Por Josué Veloz Serrade
«Defender al pobre no es ser comunista, porque es el centro del Evangelio», dijo el Papa Francisco, en la celebración del Domingo de Ramos, en el Vaticano.
«Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo», comienzan diciendo Marx y Engels en el Manifiesto Comunista.
https://www.marxists.org/espanol/m-e/1840s/48-manif.htm
Y frente a este fantasma se levanta toda la dominación, los gobernantes, el Papa Pío IX y el Zar. Pero también la oposición «legítima» al sistema capitalista.
Veamos qué cosas aún nos dice el «evangelio» de Marx y Engels.
El significante «fantasma» le sirve a Marx para describir la reacción de los sectores más conservadores frente a la idea comunista, pero ocurre lo mismo dentro de la supuesta oposición anticapitalista en relación a dicha idea.
El comunismo es también un fantasma entre aquellos que creen cambiar las cosas. Es, además, un modo eficaz de hacerse bullying entre los opositores al sistema.
¿Qué partido de la oposición no ha calificado de comunista a otro para zaherirle? «Comunista» es el peor calificativo posible en la moderna sociedad burguesa. Nadie querrá pasar por comunista de cara a los gobernantes, opositores y al conjunto de la sociedad.
Sin la historia posterior de experiencias e intentos de edificación de la sociedad sin clases ya era un problema la defensa del ser comunista al momento de la escritura del Manifiesto.
El trabajo de hoy es difícil por partida doble si lo comparamos con la prédica quemante de Marx y Engels en aquel panfleto inaugural. A la lucha por sacar al epíteto comunista de las fauces de experiencias y prácticas que le negaron en sus esencias, se une aquella originaria e indefectiblemente más decisiva: el proyecto comunista es contrario a toda forma de pensamiento socialmente vigente en las sociedades con clases. Marx y Engels previenen de la ilusión que practica la sociedad moderna a partir del pretendido pacto conciliatorio entre clases antagónicas. Comienzan con la identificación de un enorme reto:
las ideas comunistas son inaceptables para los dominantes, y con no poca frecuencia también lo son, en el campo revolucionario.
Este es el segundo aporte decisivo del Manifiesto: la sociedad burguesa promueve la ideología dominante, hecha «sentido común» de que han terminado la lucha y las contradicciones entre las distintas clases. Todas las tendencias políticas reformistas son un producto, también, de esa «inevitable» realidad.
No es lo mismo luchar por reformas para desencadenar una situación revolucionaria, que ser reformista. Esto último es ser partícipe necesario de la reproducción de la dominación burguesa, y su aliado indirecto más fiel.
Pero Marx y Engels van más allá, piden a los comunistas que es hora de mostrar sus ideas, tendencias y fines. No les proponen a los comunistas que se conformen con el papel de «fantasmas» frente a los dominantes y a los supuestos compañeros, sino subvertir el modo en que la sociedad moderna califica a los comunistas para impedir que se conviertan — aún en el rechazo — en una minoría aceptable.
La peculiaridad de la lectura de Marx y Engels es que este «rechazo» al comunismo; practicado por oposiciones y gobiernos, liberales y conservadores; no es utilizado por ellos para fundamentar la tristeza o el desánimo por ser una minoría atacada por todas partes; sino que es señal de la fuerza de los comunistas.
Lo que parece un juego irónico, se convierte en un presupuesto político inviolable para las revolucionarias y los revolucionarios: es justo por ser rechazados, atacados y negados — como el coronavirus — por todas las tendencias y signos, que somos verdaderos y fuertes.
Ese núcleo subversivo del proyecto comunista, incompatible con cualquier forma de adaptación es, a la vez que materia para la burla, el ataque y el rechazo — y precisamente por esas tres cosas — la razón de su fuerza.
Para los comunistas, ser minoría no es un problema, pero no porque conozcan las obras de los «clásicos» al dedillo, o se ufanen todo el tiempo de las frases y simbologías comunistas. La minoría de la que hablan es la que se produce como resultado de una práctica revolucionaria que se propone romper con todo el sistema de dominación y da los pasos necesarios para que ello ocurra a través del desencadenamiento de una verdadera situación revolucionaria: momento este supremo, y quizás único, donde la idea comunista pueda entonces ser acariciada y defendida por las masas.
