Por Iramís Rosique Cárdenas
De la serie: «Transición socialista, planificación y mercados»
La manera como se presentan las cosas no es la manera como son; y si las cosas fueran como se presentan la ciencia entera sobraría.
Karl Marx
Podríamos decir, sin temor a equivocarnos, que ningún tópico en toda la obra de Marx ha corrido con peor suerte que su crítica al fetichismo de la mercancía. Este tópico fue, de modo sistemático, relegado a un segundo plano en el marxismo hegemónico del siglo XX, cuando no ignorado en forma directa como una simple e inútil digresión filosófica puesta a capricho en El Capital, o como una «curiosidad» de interés quizá para algunos filósofos y sociólogos, pero por completo inútil cuando se trataba de ir a «lo concreto» de El Capital: la economía pura y dura, la economía «de verdad». Esas actitudes respecto a la crítica del fetichismo siempre me han recordado a cierto profesor de Física del preuniversitario al que asistí, a quien no le gustaba hablar de partículas elementales, cosmología y física moderna, pues decía que esas eran cosas que al final les interesaban sobre todo a los humanistas, a los filósofos: a él que le hablaran de mecánica, de electromagnetismo, de la física «de verdad».
Sospecho que ambas posiciones de evasión o rechazo a teorías que no apelan a lo obvio-inmediato provienen del mismo sitio.
Pero a todas estas: ¿tiene, en realidad, algún valor la crítica del fetichismo para el marxismo revolucionario y su praxis? Si lo tiene, ¿por qué ha sido, de modo sistemático, ignorado por gran parte del marxismo en los últimos cien años? Responder estas preguntas nos obligan a profundizar en el contenido de la crítica del fetichismo como teoría, y en sus vicisitudes históricas.
Apuntes preliminares sobre epistemología
Una de las causas principales del rechazo o la incomprensión de la teoría crítica del fetichismo en gran parte del marxismo hasta hoy, tiene que ver con la posición desde la cual se leyó la obra de Marx: un enfoque que interpretó la naturaleza científica de la reflexión inaugurada por el alemán desde la concepción hegemónica en el pensamiento moderno — y que predomina hasta hoy — sobre lo que es la «verdadera» ciencia: una disciplina de los hechos, ajena a todo tipo de influencia ideológica — la pretendida oposición ciencia vs. ideología — , neutral, etérea… Esto ha sido trágico en la medida en que la obra de Marx justo marca una ruptura con esta manera de comprender la ciencia y el conocimiento. Antes de entrar de lleno a confrontar una cuestión como el fetichismo de la mercancía — central en esta ruptura de Marx con la ciencia burguesa positivista — , sería conveniente hacer un pequeño rodeo hacia el campo de la teoría del conocimiento, de la epistemología o gnoseología, donde se hallan algunos de los fundamentos de la nueva ciencia social marxista.
La primera de las famosas Tesis sobre Feuerbach, en las que Marx esboza pautas fundamentales sobre una nueva forma de comprender la relación de los seres humanos con el conocimiento, y uno de los textos fundadores de la epistemología marxista crítica, reza:
«La falla fundamental de todo el materialismo precedente — incluido el de Feuerbach — reside en que solo concibe las cosas (Gegenstand), la realidad, lo sensible, bajo la forma de objeto (Objekt) o de contemplación (Anschauug), pero no como actividad sensorial humana, no como práctica; no de un modo subjetivo. De aquí que el lado activo fuese desarrollado por el idealismo, en contraposición al materialismo, pero solo de un modo abstracto, ya que el idealismo, naturalmente, no conoce la actividad real, sensorial, como tal. Feuerbach quiere objetos sensibles, realmente distintos de los objetos conceptuales; pero no concibe la actividad humana misma como una actividad objetiva (gegenständliche) (…)». [[1]]
Aquí Marx está haciendo un posicionamiento cardinal con respecto al realismo ingenuo, manera en que el materialismo mecanicista comprendía el proceso de conocimiento y que ya desde esa época venía estableciéndose como el cimiento epistemológico de toda la ciencia moderna, incluidas las ciencias sociales, que apenas nacían, pero que aspiraban a emular — y todavía en cierta medida lo hacen — a las ciencias de la naturaleza.
