Por Lautaro Rivara
Árboles sureños cargan extraños frutos,
Sangre en las hojas, y sangre en la raíz,
Cuerpos negros se balancean en la brisa sureña
Extraños frutos penden de los tuliperos.
Abel Meeropol
Netflix se adentra de lleno en el debate político norteamericano y mete su cuña en las líneas de fisura del establishment con el documental «Enmienda XIII» de Ava Duvernay. Impregnado del clima de época del último ciclo de revueltas afronorteamericanas, de la simiesca gestión trumpista de la cuestión racial, y de la emergencia del movimiento Black Lives Matter, Duvernay documenta y pone en tensión una serie de ideologemas pilares de la nación estadounidense que, sin embargo, no llega a derribar.
Si otro documental reciente, «I am not your negro» — sobre el que escribimos recientemente en una especie de primera parte de este texto — cincelaba ya a martillazos el «sueño americano», destacando sus líneas de color y sus prejuicios raciales, «Enmienda XIII» documenta en cambio los sinsabores de la «tierra de la libertad», poniendo también en cuestión sus mitos post-esclavistas. El punto de partida es una simple pregunta: ¿por qué en la dichosa tierra de los pioneros, la Homestead Act y la libre movilidad de capitales, hay 2,3 millones de personas que se encuentran privadas de su libertad? O, más contundente aún: ¿cómo es que un país en dónde los negros constituyen el 6,5 por ciento de su población son también, en cambio, el 40,2 por ciento de su población carcelaria? O, de igual forma, ¿cómo es que un país con el cinco por ciento de la población mundial tiene en cambio un 25 por ciento de su población carcelaria?
El documental presenta un análisis soberbio de materiales fílmicos, fotográficos, periodísticos y musicales, con mención de honor para la selección de canciones que hacen de «cortina» al contrapunto de la voz de los y las entrevistadas. Un grupo nutrido y representativo en todos los sentidos, que se permite incluso tomar y dejar en ridículo a algunos de los más cínicos voceros del sistema político e industrial-carcelario de los Estados Unidos. En suma, un documental con una intertextualidad densa y muy bien lograda, pero sobre todo ágil, a tono con esta era algorítmica y con los tiempos cognitivos de la «economía de la atención», los que demandan un trabajo de edición y montaje cada vez más frenéticos para no perder el interés de un espectador asediado por múltiples pantallas, estímulos y dispositivos.
Ya mencionamos varios de sus méritos. Veamos ahora sus taras e insuficiencias. Una de las primeras es que la cuestión latina parece tener un lugar demasiado subsidiario en la trama documental, pese a que la situación carcelaria de los 55 millones de «hispanoamericanos» no es mucho más halagüeña que la de la población negra. Desde el año 2007 — última presidencia de George W. Bush, y durante la presidencia de Barack Obama (2009–2017) — , el porcentaje de detención de no ciudadanos sobrepasó con creces la de ciudadanos, al menos en las prisiones federales. El hecho pone en tensión la lógica de un documental que señala y critica las políticas carcelarias de las sucesivas administraciones norteamericanas, en particular aunque no solamente republicanas, pero con una ausencia evidente. Aparecen listadas las políticas de «ley y el orden» de Nixon, la guerra contra las drogas de Reagan, las política continuistas de Bush padre, la ley de los «3 strikes» y las sentencias mínimas obligatorias de Clinton, etcétera. Pero la administración por dos periodos consecutivos de Barack Obama se esfuma como por arte de magia, salvo por dos breves y casi honoríficas menciones: su aparición en el 50 aniversario del cruce del puente de Edmund Pettus entre las localidades de Selma y Montgomery y su visita a una prisión federal. ¿Acaso el documental sugiere una política diferente en la materia durante la administración Obama? Si es así, pese a tratarse de un documental cargado de datos y preciso en su labor investigativa, no se arroja mayor información al respecto. Quizás se trate, en cambio, de una continuidad total que ni siquiera amerita el tratamiento de su especificidad.
