Por Leyner Javier Ortiz Betancourt
Hace casi un año terminó de transmitirse una de las series de mayor audiencia en los últimos tiempos. Basada en la saga fantástica Canción de hielo y fuego, de George R. R. Martin, Juego de Tronos, serie televisiva de HBO, rompió records de audiencia a lo largo de sus 8 intensas temporadas. No fueron pocas las personas decepcionadas con el final inconsistente, menos, sin dudas, que las que alaban el guion de la serie y, aunque establecen nítidas jerarquías entre las temporadas, consideran que, en su conjunto, se trató de un producto audiovisual de innegable calidad.
Por encima de la masividad de la audiencia de Juego de Tronos, lo que confiere sin dudas un valor adicional a la serie, hay un elemento que llamó mi atención con respecto al final: la notable inconformidad de los espectadores más sagaces, o al menos un reconocimiento de la renuncia de los guionistas a tratar con complejidad la propia trama dramática inmanente a la historia. Era una serie larga, 8 temporadas, creadora de expectativas, que supo mantener una tensión fértil en cada temporada-ciclo argumental, pero ante la aproximación del final definitivo y su paralela disociación de la saga literaria de G. R. R. Martin, la tensión se fue diluyendo en facilismos y efectismos visuales. En un último gesto de protesta ante el patético final, la gente decidió organizar una colecta para re-hacer el cierre. Sobre este gesto popular volveré más adelante. Por ahora es suficiente preguntarnos ¿por qué ese cierre para una serie tan prometedora?, ¿qué falló?, o mejor: ¿por qué era Juego de Tronos prometedora?
Quizás valga empezar por lo más abstracto: ¿cuál era el movimiento histórico que encarnaba la condición política de Poniente? Tonny McKenna en su End of Thrones defiende la tesis de que el movimiento fundamental de Poniente es el tránsito del feudalismo absolutista en crisis al capitalismo. Su idea es que ha ocurrido una monetarización de la economía de Poniente y que el papel creciente del acreedor Banco de Hierro confirma esta primacía del dinero. Por otro lado, McKenna ve una evidente decadencia del mundo que él cataloga como feudal absolutista: las casas familiares se desestructuran y fenecen (en particular las principales Lannister/Lancaster y Stark/York).
https://www.culturematters.org.uk/index.php/arts/fiction/item/2429-end-of-thrones
El papel de la magia es también ilustrativo: puesto que la magia no tiene en esa sociedad un papel determinante, y cuando ha sido vigorizada en forma caminantes blancos o en forma dragones, ha sido solo para que colisione de forma catárquica en una batalla final en la que la magia fenece por necesidad. Y esto sería el correlato del proceso que Weber llama desencantamiento cuando se refiere al tránsito del feudalismo al capitalismo en Europa. Personajes como Peter Baelish, un aristócrata de poca monta, hombre de Estado, frío y calculador, desligado de los valores caballerescos, y Sansa Stark, una alta aristócrata maltratada por la propia aristocracia, vuelta también una persona fría y calculadora, son la encarnación del nuevo espíritu desencantado del homo capitalista. Otros elementos como la rebelión religiosa y popular en Desembarco del Rey dirigida por el Alto Gorrión, lo inclinan a considerar que este acontecimiento ficcional hace referencia a la Reforma de Martín Lutero.