¿En qué consiste el realismo ingenuo? Ante la pregunta de si los hechos hablan por sí mismos, el realismo ingenuo responde que sí: «las cosas se presentan exactamente como son». El materialismo mecanicista, y su heredera la ciencia positivista, entienden el conocimiento, en especial el científico, como un proceso en el que la realidad se imprime en el sujeto de conocimiento como si este fuera una tabula rasa, una especie de papel en blanco que nada aporta, ni debe aportar, a no ser en menoscabo del rigor del conocimiento y de la verdad. Las mediaciones del proceso de conocimiento son simples interferencias que el agente que conoce debe esforzarse por suprimir hasta quedar como un limpio cristal por el que pase la luz del conocimiento. Esta posición representa una de las salidas del problema de la relación sujeto-objeto en el conocimiento de la realidad: la salida que absolutiza la realidad y elimina al sujeto como un elemento totalmente pasivo del proceso.
El realismo ingenuo fue llevado ante «el tribunal de la razón» y criticado por la filosofía clásica alemana, de ahí el crédito de Marx al idealismo por desarrollar «el lado activo» del conocimiento. Desde la obra de Kant hay una preocupación por las condiciones de posibilidad del conocimiento.
Es decir, Kant se está preguntando qué estructuras objetivas que están ya dadas en el sujeto condicionan su modo de conocer la realidad.
Para el pensador alemán el conocimiento no es una proyección, un simple reflejo de la realidad objetiva, sino que los objetos que se nos dan son resultado de la interacción de la realidad con el sujeto que la conoce. Si bien consideró de modo equivocado que las estructuras que residen en el sujeto y que median el proceso tienen un carácter a priori, es decir, que son previas a la experiencia, y por lo tanto son innatas, es innegable que su idea sobre la existencia de las mismas y sobre su carácter objetivo, pero a la vez interno al sujeto, marcaron un parteaguas en la historia de la filosofía.
Podríamos referirnos a los tan llevados y traídos ejemplos relativos a los órganos de los sentidos, que ilustran muy bien la preocupación kantiana. Los sonidos, por ejemplo: al preguntar a alguien si los sonidos existen fuera de los seres humanos, con independencia de ellos, pocas personas dirían que no — casi ninguna — ; sin embargo los avances de la fisiología de los últimos doscientos años nos enseñan dos cosas muy importantes: la primera es que las sensaciones — sonidos, colores, sabores, sensaciones del tacto… — son experiencias subjetivas, es decir: que no «existen» sino como elaboraciones del cerebro, formas en las que este da sentido, interpreta, la información que le otorgan los órganos sensoriales sobre la realidad; y la segunda es que el cerebro tampoco nace con una capacidad acabada de interpretar esas informaciones diversas: el cerebro humano en virtud de su plasticidad [[2]] aprende a ver, a oler, a escuchar… ¿Quiere decir esto que el sonido es algo apenas imaginario, que los sonidos no son algo «real»? Para nada: el sonido sirve al ser humano para orientarse en la realidad, y es una de las formas — y esta categoría «forma» es esencial para comprender el fetichismo y para realizar una lectura apropiada de la obra de Marx, quien la usa con profusión sobre todo en El Capital — en las que el cerebro se apropia subjetivamente, en las que se presenta, un fenómeno tan real y concreto como las oscilaciones mecánicas del aire — o de otros medios densos — , y es la primera noticia de este fenómeno que se tiene, antes de que la mecánica lo pueda desnudar y estudiar como ciencia. [[3]]
Los órganos de los sentidos, no son las únicas estructuras objetivas que condicionan nuestro conocimiento, ni todas las estructuras que lo hacen son, en rigor, estructuras materiales. Está claro que la primera condición de posibilidad de todo conocimiento es tener un organismo vivo capaz de interactuar con la realidad, pero también son necesarias las estructuras del pensamiento que se han ido formando a lo largo del devenir sociohistórico de las sociedades humanas: lenguajes, conceptos, categorías, teorías, ideologías, cosmovisiones: todos estos elementos se convierten en gafas a través de las cuales vemos el mundo. El pensamiento crítico, línea en la que se insertan Kant y Marx, postula que toda empresa de comprensión de la realidad debe reflexionar en un primer momento sobre estas mediaciones que van a contribuir de manera activa y objetiva en la construcción del conocimiento. Esta posición epistemológica es la gran contendiente de la episteme predominante en el mundo burgués — no solo en la ciencia — : el pensamiento positivista.
