Sustancia de lo que se espera, o la Comuna que viene

Intervención durante la sesión “Qui sono i comunisti?” de la Conferenza di Roma sul comunismo (18 a 22 de enero de 2017).

Paolo Virno

Publicado en Patrias.Actos y Letras, el 15 de mayo de 2021


Se publica aquí, por primera vez en español, el texto de la intervención oral de Paolo Virno durante la sesión “Qui sono i comunisti?” (¿Quiénes son los comunistas?) de la Conferenza di Roma sul comunismo (18 a 22 de enero de 2017), tal como aparece en Comunismo necessario. Manifiesto a più voci per il XXI secolo (edición al cuidado del Collettivo C17), Milán-Udine, Mimesis Edizione, 2020, pp. 79–87. Las notas, y el título, son de Rolando Prats, quien tradujo del original en italiano.


1. Sustancia de lo que se espera

Esta sesión tiene por título “¿Quiénes son los comunistas?”. A primera vista parece una pregunta delicada e incluso embarazosa, cuyo objetivo es centrarse en un tipo humano, una disposición mental, una tensión ética. Me gustaría, al hilo de lo que acaba de decir Toni [Negri], intentar responder sin el más mínimo embarazo, ni siquiera delicadeza, a esta pregunta fatal. A los materialistas pobres de espíritu, a quienes suelen aburrir las disposiciones mentales y los tipos humanos, les interesa más bien una localización objetiva, no menos impersonal que un cruce de carreteras, en el mapa topográfico de nuestro presente. La curiosidad por saber “quiénes son los comunistas” puede satisfacerse sólo describiendo el lugar mental y material en el que, aún sin proponérselo, acaban plantando su carpa.

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Los comunistas, hoy, son los más jóvenes y los recusantes que han metabolizado una ruptura irreversible con la izquierda, con su risible doctrina y su praxis tan benéfica como los gases lacrimógenos. Quien es comunista, como quien desde hace tiempo se ha valido del laboratorio marxiano para entender las formas de vida contemporáneas, nada tiene que ver con la adoración del Estado, la exaltación del trabajo asalariado, la idea de igualdad que la izquierda ha enarbolado como tarjeta de presentación durante todo un siglo. Comunistas, por tanto no izquierdistas: he aquí una inferencia sosegada e incontrovertible. Desde el voto a favor de los créditos de guerra en 1914 hasta la “política de sacrificios” de Berlinguer en los años 70, la izquierda no ha sido una versión tímida y honorable de la instancia comunista, sino su negación radical, no pocas veces proclive a los pogromos. Decirse comunista, hoy, significa deshacerse en una tienda de trastos viejos del álbum familiar que pretende asimilarnos a los progresistas y reformistas siempre dispuestos a denunciar con indignación la ilegalidad del sabotaje obrero.

“Sustancia de lo que se espera” es una de las expresiones más conmovedoras de Dante Alighieri en Paradiso[1]. Hagámosla nuestra sin miramientos: nadie — espero — se ofenderá por ello. Sustancia de lo que esperan los comunistas es, hoy más que nunca, la abolición del trabajo asalariado. Marx decía que no había que liberar el trabajo asalariado, pues en todos los países modernos ya era libre en el sentido jurídico del término, sino suprimirlo como una desgracia intolerable. El trabajo asalariado no sólo ha sido desde el principio una calamidad, sino que en las últimas décadas se ha convertido en un costo social excesivo. Hay algo de superfluo, incluso de parasitario, en ponerse al servicio de un patrón cuando el pensamiento y el lenguaje demuestran que son el recurso público, es decir, el bien común, que más contribuye a satisfacer necesidades y deseos. Para quienes estén familiarizados con los mantras marxianos: hay algo de parasitario en el trabajo asalariado cuando el proceso de reproducción de la vida se confía al general intellect[2], al intelecto general de una multitud.

