Utopía de la miseria: pornografía y posmodernidad

Por Leyner Javier Ortiz Betancourt

John O´Reilly, «The kiss», 2010

Tengo una amiga a la que acusé de pornógrafa por compartirme, de manera persistente, dulces imposibles y suculentos en Facebook. Tal imputación le causó risa y fue olvidada de inmediato. Sin embargo, para mí constituía una especie de descubrimiento: encontrar lo porno como vestigio, quizás universal, en la forma misma del chocolate de repostería, en la manera en que se desliza cuando es crema, en sus reflejos al solidificarse, en su excesiva representación.

Pero proponer la saturación con chocolate como un algo pornográfico implica reconocer que lo porno está en muchos otros lugares.

Por eso, mi supuesto descubrimiento es solo una transposición lógica: ya otros han identificado fenómenos como la pornografía de guerra — Jean Baudrillard, en referencia al escándalo de Abu Ghraib — , la porno-miseria — en alusión a esa fotografía turística sobre la pobreza — , la porno-tortura… Lo que se da por sentado en estas propuestas es lo porno como un universal, cuyo matiz distintivo es probable que se encuentre en el reino de lo obsceno-repetitivo.

Lo curioso es la expansión contemporánea de estos apelativos, como si lo porno fuera consustancial a la atmósfera posmoderna del capitalismo tardío. Quizás se ha constituido una porno-mirada, una porno-producción, un porno-consumo, artefactos culturales de los que no podemos escapar. En todo caso parecen extensiones o contaminaciones provenientes de un centro perverso que se encuentra en el porno a secas. Pero, ¿qué es la pornografía «pura»?, y, quizás más importante, ¿cuál es la diferencia mínima que permite realizar el ejercicio metonímico de transpolar el carácter pornográfico de un video sexual al chocolate? Un intento de respuesta supone el estudio de la forma. Mas el ser supone el devenir, una historicidad específica que, como tema, contiene una problemática especial para el porno, que más adelante será abordada.

Devenir y tecnología

De una u otra forma siempre aparece la necesidad de enfrentarse a una determinada narración que pretende eternizarlo todo. El porno no es, como se suele decir, una estructura sempiterna, algo natural a lo humano, a-histórico, con raíces en las más antiguas civilizaciones: al contrario, es un fenómeno moderno.

En el volumen 1 de Historia de la sexualidad, Michel Foucault nos recuerda que las postrimerías del siglo XVIII y todo el siglo XIX constituyeron una etapa de propagación de la sexualidad como tema de discurso y disciplinamiento. Contrario a la asentada creencia sobre el puritanismo anti-sexual victoriano del siglo XIX, la tesis de Foucault es que la atención desmedida e inusitada por lo sexual, aunque fuera con propósitos represivos inmediatos, provocaba la proliferación discursiva del fenómeno, su estudio y análisis con rigor científico por vez primera, su valorización en todos los planos de la vida, así como clasificaciones diversas atendiendo a géneros, edades, naturaleza biológica, identidades y prácticas sexuales. El gran cosmos sexual al que se destinaban recursos, investigaciones, publicaciones, charlas, discursos e instituciones, debía ser clasificado. Las perversiones surgieron donde antes había solo prácticas no usuales. La pornografía surgió adosada a lo perverso, como un producto novedoso.

Ya Tim Dean, en Porn Archives, ha señalado que el origen de la pornografía es paralelo a la expansión del archivo y sus departamentos internos de clasificación y manejo de la información. Incremento de los acometidos del Estado, expansión de los sistemas jurídicos, multiplicación de las instituciones disciplinarias: lo porno se genera en las bases de una cultura informativa que lo registra todo en compartimentos más o menos cerrados a la luz pública, pero coleccionados, en definitiva, con un evidente impulso burocrático. El carácter oculto y prohibido le otorgó un fuerte atractivo[1] y estuvo orientado desde un inicio a sectores capaces de compartimentar en su vida un espacio de consumo por completo privado: burgueses, intelectuales de toda clase, proletarios, casi siempre hombres. Es también un fenómeno ligado a la emergencia de la vida urbana como corazón del sistema productivo, a grandes conglomerados unisex de personas — industrias, albergues, ejércitos — , a la disolución de la familia como unidad productiva independiente.[2]

La recogida y propagación velada de este tipo de información se sustentaba en la tecnología. Sin dudas, primero fue a través de la literatura. No obstante, el porno solo encontraría su más cabal consagración en la visualidad, una que la pintura no podía soportar y que debía recaer en las capacidades de reproductibilidad masiva de la fotografía, en especial con la invención del daguerrotipo en 1839. Esto marcó el inicio de la expansión de lo porno que, a mi juicio, no encontró parangón hasta la invención de la videocasete VHS en 1976.