Este ordenamiento a nivel del modo de producción es en notable medida sugestivo y lo diferencia del resto de los análisis sobre la obra. Cierto es que Poniente es una sociedad feudal en crisis, hay elementos de sobra que lo demuestran (la decadencia de las familias, la magia que se diluye, etc.), pero la crisis del feudalismo europeo no se resolvió con un tránsito directo al capitalismo, sino con la forma Estado feudal absolutista. El absolutismo es la tabla de salvación del feudalismo, y también, a la postre, una condición de posibilidad para el capitalismo. Y el aspecto crucial del absolutismo es la centralización estatal, el establecimiento de un orden jerárquico sólido que se basa en la forma ejército. En efecto, la institución de los ejércitos, engrandecida en la medida misma de las dimensiones de las guerras europeas, será la fuente irradiadora de todo el ordenamiento estatal absolutista. Perry Anderson, de quien tomo esta tesis, confirma así su idea marxiana del ejército como corazón del Estado. Entonces, en el marco de este mundo en crisis se dan, grosso modo, dos alternativas de resolución o aplazamiento, sea en torno al mantenimiento del statu quo del feudalismo en crisis (tendencia que encarnan las fuerzas conservadoras aristocráticas, en especial Cersei-Tywin Lannister), o a la implantación de un absolutismo cromwelliano (postura correspondiente a Jon Snow-Daenerys Targaryen).
McKenna no se equivoca en advertir la crisis de Poniente, pero yerra si considera que la crisis lleva de manera indefectible al capitalismo. La pregunta sería: ¿es tan radical la monetarización de la economía? Y, por otro lado y aún más importante, ¿dónde están las manufacturas y dónde está la burguesía? En efecto, no hay ninguna de estas dos, aunque es innegable el notable empuje del capital comercial en Poniente. Además, cómo entender los tres movimientos subversivos en curso. Me refiero a: 1) la rebelión (campesina) del Pueblo Libre, un pueblo segregado a vivir más allá del muro (de Adriano), y dirigido por el bastardo criado por una aristocracia media, Jon Snow; 2) la rebelión religiosa popular en Desembarco del Rey, dirigida por un austero sacerdote y guiada por una férrea y excluyente moral; y 3) el movimiento liberador que lidera Daenerys a su paso, no solo la liberación de los esclavos en Qarth, sino la liberación de los Inmaculados y los Dothrakis mediante el otorgamiento de un sentido de vida trascendental: no solo servir a la líder sino conquistar con ella la gloria de un mundo viejo allende los mares. Ninguno es un movimiento de distinción burguesa, son en los tres casos movimientos políticos plebeyos, en los tres casos está claro que se trata de establecer el poder de un rey popular y absoluto.
Así delimitadas las contraposiciones, la frase winter is comming designa no solo la crisis del mundo feudal sino el advenimiento de la batalla final misma entre dominación y libertad, entre lo viejo y lo nuevo. Pero en este momento catárquico solo puede haber una solución de compromiso, lo que Gramsci llamaría una solución bonapartista, solo el dictador revolucionario-feudal-absolutista logrará dar nuevo sentido al mundo de Poniente luego del gran combate, y no el débil homo capitalista que nos señala McKenna.
Otro aspecto a señalar es que en este tipo de regresos ficcionales al pasado suelen colisionar diversos tiempos. Así, Poniente se nos presenta como una Europa heredera de Roma imperial: sea el libertinaje sexual, el muro de Adriano, el moribundo politeísmo, la vida urbana. Y en cuanto a la Europa medieval, las múltiples jerarquías descentradas (feudos-reinos), los valores caballerescos, un clero centralizado y educado al margen de los reinos, los castillos y la organización militar, la aristocracia… Lo claro es que la colisión entre las dos culturas (esclavismo y feudalismo) opera muy a favor de la Europa medieval, Roma viene solo a dar pinceladas recreativas a este orden no urbano que desde la contemporaneidad nos resulta difícil representar. Hay, por otro lado, fantasmas del futuro que regresan al pasado a hacer acto de presencia. Se trata en este caso de cuatro miedos actuales: el fundamentalismo, la invasión de migrantes, la expansión zombie y la dictadura revolucionaria. Pero a estos miedos volveré más adelante. Por ahora sería provechoso acercarse al nivel de las oposiciones.