La esencia de lo que esperan los comunistas es, pues, la destrucción de la soberanía estatal. Siempre que adoptemos al menos por un instante la definición que de esta última ha propuesto un jurista nazi, acariciada sin pudor por los filósofos de izquierda en los últimos treinta años. Según Carl Schmitt, la soberanía del Estado consiste enteramente en el “monopolio de la decisión política”. Pues bien, quienes, lejos de planificar su traslado a otro sujeto social, se proponen socavar y liquidar semejante monopolio son los comunistas. El antimonopolismo de los comunistas rehuye la “toma del poder” y recurre a todo tipo de tácticas: compromisos astutos y guerrilla despiadada, referendo e invención de instituciones autorizadas precisamente por ser ilegales, secesión y participación. La palabra clave de la praxis comunista, a saber, éxodo, indica en primer lugar el conjunto muy variado de decisiones políticas que permiten dejar atrás el Egipto en el que rige el monopolio de la decisión política.

La tercera, dantesca, sustancia de lo que esperan los comunistas es la valorización minuciosa de todo lo que es único e irrepetible en la existencia de cada miembro de nuestra especie. Se podría decir que los comunistas de hoy saborean la posibilidad de un individualismo que finalmente deje de ser una caricatura. De un individualismo, pues, en el que la singularidad de la persona sea el resultado complejo de la relación con lo que es máximamente común, compartido, impersonal. El pronombre “yo” desciende del infame y, sin embargo, dignísimo “se” (se habla, se juega, se ama, etc.). Marx aludió a ese linaje en el sintagma “individuo social”. Es la textura colectiva de la experiencia (“social”) la que finalmente da lugar a una variación incomparable (“individuo”). Los devotos de Walter Benjamin afirmarán que la reproducibilidad técnica de gestos y expresiones abre el camino a una sorprendente singularidad sin aura. En términos más generales: la supresión del trabajo asalariado y la disolución del monopolio de la decisión política rehabilitan ese procedimiento nunca lineal que muchos pensadores de primera línea, algunos de ellos conocidos por Dante, han llamado principium individuatonis, principio de individuación.

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2. Glosa sobre el fascismo postmoderno

​Ni siquiera bajo tortura — quiero decir, ni siquiera con electrodos colocados en sus órganos genitales — los comunistas aceptarán tomarse en serio la palabra “populismo”. Es mucho menos vergonzoso recitar el Ave María apenas toparse uno con un policía del escuadrón político. Las letanías sobre el populismo sirven sólo para eludir una realidad puntiaguda y difícil de dominar. Esta: las formas de vida en las que se arraigan las tres instancias (o sustancias de lo que se espera) que definen el lugar de residencia de los comunistas de hoy son también el teatro de una nueva forma de fascismo. La crisis de la sociedad del trabajo, la corrosión del monopolio estatal de la decisión política, el aumento del gusto por la singularidad, si no se traducen en un conflicto capaz de embridar la relación de producción capitalista, dan y darán lugar a convulsiones canibalescas que, a falta de algo mejor, llamaré sin reparos fascismo postmoderno.

Muchísimas gracias: también yo sé que el fascismo histórico, en asonancia con el New Deal de Roosevelt, exaltó y militarizó el trabajo fabril, asignó un papel estratégico al Estado en la construcción de la economía planificada; denigró las imponderables parábolas biográficas en favor del anonimato nacionalista. Pero entonces se objetará con el ceño fruncido: ¿no es un error garrafal volver a poner en circulación un término tan engorroso como “fascismo” a propósito de una espiral de violencia institucional y extrainstitucional que en nada remite al viejo prototipo? No creo. Me parece oportuno, incluso necesario, hablar de fascismo cuando no se tiene que lidiar con la veleidad reaccionaria incubada en las salas cerradas de ministerios y jefaturas de policía, sino con los comportamientos adoptados bajo el vasto cielo de la multitud postfordista; cuando la inclinación al avasallamiento y al linchamiento no arraiga en el poder constituido, sino en la sede móvil y camaleónica de lo que hemos llamado, orondos, poder constituyente; cuando la predilección por la singularidad, que también se origina en todo lo común y compartido que existe en la experiencia inmediata, se convierte en una metástasis de jerarquías tan minuciosas que se extienden hasta al más fugaz de los encuentros.

Los comunistas, hoy, son quienes perciben la ambivalencia intrínseca de los procesos en marcha. Quienes saben que caminan por una cuerda floja sobre un acantilado en torno al cual no hay pendientes suaves, tranquilizadores claroscuros, insípidas peleas entre “europeístas” y “populistas”. Quienes divisan el auténtico pedestal de un fascismo a la altura de los tiempos en nuestra persistente impotencia para sabotear la acumulación capitalista, para perturbar con alguna brusquedad la formación de la plusvalía absoluta y relativa.