Si bien se produjo porno para los cines casi desde la creación del cinematógrafo, el formato público de este suponía límites estrictos: la reclusión a cines menores, poco iluminados, plagados de marginales, de gente que evitaba ser reconocida… Lo que permite el VHS, lo que era una peculiaridad de la fotografía — tengamos en cuenta que la fotografía porno mutó al formato revista en la segunda mitad del siglo XX, Playboy quizás sea el más famoso ejemplo — es el consumo privado, solipcista, en la tranquilidad del anonimato hogareño. De ahí que esta nueva tecnología no tardara en desplazar a los cines de pervertidos. Como es lógico, Internet vino a dar un impulso máximo con sus capacidades de archivo colosal y caótico que, de manera privada — aunque no tanto, como se ha demostrado hasta la saciedad — , permitía el consumo sencillo de un número descomunal de archivos porno.[3]

Si el porno como fenómeno cultural se sustenta, no solo en una industria específica y poderosa, sino en tecnologías creadas al uso, hablamos pues de un suceso político. Pero, ¿dónde podemos encontrar la política en el porno?

Primero la encontramos fuera, en los intersticios, en las condiciones materiales de su reproductibilidad. Luego la encontramos en la distribución de cuerpos que ocurre no solo en la escena sino al otro lado de la pantalla: allí también es territorializada la anatomía humana. Hay una biopolítica de lo porno, un determinado disciplinamiento de los cuerpos que lo producen y consumen. Y está claro que el interés es redoblado si se trata de una actividad que se presenta despolitizada en todas sus expresiones: por eso la política acá existe como ocultamiento inconsciente.

Pero no se trata solo de domeñar cuerpos deseantes que anhelan el porno, sino de una preocupación por su disfrute, porque el consumo sea deleitante. La dimensión inabarcable de imaginería porno, con sus innumerables subgéneros, parece afirmar la no necesidad de más imaginación: todo lo pensable en materia sexual ya está aquí, registrado, archivado, organizado, distribuido, al alcance de un par de clics, usted no tiene que esforzarse en idear fantasía alguna. La política del porno también supone una clausura de la imaginación propia, un depósito de nuestras facultades perversas en las manos de la perversión industrial: la ideología porno se encarga de imaginar por nosotros, quienes gozamos, por medio del porno, nuestras fantasías. Esto es, interpasividad:

Parece que en la actualidad incluso la pornografía funciona cada vez más en una forma interpasiva. Las películas XXX ya no son un medio destinado a excitar al usuario en su actividad masturbatoria solitaria: basta con solo mirar a la pantalla donde “la acción está” — es decir, es suficiente para mí observar como otros disfrutan en mi lugar — .[4]

El tipo de consumo de lo porno supone una inoculación de lo imaginable, una sujeción pasiva del individuo a su pantalla, a la soledad pertinente, a la incomunicabilidad de la experiencia a no ser por medio de la pantalla misma y del anonimato de su identidad digital. Quizás pueda catalogarse como tecnología solipcista, lo que implica un notable nivel de enajenación, de auto-separación, de privatización, de corte manifiesto con lo público. Se puede argüir en contra que el porno es un producto público, sin embargo, lo que está en cuestión acá es su modo de activación-consumo, que lleva, cuando menos, a la interacción de cuerpos por medio de una máscara-pantalla, una identidad falsa. No obstante, la perversión inunda las redes y miles de amateurs engrosan el archivo colosal del porno. En esos casos se expone la identidad, aunque no dudo que son la minoría y que, las más de las veces, la exposición es dirigida a un privado en particular.

