Por Ángel García
Los marxistas luchan por la nueva sociedad y nosotros, los cristianos, deberíamos estar luchando a su lado.
El deber de todo cristiano es ser revolucionario. El deber de todo revolucionario es hacer la revolución.
Camilo Torres Restrepo
Hace 55 años, el 15 de febrero de 1966, cayó en combate Camilo Torres Restrepo. Colombiano, sacerdote católico, sociólogo, dirigente de masas y guerrillero. Al igual que José Martí, cayó en su primer combate, y, al igual que Martí, su legado dejó una huella profunda en las corrientes de pensamiento y acción revolucionarias de Nuestra América. Fue precursor de la Teología de la Liberación — pues esta aun no existía — y pionero en tender un puente estratégico entre cristianos y marxistas; un puente que las revolucionarias y revolucionarios de hoy estamos obligados a reconstruir.
Los vacíos no existen. Ni en la política ni en la ideología ni en la guerra ni en la espiritualidad. Espacio que no ocupa un pensamiento revolucionario, será ocupado por un pensamiento reaccionario.
Así ha ocurrido en el mundo religioso de América Latina: las teologías emancipatorias — de liberación, revolucionarias, eclesiales de base, etc. — se replegaron ante la contraofensiva neoliberal liderada tanto por Washington — el Pentágono y la CIA — como por el Vaticano, bajo la conducción del papa Juan Pablo II, furibundo anticomunista.
La implosión y el colapso del bloque socialista detonaron en la sensación de derrota y repliegue de las izquierdas mundiales, de lo cual no se salvaron el cristianismo revolucionario y las teologías emancipadoras. Si bien a finales del siglo XX e inicios del siglo XXI el pensamiento y la acción de las izquierdas de Nuestra América se renovaron y refundaron, no ha ocurrido lo mismo con la práctica política revolucionaria desde la fe.
La proliferación del fundamentalismo religioso de derecha en América Latina — y en particular el neopentecostalismo — tiene que ver, entre otras cosas, con la poca o nula importancia que en su historia la izquierda le ha prestado al terreno religioso y la espiritualidad.
El vacío que dejamos ha sido aprovechado por nuestros adversarios, y ha ganado terreno significativo en la disputa por las mentes y corazones de los marginados y excluidos de las ciudades y los campos de Nuestra América.
En la actualidad, se estima que uno de cada cinco latinoamericanos pertenece a una iglesia evangélica. El fundamentalismo religioso de derecha ha logrado acumular suficiente fuerza social para lograr incidir en la política a gran escala, con marcada presencia en los parlamentos latinoamericanos y en abierta alianza con los gobiernos de derecha en poder — como los casos de Brasil, Chile y Guatemala — .
Retomar el trabajo político desde una perspectiva de fe y revolución, así como resucitar y renovar las teologías emancipadoras — contextualizadas para los tiempos actuales — son tareas de orden estratégico. Superar los prejuicios y la falsa dicotomía entre el materialismo y la espiritualidad para asumir la «alianza estratégica entre cristianos y marxistas» — como planteó Fidel Castro en 1985 en su entrevista con Frei Betto — es un elemento vital en ese propósito.
Muchas de las claves que nos despejan el camino para retomar la senda de fe y revolución se hallan en la práctica de Camilo Torres como sacerdote, sociólogo y revolucionario.
Un breve recorrido por la vida de Camilo
La historia de vida de Camilo Torres tiene sus singularidades. Nacido el 3 de febrero de 1929, fue hijo de una familia bogotana acomodada. Sus padres, librepensadores y con inclinaciones anticlericales, se opusieron con fuerza a que él entrase en el Seminario Mayor de Bogotá, pero la terquedad del joven Camilo venció la oposición de sus padres y en 1954 es ordenado como sacerdote. Ese mismo año ingresa en la Universidad de Lovaina (Bélgica) para estudiar Sociología. Su tesis doctoral se tituló La proletarización de Bogotá (1958).
En Europa conoció el movimiento de los Sacerdotes Obreros en Francia y trabajó con la resistencia argelina de París. A su regresó a su país natal, en 1959, fue nombrado capellán de la Universidad Nacional de Colombia (Bogotá). Junto con su amigo, el sociólogo colombiano Orlando Fals Borda, fundó la Facultad de Sociología y creó el primer programa disciplinario de Sociología de América Latina. También creó un movimiento de extensión universitaria con las comunidades marginadas del país, llamado Movimiento Universitario de Promoción Comunal (MUNICIPROC).