Si bien es cierto que la tasa de encarcelamiento negra más que duplica la tasa de encarcelamiento latina, también es cierto que ésta más que duplica a la de blancos norteamericanos. Además, es preciso observar un fenómeno de subrepresentación del universo latino, dado que muchos de estos, al ser arrestados en cárceles federales, son contabilizados como «blancos» y no como «hispanos», lo que indica que la tasa de encarcelamiento de blancos norteamericanos es aún más baja dado que muchos de estos blancos son en realidad migrantes o descendientes de ellos.
Señalar la situación carcelaria latina y en particular el incremento sostenido de los «crímenes migratorios», incluso desde antes de la presidencia de Donald Trump, sirve para correr el foco de la «línea de color» o de las comprensiones mistificadas del racismo, entendido este como mero odio racial basado en la diferencia epidérmica.
De lo que se trata es de reponer el debate sobre la gestión de poblaciones «indeseables» y del disciplinamiento de la fuerza de trabajo operada por el capital, dos objetivos que engloban y equiparan las políticas hacia negros, latinos, indígenas y otras minorías nacionales.
Esto explica no solo el desplazamiento hacia la derecha — al centro dirán varios de los entrevistados — del Partido Demócrata tras las sucesivas palizas electorales motivadas, en parte, por la imposición de la agenda punitivista. Si bien el documental expresa muy bien cómo la demanda de «ley y orden» se transversaliza en todo el arco político y cómo los demócratas cambiaron su programa histórico — como ya lo habían hecho los republicanos para atraer el voto blanco del sur durante la presidencia de Nixon — , lo sucedido durante los ocho años de gobierno de Obama resulta prácticamente un misterio.
Lo antedicho nos permite detectar otra cuestión: el documental tiene un enfoque acaso «politicista» que pone excesiva atención al recambio del elenco político — y en particular presidencial — a la hora de explicar la política de criminalización y encarcelamiento masivo. Por un lado, es cierto, se aborda la connivencia entre las grandes corporaciones y el poder político a través de organismos como ALEC — el Consejo Estadounidense de Intercambio Legislativo — , un organismo lobbysta que operó de forma cuasi clandestina en la política norteamericana durante cuarenta años, formulando leyes estaduales y federales a la medida de los capitales más concentrados. Algunas de las más polémicas, de entre cientos de ellas, fueron la ley de «identidad de votantes» — en parte una ley de desciudadanización que restringía el derecho al sufragio de negros, pobres y personas mayores — y la «stand-your ground», la cual permitió y garantizó la impunidad del policía responsable del asesinato del adolescente Trayvon Martin. Este hecho fue sindicado en los tribunales como un acto de «defensa propia» pese a que el oficial de Policía persiguió a Martin por todo el vecindario hasta literalmente cazarlo. No deja de resultar sintomático de la democracia a la norteamericana que, pese a ser uno de los pocos países que permiten la existencia de grupos de intereses y presión en el Parlamento, ALEC haya operado al margen de una legislación particularmente permisiva. Sin embargo, el documental no abunda en la investigación de lo que los numerosos analistas han llamado el «gobierno permanente» de los Estados Unidos, determinado por la continuidad inalterada de la política de entidades como el Departamento de Estado, el Pentágono, la CIA y el complejo militar-industrial. Es en el accionar de estos actores, y no solo en el de tal o cual administración o grupo de presión, en donde debe buscarse el mecanismo que perpetúa la política estructuralmente racista de los Estados Unidos. Por eso la presidencia de un Barack Obama — o eventualmente de una figura atractiva para sectores del movimiento Black Lives Matters como Kamala Harris — no implican cambios en sus trazos generales.
En tercer lugar aparecen en «Enmienda XIII» una serie de lugares comunes en torno a la esclavitud. La primera, corriente y no por ello menos problemática, es la oposición demasiado esquemática entre el «sur esclavista» y el norte «liberal e industrioso» que libera de culpa y cargo a los vencedores de la Guerra de Secesión, pese a que sobre la existencia de la plantación y el trabajo forzado post-plantación se edificó buena parte de la prosperidad del país — sin contar, por supuesto, con la política colonial del Caribe hasta el Pacífico — . Oposición binaria que no permite entender, por ejemplo, por qué algunas de las más violentas políticas y operaciones represivas se dieron en lo que en la división primigenia del territorio en los tiempos de la Homestead Act constituían el Norte y el Oeste del país: Oakland, Chicago, Detroit, Los Ángeles, Cleveland, Boston, Nueva York, etcétera.