El propósito esencial de un movimiento revolucionario es trabajar porque esa situación y crisis revolucionaria se desencadenen.
Cuando ello ocurra, la tarea fundamental es la lucha por lograr que las tendencias más revolucionarias sean las dominantes y que estas logren — siempre que sea posible — todo el poder.
No dejan de sorprendernos cuando afirman: «el gobierno del Estado moderno, no es más que una junta que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa».
¿No fue esa, en rigor, la tendencia económica dominante del llamado ciclo de «gobiernos progresistas»?
No tenemos derecho a seguirnos equivocando. El gobierno de los sectores populares no puede ser el de un mejor administrador del conjunto de los «negocios» de la clase burguesa. No puede ser un mejor repartidor, un abanderado de la unidad de instancias en absoluto reconciliables. Hay que luchar con fuerza contra el daño que dejan en los movimientos políticos experiencias de este tipo, tomar de ellos lo más valioso y ser críticos con profundidad para desarrollar prácticas totalmente nuevas y negadoras del ilusorio pacto entre clases.
Y ello cobra más valor si uno lee en este manifiesto que la burguesía ha tenido un papel «revolucionario». Marx y Engels vienen a decirnos que la tendencia dominante de la burguesía es la de autorrevolucionarse. Sus instrumentos de producción, las relaciones de producción y todo el conjunto de las relaciones sociales son, de modo continuo, transformados en el desarrollo incesante del capitalismo. Si la burguesía — como un producto de su movimiento incesante — rompe con el dogma religioso, la servidumbre, las tradiciones familiares, las profesiones valoradas en sociedades anteriores, es decir con todas las formas pretéritas de construcción del sujeto; es un régimen social que generará, como tendencia propia, revoluciones en el conjunto social, consustanciales a la reproducción de sus formas sofisticadas y modernas de dominación. Es necesario, entonces, que nos hagamos siempre dos preguntas con respecto a los movimientos, organizaciones, grupos o ideas de las que formamos parte:
¿qué elementos de ellos son parte de la reproducción de la sociedad capitalista vigente, y cuáles son el verdadero núcleo revolucionario que conduce a una sociedad sin clases?
Y lo que puede resultar más decisivo:
¿qué tareas y pasos debemos realizar para lograr que ese núcleo verdaderamente subversivo y revolucionario sea el que presida nuestras prácticas, y no el que se calle o haga mutis cuando se muestre la tendencia más conciliatoria?
He aquí uno de los problemas que el Manifiesto muestra con pasmosa claridad. La sociedad moderna produce un tipo de dominación política muy sofisticada.
Por tanto, el reto es mayor, hay que enfrentarse no solo contra aquello que es o parece atrasado, porque ya eso lo hace y muy bien la burguesía. Hay que luchar sin cuartel contra lo que parece «civilizado y actual» dos formas inherentes a la sociedad moderna del capitalismo.
El desarrollo de la burguesía obliga a todas las naciones a asumir el modo burgués, en la economía y en todo el conjunto de las relaciones sociales. Hacerse «civilizadas» es hacerse burguesas. La destrucción de lo nacional para volverse «modernos» ofrece un argumento para la lucha por la liberación nacional, para la defensa de un nacionalismo popular y de contenido socialista: pero no para nacionalismos sentimentales, que juntan sin distinción a patricios y plebeyos.
Con frecuencia, se hace mención del carácter cíclico de las crisis del capitalismo. En el Manifiesto, Marx y Engels nos indican observar más el contenido y la verdadera razón de esas crisis. Utilizan la metáfora de que el capitalismo es una especie de mago que ya no puede controlar los efectos inevitables de sus conjuros. El desatamiento de «potencias infernales» es el resultado de la magia que produce la sociedad burguesa moderna. El núcleo de la modernidad es la expresión de este exceso, las fuerzas productivas en su incesante desarrollo entran en contradicción con las relaciones de producción y de propiedad que son garantía de la dominación burguesa. Este «más allá» del desarrollo de las fuerzas productivas está enlazado de modo paradójico a la otra fuente de sustentación del status vigente.