Se puede concretar una agrupación de tres personajes tipo que confluyen en la serie. Hay primero dos tipos opuestos: el alto aristócrata calculador y frío que viola el código caballeresco (Ollena Tyrell, Tywin y Cersei Lannister); y el líder aristócrata popular-democrático, venido a menos, con un férreo código ético aristocrático (Jon y Daenerys). El tercer grupo es oscilante por naturaleza: es el grupo de los altos funcionarios estatalistas, que también se dividen en torno a la ética: sean, por un lado, Peter Baelish, y, por otro, Varys y Tyrion Lannister. Se trata de intelectuales de alto calibre que representan a un Estado impersonal: son estos personajes tipo, y no los anteriores, los que encarnan el cuerpo subjetivo del nuevo orden a surgir: el Estado absolutista mismo. Debemos llamar la atención sobre un personaje como Tyrion Lannister, que personifica la intersección entre un aristócrata que reniega de su familia en aras del Estado y un excelente funcionario absolutista: Tyrion es, en todo momento, el símbolo del primer ministro de un rey, un hombre que se sabe incapaz de engendrar lo nuevo o liderar un acontecimiento, pero muy eficiente en el arte de administrar sus premisas y consecuencias. Esta condición peculiar, además de su notable inteligencia en un cuerpo malogrado (¿acaso no era Gramsci un hombre similar?),[1] lo instituían como un personaje que por necesidad debía sobrevivir hasta el final mismo: había consenso en este sentido, y se sobreentendía que no era esta previsibilidad una prueba de la inconsistencia de la obra, sino al contrario.
De lo anterior se desprende algo evidente: hay una tensión entre ética y política que atraviesa toda la serie. Y no es este un gesto exclusivo de Juego de Tronos. ¿Acaso no prima en Versailles y Los Soprano también la política de palacio, una categoría que puede entenderse también, en deuda con Rancière, como simulacro de política? Esta tensión entre ética y política, donde la política con ética se presenta como imposibilidad o como fracaso, apunta en todo momento a la segregación de la Política (en inglés politics), la exclusión del Acontecimiento.
El despliegue hegemónico de Juego de Tronos excluye lo ético-político. Nótese que los personajes éticos asumen casi siempre una postura democrática, de izquierda. Entonces, la lucha narrativa de Juego de Tronos es, por extensión, contra el Acontecimiento definitivo. Veamos si no el final trágico de Daenerys y Jon, ¿no es el asesinato de Daenerys a manos de Jon la patentización de las purgas estalinistas en las que «compañeros de lucha» se asesinaban entre sí, en la que el partido se suicidaba?,[2] y, como ha dicho Zizek ¿no es el recurso a la locura de Daenerys la imposibilidad de asumir el triunfo de una líder femenina, dictatorial y revolucionaria? ¿No es la tonta huida de Jon la patética forma de evitar un gobierno dictatorial cromwelliano?
El problema es que, desde el punto de vista narrativo, la batalla política de Juego de Tronos es perdida en su propio terreno, dado que la política como simulacro solo puede ofrecer un espectáculo llano: el acontecimiento que nos hace revolvernos en los asientos escapa a los simulacros de política, y ese acontecimiento suele ser un suceso popular, revolucionario, radical. La trampa de la política vaciada, o política de palacio, constriñe a la narrativa de Juego de Tronos una vez que se acerca el momento del acontecimiento de cierre. Por eso también las temporadas previas son mejores: el simulacro de política es la preparación del acontecimiento, el diferir constante del acontecimiento y de la Política. Y, en efecto, es la Política lo que no sucede al final, lo cual se inscribe como traición narrativa autorreferencial. En definitiva, la inconsistencia narrativa de Juego de Tronos es un efecto de su política conservadora.
Esto forma parte de un efecto hegemónico específico: la imposibilidad de imaginar la Utopía en el capitalismo tardío, síntoma formulado por Frederic Jameson hace ya mucho, se revierte en el retorno histórico como imposibilidad de imaginar la Política (Rancière) y el Acontecimiento (Badiou). Uno de los signos distintivos del capitalismo tardío es cómo instaura lo que antes era marginal en el centro como trofeo, en una especie de extensión del centro al perímetro de las circunferencias subsumibles, como una muestra de su carácter todopoderoso y democrático. Migraciones transfronterizas, erección de la cultura marginal como mercado muy lucrativo, expansión del mundo marginal, erradicación virtual del costo marginal, repliegue del Estado y del empleo no precario a su núcleo duro, solo para expandir las formas de control indirecto, funcionariales o de empleo. El capitalismo abandona incluso su núcleo histórico-productivo: la industria misma ha perdido su núcleo tradicional y se expande a todos los dominios, completando así el apotegma de Mandel sobre el capitalismo tardío como la industrialización generalizada de todo proceso económico. Y la política misma no es ajena a esto.