El secreto de la mercancía y su fetichismo
La frase que abre El Capital dice: «La riqueza de las sociedades en las que domina el modo de producción capitalista se presenta como un ‹enorme cúmulo de mercancías›, y la mercancía individual como la forma elemental de esa riqueza». [[4]]
Subrayamos «se presenta» y «la forma», para explicar el sentido particular que tienen estas expresiones en la obra, cuya adecuada apropiación es indispensable para avanzar en la comprensión de un fenómeno como el fetichismo de la mercancía. Cuando Marx se refiere a la forma que reviste un objeto — un proceso, una categoría, una relación — , no se está refiriendo a la esencia, a la ley fundamental de ese objeto en cuestión, sino al modo en que «nos es dado», al modo en que nos lo apropiamos de una manera inmediata, a la apariencia que reviste este objeto. Recordemos que, para Marx, las cosas no se presentan con exactitud como son. Cabe recalcar, como ya habíamos mencionado en el apartado anterior, que lo aparente no es — al menos en Marx, y en el marxismo crítico — algo imaginario, falso: la forma «precio» es una de las formas que reviste el valor de las mercancías y no quiere decir esto que el precio sea algo imaginario, inútil, falso. Y así para Marx, la mercancía misma es una forma que revisten los productos del trabajo humano, y no cualquier forma, sino la célula fundamental del modo de producción capitalista.
También dice que la riqueza en el capitalismo «se presenta como un enorme cúmulo de mercancías»; esto no significa — como han defendido algunos paladines del capitalismo — que Marx reconozca alguna identidad entre riqueza y mercancía: lo que está diciendo es que, bajo el modo de producción capitalista, toda la riqueza social, o sea, todos los productos materiales y espirituales [[5]] del trabajo humano, revisten la forma de mercancía: ahí sintetiza ese fenómeno tan propio y tan necesario al capitalismo que denominará con posterioridad «universalización de la forma mercancía».
La universalización de la forma mercancía es un rasgo esencial y una condición de posibilidad de la existencia del capitalismo. En las relaciones «naturales» de la sociedad feudal, los vínculos entre los seres humanos, y de estos con los medios de producción, no aparecen mediados por ninguna institución social: un siervo está «atado» desde que nace hasta que muere a una tierra y a su respectivo señor. La progresiva disolución de estos nexos [[6]], va dejando paso a la generalización del «aislamiento» de los productores, a la generalización del carácter privado del trabajo: «Solo los productos de trabajos privados independientes los unos de los otros pueden revestir en sus relaciones mutuas el carácter de mercancías». [[7]]
El aislamiento productivo provoca que el mercado se convierta en el espacio social más importante. Solo en él pueden relacionarse los productores, y únicamente por medio de las mercancías que intercambian. En este sentido, el mercado se erige como la institución estructuradora de todas las relaciones sociales. Y esto tiene varias consecuencias. La que más nos interesa es la siguiente: en las condiciones históricas en las que los productos del trabajo humano solo pueden «entrar en la sociedad» — es decir: realizarse como trabajos sociales — mediante el mercado — o sea: revistiendo la forma mercancía — y siendo intercambiados como valores de cambio, unos por otros, sucede que la relación social entre individuos que entraña esta transacción se le presenta a los mismos no como una relación entre ellos — seres humanos poseedores y productores de mercancías — , sino como una relación entre los objetos que están cambiando: entre las mercancías. A este fenómeno Marx le llama fetichismo de la mercancía, y expresado así, del modo más abstracto parece una simpleza, pero no lo es en lo absoluto.