Otro elemento aquí se relaciona con la sobredeterminación del pasado esclavista. En palabras de uno de los entrevistados: «Si somos blancos, somos producto de lo que nuestros ancestros eligieron. Si somos negros, de lo que no eligieron». El pasado aparece no como historia sino como lápida, no como memoria sino como una pesadilla que circunvala sobre sí misma.
Al respecto el sociólogo haitiano Jean Casimir hacía notar en uno de sus libros que las palabras «liberto», «manumiso» o «independizado», las que eran aplicadas de forma indistinta a las poblaciones otrora esclavizadas, eran todas ellas adjetivos. Adjetivos que, por supuesto, suponían un sustantivo: el de esclavo. Ya no habría así hombres y mujeres libres, sin importar cuánto hubieran luchado por su libertad, sino tan solo ex-esclavos. Una de las películas que aparece referida en el documental es «12 años de esclavitud», dirigida por Steve McQueen a partir de la adaptación de la autobiografía de Solomon Northup, un mulato nacido libre que fue secuestrado por tratantes y esclavizado en las plantaciones de Luisiana durante 12 largos años y sometido, por supuesto, a toda suerte de vejámenes. El riesgo, como en aquella película, es autoconvencerse de que las políticas deshumanizantes acaban, a fuerza de repetición, por deshumanizar a los seres humanos.
Otro elemento de crítica tiene que ver con las mitologías norteamericanas en torno a la libertad, cuestión que, por supuesto, no esperábamos que el documental resuelva. En la trama, la libertad aparece truncada por una cláusula dentro de la Treceava Enmienda que consagró el fin — a título meramente legal y formal por ese entonces — de la esclavitud, apenas 60 años después de que lo mismo fuera establecido en la Constitución Haitiana de 1805. La misma establecía que: «Ni en los Estados Unidos ni en ningún lugar sujeto a su jurisdicción habrá esclavitud ni trabajo forzado, excepto como castigo de un delito del que el responsable haya quedado debidamente convicto». Esa «excepción» será el puente histórico entre el esclavo y el reo, entre el trabajo forzado de la plantación y el trabajo forzado del presidio, entre la desciudadanización filosófica — el negro desconsiderado como ser humano cabal — y la desciudadanización jurídica — el presidiario como sujeto despojado ya no sólo de su libertad ambulatoria, sino también de sus derechos humanos elementales — .
Sin embargo, lo que en la historia intranacional se expresó como excepción, en la historia de la relación de los Estados Unidos con los pueblos colonizados se dio como regla general. Vemos una absoluta línea de continuidad entre la salvedad de aquella enmienda y las doctrinas y corolarios de la política exterior norteamericana: la Doctrina Monroe, el corolario Taft, la doctrina Truman, la política de «seguridad hemisférica», el Plan de Santa Fe o la «guerra preventiva» de George W. Bush, etcétera. A lo que nos referimos es que la política de deshumanización, interesante conclusión a la que abreva el documental hacia el final, es simétrica en lo que concierne a las «colonias internas» norteamericanas y a los pueblos del Sur Global. La Treceava Enmienda no es una bochornosa excepción, sino la regla, elemento pilar de la constitución genética de los Estados Unidos como República Colonial — respecto a sus colonias internas — y como República Imperial — respecto a sus colonias externas — .
Imposible no recordar aquella célebre frase de Dionisio Inca Yupanqui en las Cortes de Cádiz, que sería luego retomada por el mismísimo Karl Marx: «un pueblo que oprime a otro no puede ser libre».