Órganos sin cuerpos

Tal vez lo primero que vemos en un video porno son partes de cuerpos de exageradas dimensiones, anatomías en torsiones ultra-libidinales. El movimiento de la cámara suele enfocar genitales, glúteos, expresiones faciales, senos, con persistente interés, una y otra vez, como para que el espectador se asegure de que son esas partes en interacción lo que está visualizando. Es este punto el que lleva a Slavoj Žižek a afirmar que en el porno se exponen, más que cuerpos unificados, órganos sin cuerpos: genitales, glúteos, rostros… una orgía de órganos deseantes desarticulados que se funden en el éxtasis distendido del archivo en cuestión, en el montaje cinemático

…como en esos momentos utópicos únicos de pornografía dura, en que la propia unidad de la autoexperiencia corporal se disuelve mágicamente, de forma que el espectador percibe los cuerpos de los actores no como totalidades unificadas sino como una especie de aglomerados vagamente coordinados de objetos parciales: aquí la boca, allí un pecho, más allá el ano y cerca de éste la abertura vaginal. El efecto de los primeros planos y de los cuerpos extrañamente retorcidos y contorsionados de los actores es privar a estos cuerpos de su unidad. [5]

Descentramiento y arbitrariedad de la disposición de los órganos y sus repetidos enfoques, close-ups que les otorgan identidad, tamaños anormales, difíciles posturas corporales, facciones que expresan un deseo desmedido, a veces falso: todo parece hiperreal. La paradója de la hiperrealidad, tal como la enuncia Braudillard, una representación tan acercada a lo palpable que termina por convertirse en ello pero solo en tanto simulacro, en tanto sustituto falso. Se comporta como una proyección holográfica exacta, precisa, inmaculada, ideal, y es en esta medida que constituye un fiasco, una suplantación, un desvío. De vuelta en la escena, el paneo es bastante restringido y corto: parece reflejar el ritmo monótono del acto, de un lado a otro y luego de vuelta. No existe algo más allá del acto representado, so pena de desvirtuar la concentración de la audiencia. También acá la ficción es simulacro, separación radical de la normalidad.

David Guy ha sustentado su oposición al argumento feminista sobre el porno como explotación-dominación femenina en la idea de que es el hombre quien resulta explotado en verdad a partir de un hecho innegable: el pene erecto es la condición del porno, del despliegue del acto sexual que, en su ausencia, no puede ocurrir y lo usual, para colmo de males, es que el hombre debe mantener la erección y diferir la eyaculación hasta el momento que ordene el director.[6] Hay dos puntos que valdrá la pena retener en mente: 1) la asunción de que lo determinante en el porno, el órgano central, es el pene en estado de erección y 2) que no hay porno de un solo cuerpo, que son siempre dos, como mínimo.

La idea de la centralidad del órgano pene-erecto da progresión al argumento de los órganos sin cuerpos de Žižek — en sí mismo, una declinación de un tema deleuziano — . Y tiene sentido, de hecho, el único orden, la única confluencia y orientación libidinal que asumen los órganos desarticulados es en torno al pene-erecto. Pudiéramos decir que se le subordinan: la mirada del penetrado se dirige al pene cuando no a la pantalla, los huecos penetrables del cuerpo humano lo acogen con notable goce, las superficies aceitadas parecen lubricarse para garantizar su seguro roce. La única propiedad común de estos órganos es contener un deseo infinito por el pene-erecto y orientarlo siempre hacia él. Y cuando no hay presente un pene anatómico se le substituye por representantes: órganos como dedos, puños o lenguas, artefactos como consoladores, desodorantes, bananos… Lo que confirman estos representantes es la centralidad de la figura del pene para dar curso a la imaginería porno. Incluso una casta foto de pornografía suave supone, por las posturas que asume el cuerpo fotografiado, la existencia de un pene-erecto ausente dando sentido a la imagen.

Hasta aquí he evitado hablar de falo en sustitución de pene, pero persistir en este intento nos haría caer en una farsa, puesto que no es el pene el que articula el montaje cinemático o la fotografía de la que acabamos de hablar, sino el falo como dispositivo simbólico. La lectura de Judith Butler al respecto en The Lesbian Phallus and the Morphological Imaginary sugiere que el falo se erige como idealización del pene en el proceso de constitución del sujeto por medio del estadio del espejo, donde la anatomía material se conceptualiza, se vuelve objeto de control, adquiere una unicidad totalitaria a partir de la consagración del falo como significante amo. Pero este resultado estructural está fundado en el azar de la contingencia histórica, marcada por las tecnologías de género y la heteronormatividad. La tesis principal de Butler es que el falo en tanto significante, carece de un anclaje anatómico que lo sobredetermine, excede al pene mismo: fluctúa, fluye, se encarna y se desliga en las zonas erotogénicas del cuerpo humano.