En esos tiempos, Camilo ya había tenido acercamientos con las Juventudes Comunistas y con el movimiento estudiantil. Participó en protestas junto a ellos, lo cual le valió un tiempo en la cárcel y la animosidad de la jerarquía católica de Bogotá. Su activismo político e intelectual se radicalizó con cada paso que daba, cosa que no pasó desapercibida por los dueños del poder. Finalmente, el arzobispado de Bogotá le ordenó que renunciara a todas sus actividades en la Universidad Nacional.
El activismo comunitario, a través de MUNICIPROC, le abrió los ojos ante la posibilidad de autorganización y empoderamiento de las comunidades. Camilo empezó a descubrir el potencial de lo que después se llamaría «poder popular».
En 1962, habiendo renunciado a todas sus actividades en la Universidad Nacional, entró a trabajar para el Instituto Colombiano de Reforma Agraria (INCORA). Con el INCORA viajó por la Colombia rural y conoció de cerca la realidad de opresión y explotación del campesinado colombiano. También pudo reflexionar sobre las razones estructurales de la violencia que se vivía en el campo.
Camilo fue un hombre de su tiempo y la época en que vivió, convulsionada de manera violenta por la disputa entre la revolución y la contrarrevolución.
En aquel momento, la revolución cubana había triunfado y se había declarado Patria Socialista aliada de la URSS, bajo las narices del imperialismo yanqui que, rabioso y alborotado en su cruzada anticomunista mundial, ya había asesinado a Patrice Lumumba en el Congo, organizado el golpe de Estado en Brasil, enviado tropas a Vietnam e invadido la República Dominicana.
El trayecto de Camilo en esos años le fue dotando de claridades políticas. Fue comprendiendo la absoluta incompatibilidad del capitalismo con los principios cristianos y sustentado en el «amor eficaz al prójimo», él, quien fuera antes defensor y apologista de la Iglesia, ahora la denunciaba en el espacio público por «haberse prostituido a los poderosos». Ganó conciencia de que la clase popular — obrera, campesina, indígena, afrocolombiana, estudiantil, mujeres — tenía que unificarse en medio de su diversidad, y hacer política por fuera de la institucionalidad burguesa establecida.
En aquellos años, Colombia era gobernada por el pacto del Frente Nacional, un acuerdo interoligárquico de alternancia en el poder entre Liberales y Conservadores, sin posibilidad de participación de ninguna otra fuerza política. A todos aquellos que no se sentían representados por ese pacto de poder, Camilo los bautizó como «los no-alineados» y los convocó a conformar un movimiento de masas nacional. Así nació el Frente Unido del Pueblo (FUP) en 1965.
La plataforma del Frente Unido fue nada menos que un programa revolucionario que solo podría materializarse con «la toma del poder por el pueblo». Ese mismo año, por presiones de la jerarquía eclesiástica y con el fin de ganar independencia para asumir el arduo trabajo revolucionario, Camilo renuncia a sus compromisos clericales — mas no al sacerdocio — al anunciarlo en su emblemático «Mensaje a los Cristianos» (1965):
«Yo he dejado los privilegios y deberes del clero, pero no he dejado de ser sacerdote. Creo que me he entregado a la Revolución por amor al prójimo. He dejado de decir misa para realizar ese amor al prójimo, en el terreno temporal, económico y social. Cuando mi prójimo no tenga nada contra mí, cuando haya realizado la Revolución, volveré a ofrecer misa si Dios me lo permite».
Eran tiempos de un febril activismo político para Camilo. Recorrió todo el país, pasó por barrios, pueblos y ciudades organizando los Comités del Frente Unido. Su convicción fue siempre construir la unidad popular de base, de abajo hacia arriba, «sin diferencias religiosas ni de partidos tradicionalistas». Logró aglutinar diversas organizaciones y fuerzas políticas — los «no-alineados» — incluyendo al Partido Comunista de Colombia. Su carisma y oratoria llenaba plazas. Se estima que movilizó a más de un millón de personas en su periplo por el país.
Acosado y asediado por los aparatos de seguridad e inteligencia del Estado colombiano, con información fidedigna de que se organizaban intentos para asesinarlo, Camilo decide pasar a la clandestinidad y viajar a las montañas de Santander (nororiente de Colombia) incorporándose a la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN): organización político-militar guevarista, fundada al calor de la Revolución cubana en 1964. En ese entonces, mandó una proclama para el pueblo colombiano:
«Yo me he incorporado a la lucha armada. Desde las montañas colombianas pienso seguir la lucha con las armas en la mano, hasta conquistar el poder para el pueblo. […]
¡Por la unidad de la clase popular, hasta la muerte!