Digamos, no obstante, que ello ha sido efecto de la subsunción liberal de exigencias populares: visibilizar al antes marginal (mujer, negro, homosexual), de modo que pasen a ser el centro de nuevas historias: historias de las minorías, aunque siempre retirando la raíz subversiva. La política se ha abandonado a sí misma con efectos favorables, el acontecimiento se ha desplazado de su proyección. La dictadura misma, parte nuclear de su genoma, está relegada a lo más profundo de su ser, lo que refuerza su falsedad. En lugar del acontecimiento, de los momentos fundacionales, la narrativa de la política ahora se contenta con centrarse en el margen del simulacro. La centralidad de la política de palacio en Los Soprano, Versailles y Juego de Tronos no es más que un síntoma de la pérdida del acontecimiento en un remoto espacio-tiempo. Claro que la focalización en la política feudal de palacio parte de un placer por explorar los intersticios del poder mismo. Pero la contrapartida de esto es la incapacidad para experimentar placer en la exploración de los lugares donde reside la determinación del poder concreto, el mundo de la subalternidad.
Quizás sea aquí donde esté una de las distinciones del capitalismo tardío: la proscripción de la dictadura para la gente «ilustrada» y, por tanto, su mayor atractivo. Y de este atractivo se ha servido la derecha sin parsimonia: véase a Trump, la monarquía saudí, los grupos fundamentalistas, etc. Sin embargo, la izquierda es cada vez más prisionera del ideario liberal, no puede escapar del borde al que ha sido relegada, no puede forzar el límite: los migrantes cruzan con más facilidad las fronteras que la ilustrada izquierda global. El sentido actual entonces es un rescate de la forma dictadura que se desligue de las formas estatalistas del siglo XX. La tarea luego de la toma del poder vuelve a ser la de Lenin: ¿cómo hacer el No-Estado? Esa es la pregunta crucial para el día después de la revuelta. Y una serie como Juego de Tronos nos brinda la respuesta de los rebeldes de Medio Oriente y Occidente en 2011: nada o casi nada, statu quo ante con tímidas modificaciones, esto es, statu quo ante con el exceso removido. Esto es, otra vez, la rebelión como orgasmo multitud, como clímax del sexo, como final en sí y no como inicio. Puede considerarse incluso que la presentación de la revolución verdadera como acto de amor (pensemos en el Che) responde a la intención de distanciarla de esta visión apoteósica momentánea, ¿acaso no es el amor una entrega constante de lo mejor de nosotros a algo que nos es sublime y cercano?, ¿acaso el amor no es una construcción de longue dureé?[3]
Pero nada de esto implica la eliminación del margen sino su consolidación a partir del aumento de la fractura de clase. Lo que ha ocurrido es una incorporación de límites, o mejor, una transgresión liberal de límites al propio liberalismo, lo que es lo mismo que una expansión de la hegemonía liberal bajo la forma democracia. Incorporación de perímetros adyacentes: así la sexualidad LGBTIQ, la música de sectores marginales, actos de rebeldía, etc. ¿No es acaso la novedosa primacía de la economía ilegal una manifestación de la incorporación de lo marginal al círculo de dominación, fundamentalmente en las sociedades dependientes? Lo que hay que ver siempre es qué se incorpora y qué se distancia. Así la monarquía saudí está incorporada, mientras que no así en el caso norcoreano. ¿Cómo debemos interpretar esto? En el sentido de Juego de Tronos: el gobierno de Cersei está incorporado, tanto como el tecnocrático de Bron-Tyrion, pero no así el de Daenerys y Jon, que solo pueden gobernar en la periferia (reino de Daenerys en Qarth y sobre el pueblo nómada Dothraki, y la comandancia de Jon sobre la Guardia de la Noche y el Pueblo Libre). Es llamativo que los dos líderes fallen cuando se trata de gobernar estructuras organizacionales, y que a su salida de estas opere un retorno al statu quo ante. Así, el carácter revolucionario está sobredeterminado por la figura del dictador, cosa que en el marco de la época a la que remiten estas estructuras no es un resultado tan descabellado, aunque no se debe obviar que en este punto se presentan como resultados demasiado simples.