El pene por sí solo carecería de sentido, sería una simple zona erotogénica más: solo por medio de su inscripción en la ley simbólica del falo heteronormativo se instituye en centro del sujeto y su goce.

En relación con esto no sería errado afirmar que el sentido mismo del porno recae en la centralidad de un falo heteronormativo, hegemónico, donde el pene es siempre central, «necesario».

Por eso no parece ser errada la idea de representantes del pene, pues estos dispositivos, cuando son anatómicos, carecen de una identidad y goce autóctonos, parecen aludir siempre al pene-erecto como fantasma/fantasía. De hecho, el pene anatómico mismo, los close-ups y múltiples enfoques desde diversos ángulos de los que es objeto, parecen aludir a algo superior, una fantasía de falo-pene como disfrute divino e imposible.[7]

En este sentido, el porno lésbico regular confirma de forma particular esta hipótesis. Prisionero de la heteronormatividad, también aquí hay una separación genérica en la que una mujer disfruta y la otra provee placer y se priva, por así decirlo, de disfrutar ella misma a no ser por medio del goce que provoca en la otra. Usualmente catalogado como pornografía suave, tal clasificación es efecto de la heteronormatividad falogocéntrica que no puede imaginar disfrute sin pene anatómico. Por tanto, el pene debe ser sustituido, encarnado en otros artefactos, sean corporales o técnicos. Mas, en tanto se trata de simples alusiones destinadas a un fracaso demasiado evidente, el subgénero se mantiene siempre al margen, como algo adicional para ocasiones especiales.

Llegado a este punto no debo diferir más el contra-argumento para la tesis de Guy:

un falo que toma al pene-erecto como herramienta o arma de sumisión, en torno a la que se debaten el resto de los órganos, no es más que una manera de dominio y represión.

El acometido del hombre respecto al mantenimiento de la erección es complejo, no cabe duda, pero es esto lo que sostiene su poder, en tanto él mantiene su existencia, su unicidad en un solo órgano, el pene-erecto. Mientras que el penetrado — femenino o masculino — solo existe como orgia desarticulada de órganos que orientan su superavitaria economía libidinal en torno al falo encarnado, el penetrante mantiene su unidad corporal encarnada en el órgano central. Esto es, no solo el penetrado es dominado, sino que su unicidad corporal misma se ve cancelada, de modo que solo existe como conjunto de partes o artefactos cuyo único acometido es masturbar al pene.

¿Porno-utopía?

Dado que los órganos flotantes y fluidos se encuentran, por así decirlo, separados, extrañados de sus cuerpos, dado que conforman en conjunto una suerte de pastiche que solo cobra el mínimo sentido respecto al pene-erecto/falo, no podemos afirmar que se trate de órganos vivos: son partes muertas a las que se le asigna vida, como si poseídas estuvieran, por medio del video, del montaje. Ello implica una curiosa consecuencia: si Freud otorga al sexo la confirmación de la pulsión erótica, ¿cómo puede ser el porno, que representa al sexo o cuando menos una ficción de él, el escenario de órganos flotantes, desconectados, muertos? Podemos ensayar dos respuestas: 1) en el sexo se realiza también, por medio de su afán repetitivo y monótono, máxime cuando su impulso básico no suele estar dirigido a la procreación, la pulsión de muerte; 2) la ficción sexual que proyecta el porno es tan fantástica, o fantasmal, que termina encarnando la pulsión de muerte. Cualquiera que sea la respuesta, lo que acá nos interesa es abordar la imposibilidad misma del sexo genuino en el porno: la relación sexual como fractura, o «no-relación» a la luz de Lacan. Así resume un lacaniano convicto y confeso como Žižek esta imposibilidad:

La lección de la pornografía es más importante de lo que pueda parecer: concierne a la manera en que la jouissance oscila entre lo Simbólico y lo Real. Por un lado, la jouissance es “privada”, el grano que resiste la exposición pública… por otro lado, sin embargo, la jouissance “cuenta” solo en tanto sea registrada por el gran Otro; tiende en sí misma a cuidar de esta inscripción (de la arrogancia en público a la confesión a un amigo cercano). Este desacuerdo entre los dos extremos es irreducible… siempre hay “algo faltante” en el primero, mientras que el segundo siempre es experimentado como “fingido”.[8]