¡Por la organización de la clase popular, hasta la muerte!
¡Por la toma del poder para la clase popular, hasta la muerte!»
El 15 de febrero de 1966, Camilo Torres cayó en combate intentando recuperar un fusil del ejército enemigo en Patio Cemento (Santander). El ejército colombiano desapareció su cuerpo y hasta hoy se ha negado a entregar sus restos en un intento de evitar su mitificación, pero fue en vano: el mito de Camilo recorre Colombia y Nuestra América inspirando a miles de mujeres y hombres de fe cristiana a asumir la lucha revolucionaria hasta las últimas consecuencias.
Isabel Restrepo, su madre, años después pronunció estas palabras de valor profético:
«Camilo nació el día en que lo mataron».
Las claves de Camilo
Retomar el proyecto de fe y revolución es tarea de orden estratégico en los tiempos que corren.
Las revoluciones no se hacen sin sujeto, sin pueblo. Una amplísima mayoría de la población latinoamericana es creyente de alguna vertiente del cristianismo, sea católico, protestante o evangélico. Y no se puede pensar en revoluciones nuestroamericanas ignorando a las grandes mayorías.
Revertir la correlación de fuerzas en nuestros países para superar la situación defensiva en la que nos encontramos y crear las posibilidades de pasar a la ofensiva revolucionaria, implica reunir la más amplia y diversa convergencia popular en un bloque social-político alternativo, capaz de confrontar al bloque dominante con eficacia. En esa tarea, la vida, pensamiento y acción de Camilo Torres aporta coordenadas claves para reconstruir una carta de navegación.
El amor eficaz
La motivación religiosa y espiritual de Camilo y de su praxis política, estaba en el principio de amor al prójimo, concebido como esencial para el cristianismo. Esa idea-fuerza lo llevó al seminario y a hacerse sacerdote, pues en ella encontró la doctrina necesaria para ponerse al servicio del pueblo, en particular de los más humildes.
Su conciencia política y su desarrollo como científico social, le hizo cuestionar el concepto de «caridad» que proclamaba la Iglesia. Esta expresión única del amor al prójimo, ya no le parecía suficiente, pues no resolvía de raíz los problemas de la pobreza y la opresión. De ahí fue construyendo la idea del «amor eficaz al prójimo», como una práctica que superase a los programas de asistencia social y caridad, al investigar las causas de fondo de la pobreza, el hambre y la miseria.
Ese camino lo llevó a dos conclusiones: Primero, que para transformar la realidad hay que conocerla, y para conocerla son necesarias las herramientas que proporcionan las ciencias, en particular, el materialismo histórico. Segundo, que era imposible la realización del amor eficaz al prójimo dentro de los confines de las estructuras sociales actuales. La única salida al dilema es la transformación radical de la sociedad mediante la lucha revolucionaria. En este sentido, en su «Mensaje a los Cristianos» (1965), Camilo es categórico:
«La Revolución, por lo tanto, es la forma de lograr un gobierno que dé de comer al hambriento, que vista al desnudo, que enseñe al que no sabe, que cumpla con las obras de caridad, de amor al prójimo, no solamente en forma ocasional y transitoria, no solamente para unos pocos, sino para la mayoría de nuestros prójimos».
Camilo crea tal identidad entre amor al prójimo y revolución, que acaba dictaminando: «Por eso la Revolución no solamente es permitida sino obligatoria para los cristianos que vean en ella la única manera eficaz y amplia de realizar el amor para todos».
Camilo va más lejos al insistir en que el amor eficaz se logra quitándole el poder a las elites minoritarias, para entregarlo a las mayorías pobres. Plantea que ante un gobierno tiránico e ilegítimo, la rebelión se justifica y es legítima. Es esa la esencia estratégica de la revolución.
Acudir o no al recurso de la violencia es un asunto práctico, pues esto dependerá del comportamiento de las élites: «La Revolución puede ser pacífica si las minorías no hacen resistencia violenta».
En 1965, el mismo año que Camilo lanzó su «Mensaje a los Cristianos», el Che Guevara publicó su emblemático ensayo El socialismo y el hombre en Cuba, donde llegó a una conclusión que vibró en sorprendente armonía con el pensamiento de Camilo:
«Déjenme decirles, a riesgo de parecer ridículo, que el revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor. Es imposible pensar en un revolucionario auténtico sin esta cualidad».