Parafraseando, diríamos que un pueblo que deshumaniza a otro no podrá nunca ser cabalmente humano. La criminalización, desciudadanización y finalmente deshumanización de las poblaciones negras latinoamericanas es correlativa a la del migrante «chicano», el zombi antillano, el guerrillero latinoamericano y el «terrorista» islámico, figuras reales o míticas tan caras al imaginario social norteamericano desde Hollywood hasta Netflix. Todo es parte de un mismo y único proceso.
A lo que nos referimos es que a la salvedad fundacional «todos son libres menos los criminales», hay que sumarle aquellas otras salvedades: todos son libres salvo los «pieles rojas» exterminados, salvo los mexicanos conquistados en 1844, salvo los cubanos anexionados después de la Guerra hispano-cubano-norteamericana, salvo pueblos invadidos de Haití, República Dominicana, Granada o Panamá, salvo los migrantes del Triángulo Norte expulsados por la política agrícola del FMI y el Departamento de Estado en sus naciones, etcétera.
Lo mismo podríamos decir de la Segunda Enmienda. Si hacia lo interno encontramos consagrado el derecho ciudadano a armarse para defender la vida y la propiedad personal y familiares — y el derecho de Walmart, por supuesto, a obtener pingües ganancias con la venta de armas largas y municiones — , en el exterior encontramos consagrado el derecho a intervenir para defender la propiedad de las compañías norteamericanas en el extranjero y así «salvaguardar los intereses nacionales». Tan popular serán el uno como el otro. Tan intocable el segundo como el primero. Difícil será ganar el debate público sobre la limitación del derecho a portar armas consagrado en la Segunda Enmienda, pese a la incesante proliferación de masacres. Y más difícil aún será poner en cuestión el derecho a invadir terceros países, iniciativas por lo general populares que en la mayoría de los casos aseguraron a los candidatos de turno cómodas ventajas electorales.
En relación a lo anterior, el documental señala de manera apropiada la rearticulación del dominio post-plantacionista, pero no llega a ver que la plantación y la esclavitud no desaparecieron, ni siquiera a título formal, sino que fueron desplazadas y externalizadas a las «colonias externas» de los Estados Unidos. Lo que vemos, entonces, es la política del búmeran. Una serie de prácticas coloniales que parten de los Estados Unidos y golpean a sus poblaciones de rebote. Pensemos por ejemplo en el asesinato, persecución y encarcelamiento de generaciones enteras de líderes sociales: Malcolm X, Martin Luther King Jr, Medgar Evans, Fred Hampton, Assata Shakur o la propia Angela Davis, quien da su potente y personal testimonio en el documental. ¿Difiere en algo esta política intra o extramuros? O mencionemos por caso «la guerra contra las drogas». La asociación promovida por la CIA y explicada por John Ehrlichman entre la izquierda antibélica y la marihuana o entre las poblaciones negras y el crack se convirtió en un auténtico producto de exportación en países como México, Honduras o Colombia. La propia esclavitud, o más bien las prácticas neoesclavistas, fueron de alguna forma externalizadas al Tercer Mundo. Por eso las poblaciones negras locales aparecen como poblaciones remanentes en algún sentido y por eso el racismo, como sistema de ideas, se radicaliza y se vuelve aún más depredador en su propia abstracción metafísica sin un sujeto al que fijar en la plantación. Para eso están las maquilas, desde Taiwán a Puerto Rico, y allí las poblaciones, racializadas o no, resultan una mano de obra más superexplotada aún que las poblaciones locales negras que, cuando no son encarceladas, están a cubierto de una mínima legislación laboral inexistente en el resto de los países. Por eso es que es necesaria la construcción de un sistema carcelario que se vuelve cuasi plantacionista, en tanto vuelve a aprovechar el plusvalor generado por una población sin derechos de ciudadanía y sin libertad ambulatoria. Trabajo forzado en suma, exactamente igual al que era utilizado para producir el tabaco de Virginia o el algodón de Alabama.