La sociedad moderna, más contradictoria y compleja no puede ser, atada a dos instancias irreconciliables y mutuamente necesarias. Necesita el «exceso» del movimiento de las fuerzas productivas, y al mismo tiempo la estabilización de las relaciones de producción y propiedad, garantías de su dominio. Cuando se desencadena la crisis de superproducción, la sociedad se rebela no solo con la eliminación de una parte de la riqueza creada, también puede destruir una parte de las fuerzas productivas, o puede transformar elementos constitutivos de las relaciones de producción y propiedad vigentes.
Estas crisis violentas son el germen de la destrucción de la sociedad capitalista, porque generan condiciones para su aniquilación, pero solo eso.
La aniquilación de la sociedad burguesa desde esta lógica es la destrucción de lo que conocemos como la humanidad, no es posible el parto de la sociedad alternativa al capitalismo a partir del desarrollo único de las contradicciones de este último: estas son inherentes a su sostenimiento y permanencia.
Ellos se percatan que algo en la lógica interna del propio proceso de acumulación de capitales no anda bien, y este elemento disruptivo interno no está relacionado al componente revolucionario que puede estar presente en la gran masa de asalariados. Las crisis del capitalismo son expresiones de ese elemento disarmónico interno.
La solución revolucionaria de la crisis es una posibilidad a partir de la voluntad revolucionaria organizada pero no un resultado de la lógica interna de las contradicciones del proceso de acumulación.
Marx y Engels nos permiten pensar que los movimientos revolucionarios y el comunismo son excesos producidos de modo inevitable por la dinámica del proceso de acumulación del conjunto de la sociedad, pero solo si se plantean la completa superación de la sociedad vigente y lo logran a través de la lucha organizada, es realizable el sueño de esa nueva sociedad.
Tal lectura de aquellos dos genios permite pensar las crisis del capitalismo actual y destrozar la máquina interminable de ilusiones.
¿Cuáles elementos de la crisis actual del capitalismo son resultado del desarrollo experimentado por las fuerzas productivas en los últimos cincuenta años en contradicción con el sistema de relaciones de producción y propiedad dominantes?
¿Será que la contradicción en el modelo de acumulación capitalista — encarnado en China y Estados Unidos — es botón de muestra del desarrollo incesante de las fuerzas productivas en el primero, en contradicción con el sistema de propiedad y producción actual, del cual Estados Unidos es su centro dominante?
¿Será que la contradicción entre las potencias emergentes y aquellas que detentan casi todo el poder del sistema mundial actual — léase G-20 y G-8 — es la expresión palpable de esa tendencia?
Y, esta nueva ilusión de que luego de la pandemia vendrá un orden mundial diferente, más justo, equitativo y humano, ¿no será el nuevo premio de consuelo para los oprimidos del mundo?
Esa es una demoledora verdad del Manifiesto Comunista. Las contradicciones y las crisis del capitalismo, pueden ser el germen de algo nuevo; pero aquellas, por fuerzas que le provienen de sí, sin el accionar de fuerzas revolucionarias que le tuerzan el rumbo, se convierten en una oportunidad para la producción de más dominación burguesa con grados superiores de organización y efectividad.
Si las fuerzas productivas, llegadas al punto en que ya no satisfagan las relaciones de producción burguesas, conducen al «desorden» de la sociedad; de inmediato los dominantes tienen a mano, además de la destrucción de una parte de las fuerzas productivas, la búsqueda de nuevos mercados, o el aumento de la explotación de los antiguos. Son las vías para el restablecimiento de su inestable «equilibrio».
Tenemos derecho a preguntarnos: ¿y si los reformismos fueran precisamente una de las vías de restablecimiento de ese equilibrio? ¿Y si este discurso modernizante de ciertas izquierdas institucionales en el que se propugna la búsqueda de nuevos mercados, o el ofrecerse con ventajas deshonrosas al capital transnacional, fuesen no más que vías de perpetuación de la normalidad capitalista dominante?
En la sociedad moderna, el asalariado no solo está bajo la dominación del «patrón» o el «capataz», del «casero» también bajo el dominio del «tendero» y el «prestamista». En tanto asalariados, ya formamos parte del sistema de dominación sea nuestro deseo o no. Habitamos esa agonía irremediable dentro de las leyes del sistema.