Ante la imposibilidad de la relación sexual en este entramado, el individuo tendrá la imperiosa necesidad de un escape, un respiro en un escenario ficticio de máximo goce. David Guy había planteado ya en su ensayo citado la idea del substrato utópico del porno: el encuentro sencillo de una relación sexual muy satisfactoria con alguien que nos gusta, sin tomarnos el engorroso trabajo de seducir a la persona: si nuestro objetivo es tener sexo, no tenemos que seducirnos, no cumple propósito, ¡vayamos directo al acto!

Esto me hace retornar al segundo argumento de Guy que había dejado en suspenso: la idea de la imposibilidad del porno uni-corporal. Ya en el análisis del falo como significante amo adelantaba el ejemplo de cómo incluso una foto de pornografía suave asume la existencia del falo aunque no esté allí. Es a mi juicio la presencia carnal del falo como órgano dominante, aunque sea solo sugerida, lo que marca lo porno y, por consiguiente, lo obsceno y excesivo en él.

Penetrante y penetrado interactúan de forma peculiar en el video. Parecen dirigir su goce a la cámara o al falo, no al o a los acompañantes. Aunque interactúan de la forma más carnal y físicamente cercana posible, se encuentran solos. El solipsismo en el consumo se realiza también en la producción. El penetrante es casi indiferente al penetrado y viceversa. Más aun, el penetrante funciona solo como condición de posibilidad: nunca esa persona emite una prueba contundente de su goce, su rostro suele ser ausente cuando no impasible. Solo la erección y la eyaculación funcionan como pruebas de su disfrute, esto es, toda su expresividad es canalizada en el pene-erecto: es como si el penetrante fuera el pene-erecto. Y si uno es casi solo el cuerpo-pretexto del órgano-pene, el penetrado es todo el goce condensado en sus difíciles posturas, en sus expresiones exageradas de placer. Se evita que el penetrante abrace o toque en demasía al penetrado dado que es el cuerpo del segundo, sus partes, su rostro, lo que debe visualizarse en la pantalla: la prueba definitiva de que el pene-erecto produce goce.

Entonces, el porno expone un imposible: dice mostrar una relación sexual pero en realidad muestra algo distinto: «Lo que es obsceno en la pornografía no es un exceso de sexo sino el hecho de que no contiene ningún sexo en lo absoluto.»[9] Es por esto, quizás, que el porno no califica como estética o erótica, dado que no alude a nada, es una encarnación directa e insignificante: el porno no representa nada, todo lo que es ya está ahí, no hay extrañamiento alguno.[10] Puede haber, sin dudas, erótica y estética en el porno, pero siempre como aditivos. Basta contemplar las obras de Lucien Freud o John O’Reilly, donde se exponen al centro de los cuadros los órganos sexuales y se disponen cuerpos que tienen sexo, sin incurrir en lo absoluto en algo porno, prisioneros del país de la estética y lo erótico.[11]

Es así como la porno-utopía de Guy se torna en porno-distopía: si todas nuestras relaciones sexuales estuvieran signadas por este vacío, el sexo no tendría un sentido afectivo más allá de lo animalesco. Porque, en efecto, lo que falla en estas escenas de representación de lo sexual es el conocimiento íntimo del otro, lograr sentir la fantasía por y del otro. Y todo parece indicar que tal cosa solo se alcanza por medio de una interacción pre y pos-coital: lo que llamamos cortejo, lo que conocemos como edificar una relación de a dos — o más — bajo el nombre de amor.

¿Fin de la historia?

Recordemos que para Guy uno de los logros más notables del porno de los 80 era el paso directo a la acción, la eliminación de la insulsa historia previa; y no por azar esto se emparenta con su idea de la porno-utopía en la que se accede al sexo deseado sin la modorra de la seducción. Este «ir directo al grano» fue consustancial con la expansión del VHS en detrimento del porno para cines, en tanto era evidente que un individuo con un video en sus manos lo adelantaría a su gusto hasta el momento de su interés. Lo que supone el VHS, y luego Internet, es también un control del consumidor sobre el producto, la posibilidad de adelantar, retroceder, ralentizar, detener, repetir: el porno se encuentra a su disposición, por lo que el producto que se venda debe ser no superfluo en toda su extensión. Es más que significativo que la nueva tecnología prescindiera, en primer lugar, de la historia.

