La conquista del Estado

Por Antonio Gramsci

Publicado originalmente en L’Ordine Nuovo, 12 de julio de 1919


La concentración capitalista, determinada por el modo de producción, provoca, a su vez, una correspondiente concentración de masas humanas trabajadoras. En este hecho hay que buscar el origen de todas las tesis revolucionarias del marxismo; hay que buscar las condiciones de la nueva costumbre proletaria, del nuevo orden comunista encaminado a sustituir la costumbre burguesa y el desorden capitalista engendrado por la libre competencia y por la lucha de clases.

En la esfera de la actividad general capitalista también el trabajador actúa en el plano de la libre competencia: es un individuo-ciudadano. Pero las condiciones de partida para tal carrera, para tal lucha, no son iguales, en el mismo momento, para todos: la existencia de la propiedad privada coloca a la minoría social en una situación de privilegio, y hace, por ende, que dicha lucha sea desigual. El trabajador está continuamente expuesto a los riesgos más nocivos: su misma vida elemental, su cultura, la vida y el porvenir de su familia están expuestos a las bruscas variaciones experimentadas por el mercado del trabajo. El trabajador trata entonces de salirse de la esfera de la competencia y del individualismo. El principio asociativo y solidario deviene esencial para la clase trabajadora; tal principio determina el cambio de la mentalidad y de las costumbres de los obreros y de los campesinos. Y en ese momento surgen instituciones y organismos que encarnan dicho principio, y sobre tal base se inicia el proceso del desarrollo histórico, que conduce al comunismo, de los medios de producción y de cambio.

El asociacionismo puede y debe ser considerado como el hecho esencial de la revolución proletaria. Consecuentemente con esa tendencia histórica, han aparecido — y se han desarrollado — en el periodo precedente al actual (periodo que podríamos denominar de la I y II Internacionales o periodo de reclutamiento) los partidos socialistas y los sindicatos profesionales.

Mas el desarrollo de las instituciones proletarias, así como de todo el movimiento proletario en general, no fue un desarrollo autónomo ni obedeció a las leyes inherentes a la vida y a la experiencia histórica de la clase trabajadora explotada.

Las leyes de la historia eran dictadas por las clases poseyentes organizadas en Estado.

El Estado ha sido siempre el protagonista de la historia, porque en sus organismos se centra la potencialidad de las clases poseyentes, que en el Estado se organizan y se ajustan a unidad, por encima de las discrepancias y de las luchas engendradas por la competencia, al objeto de mantener intacta su situación de privilegio en la fase suprema de aquella misma competencia. Los enfrentamientos de las clases poseyentes se reducen, pues, a una lucha de clase por el poder, por la preeminencia en la dirección y en la organización de la sociedad.

En dicho periodo el movimiento proletario estuvo reducido a una mera función de libre competencia capitalista. Las instituciones proletarias debieron adoptar esta forma, no por ley interna, sino externa y bajo la tremenda presión de los acontecimientos y de las coerciones inherentes a la competencia capitalista. De ahí arrancan los conflictos internos, las desviaciones, las vacilaciones, los compromisos que caracterizan todo el periodo del movimiento proletario anterior al actual que han culminado en la bancarrota de la II Internacional.

Determinadas corrientes del movimiento socialista y proletario presentaron explícitamente, como un hecho esencial de la revolución, la organización obrera a base de oficios, y sobre esta base fundamentaron su propaganda y su acción. El movimiento sindicalista pareció, por un momento, ser el verdadero intérprete del marxismo, el verdadero intérprete de la verdad.

El error del sindicalismo estriba en considerar como hecho permanente, como forma perenne del asociacionismo el sindicato profesional en la forma y con las funciones actuales, impuestas y no propuestas, y que, por ende, no son susceptibles de poseer una línea de desarrollo constante y previsible. El sindicalismo, que se presentó como el iniciador de una tradición libertaria “espontaneísta”, ha sido en verdad uno de los tantos camuflajes del espíritu jacobino y abstracto.

De ahí los errores de la corriente sindicalista, corriente que no consiguió suplantar al Partido Socialista en la tarea de educar, para la revolución, a la clase trabajadora. Los obreros y los campesinos comprendieron que, en el transcurso de todo el periodo en que la clase poseyente y el Estado democrático-parlamentario sean quienes dicten las leyes de la historia, toda tentativa de evasión de la esfera de tales leyes es completamente inoperante y está de antemano condenada al fracaso. Cierto que, en la configuración general adoptada por la sociedad con la producción industrial, todo individuo puede participar activamente en la vida y contribuir a modificar el ambiente únicamente si actúa como individuo-ciudadano, como miembro del Estado democrático-parlamentario. La experiencia liberal no es infructuosa y no puede ser superada más que después de haber pasado por ella.

