capitalista que solo trae destrucción y miseria a sus tierra, lagos y bosques. En el caso de los trabajadores y trabajadoras en los pueblos de Sur, se observa un fenómeno interesante. Tampoco son militantes verdes oficiales, pero movimientos como el de Chico Mendes y los caucheros de Brasil, o la lucha de los peruanos contra las corporaciones del cobre, no pueden no inscribirse en la historia de la batalla por la protección del planeta, que es la batalla por la preservación de la vida, nuestra vida.
La reflexión ambiental tiene que ocupar de una vez por todas una región dentro de la teoría marxista en igualdad de condiciones con todos los otros grandes temas, y en la práctica revolucionaria comunista, el ecologismo debe convertirse necesariamente en eje rector; no en objetivo menor ni secundario, no en lo especial, en lo “nuevo”; sino en eje rector. Y esto debe ser así asumido ya, en tanto la lucha contra el capitalismo ha dejado de ser solo una lucha por la libertad, la dignidad y la redención, para convertirse, además, en una lucha por la supervivencia; y esta perspectiva, solo nos la puede dar el ecologismo.
Notas:
[1] Castro, Fidel. “Discurso pronunciado en Río de Janeiro en la Cumbre de la Tierra” 12 de junio de 1992.
[2] En lo adelante cuando nos referimos a “comunismo”, estaremos siempre hablando de la tradición comunista marxista.
[3] Marx, Carlos. Manuscritos económicos y filosóficos de 1844.
[4] Marx, Carlos y Federico Engels. La ideología alemana. (1846).
[5] Marx, Carlos. Sobre la cuestión judía. (1843)
[6] Marx, Carlos. El Capital. Tomo I. (1867)
[7] Ibídem.
[8] Marx, Carlos y Federico Engels. Manifiesto Comunista. (1848)
[9] Y no queremos que esto se entienda como una cuestión ética, al menos que no se reduzca a ello, sino que esta lógica del beneficio privado es una condición de reproducción de la burguesía como clase.
[10] Podríamos agregar aquí como viñeta que muchos de esos biólogos, conservacionistas y genetistas agrícolas eran en lo académico opuestos a las teorías pseudocientíficas del amigo y asesor para la ciencia de Stalin por esa época Trofim Lysenko. Lo que nos hace sospechar hasta dónde la eliminación física de la escuela genética de la URSS y la conservacionista, tuvo su dosis incluso de personalismo y perversidad.
[11] Benjamin desde 1928, en su libro Dirección Única, denuncia la idea de dominación de la naturaleza como una “instrucción imperialista” y propuso una nueva concepción de la técnica como “dominio de la relación entre el hombre y la naturaleza”.
[12] Hay excepciones como todo. Por ejemplo esta Julius Dickmann, que plantea a la altura de 1933 que el socialismo no será resultado de un “desarrollo impetuoso de las fuerzas productivas”, sino sobre todo una necesidad impuesta por el “encogimiento de las reservas naturales” dilapidadas por el capital.
[13] Lowy, Michael. “¿Qué es el ecosocialismo?”. (2011)
[14] Ídem.
**Este artículo puede leerse como un extenso comentario a las ideas expresadas por estadounidense John Bellamy Foster **Marx’s ecology. Materialism and Nature** (Monthly Review Press, 2000. Tiene edición en español **La ecología de Marx. Materialismo y naturaleza** (Ediciones Intervención Cultural/El Viejo Topo) y el artículo ¿Qué es el ecosocialismo? del franco-brasileño Michel Lowy.
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