Así, Juego de Tronos termina con una resolución conservadora: ni absolutismo ni revolución burguesa, orden feudal en decadencia: statu quo ante bellum, paz palaciega similar a la instaurada por Robert Baratheon y Eddard Stark luego de la derrota del Rey Loco. Se repite entonces no solo la locura Targaryen sino el orden normal subsiguiente a la locura/esquizofrenia, sea esta en la forma exceso del poder dominante (terror ¿fascista?) o en la forma exceso del poder en rebelión (terror revolucionario). La enunciación revolucionaria de Daenerys romper la rueda es traicionada por un perenne no romper la rueda: el mandato político real y el despliegue de las fuerzas se orienta a sofocar cualquier intento real de impulso destructor-constructor.
Estas premisas representan, no obstante, una traición a la Norma dramático-narrativa de la serie, cuyas coordenadas fundamentales habían sido ya establecidas en el primer acontecimiento: la decapitación de Eddard Stark. Con la ejecución de Ned finalizaba, por un lado, la utopía del gobierno honesto sencillo (feudal-caballeresco) y, por otro, la de un regreso al statu quo ante. La muerte de Ned nos advierte sobre la imposibilidad de no ser cuidadosos y sagaces en política: puesto que la política de palacio requiere una notable astucia. Pero es una muerte que también nos reafirma que no hay un regreso a la paz palaciega impuesta por Robert Baratheon: ha llegado la hora del conflicto, de la guerra. Quedaba inscrito en este suceso sin precedentes que el retorno al statu quo era no posible.
Hay, no obstante, una mejor forma de visibilizar las inconsistencias narrativas del final como efecto de la política conservadora de Weiss y Benioff: el tratamiento a los movimientos que contestan el poder establecido y a los temores del mismo poder. Al retorno histórico-ficcional de Juego de Tronos acudieron cuatro fantasmas del presente, como ya había adelantado: el fundamentalismo religioso (la rebelión liderada por el Alto Gorrión), la invasión de inmigrantes de otras tierras (¿acaso no es eso la invasión a Poniente de los Inmaculados y Dothrakis?),[4] la esclavización-estupidización-automatización masiva humana subalterna a un poder (los zombies/caminantes blancos del otro lado del muro) y la dictadura revolucionaria (Jon y Daenerys).
La revuelta popular fundamentalista de los pobladores de Desembarco del Rey, liderada por el ortodoxo y austero Alto Gorrión, que con un apego estricto a la doctrina moral «originaria» de la religión, repite o re-codifica la religión decadente misma. Ese es, sin dudas, el mismo impulso de los fundamentalistas actuales. En Medio Oriente, el catalizador primario, que una vez se catalogó en Irán como Occitoxificación, es la invasión cultural de Occidente, la erasure de la identidad nacional, la erosión de la Tradición misma. En Desembarco del Rey, es el vigoroso impulso de las masas religiosas por defender su identidad tradicional frente a la corrupción encarnada en la figura de Cersei Lannister, como el símbolo puro de la decadencia feudal (corrupta, sin ética, decadente, endeudada, incestuosa…). Se trataba, sin dudas, de un acontecimiento peligroso, lo que se evidencia en la forma en que se dispensa el conflicto, de repente Cersei logra eliminarlos a todos con el arma letal de exterminio fuego valyrio, una resolución que, aunque plausible a la vista de la tecnología de guerra hoy, se escapa un poco al regodeo en la derrota del enemigo, usual en la serie (véase si no el caso del asesinato de Robb Stark, su muerte solo calmó de forma coyuntural a los señores rebeldes del norte).