El vigor masivo del porno no puede verse desvinculado del triunfo del posmodernismo como lógica cultural del capitalismo tardío, como sepulturero del modernismo. Frederic Jameson en su ensayo ¿“Fin del arte” o “fin de la historia”? nos sugería que el rasgo estético básico del modernismo era lo sublime, mientras que la posmodernidad se adscribía a lo bello: ¿acaso no es el porno una muestra indeleble de este giro, un espacio donde los cuerpos son jóvenes y vigorosos, las pieles lisas y usualmente afeitadas, donde no hay ningún contacto con algo abrasivo y supremo, ninguna pasión por lo real, solo un excesivo disfrute sin dolor verídico, es decir, una jouissance a medias?

Asimismo, la renuncia a la narración, la advocación de un fin de la historia, para Jameson tiene más que ver con la imposibilidad de futuras expansiones o mundializaciones del capitalismo, dado que la caída del campo socialista hacia 1989 representaba la última frontera: a partir de este momento no cabe para el capital otra expansión que hacia nuevos espacios — el ciberespacio o la genética, por poner ejemplos — ; una tesis opuesta a la del propio Fukuyama sobre el fin de la historia a partir de la «victoria» sobre la URSS y la universalidad irrestricta del capitalismo y el mercado. Para Jameson, más que de una victoria político-económica, se trata del síntoma de un pavor al nivel del modo de producción.[12]

La inflexión del porno es paralela: ¿acaso la renuncia a la historia, al tiempo narrativo, argumental, no supone un sobre-énfasis en el nivel espacial o sincrónico? Antes he escrito historia extática, y así lo es: instantánea, expedita, casi como un polvo saborizado de refrescos, demasiado rápido y consumible, demasiado sencillo, un obvio simulacro. Narración tan volátil que se diluye en el espacio resumido en que los cuerpos ejecutan las rutinas habituales. No hay devenir en el porno, solo puro ser, un exceso de presente. Si la narrativa pre-coital se cancela también lo hace una a futuro. El porno, como el espacio posmoderno, parece estar saturado de presente, un desdén horrible por el pasado, una indiferencia abrumadora por el futuro en base a su inabarcable incertidumbre. Dado que todo sueño del mañana se encuentra subsumido en la inseguridad, la inestabilidad de empleo o flexibilidad, como dicen los toyotistas, dado que el pasado es vaciado de significado, de notoriedad, solo encontramos sentido y vida, aunque sea falsa, en la pura sincronía, en el espacio eterno, que se encarna en los innumerables archivos de placer pornográfico.

Cierto, espacio donde se dispensan afectos, ¿cómo hablar entonces de soledad? ¿no hay al menos una compañía, un otro? Pero los porno-afectos no aluden a una comunicación genuina, esos cuerpos que interactúan lo hacen desde la falsedad de la pantalla que constituye su propio papel. No mantienen una relación íntima y, por tanto, no enuncian nada en especial. Lo único que permite un grado de alusión significativo es la historia entre dos, ese común compartido que solo se sugiere como algo implícito y que contiene siempre, aun sin decirlo, una referencia al futuro, puesto que solo la historia, y no el puro presente, pueden soportar la incertidumbre de imaginar el futuro. Respecto al teatro pornográfico ha dicho Byung-Chul Han:

Los sentimientos [Gefühle] son narrativos. Las emociones [Emotionen] son impulsivas. Ni emociones ni afectos abren un espacio narrativo. El teatro afectivo no narra. En su lugar una masa de afectos es cargada directamente en el escenario. Es aquí donde yace su carácter pornográfico.[13]

A lo que se renuncia entonces es a conocer al otro, a confrontarse con la fantasía horrible y magnífica de la otredad. El porno confirma así su carácter solipcista. Si algo enuncian esos cuerpos que interactúan para la cámara es la imposibilidad de traspasar sus propias fronteras, de confrontar con valor al otro: en su lugar solo confrontan con partes del otro, órganos deseantes a los que solo el montaje cinemático es capaz de otorgarles vida. Entonces, también en estos términos se cumple la no-relación sexual lacaniana. El porno como fenómeno posmoderno es el síntoma de un trauma según el cual todas nuestras relaciones sexuales, tal y como son imaginadas desde el mega-archivo porno, fallan de manera estrepitosa.