Como el proceso de cambio reviste la forma de una relación entre cosas y no entre productores de objetos, el vínculo entre la forma social que adopta la mercancía y que la hace cambiable — el valor de cambio — y su «sustancia» — el trabajo humano — , en apariencia queda borrado. De este modo, así como «parece» que el sonido es algo externo e independiente del ser humano, por igual «parece» que los objetos son mercancías y poseen valor de cambio en sí mismos — como una propiedad «natural», física, suya — , y no en virtud de ser productos de trabajos humanos realizados en determinadas condiciones históricas. Cabría preguntarnos si ocurre mañana un cataclismo y la humanidad se extingue, si las joyas de Tiffany & Co. conservarían su precio, o si en una aldea tribal del Amazonas, alguien estaría dispuesto a cambiar por su valor en frutas esas joyas, o un automóvil, o un título universitario de la Universidad Carolina de Praga. A pesar de lo ridículos que puedan parecer estos ejemplos, en la cotidianidad de la vida en la época del capitalismo, atribuimos todo el tiempo el valor como algo inherente a las cosas:
«Lo que ante todo interesa prácticamente a los que cambian unos productos por otros, es saber cuántos productos ajenos obtendrán por el suyo propio, es decir, en qué proporciones se cambiarán unos productos por otros. Tan pronto como estas proporciones cobran, por la fuerza de la costumbre, cierta fijeza, parece como si brotasen de la propia naturaleza inherente a los productos del trabajo (…)». [[8]]
De esta manera, bajo el modo de producción capitalista, los objetos revisten la forma mercancía desde el instante mismo en que son producidos, como si fuera su «naturaleza».
Esta presentación de la mercancía como una cosa independiente de las condiciones sociales en que es producida, hace de la economía — mercantil — , del mundo de la producción de mercancías — producción en todos sus momentos: producción, cambio, distribución y consumo — , un espacio también independiente del resto de lo social: se naturaliza la economía capitalista, que en vez de aparecer como una forma histórica de producción material de la vida, se nos presenta como un orden natural de cosas, en el cual imperan una leyes tan implacables como las de la naturaleza, y ante el cual la praxis humana no tiene nada que hacer: tenemos aquí la raíz de la separación entre economía y política con la cual se nos muestran las sociedades modernas y que es tan defendida a ultranza por el pensamiento liberal, y reproducida muchas veces en la práctica por el movimiento comunista tradicional.
Cabe preguntarnos ahora, por qué es importante el fetichismo si parece ser solo un problema de apariencias o de engaños. ¿Es el fetichismo un engaño, o solo un engaño?