La invasión de migrantes organizados en dos poderosos ejércitos y liderados por una dictadora revolucionaria es también motivo de pavor, en el sentido en que no se trata ya de inmigrantes que fluyen sin cesar al territorio de la civilización pacífica, sino que esta vez están organizados, con un liderazgo sólido y vienen a conquistar nuestras tierras. ¿Acaso ese no es el mayor temor de Europa y Estados Unidos, un ejército de migrantes invasores, potentes e indetenibles, dirigidos por una mujer revolucionaria y autoritaria? Migrantes, por cierto, demasiado bien diferenciados de la etnia westerosi: violentos, de color y atrasados. Y es válido señalar que hay una geopolítica de las etnias demasiado estricta: hacia el sur de Poniente, los moros del sur de España, un reino sin relevancia; y hacia el este un continente entero, Essos (ni hablar de que en español este nombre remite al pronombre indefinido esos, con una usual acepción de carácter discriminatorio) poblado de negros y mogoles, de esclavitud y nomadismo, de ciudades-estados y grandes llanuras «libres».
Y, por último, la zombificación, el miedo capitalista específico, nacido ya desde las sobrexplotadas y esclavizadas plantaciones de caña de azúcar del Haití pre-revolucionario. Pero, luego de un largo devenir, la figura del zombie se ha extendido con mayor vigor en el marco de la consolidación global del capitalismo tardío. Según Zachary Crockett y Javier Zarracina, en su ensayo How the zombie represents America’s deepest fears, desde 1980 aumenta el número de filmes sobre zombies, con la siguiente oscilación según las décadas: 1970:28, 1980:69, 1990:46, 2000:172 y 2010:176 (esta cifra es un estimado).
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El afianzamiento del tema zombie en el orden posmoderno tiene que ver con la exorcización del temor a convertirse en el obrero tipo del orden imperialista, disciplinado por todas partes y en todos los espacios, con el deseo aferrado a un sentido unidimensional, el obrero de las grandes fábricas fordistas de Occidente y Asia, el hombre de los regímenes de socialismo de Estado del Este europeo. Pero si cabe hacer este exorcismo en el capitalismo tardío es en virtud del temor actual a esta misma sumisión humana, no solo en la forma decimonónica en que se desarrolla el capitalismo actual en China y los países dependientes o en las zonas marginales y de trabajo precario de los propios países centrales, sino por el control siempre presente que configuran las «sociedades» actuales, donde el proletario se ha vuelto empresario de sí mismo, en un giro que denota la pureza misma del capitalismo, en tanto nuestro cuerpo se escinde entre el empresario y la explotada mercancía fuerza de trabajo, donde quien manda es el expropiador. Experimentar el dominio y la explotación en el mismo cuerpo. Por eso, el temor a la zombificación tiene más que ver con la muerte en vida que con la vida después de la muerte, con el hecho de convertirse en un cuerpo «vivo» privado de VIDA. Es eso a lo que alude, en un acto hipervincular, la invasión desbordante de zombies a Poniente, la emergencia siempre presente de nuestros propios cuerpos ya zombificados, muertos.
No se trata, en este caso, del zombie-multitud más reciente, aquel de la infección incontenible y altamente contagiosa en la forma de un invasivo flujo rizomático deleuziano, sino del zombie-masa compacta, ordenada en un único flujo dominado de manera directa por el Rey Muerto. ¿Y acaso el Rey Muerto no es el Capital mismo, un ente sin vida, sin pasado ni futuro, que controla de forma racional cuerpos subsumidos bajo su lógica específica, cuerpos muertos-vivientes, que tiene una propensión intrínseca a la expansión incontenible e irracional, un deseo universalista por dominar todos los cuerpos humanos? ¿Acaso no es el Rey Muerto/Capital el Sujeto específico del capitalismo, su fantasma en persona, lo real-real mismo? Y nótese que el dominio espacial del capital-Rey Muerto es el árido invierno. El invierno que se acerca es entonces, también, la subsunción absoluta bajo el dominio capitalista de los cuerpos, en un clima sofocante, eterno y desolador. En un sentido histórico, los peores miedos posmodernos del capitalismo tardío regresan a la etapa de triunfo del absolutismo, cuando está por empezar a despuntar el capitalismo mismo.