Creo que por todo esto lo deseamos tanto, aun cuando comprendemos sus implicaciones éticas y de género: no solo asistimos a un espacio utópico-distópico, un lugar de ensueño y pesadilla, de ficción pura, sino que se nos muestra un cúmulo inabarcable de variaciones sobre un mismo tema que saturan nuestra imaginación, que la libran de la necesidad de activarse. Necesitamos este tipo de goce interpasivo, dado que fuera del mega-archivo de lo porno todo lo graficado allí se nos evidencia como imposible.

Con estos gestos el porno nos advierte sobre la necesidad de una profunda emancipación sexual que con la posmodernidad fue cancelada, contrario a lo que dice el consenso neoliberal.

La promesa de liberación erótica que defendían feministas y gays radicales en el pasado siglo ha quedado sepultada en el mercado de la diversidad, de las compartimentaciones identitarias de géneros, en las múltiples orientaciones sexuales.

Es una suerte de pluralidad erótica liberal que en realidad cancela la posibilidad misma de lo erótico, en un giro demasiado parecido al orden político liberal que cancela la genuina política, como avizoraba Schmitt.

Entonces, el síntoma porno enuncia un trauma mayor e histórico, que me veo tentado a plantear en términos de lucha de clases, nuestro real fundamental.

Pero no significa esto que la liberación de Eros imponga un orden social pornográfico: no olvidemos que lo porno ha nacido de la cancelación de esas macro-utopías libertarias para concentrarse en una satisfacción que, como hemos demostrado, no logra superar sus fronteras solipcistas, con lo que demuestra ser parte de ese nuevo individualismo neoliberal.

El orden que suponga la liberación erótica tendrá que ser diferente, tendrá que ser común: «El comunismo es el redescubrimiento de los cuerpos y su función comunicativa fundamental, su potencial polimorfo para amar»[14]. Una verdadera comunicación supone el contacto terrible con el otro, con su fantasía, con su verdadera piel: traspasar el límite de nuestro propio ser, algo que se logra solo en comunicación, en la hechura del comunismo por medio de la lucha.

Con el fracaso de las luchas emancipatorias del siglo pasado el porno se constituyó, de manera inevitable, en una tecnología que se aviene a ese rasgo señalado por Marini como característico del capitalismo tardío: la interpelación directa al individuo de acuerdo con las necesidades de fuerza de trabajo del capital, sin tener en cuenta fronteras estatales o de otro tipo. ¿Acaso no se encuentra implícito ese resultado en su énfasis de consumo individual, en los tiempos libres del agotador trabajo, en soledad, en espacios oscuros, cerrados, pequeños? No asumo riesgo alguno al hablar aquí de tecnología de género, siguiendo a De Lauretis, aplicada al porno. La tecnología de género como un control de los cuerpos con arreglo a roles productivos que pretenden naturalizarse en el constructo del género, como recurso extra-económico de explotación-dominación[15]. La existencia de pornografía queer, siempre al margen, como aditivo, en tanto diversidad mercantilizada, no hace más que confirmar esta tesis. El porno que representa y sugiere un consumo solipcista se nos manifiesta como necesario y disfrutable, pero debemos aguzar la vista: no solo son esos cuerpos explotados por el capital sino que los consumidores, agotados del enorme trabajo diario, solo encontramos refugio en nuestra soledad. ¿Se puede pensar algo más patético y miserable?

El reto implícito de un producto solipcista como el porno es quebrar la soledad: debemos ser capaces de ver, en ese pastiche de desnudos, una determinada alusión comunista, un fantasma sublime y real de genuino amor colectivo, de verdadera libertad.


Notas:

[1] Tesis cardinal para Foucault en este volumen es que la ley no sucede lo prohibido sino que lo genera en su propia enunciación, como adelantándose a lo inaceptable y desarrollando en el plano discursivo lo que hasta el momento solo se ha manifestado como tendencia. En un encuadre libidinal, la prohibición procrea el deseo o le da cauce incontenible. La ley produce así su propia transgresión.