De allí la larga parábola que conduce de la esclavitud a la esclavitud, de los seres humanos considerados bienes muebles a los seres humanos considerados cuerpos presidiables. Quizás el mejor símbolo de este efecto búmeran del que hablamos sean los misiles Patriot, cuyos sistemas de guía son fabricados en las cárceles privadas de los Estados Unidos. Quizás vuelva a pasar algún día lo que sucedió con aquella bomba alemana arrojada por la Wehrmacht sobre las fuerzas republicanas de la Guerra Civil Española: la bomba no explotó, y en ella se encontró una tira de papel que rezaba: «Camaradas: no teman. Los obuses que yo cargo no explotan». Mensaje que estaba firmado por un trabajador alemán según lo relatado en La forja de un rebelde, el libro de Arturo Barrea.
Es decir, que para que se detenga el mecanismo de relojería que con sus ruedas externas e internas garantiza la continuidad del racismo, la colonialidad y la superexplotación, será necesaria una articulación mayor entre las luchas domésticas de negros, latinos y mujeres y las luchas de los países del sur.
El riesgo contrario es que, como sucedió con casi todas las perspectivas integracionistas en la historia norteamericana desde Booker Washington — esa suerte de Sarmiento negro — , las luchas de los sujetos subalternos norteamericanos no sean luchas de liberación sino instrumentos para negociar su participación en los dividendos de las políticas imperiales.
¿Cómo reclamar un estatus de ciudadanía en una República Imperial sin volverse socio, residual o no, de esas políticas imperiales?
Esa es la gran paradoja que desde la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color hasta el Black Lives Matter, atraviesa las luchas antirracistas en el gran hegemón.
La libertad norteamericana siempre fue ilusoria, y se montó precisamente sobre la falta de libertad de la mayor parte de los seres humanos del planeta salvo, claro, para las élites de sus vástagos extraterritoriales en naciones como Japón, Arabia Saudita o Israel.
El 30 por ciento de la población negra de Alabama ha perdido hoy el derecho al voto, como nos recuerda el documental. Pero también el 100 por ciento de los puertorriqueños, palestinos — y hasta ahora también los bolivianos — han perdido el derecho a elegir sus propias autoridades. La desciudanización es, entonces, una línea de corte transversal, un tajo que desgarra mucho más que el tejido de la sociedad norteamericana, así como la política segregacionista a lo Jim Crow también se expresaba de forma extraterritorial en el Apartheid apoyado por las políticas imperiales.
¿Hasta dónde llegan, entonces, las sin embargo valiosas y progresivas conclusiones del documental? Desde la violencia policial individual y aparentemente irracional que buscan construir las grandes corporaciones de prensa — he ahí el piso del debate — hasta la identificación de un sistema de control social y racial de «encarcelación masiva» hay un paso enorme, sobre todo considerando el estado actual de los debates políticos en los Estados Unidos. A donde «Enmienda XIII» no llega, pero tampoco arriban otras producciones fílmicas o bibliográficas recientes, es a identificar algo que el movimiento del Black Power — el estadounidense pero también el caribeño — tuvo muy en claro en las décadas del sesenta y setenta: la vinculación del racismo no con tales o cuales capitales, sino con las leyes del valor y el capitalismo en general, y la vinculación de las políticas coloniales internas y externas que llevaron al movimiento a ser parte de una activa red de solidaridad internacional con los pueblos de Asia, África y América Latina y el Caribe. En la actualidad — y ese fue uno de los objetivos predilectos de la CIA y el Departamento de Estado en la eliminación sistemática de los principales liderazgos del Black Power y del Movimiento por los Derechos Civiles — los vínculos entre el movimiento popular norteamericano y el del Sur Global son todavía demasiado incipientes, aunque prometedores.
En Colombia, por ejemplo, el desespero ante la imposibilidad de visibilizar y posicionar en la agenda continental la recurrencia de las masacres perpetuadas contra negros, indígenas, campesinos — y ahora también jóvenes de la capital — ha arrojado una consigna en un inglés paradojal en uno de los países más correctamente castizos del continente: #ColombianLivesMatter, «las vidas de los colombianos importan». ¿Qué vidas importan en este mundo?
La radicalidad imperdonable del Black Power fue nuevamente la de establecer que las vidas de los negros importaban y que aquellos que las negaban eran los mismos que segaban las de los vietnamitas, los dominicanos o los congoleños.