Cuando Marx y Engels analizan las distintas fases por las que atraviesa el proletariado en su desarrollo, afirman que hay períodos donde los proletarios aparecen como una «masa compacta», pero en este peculiar período, el proletariado se enfrenta a los enemigos de sus enemigos, a los enemigos directos de la burguesía: los vestigios de la monarquía, los propietarios no industriales, los burgueses no industriales, y los pequeños burgueses.
La burguesía está obligada a movilizar una parte del proletariado para cumplir sus propias tareas. Lograr entonces avances sociales dentro de la república democrática moderna es importante, pero con conocimiento de causa de que un conjunto de ellos constituyen aún tareas y victorias de la burguesía.
Una revolución, un proceso radical de cambios sociales, puede cumplir con tareas propias de la modernidad burguesa pero ello no es suficiente para romper con las cadenas del capitalismo, y puede no ser más que la falange victoriosa sobre lo que aparece como viejo frente a la «civilización»; sin romperle la médula al sistema de acumulación, pariendo un sujeto y una sociedad realmente nuevos, pasaría a ser el aliado perfecto e inesperado de nuevas formas de dominación.
Aunque Marx y Engels toman rasgos propios del evolucionismo para describir las distintas etapas por las que atravesaría el proletariado hasta vencer sobre la burguesía, no dicen en ninguna ocasión que esas «fases» se atraviesan sin la lucha total y organizada. Lo verdaderamente genial es que frente a esa lectura «evolucionista» definen principios cruciales para el ser comunista. La comprensión de los comunistas en torno a la explotación del sistema capitalista en todos los países les permite desarrollar una relación con los distintos movimientos y países no determinadas por lo «nacional»: una de las raíces fundamentales de la práctica internacionalista. Representan, además, los intereses del «movimiento en su conjunto», y siempre impulsan en «ir hacia adelante».
Es decir, los comunistas en los que ellos creían no eran una secta iluminada que esperaba por las condiciones ideales para el triunfo revolucionario, sino aquellos que se pondrían a la cabeza del movimiento y lucharían siempre por las metas más ambiciosas y radicales. No eran partidarios de la adaptación de las metas del movimiento a las «condiciones de posibilidad».
¿ Cuáles son sus objetivos?
– Constitución del proletariado como clase,
– derrocamiento de la dominación burguesa y
– conquista del poder político.
En los tres propósitos están condensados principios imprescindibles para cualquier organización política: adquirir conciencia de las condiciones de opresión que nos sobredeterminan; trabajar por derrotar las distintas formas de dominación burguesa presentes en las relaciones de producción, propiedad, Estado y vida cotidiana; y conquista del poder para el proletariado, es decir para los oprimidos y explotados, no para compartirlo, ni siquiera prestarlo después de haberlo tenido por mucho tiempo.
Digamos con ellos de nuevo: «el rasgo distintivo del comunismo no es la abolición de toda la propiedad, sino la abolición de la propiedad burguesa».
Para ellos toda la teoría comunista puede resumirse en la abolición de la propiedad privada. No cualquier propiedad personal y adquirida a través del trabajo, sino de esa que es base de sustentación de la dominación capitalista.
La acusación a los comunistas de querer abolir toda la propiedad, hace que ambos dediquen una reflexión más detallada acerca de la relación entre el capital y el trabajo. En el pensamiento que articulan, la propiedad se mueve en la relación antagónica entre capital y trabajo asalariado. El trabajo asalariado produce capital y este, en tanto propiedad, se ve obligado a producir más trabajo asalariado para reproducirse. No traduce el capital una fuerza individual, es una fuerza social y como tal es el producto, no de la coordinación de actores económicos, sino de la continua explotación del trabajo ajeno. Para que el capital esté en movimiento requiere del movimiento del conjunto de la sociedad, y este movimiento es inarmónico dada la necesaria sumisión que debe asumir tácitamente quien vende su fuerza de trabajo. En dicha lógica, si el capital pasa a «propiedad colectiva» de todos los miembros de la sociedad, no es la propiedad personal — ni es necesario — la que pasa a ser social.
Que el capital pase a propiedad colectiva quiere decir que desaparece la relación de apropiación privada del trabajo ajeno y su expresión material, por tanto cuando el capitalista defiende el derecho de propiedad, lo que defiende es la propiedad burguesa, y la relación social que le sobredetermina: la expropiación del plusvalor creado por los trabajadores.