La alianza estratégica entre cristianos y marxistas
Con los comunistas… estoy dispuesto a luchar con ellos por objetivos comunes: contra la oligarquía y el dominio de los Estados Unidos, para la toma del poder por parte de la clase popular.
Camilo Torres
Que Camilo Torres, sacerdote católico, hubiera tomado el atrevido paso de acercarse al Partido Comunista Colombiano (PCC) e invitarlos a formar parte del Frente Unido del Pueblo, no tenía precedentes en la historia política latinoamericana. El anticomunismo de la iglesia católica era poderoso; igual de poderoso el rechazo, del mundo comunista, al mundo clerical.
Camilo entendía que tenían en común un propósito estratégico: construir la más amplia unidad popular y revolucionaria para transformar al país. Ante ello, las discusiones ultraterrenales, la dicotomía entre el materialismo y la espiritualidad, tenían que caer a un plano secundario:
«De qué nos sirve discutir si el alma es mortal o es inmortal; sino, pensemos que el hambre sí es mortal; derrotemos el hambre para tener la capacidad y la posibilidad después de discutir la mortalidad o la inmortalidad del alma».
El propio Lenin, en su ensayo Socialismo y religión (1905) insistió en que el ateísmo no debería formar parte del programa político del Partido Bolchevique porque:
«…la unidad real en la lucha revolucionaria de las clases oprimidas por un paraíso en la tierra es más importante que la unidad en la opinión proletaria sobre el paraíso en el cielo».
Camilo legó un credo meridional para las futuras luchas de Colombia y Nuestra América: la necesidad de «insistir en lo que nos une, y prescindir en lo que nos separa». La unidad entre marxistas y cristianos — aquellos que aspiraban a materializar el amor eficaz al prójimo — era un elemento indispensable para el proyecto revolucionario. «Los marxistas luchan por la nueva sociedad, y nosotros, los cristianos, deberíamos estar luchando a su lado», concluyó. Fue más lejos aún, al plantear que era más probable que fueran los marxistas, y no los cristianos, quienes fungieran como la vanguardia en esa lucha:
«Es más probable que los marxistas lleven el liderazgo de ese planeamiento. En este caso, el cristiano deberá colaborar en la medida en que sus principios morales se lo permitan, teniendo en cuenta la obligación de evitar males mayores y de buscar el bien común».
En 2016, cuando la caída en combate de Camilo cumplía su 50 aniversario, Jaime Caycedo, Secretario General del Partido Comunista Colombiano, escribió lo siguiente:
«Estructurar la idea de la unidad del pueblo como proyecto estratégico en un momento temprano de la resistencia al orden contrainsurgente es sin duda el extraordinario aporte de Camilo que trasciende el tiempo y llega como preciosa herencia a las tareas del presente».
Para Camilo, la revolución era un inmenso acto de fe, sustentado en el principio cristiano del «amor al prójimo», a la vez que el marxismo aportaba las herramientas imprescindibles para analizar las causas y consecuencias del sistema de explotación capitalista y construir el socialismo. No fue el primero en plantearlo, pues años antes José Carlos Mariátegui, pionero del «marxismo latinoamericano», afirmó:
«Sabemos que una revolución es siempre religiosa. La palabra religión tiene un nuevo valor, un nuevo sentido. Sirve para algo más que para designar un rito o una iglesia. Poco importa que los soviets escriban en sus afiches de propaganda que “la religión es el opio de los pueblos”. El comunismo es esencialmente religioso. Lo que motiva aun equívocos es la vieja acepción del vocablo». (1928)
Como sea el caso, Nuestra América ha sido siempre un continente de profunda espiritualidad, desde mucho antes de la llegada de los invasores europeos. También ha sido un continente de mestizajes: el sincretismo religioso permitió la resistencia de las creencias indígenas y africanas al mezclarse con el cristianismo. Las espiritualidades mestizas son parte innegable de nuestra formación social. La fusión entre el cristianismo y el marxismo es un mestizaje político hondamente revolucionario. Un proyecto revolucionario que ignore esta realidad nacería cojo, y perpetuaría el error de ceder el terreno espiritual y religioso al fundamentalismo religioso de derecha.
El cristianismo y el marxismo es otro mestizaje necesario.