De ahí un antibelicismo radical y militante que a veces, por contaminación de la propia acción de propaganda de la CIA, se ha confundido con la no violencia o la caricatura pacifista construida en torno del hipismo. Por el contrario, la negativa de enviar jóvenes negros a matar y morir en Vietnam — y su contraparte, la genial acción de propaganda del Vietcong para convencer a los jóvenes norteamericanos que su enemigo real era el que les encarcelaba, segregaba y violaba a las mujeres en su propio país — tenía que ver, nuevamente, con esta autoidentificación entre las colonias internas y las externas.
Otro punto obligado del documental será, claro, la actual administración de Donald Trump. Sin embargo, el trumpismo es algo bastante más complejo que la sumatoria mecánica de valores negativos.
El trumpismo es algo más orgánico y programático que misoginia + supremacismo blanco + xenofobia + chovinismo. El trumpismo es un programa de recomposición de la hegemonía norteamericana que, sin ser antiglobalizador, busca recalibrar el proceso globalizador en procura de garantizar «otro siglo norteamericano». El trumpismo no expulsa a los migrantes, encarcela a los negros y veja a las mujeres porque los odie en abstracto, sino que su odio es una racionalización reactiva ante la necesidad de galvanizar la dominación de los multimillonarios y de volver a incorporar al «sueño americano» a los blancos trabajadores pobres y desclasados que se agolpan en torno de las ciudades del «cinturón del óxido».
Para eso precisa volver a reposicionar a las mujeres como garantes domésticas sumisas de la reproducción gratuita del trabajo asalariado, y descargar mayores tasas de explotación sobre negros, latinos, migrantes, mujeres y pueblos del Tercer Mundo en general. Las imágenes actuales de Minneapolis o Luisville no son más que el reverso de la movilización de los pueblos latinocaribeños contra la injerencia norteamericana desde Irán hasta Venezuela.
Eso nos lleva a otro de los grandes aciertos del documental, esta vez en la voz de Gina Clayton del Essie Justice Group. Clayton da en la clave cuando identifica las mutaciones incesantes de un cáncer que se rearticula tras la plantación con las leyes Jim Crow, y tras las leyes de derechos civiles con el sistema carcelario. ¿Pero cuál es este cáncer sino la ley del valor? Los capitales que el documental rastrea no se desplazan solo intramuros desde las cárceles privadas a los novedosos y también redituables sistemas tecnológicos de «vigilancia comunitaria» (chips identificadores, GPS, etcétera). Se desplazan también extramuros hacia las periferias globales. Precisamente la política de Trump es una política de repatriación de estos capitales externalizados hacia las maquilas del Tercer Mundo. Así como es imposible comprender los más básicos rudimentos del sistema esclavista sin comprender con el trinitense Eric Williams a la esclavitud como una «esclavitud capitalista», tampoco es posible entender ni desmontar el sistema penal-policial-carcelario sin esta misma comprensión.
El cáncer, repetimos, no es entonces un odio racial abstracto sino las leyes del valor y sus tendencias enajenantes y deshumanizantes.
Para finalizar, resulta interesante y contradictorio el recurso humanizador del final del documental, el cual yuxtapone un himno a la libertad con las fotografías de personas negras en los Estados Unidos. La paradoja es que el recurso humanizador pareciera ser, simultáneamente, un discurso nacionalizador: ¿su humanidad se reclama en su carácter de negros, o en su carácter de norteamericanos? Por eso aparecen retratados haciendo las cosas «típicamente» norteamericanas: jugando al básquet, comiendo pastel de manzana, posando en las verjas blancas de sus casas suburbanas, etcétera.
¿No serían igualmente humanos si no fueran norteamericanos? ¿Cómo conquistar, entonces, la libertad de todo el mundo? ¿Cómo rescatar a los presos, los nuevos desaparecidos, engullidos por las rejas de las prisiones federales, pero también en Guantánamo, Cuba; o en Abu Ghraib, en Iraq? ¿Cómo rehabilitar, en suma, a un sistema que no busca ser rehabilitado?
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