Y, por último, los movimientos que resisten el poder establecido, a saber: el movimiento (campesino) en busca de tierras del Pueblo libre de más allá del muro, el movimiento fundamentalista popular del pueblo de Desembarco del Rey que pretende instaurar una férrea, igualitarista y excluyente ley moral en la ciudad, y el ejército invasor de conquista Dothrakis-Inmaculados. Con respecto a ellos hay que decir que su cierre narratológico deja mucho que desear. Temores, fuentes generadoras de conflicto que en el plano narrativo son despachadas en una inflexión demasiado patética, que en tal gesto demuestra la incapacidad para salir de la prisión del simulacro de política: cuando se trata de contar el verdadero Acontecimiento los guionistas se quedan sin armas narrativas, tienen que recurrir al quiebre de la Norma de verosimilitud del propio corpus narrativo. Patética fue la eliminación de un movimiento citadino con un ataque de exterminio localizado (algo demasiado simple, aunque muy a tono con las posibilidades armamentistas reales de nuestro tiempo), pero aún más patética la renuncia del Pueblo libre a las tierras en el Sur y su regreso a la reclusión detrás del Muro (¿dónde está la Política aquí?) y la migración de vuelta al mundo exterior del aparato de poder militar organizado por Daenerys luego de su también patética muerte.
Asimismo, lo ficcional más puro de la serie, la inmanencia narrativa de la magia misma, es ignorada por los guionistas. Debemos estar de acuerdo con la audaz proyección de McKenna[5] sobre la batalla final catárquica en que se eliminan los dos polos contrapuestos, la magia revolucionaria contra la magia reaccionaria, el final del encantamiento feudal. Pero esta afirmación debe ser antecedida por la siguiente: ¿acaso no era también inmanente un re-encantamiento absolutista, en la medida en que Daenerys y Jon protagonizaban el intento de tránsito absolutista de la mano del recurso de la magia? Así, Daenerys es partera del nacimiento de tres dragones que serán la piedra de toque de su poder y Jon Snow es revivido. En este sentido, ¿no era parte del atractivo de la familia Stark un encantamiento de sus miembros en las figuras de Arya y Bron, que representaba su perpetuación simbólica paralela a la eliminación concreta de la familia? Así la magia feudal retornaba como opositora del feudalismo al adscribirse a la alianza popular-absolutista. Re-encantamiento: el mundo feudal se resiste a desaparecer y la prueba es la persistencia de la magia en su resultado histórico consecutivo, el absolutismo.