«El problema de si al pensamiento humano se le puede atribuir una verdad objetiva, no es un problema teórico, sino un problema práctico. Es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir, la realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento. La disputa en torno a la realidad o irrealidad de un pensamiento — aislado de la práctica — es un problema puramente escolástico». [[9]]
No podemos decir que el fetichismo sea apenas un engaño. Esa es una interpretación demasiado superficial. Si bien las mercancías no son cosas, con sus determinaciones en sí mismas; si bien las categorías económicas no son estructuras absolutas y ahistóricas; si bien el capital no es una entidad autónoma, sino una creación humana, los individuos actúan como si en efecto lo fueran. Y esto es algo que no debemos soslayar porque si no es imposible comprender las múltiples formas que adopta esta inversión sujeto-objeto — el fetichismo — en el modo de producción capitalista. No podremos comprender cómo la plusvalía o el capital pasan, de ser objetos producidos por los seres humanos, a convertirse en sujetos que, al margen de la voluntad de esos seres humanos, establecen dinámicas en las que cosifican — construyen como objetos, usan como medio de realización — a los propios seres humanos. Y nos estamos refiriendo a la clase trabajadora, cuya cosificación como fuerza de trabajo alimenta la voracidad del capital, pero no solo a la clase trabajadora: también la burguesía se ve constreñida y obligada por las condiciones particulares de reproducción del capital, que se erigen en condiciones de reproducción suya como clase. Si no entendemos esto, seremos incapaces de explicar cómo, por ejemplo, a contrapelo de la supervivencia de la humanidad — de toda la humanidad, no solo de las clases subalternas — , el capital avanza devorando a la naturaleza de modo indiscriminado.
Y no podemos darnos una explicación tan sencilla como que los burgueses son malos o son inconscientes o son egoístas: hay que reconocer que existen un conjunto de relaciones sociales de producción que una vez fetichizadas, reificadas, cosificadas, actúan con total indiferencia de los seres humanos que las han creado.
No se equivocan entonces los ecologistas revolucionarios cuando asumen que la voracidad ambiental del capitalismo es un problema estructural de sistema y no un problema apenas de conciencia. Todo este alcance tiene la teoría crítica del fetichismo.
Hacia una epistemología del cambio revolucionario
Como quienes nos leen deben haberse percatado, la primera dificultad para comprender y reconocer la existencia del fetichismo es la propia naturaleza del capitalismo como sistema fetichizador que reifica nuestra manera de ver el mundo. Y no podemos ver esto como un simple artificio. Como decíamos del sonido, a nivel de conciencia teórica — en la fisiología — sabemos no existen con independencia de aquel que los escucha; pero ante el sentido común los sonidos están ahí, están afuera, porque — además — en la cotidianidad de la vida, el individuo no necesita distinguir si los sonidos están o no fuera: la idea de que los sonidos son independientes en sí mismos es por completo funcional a la vida cotidiana. Así mismo pasa con el pensamiento fetichista: las mercancías no son cosas, pero la sociedad capitalista funciona como si lo fueran, porque en la práctica histórica los seres humanos actuamos como si lo fueran. Por eso una concepción fetichista de la realidad es perfectamente funcional a la gente hacia lo interno del modo de producción burgués — tanto a la clase trabajadora como a la burguesía. Un banquero no necesita conocer por qué determinadas relaciones de producción dan origen al dinero: él solo necesita saber usar el dinero: con las apariencias que le brinda la economía vulgar burguesa le basta para hacerse rico. Claro que en el otro lado de la pirámide social la cosa cambia un poco: la obrera, reconozca el fetichismo o no, debe seguir vendiendo su fuerza de trabajo; pero, aunque esta toma de conciencia no representa en lo más mínimo una disminución de su explotación, sí se convierte en condición de posibilidad para arremeter la lucha contra el sistema.
El fetichismo es uno de los principios estructuradores de la subjetividad en el capitalismo y es, además, piedra angular de la hegemonía cultural de la burguesía, de su dominio sobre el sentido común.
Esto tiene su fundamento en que el fetichismo es responsable de que permanezcan ocultos a la simple vista el carácter histórico y transitorio del capitalismo, y la naturaleza explotadora y antihumana de la relación capital-trabajo, debido a que hace que se presenten ambos fenómenos como elementos de un orden eterno e inmutable: como «el funcionamiento natural de las cosas».