El apoliticismo de los apolíticos fue sólo una degeneración de la política: negar y combatir el Estado es un hecho político por cuanto viene inserto en la actividad general histórica que se unifica en el Parlamento y en los municipios, instituciones, éstas, populares del Estado.

Varía la calidad del hecho político: los sindicalistas realizaban sus actividades fuera de la realidad, y por consiguiente su política resultó ser fundamentalmente equivocada; los socialistas parlamentaristas realizaban su trabajo en el seno mismo de las cosas, podían errar el camino (y, en efecto, cometieron muchos y muy graves errores), pero sus errores no fueron nunca cometidos en el sentido de su acción, y por eso triunfaron en la “competencia”; las grandes masas — aquellas que con su intervención modifican objetivamente las relaciones sociales — se organizaron en torno al Partido Socialista. Pese a todos los errores y a todas las deficiencias, el Partido cumplió, en resumidas cuentas, su misión: la de convertir al proletario en algo que antes no fue nada, en darle una conciencia, en dar al movimiento de liberación el sentido recto y vital que correspondía, en líneas generales, al proceso de desarrollo histórico de la sociedad humana.

El error más grave del movimiento socialista ha sido de naturaleza similar al de los sindicalistas. Participando en la actividad general de la sociedad humana encuadrada en el Estado, los socialistas olvidaron que su posición debía mantenerse esencialmente dentro de una línea de crítica, de antítesis. Se dejaron absorber por la realidad, en vez de haberla dominado.

Los comunistas marxistas deben caracterizarse por una mentalidad que podríamos llamar “mayéutica”. Su actuación no es en manera alguna la de abandonarse al curso de los acontecimientos determinados por las leyes de la competencia burguesa, sino la de la expectación crítica. La historia es un continuo acontecer y, por esto, resulta imprevisible. Pero ello no quiere decir que “todo” sea imprevisible en el acontecer histórico, es decir, que la historia esté supeditada a la arbitrariedad y al capricho irresponsable. La historia es al mismo tiempo libertad y necesidad. Las instituciones en cuyo desarrollo y en cuya actividad se encarna la historia han nacido y se mantienen en pie porque tienen una tarea y una misión que llevar a cabo. Han surgido y se han ido desarrollando determinadas condiciones objetivas de producción de bienes materiales y de conciencia espiritual entre los hombres. Si tales condiciones objetivas — que, por su naturaleza mecánica, son casi matemáticamente conmensurables — varían, varía también la suma de las relaciones que regulan e informan la sociedad humana, y varía el grado de conciencia de los hombres; la configuración social se transforma, las instituciones tradicionales decaen, degeneran, dejan de adecuarse a los fines para que fueron creadas; devienen ineptas y aun nocivas. Si en el decurso de la historia la inteligencia fuese incapaz de coger un ritmo, de estabilizar un proceso, la vida de la civilización sería imposible: el genio político se caracteriza precisamente por esa capacidad de apropiarse el mayor número posible de términos concretos necesarios y suficientes para fijar un proceso de desarrollo, y de aquí esa su capacidad de anticipar el futuro próximo y remoto y de iniciar, sobre la línea de esta intuición, la actividad de un Estado y arriesgar la suerte de un pueblo. En este sentido, Carlos Marx ha sido el más grande de los genios políticos contemporáneos.

Los socialistas han, con harta y supina frecuencia, aceptado la realidad histórica dimanante de la iniciativa capitalista; han caído en el error psicológico de los economistas liberales; han creído en la perpetuidad de las instituciones del Estado democrático, en su perfección fundamental. Según ellos, la forma de las instituciones democráticas puede ser corregida, es susceptible de ser retocada acá y allá, pero tiene que ser fundamentalmente respetada. Un ejemplo de esa mentalidad estrechamente vanidosa nos viene dado por el juicio emitido por Filippo Turati, según el cual el Parlamento es al Soviet lo que la ciudad es a la horda bárbara.

De esa errada concepción del devenir histórico, de la añeja práctica del compromiso y de una táctica “cretinamente” parlamentarista, nace la fórmula actual acerca de la “conquista del Estado”.

Tras las experiencias revolucionarias de Rusia, de Hungría y de Alemania, estamos persuadidos de que el Estado socialista no puede encarnarse en las instituciones del Estado capitalista, sino que aquél es una creación fundamentalmente nueva con respecto a éste, aunque no con respecto a la historia del proletariado.

Las instituciones del Estado capitalista están organizadas a los fines de la libre competencia: no basta con cambiar el personal para dirigir en otro sentido sus actividades.