¿Y qué carácter tiene la última temporada en todo este despliegue de la política inconsciente de la narrativa, como la ha denominado Jameson en su The Political Unconcious? En un intento por repetir el esquema de análisis que presenta Jameson (nivel político, nivel lucha de clases y nivel modo de producción), arriesgaré en un sentido inverso que se trataba, no solo del conflicto entre las fuerzas conservadoras feudales (Cersei) contra las revolucionarias-absolutistas-cromwellianas (Jon+Daenerys), sino el de los vivos contra las huestes de la muerte en vida (los caminantes blancos) y el de la ética contra la política. Tres conflictos resueltos de forma obscena. Lejos del augurado final catastrófico de la magia en la batalla de caminantes blancos contra las fuerzas absolutistas revolucionarias, del que saldría airosa la tendencia capitalista, según la interesante proyección de McKenna, lo que asesinó al Rey Muerto y a todo su ejército fue una simple persona en un gesto narrativo que, a falta de recursos, acudió a un burdo deux ex machina al hacer aparecer de la nada, sin indicios narrativos previos, al personaje de Arya Stark. La posterior colisión al nivel de las fuerzas conservadoras contra las revolucionarias estuvo precedida por la resolución de la tensión ética-política en favor de la política sin ética, la política no-Política, la política de la locura individual de Daenerys. ¿Acaso no fue burdo el accionar del todopoderoso dragón, otro deux ex machina, que aniquiló con demasiada facilidad un poderoso ejército (y si era capaz de hacerlo, cosa de la que no se dio indicio alguno, ¿por qué no lo hizo antes?) y masacró una ciudad entera (sacrificio de la ética en pos de la política «revolucionaria»)? Asimismo, el asesinato de Daenerys a manos de Jon (acción que traicionaba la construcción del amor entre ambos), la demasiado simple secesión del Norte, la designación de un Rey sin sentimientos, más allá de la ética, con una Mano del Rey vaciada de sus contenidos innovadores previos, y, peor aún, el destierro de Jon Snow al Norte y la renuncia del Pueblo Libre a las fértiles tierras que antes los habían incentivado a abandonar el suelo congelado de allende el Muro. Se trata en todo punto de flexiones narrativas sin justificación, que solo se entienden si se asume que fueron supeditadas a una (¿inconsciente?) torsión política de signo conservador.
Y luego, ante esta jugarreta liberal, el gesto de rebeldía de la gente, su voluntad de inventar un final diferente, ¿no es acaso la muestra del cansancio, del quiebre de la resistencia pasiva y acrítica de la gente, frente a las políticas conservadoras, a la democracia de perpetuo progreso, de meseta, democracia chata e intrascendente, puro flujo incontenible de inmanencia zombífica-capitalista? ¿No patentiza este interés en crear un final distinto una voluntad de creación, un deseo por el acontecimiento, aunque sea como regalo ficticio, como virtualidad? Pero el orden hegemónico nos priva de ese placer, o digamos mejor que pospone siempre nuestro goce dictatorial plebeyo. Lo que queda entonces no es esperar el final de la saga literaria, ni siquiera recrear el final de la serie por medio de una colecta transnacional (usemos el dinero en mejores cosas). Creo que en la resaca de nuestra derrota ficcional (porque ha sido una derrota) corresponde entender el alcance de la política de dominación, lo que implicará asumir su opuesto: solo la política emancipadora permitiría que se realice el acontecimiento revolucionario que nos fue arrebatado en Juego de Tronos.
Notas:
[1] Con respecto a este punto: la admiración de Gramsci por Maquiavelo en tanto precursor del absolutismo, su condición física e intelectual, su postura revolucionaria, sus penurias y sufrimientos en prisión y por cuestiones de salud, todo lo emparentaba en demasía con el personaje de Tyrion. Entonces, al renegado Lannister le correspondían, en rigor, dos futuros: la sublime grandeza (su condición de Rey, príncipe maquiavélico o primer ministro absolutista), o la muerte más triste y desoladora en las prisiones «fascistas» de su hermana reaccionaria.
[2] Y, a este respecto, ¿no es el asesinato de Daenerys a manos de Jon el suicidio del líder bastardo como sujeto político?
[3] Y, pensando otra vez en el Che, ¿no es su fórmula del odio antimperialista de los pueblos una que se emparenta de forma freudiana en una unidad de contrarios con la de la revolución como acto de amor, en tanto el amor para Freud es siempre amor–odio?
[4] De forma equívoca, a mi juicio, varios autores han identificado la invasión de los caminantes blancos como el temor a los inmigrantes, cuando me parece bastante claro que los zombis tipifican un tipo de temor diferente y que el caso específico de la invasión de migrantes es demasiado explícita en el caso del ejército de Dothrakis e Inmaculados.
[5] Se debe considerar que McKenna escribió este previsor ensayo al final de la sexta temporada, en diciembre de 2016.
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