Como resulta obvio, la empresa de emancipación del ser humano que se plantea el comunismo marxista no puede — o no debería — dar la espalda a este fenómeno. Por desgracia el marxismo predominante [[10]] hasta hoy está desarmado de una crítica cabal del fetichismo, al cual, en el mejor de los casos, reducen a una simple crítica metodológica hecha por Marx a los economistas burgueses, y no lo reconocen como un rasgo cardinal del específico modo burgués de apropiación de la realidad. Esta posición teórica — que, como resulta obvio entraña una posición política — , ha tenido varias consecuencias para el movimiento revolucionario: la más importante — y dramática — de todas es la insoportable persistencia del fetichismo y del sentido común burgués en las sociedades que han ensayado y ensayan el tránsito al socialismo, y la incapacidad de ese marxismo positivista de explicar esta persistencia o las nuevas formas de fetichismo que han surgido en el proceso de tránsito. De más está decir que apenas con torpeza se puede combatir un fenómeno que no se comprende a cabalidad.
La colocación de la teoría crítica del fetichismo al centro de toda reflexión sobre la subversión del capitalismo es condición indispensable de un marxismo revolucionario para el siglo XXI; para un rearme de Marx y de su tradición.
En cuanto a las revoluciones socialistas, solo quisiéramos apuntar que, a la luz de la crítica del fetichismo, las tareas adquieren otro matiz de radicalidad. No se trata ya solo de expulsar y expropiar a los explotadores, o de, a nivel de discurso, educar en una conciencia nueva — esta ruptura entre producción de la realidad y apropiación de la misma es solo metodológica pero no es, ni puede ser, orgánica, como diría Gramsci — : las revoluciones socialistas tienen que crear nuevas formas de producción de la vida social que no redunden en la creación de nuevos fetiches y que permitan disipar las nieblas del viejo fetichismo mercantil. Tomar conciencia de este fenómeno y asirnos de esta teoría crítica, de este marxismo «entero», nos ayudará — a los sujetos de la transformación social — a no caer en las trampas de nuestro propio sentido común, ni sucumbir a los límites que este nos pone a la imaginación; no sea que nos demos cuenta un día que todo el tiempo estuvimos construyendo un camino de regreso. Quizá a eso se refería Ernesto Guevara cuando escribió:
«Se corre el peligro de que los árboles impidan ver el bosque. Persiguiendo la quimera de realizar el socialismo con la ayuda de las armas melladas que nos legara el capitalismo (la mercancía como célula económica, la rentabilidad, el interés material individual como palanca, etcétera), se puede llegar a un callejón sin salida». [[11]]
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Notas:
[1] Marx, Carlos. «Tesis sobre Feuerbach». En La Ideología Alemana, Editora Política, La Habana, 1979. p. 633.
[2] Decimos «plasticidad» o «neuroplasticidad» a la propiedad que emerge de la naturaleza y funcionamiento de las neuronas cuando estas establecen comunicación, y que modula la percepción de los estímulos del medio, tanto los que entran como los que salen. La plasticidad deja una huella al tiempo que modifica la eficacia de la transferencia de la información. Dichas huellas son los elementos de construcción de la cosmovisión, en donde lo anterior modifica la percepción de lo siguiente.
[3] En Materialismo y empiriocriticismo, Lenin critica la salida dualista en la que Kant establece que en última instancia los objetos «tal cual son», las cosas «en sí», nunca serían conocidas, sino que solo podríamos conocer las formas en las que estos se presentan, sus fenómenos. A esta partición del mundo en dos (lo que se puede conocer y lo que no), Lenin responde con: «No existe, ni puede existir absolutamente ninguna diferencia de principio entre el fenómeno y la cosa en sí. Existe simplemente diferencia entre lo que es conocido y lo que aún no es conocido (…)».