Fidel Castro, en su famosa entrevista con Frei Betto, publicada bajo el título de Fidel y la Religión (1985), explicó en estos términos la relación entre cristianismo y marxismo:
«No se trata, sin embargo, de la unidad concebida sólo en el plano de una táctica de lucha. No se trata de una cuestión coyuntural o de una simple alianza política. Lo es, desde luego, por definición. Pero el vínculo que aquí se establece, sobre el plano ético o moral, acerca del papel del hombre, ya sea cristiano o comunista, en defensa de los pobres, tiene el carácter de una alianza estratégica duradera y permanente».
El sujeto popular y la utopía pluralista
Habiendo estudiado sociología en Europa — incluyendo la sociología marxista — , Camilo asimiló la idea del proletariado industrial como sujeto revolucionario. De regreso a Colombia, la realidad entró en conflicto con los conceptos aprendidos en Europa, pues el proletariado industrial brillaba por su ausencia.
El pobre, explotado y oprimido de Colombia era — y es — campesino, indígena, afrocolombiano, trabajador informal de las ciudades, sin-techo-sin-tierra-sin-trabajo, estudiante y mujer triplemente explotada dentro de todas las anteriores categorías. Es por ello que Camilo hablaba no del proletariado colombiano, sino de la «clase popular», amplia y diversa, víctima toda del capitalismo dependiente y neocolonial. Y era esa la clase que había que unificar en un gran bloque nacional-popular, con suficiente fuerza para desafiar el poder a la oligarquía y avanzar hacia la toma del poder.
A diferencia de las izquierdas tradicionales, Camilo veía en la diversidad una promesa y no una amenaza. En la Colombia de los 1960 no existía fuerza política o partido de izquierda capaz de asumir la tarea de unir a la gran pluralidad de explotados del país. La izquierda colombiana estaba permeada de expresiones de dogmatismo y sectarismo político, que no permitieron que se consolidara un gran movimiento social y político de raigambre popular.
A Camilo le pasó lo mismo que a los rebeldes cubanos: a falta de un instrumento político que esté a la altura de la tarea estratégica por delante, había que crear uno. Los cubanos bajo la conducción de Fidel crearon el Movimiento 26 de Julio; Camilo creó el Frente Unido del Pueblo.
La utopía que encarnó Camilo era pluralista y participativa. El programa político — la Plataforma del Frente Unido — fue llevado a todos los rincones del país para ser debatido, enriquecido y refrendado por las comunidades populares. Era por necesidad pluralista, pues, de no ser así, imposible hubiera sido juntar cristianos y comunistas. Y era científica, pues la ciencia permitía conocer la realidad de los diversos sectores de explotados de Colombia.
Marta Harnecker, en su libro Un mundo a construir (2013), identificó como tarea estratégica, crear una instancia política:
«[…] capaz de generar espacios de encuentro para que los diversos malestares sociales puedan reconocerse y crecer en conciencia y en luchas específicas que cada uno tiene que dar en su área determinada: barrio, universidad, escuela, fábrica…
[…] Una instancia política […] que aproveche el escenario altamente favorable para superar la fragmentación y aglutinar en una sola gran columna a la creciente y dispersa oposición social, conformando un bloque social alternativo, de amplísima composición social y de enorme fuerza, la que se irá acrecentando en la medida en que haya capacidad de convocar a la legión de sus potenciales integrantes.»
La utopía de Camilo está a la orden del día. Unir lo que los demás dividen, superar los sectarismos y prejuicios y crear un bloque contrahegemónico y revolucionario desde el reconocimiento de la diversidad de los sujetos; una labor que ninguna fuerza de izquierda se puede dar el lujo de desconocer.
Contener el avance de las oligarquías y el imperialismo en Nuestra América, avanzar hacia la posibilidad de transformaciones revolucionarias, es tarea de los pueblos, de la clase popular nuestroamericana.
Si bien la contienda institucional-electoral puede oxigenar la lucha, solo el quehacer de los pueblos, de las masas organizadas, puede revertir la situación actual. Unir lo que otros dividen — pasando por cristianos y marxistas — resulta imprescindible para retomar la iniciativa revolucionaria.
Con Camilo, la fe, la ciencia y la lucha de masas revolucionaria caminaron de la mano. Ahí están las claves de la posibilidad del avance.
Lo que no hacemos nosotras y nosotros los revolucionarios, lo hará nuestro enemigo de clase.
En palabras de Camilo Torres: La lucha es larga; ¡Comencemos ya!
Texto enviado expresamente por su autor para La Tizza
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