Por una filosofía cubana

Por Wilder Pérez Varona

Foto: Fernando Medina/Cubahora vía AP

*Intervención realizada en el Balance anual del Instituto de Filosofía. 26 de diciembre de 2019.


La idea de estas líneas es invitarles a pensar qué filosofía hacemos y debemos hacer, aquí y ahora, para esta Cuba de hoy, que va siendo la de mañana.

Colocarnos ante esta interrogante no es sencillo.

Su falta de obviedad es evidente cuando debemos explicar a otros qué somos, qué es el Instituto de Filosofía. No importa si nos hallamos en una institución académica extranjera, o ante sus representantes, si se trata de estudiantes universitarios o de un simple conocido en la calle. Claro que para cada una de estas situaciones apelamos usualmente a un repertorio familiar, más o menos ajustado a cada contexto. Pero es también común que nos quede la insatisfacción de no hacer justicia a la idea de lo que somos, mediante lo que hacemos, y cuál es el sentido de hacer lo que hacemos.

¿Qué filosofía hacer para qué Cuba? ¿Desde dónde la hacemos?

Debemos hacernos cargo de que no somos tan diferentes a la sociedad que sirve de motivo para nuestra labor.

Mi entrada a este Instituto sucedió poco antes de aquel discurso de Fidel en el Aula Magna.[1] Aquellas preguntas de entonces dieron nombre a la experiencia de una ausencia. A la ausencia de certezas. De certezas sobre la historia obrando a nuestro favor y sobre las metas a alcanzar y sobre los modos de lograrlas…de certezas sobre hacia qué y desde dónde transitamos. Aquellas palabras fueron como un final simbólico, luego de tantos finales reales vividos por cubanas y cubanos acerca de certezas esenciales. Este proyecto de sociedad de que formamos parte no es irreversible, y cada día resulta más difícil definir sus límites, y qué sería una reversión del proceso.

La madurez profesional de la mayoría de las personas aquí presentes es contemporánea de esta incertidumbre. Más contemporánea que de la fe, previa a los noventa, en un futuro más o menos necesario.

Aquel discurso de 2005 contenía una paradoja. Pronunciado desde una indiscutible autoridad, prescribía el final de la autoridad. De toda autoridad externa a nosotros mismos, a nuestro quehacer, a nuestro esfuerzo, a nuestra voluntad. Bajo la forma de alertar sobre un posible peligro, corroboraba una certeza que década y media había alojado en cada persona a su manera. La figura que encarnara la trascendencia del proyecto revolucionario, sancionaba la condición de coyuntural, inmanente y esencialmente abierto de nuestro proceso social. Abierto a futuros posibles, desde lo que hacemos o dejamos de hacer en cada presente. Significa que nada, ni siquiera el pasado, es algo ya dado, de una vez y por todas.

Salvando distancias, somos tan diversos como la Cuba de hoy, por formación profesional, género, generación, modos de hacer, pertenencias, referentes y convicciones. Por sus incertidumbres y posibilidades. Somos parte de y alojamos diversas hojas de ruta.

Como Instituto de Filosofía, nuestra identidad (o si lo quieren, nuestra unidad y continuidad) no está prefijada desde que nuestra labor está inserta y pretende pensar la sociedad actual, y pretende que ese pensar sirva para acortar distancias respecto a lo pensado. De muchas maneras, nuestro hacer es parte de aquello que pensamos, y debemos ser capaces de pensar las muchas maneras de lo que somos, hemos sido y podemos ser.

Y las maneras en que no podemos ya seguir siendo. Nuestra sociedad cambia, nosotros cambiamos y nuestras maneras de hacer deben expresar también esos cambios.

Un gran filósofo escribió, hace más de dos siglos, que el oficio del pensamiento no es idéntico a la abstracción. Contraria al uso común de apresar la realidad en conceptos parciales, la filosofía no es una autocomplacencia con lo abstracto. Más bien, consiste en la ardua labor de determinar las abstracciones de esa cotidianidad de que somos parte.[2]

Filosofar es dar cuenta de una totalidad concreta que nos contiene. Es pensar las múltiples condiciones de lo que hacemos y de sus expresiones. Pensar lo que da forma a la realidad es también una manera de hacerla y de hacernos.

Si nos contentamos con batir las alas al ocaso, como el búho de Minerva, no esperemos entonces que nuestro futuro se parezca a lo que queremos. Podemos ser ese cambio que queremos ver en nuestra sociedad. No esperemos que alguien nos prescriba qué somos, qué hacer o cómo. O qué sentido debe tener lo que hacemos.

Nuestra identidad solo puede ser la paciente síntesis de lo que hacemos de muchas maneras. Darnos los espacios para conocer esa diversidad que somos, para poner en común las diferencias y distinguir las semejanzas, es labrar una comunidad que no puede ser homogénea. Sin embargo, puede ser un buen modo de ampliar nuestra posibilidad de ser nosotros mismos, de darnos un lugar por lo que hacemos.

Hubo un tiempo, en los primeros años de la Revolución, en que los intelectuales debieron hacerse respetar como gente de pueblo. Hoy, cubanos de a pie, debemos hacernos valer como intelectuales. Urge que tejamos la fracturada diversidad de lo cubano, en pos de un horizonte tan compartido como se pueda. No hay nada más concreto que darle forma a ese desafío, ni nada más nuestro que asumirlo.

[1] Discurso pronunciado por Fidel Castro Ruz, Presidente de la República de Cuba, en el acto 60 de su ingreso a la universidad, efectuado en el Aula magna de la Universidad de La Habana, el 17 de noviembre de 2005. http://www.cuba.cu/gobierno/discursos/2005/esp/f171105e.html

[2] Hegel, G. W. F. (2007): ¿Quién piensa abstractamente? Trad. De Gustavo Macedo y María del rosario Acosta. Ideas y valores, 56 (133).


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