[4] Marx, Carlos. El Capital. Crítica de la Economía Política. p. 25. Disponible en http://www.ucm.es/info/bas/es/marx-eng/capital1
[5] Es importante aclarar también el sentido de «producción» para Marx. Las lecturas economicistas y positivistas (las mayoritarias) entienden «producción» como «fabricación», «creación de un objeto material». En la tradición del pensamiento moderno, en especial en la filosofía clásica alemana de la que Marx es heredero directo, el concepto de «producción» tiene otro sentido: producción es creación, el ser humano es un ser productor porque produce sus condiciones de vida, produce su realidad social, en la medida que se produce a sí mismo. Cuando Marx y Engels hablan de «modo de producción» no hablan, como una grosería, de «modo de fabricación» (sustitución del arado feudal por la máquina de vapor capitalista), sino que se refieren a algo más complejo: al proceso mediante el cual los seres humanos producen un sistema de relaciones sociales (de producción) determinado, y se (auto) producen al mismo tiempo como sujetos históricos.
[6] Marx explica en el capítulo 24 de El Capital «La llamada acumulación originaria», cómo este proceso de disolución de los lazos «naturales» no fue tan espontáneo como los ideólogos del mercado han pretendido ver. La burguesía en alianza con los poderes establecidos creó las condiciones históricas de la generalización del mercado: despojó a grandes masas de seres humanos de su vínculo fijo con los medios de producción, y creó el ejército de brazos obligados a vender su fuerza de trabajo. En este proceso la burguesía en tanto clase, al tiempo que iba construyendo las nuevas relaciones sociales, se iba autoconstruyendo como sujeto histórico de la nueva dominación.
[7] Marx, Carlos. El Capital. Crítica de la Economía Política. Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 1973. p 10.
[8] Marx, Carlos. El Capital. Crítica de la Economía Política. Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 1973. p. 42.
[9] Marx, Carlos. «Tesis sobre Feuerbach». En La Ideología Alemana, Editora Política, La Habana, 1979. p. 634.
[10] Es justo hacer un paréntesis para señalar que el fetichismo no fue olvidado por todo el marxismo del último siglo. Hay toda una tradición de marxismo crítico que arranca del propio Marx y continúa durante todo el siglo XX con representantes tales como Lenin, Antonio Labriola, Rosa Luxemburgo, Isaac Rubin, Antonio Gramsci, la Escuela de Frankfurt (sobre todo en su primera etapa), Georg Lukács, Karel Kosik, Alfred Sohn-Retel, entre otros muchos, tanto en el llamado marxismo «occidental», como dentro del campo socialista (el propio Kosik o la Escuela de la Praxis). También el marxismo crítico tiene importantes exponentes en América Latina como José Carlos Mariátegui o el Che Guevara, y de modo más reciente y cercanos a la reflexión específica sobre el fetichismo, tenemos nombres como Adolfo Sánchez Vázquez, Atilio Borón y Néstor Kohan (quién posee un excelente libro sobre el tema titulado Nuestro Marx), por solo citar algunos. Por desgracia, este marxismo nunca ha sido el predominante en el movimiento comunista, mientras ha prevalecido el marxismo positivista y fetichista de la línea que viene desde Kautsky y el marxismo de la Segunda Internacional (y su lectura economicista de Marx y Engels), sigue con Plejánov y Bujarin y termina masificándose y siendo asumido como ideología oficial de la URSS bajo Stalin, y por los partidos comunistas del siglo XX, en la forma codificada de marxismo-leninismo (que no era marxista ni leninista en rigor, sino una entelequia), que se presentaba, además, como el único marxismo verdadero (todos los demás eran «revisionistas»). En Cuba también hay un camino de marxismo crítico, desde autores republicanos como Raúl Roa, pasando por el primer Departamento de Filosofía y la revista Pensamiento Crítico, hasta llegar a la prole contemporánea de estos pensadores de la que autores como Jorge Luis Acanda es un excelente ejemplo. Y en Cuba tampoco este marxismo ha sido mayoritario, siempre enfrentado al Frankenstein del marxismo-leninismo que es la forma más reproducida y masificada, todavía muy presente en la enseñanza del marxismo en la isla.
[11] Guevara, Ernesto. «El socialismo y el hombre en Cuba». En Justicia Global, Ocean Press, La Habana, 2002. p. 38.
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