El Estado socialista no es aún el comunismo, es decir, la instauración de una práctica y de una costumbre económica solidaria; es el Estado de transición que va a realizar la tarea de suprimir la competencia con la supresión de la propiedad privada, de las clases, de las economías nacionales: y esta tarea no puede ser realizada por la democracia parlamentaria. La fórmula “conquista del Estado” debe ser entendida en el siguiente sentido: creación de un nuevo tipo de Estado, engendrado por la experiencia asociativa de la clase proletaria.

Y aquí volvemos al punto de partida. Hemos dicho antes que las instituciones del movimiento socialista y proletario del periodo precedente al actual no se han desarrollado de una manera autónoma, sino como resultado de la configuración general de la sociedad humana dominada por las leyes soberanas del capitalismo. La guerra ha trastocado la situación estratégica de la lucha de clases. Los capitalistas han perdido la preeminencia; su libertad es limitada; su poder ha sido anulado. La concentración capitalista ha alcanzado el máximo desarrollo tolerable, realizando el monopolio mundial de la producción y de los cambios. La correspondiente concentración de las masas trabajadoras ha dado una potencialidad inaudita a la clase proletaria revolucionaria.

Las instituciones tradicionales del movimiento son ya incapaces de dar cabida a tanta plétora de vida revolucionaria. Su forma resulta ya inadecuada para el debido encuadramiento de las fuerzas presentes en el proceso histórico consciente. Esas instituciones no están muertas. Nacidas en función de la libre competencia, deben continuar existiendo hasta la supresión de todo residuo de competencia, hasta la completa supresión de las clases y de los partidos, hasta la fusión de las dictaduras proletarias nacionales en la Internacional comunista. Pero al lado de dichas instituciones deben surgir y desarrollarse instituciones de nuevo tipo, de tipo estatal, que vengan precisamente a sustituir las instituciones privadas y públicas del Estado democrático parlamentario. Instituciones que sustituyan la persona del capitalista en las funciones administrativas y en el poder industrial y realicen la autonomía del productor en la fábrica; instituciones capaces de asumir el poder directivo de todas las funciones inherentes al complejo sistema de las relaciones de producción y de cambio que articulan unas con otras las secciones de una fábrica, constituyendo la unidad económica elemental, que articulan las diversas actividades de la industria agrícola, que, por planos horizontales y verticales, deben constituir el armonioso edificio de la economía nacional e internacional, liberado de la entorpecedora y parasitaria tiranía de los propietarios privados.

Nunca fueron tan grandes ni tan fervorosos como en la actualidad el empuje y el entusiasmo revolucionario del proletariado de la Europa occidental. Mas parece ser que a la lúcida y precisa conciencia de los fines no le acompaña una conciencia igualmente lúcida y precisa de los medios idóneos para alcanzar, en los momentos actuales, esos mismos fines.

Se halla ya enraizada en las masas la convicción de que el Estado proletario está encarnado en un sistema de Consejos obreros, campesinos y de soldados. Pero todavía no se ha formado una concepción táctica que asegure objetivamente la creación de tal Estado. Por eso es necesario crear ya desde ahora una red de instituciones proletarias, enraizadas en la conciencia de las amplias masas, garantes de la disciplina y de la fidelidad permanente de esas amplias masas, en las que la clase de los obreros y de los campesinos, en su totalidad, adopte una forma pletórica de dinamismo y de posibilidades de desarrollo. Cierto que si hoy, en las actuales condiciones de la organización proletaria, se produjese un movimiento de masas con carácter revolucionario, los resultados de tal movimiento se consolidarían en una mera corrección formal del Estado democrático, se resolverían en un aumento del poder de la Cámara de Diputados (a través de una asamblea constituyente) y en el acceso al poder de los socialistas chapuceros y anticomunistas. La experiencia alemana y austriaca debe servirnos de algo. Las fuerzas del Estado democrático y de la clase capitalista son todavía inmensas: no hay por qué disimular que el capitalismo se halla sostenido por la actuación de sus sicofantes y de sus lacayos, y la simiente de tal ralea no ha ciertamente desaparecido.

La creación del Estado proletario no es, en suma, un acto taumatúrgico: es también un devenir, un proceso de desarrollo. Presupone una labor preparatoria de sistematización y de propaganda. Es preciso imprimir un mayor desarrollo y conferir mayores poderes a las instituciones proletarias de fábrica ya existentes, y estimular la aparición de instituciones análogas en los pueblos, conseguir que los hombres que las integran sean comunistas conscientes de la misión revolucionaria que tales organizaciones deben cumplir. De lo contrario, todo nuestro entusiasmo, toda la fe de las masas trabajadoras no logrará impedir que la revolución degenere miserablemente en un nuevo Parlamento de embrollones, de fulleros, necios e irresponsables, y que sean por tanto necesarios nuevos y más espantosos sacrificios para el advenimiento del Estado de los proletarios.


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