La verdadera naturaleza revolucionaria de la eliminación de la propiedad burguesa y del capital como expresión material y social de ella, es uno de los aspectos más distorsionados y poco entendidos hasta hoy.
De esa incomprensión se han beneficiado no solo los que en nombre del comunismo expropiaron todo, sino los que ahora defienden la relación armónica entre el aceite y el vinagre de la lucha de clases.
Lo que quiere abolir el comunismo es el «carácter miserable» que condena a quien trabaja a hacerlo para acrecentar el capital que no le pertenece y le explota, y a vivir en función de «la medida en que la clase dominante le exige que viva».
No es entonces el comunismo el reino de asalariados acomodados que miran con desinterés o desprecio las realidades de aquellos que no tienen siquiera un mendrugo para calmar el hambre.
El comunismo del Manifiesto deja en claro la postura en torno a la familia. Los comunistas son acusados de querer destruir a la familia, a lo que Marx y Engels responden: queremos eliminar, sí, a la familia burguesa, no a toda la familia. La sociedad moderna concibe que la única familia posible es aquella en la que predomina el lucro y las uniones mediadas de modo indirecto por el equivalente-dinero, creen que su familia es la familia universal. Defender la familia burguesa es defender los privilegios de aquellas minorías que pueden vivir en familia todo aquello que es propio del régimen de consumo y vida burgueses. Pero para los proletarios la familia no es posible.
Se ven obligados a defenderse de la acusación contra los comunistas de querer crear una comunidad colectiva donde se compartirán las mujeres. Lo que enuncian Marx y Engels sobre dicha cuestión es fundamental. El prejuicio burgués frente a la posible libertad de las relaciones sociales y sexuales de la mujer, está determinado por el interés del hombre burgués por retener a la mujer como «instrumento de producción».
Es el derecho de propiedad sobre la mujer lo que el burgués proclama. Y al mismo tiempo expresan que el burgués discute la supuesta intención de compartir las mujeres mientras pretende a escondidas a las esposas de otros burgueses.
En esta forma ruda, Marx y Engels descubren el carácter hipócrita y la doble moral que sostiene la subjetividad propia del mundo «civilizado burgués». Solo el comunismo dará la libertad plena a todas y a todos, ese es el pensamiento cincelado en estas páginas.
Causa asombro el análisis que hacen de las distintas versiones de socialismo que circulan, aunque los términos posteriores quedaron en desuso, lo esencial es que Marx y Engels muestran que hay varios «socialismos» y que estos en sus declaraciones, y más en sus actos, muestran los intereses que defienden, los vestigios de sociedades anteriores, las ilusiones de un cambio social sin lucha de clases y de una conciliación ilusoria.
Marx previene contra los reformismos socialistas que se vuelven aceptables y se preocupan más por la idea republicana y democrática que por la destrucción de la dominación burguesa, creadora de todas las exclusiones.
Merecería, a la luz de hoy, que se leyeran sus orientaciones sobre el papel de los comunistas frente a los partidos democráticos. Solo diré de manera breve que para ellos, los comunistas tenían que apoyar y hacer coalición con todos aquellos movimientos que lucharan por preteridas reivindicaciones sociales, pero los comunistas todo el tiempo tienen el deber de mostrar — y no callar — su crítica más profunda al sistema de dominación capitalista. Hacerlo saber a su movimiento cada vez que sea posible, impulsar avances que vayan más allá de los reformismos aceptables, empujar para que las ideas y prácticas más revolucionarias sean asumidas e incorporadas por los movimientos y las masas. Y saber que no es posible cambiar al capitalismo por pedacitos o parcelas. El verdadero cambio es posible si el poder revolucionario sirve para cambiar a todo el conjunto de la sociedad.
¡No lo olvidemos más por favor! ¡No les hagamos decir cosas que no dijeron! ¡Si no queremos cumplir con la inmensa tarea que nos legaron — por cansancio, adaptación o cobardía — digámoslo, pero no manchemos sus nombres ni su vida entera entregada a la lucha!
Ser comunista no es defender al pobre, es darle armas para dejar de serlo, en una lucha interminable por la verdadera libertad. Ese es el centro de nuestro evangelio.
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