[2] Ver D’Emilio, John; Capitalism and Gay Identity, en Anne Snitow, Christine Stansell & Sharon Thompson (eds.), Powers of Desire: The Politics of Sexuality, New York: Monthly Review Press, 1983, pp. 100–116.

[3] No es de extrañar que las mismas configuraciones tecnológicas de Internet deben haber sido influenciadas por las exigencias del porno, y la forma de este por la nueva tecnología, en un juego de mutuas influencias. Esta tesis es defendida por Peter Nowak en Sex, Bombs and Burguers, Australia: Allen & Unwin, 2010.

[4] Žižek, Slavoj, The Plague of Fantasies, Londres-New York: Verso, 1997, p. 145.

[5] Žižek, Slavoj, Órganos sin cuerpos: sobre Deleuze y consecuencias, Valencia: PRE-TEXTOS, 2006 [2004], p. 197.

[6] Guy, David; Notes Towards a Theory of Porn; 1985; http://www.thesunmagazine.org/issues/115/notes-towards-a-theory-of-pornography&grqid=DGv-c5wh&s=1&hl=en-CU&geid=1095

[7] Butler, Judith; «The Lesbian Phallus and the Morphological Imaginary» en Bodies That Matter: On the Discursive Limits of «Sex», Londres y New York: Routledge, 1993, 2011, p. 52.

[8] Žižek, Slavoj, The Plague of Fantasies, Londres-New York: Verso, 1997, pp. 228–229.

[9] Han, Byung-Chul, The Agony of Eros, Cambridge, MA: MIT Press, 2017, p. 29.

[10] Ídem.

[11] Tomo prestados estos ejemplos de Robert L. Caserio, Art and Pornography: At the Limit of Action, en Tim Dean, Steven Ruszczycky y David Squires (eds.), Porn Archives, Durham & Londres: Duke University Press, 2014, pp. 163–183.

Me detengo en el collage An Early Morning, de O’Reilly, también presentada aquí. Un cuerpo desnudo: cabeza de mujer, torso y piernas de hombre con un pene erecto al centro. No solo expone, cosa que se suele evadir por temor a ser acusado de pornógrafo, un pene erecto (no una alusión o deconstrucción, sino el simple extracto re-contextualizado de una imagen encontrada en alguna revista pornográfica), sino que condensa el sentido mismo de la fractura sexual entre los cuerpos, la imposibilidad de interceptar la erótica de la alteridad que atraviesa a todo porno: el extrañamiento de la mujer, la distancia no libidinal desde la que observa el aditivo o pene que posee ahora en su entrepierna frente a la ausente y desvergonzada irreverencia del torso-pene-piernas masculino que le da cuerpo a esta cabeza observadora. Esto es la negación absoluta de lo porno con el despliegue de sus mismos recursos temáticos (pene erecto, figuras masculina y femenina…). La cabeza femenina nos sugiere el acto estético mismo que nosotros como espectadores debemos adoptar: mirar con extrañamiento, como diría Schklovsky, frente a la posibilidad ipso facto cancelada de una mirada lasciva, sucia u obscena.

[12] Este descubrimiento de Jameson es verificable en múltiples campos, por ejemplo, la geopolítica. ¿Acaso el notable énfasis contemporáneo en las flexiones internacionales de los poderes estatales, en la importancia geopolítica de los más inusitados espacios geográficos del mundo (hasta el punto que constituye un acto ingenuo declarar la importancia geopolítica de cualquier espacio), no es evidencia de la necesidad del modo de producción de valorizar de forma intensiva el espacio mundial conocido, en la medida en que ya no hay más expansión posible a no ser hacia adentro del ya integrado sistema-mundo capitalista?

[13] Han, Byung-Chul; Saving Beauty, Cambridge: Polity Press, 2018 [2015], libro digital.

[14] Mieli, Mario; Homosexuality and Liberation: Elements of a Gay Critique, Londres: Gay Men’s Press, p. 135.

[15] Cierto es que el capitalismo se distingue de todo modo de producción previo por no tener que recurrir a medios extra-económicos para garantizar la explotación. Pero la enseñanza feminista y colonial advierte que esto remite solo a lo fundamental: la reproducción familiar que sustenta todo el orden económico se asienta en las tecnologías de género y la heteronormatividad, recursos político-culturales. Abundan otros ejemplos de explotación extra-económica demasiado escandalosos como la esclavitud.


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