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​3. El tiempo descarrilado

​Me he extendido insensatamente en juiciosos preámbulos. Seré muy breve, pues, sobre lo que más importa. Y lo que más importa es esbozar el problema más saliente con el que debe medirse la actividad práctica de los comunistas contemporáneos. El problema que, si se afronta con paciencia impregnada de imaginación, autoriza a definirse como “comunistas” y como “contemporáneos”. Un problema que, al mismo tiempo, se revela como una ocasión muy propicia y una dificultad casi insuperable. Si se evitara señalar el punto privilegiado de aplicación de la iniciativa comunista, una reunión como ésta se asemejaría fatalmente al pleno de una academia marginal, que resumiría en sí todos los defectos de la academia y de la marginalidad, sin disponer sin embargo del poder institucional de que goza la primera ni del carácter transgresor y experimental que a veces distingue a la segunda.

Pero he aquí el problema radiactivo, a propósito del cual vale la pena coleccionar más de un instructivo fracaso. El tiempo social se ha salido de sus carriles; el capitalismo postfordista, imitando a su modo a los comuneros, parece haberles caído a tiros a los relojes públicos; los relojes de arena que utilizamos para calcular las horas y los días flaquean, paralizados por tanto polvillo. Vivimos en una época en la que ya no existe una línea divisoria fiable entre el tiempo de trabajo y el tiempo de no trabajo. El tiempo de trabajo (de labor [travaglio], como dicen en Nápoles, restituyendo un matiz de pena y de dolor al francés travailler), si a primera vista parece reducido a una porción insignificante de la jornada de una joven o de un caballero de mediana edad, al poco tiempo da la impresión de colonizar incluso las horas dedicadas al cuidado de sí, al aprendizaje, a la comunicación atolondrada y rebelde. Específicamente, el tiempo de no-trabajo, por ejemplo el que gira en torno a la política o se centra en la búsqueda del placer, aparece a ratos como un territorio liberado de la compra y venta de fuerza de trabajo, pero más a menudo como incansable training del “conjunto de facultades intelectuales y físicas inherentes a un cuerpo humano” (por lo tanto de la fuerza de trabajo, según la definición habitual de Marx), es decir, como el perfeccionamiento de las aptitudes y habilidades que sirven de “caja de herramientas” indispensable en el trabajo. Para realizar correctamente las labores prescritas — en la fábrica o en la oficina, en el call center o en la agencia de rider — es necesario adquirir el cinismo y el oportunismo con los que salvamos el pellejo en el laberinto de la metrópoli.

Un amigo muy dulce y estricto, Luciano Ferrari Bravo, me sorprendió una mañana, en nuestra celda de la cárcel de Palmi[4], leyendo el segundo libro de El capital de Marx, pequeña obra maestra por lo general negligida. “Un poco tarde, ¿no?” — observó con una sonrisa irónica. Me acuerdo de Luciano, comunista encarcelado por jueces de izquierdas parecidos en todo a los vándalos de los suburbios, pues en el segundo libro de El capital Marx introduce una distinción importante, de la que podemos servirnos sin demasiados escrúpulos filológicos para dar cuenta del tiempo que se ha salido de los carriles. Marx distingue el tiempo de trabajo estrictamente entendido, encuadrado por minuciosos reglamentos y contratos imperiosos, del tiempo de producción, mucho más amplio, caracterizado en cambio por una alucinante ductilidad y omnipresencia. Y sostiene que el tiempo de producción, magmático, es un apéndice del tiempo de trabajo, claro y calculable, al igual que en matemáticas un argumento extrae su significado de la función en la que se inserta. Pues bien, hoy, se ha invertido la relación entre los dos ámbitos temporales. En el capitalismo actual, libre incluso del recuerdo del fordismo y el taylorismo, no es el tiempo de producción el que depende del tiempo de trabajo, como la consecuencia depende la premisa o la luz del bombillo. Por el contrario, el tiempo de trabajo se ha convertido en una manifestación fenoménica y ocasional (por tanto, también intermitente, precaria, part-time) de ese tiempo de producción en el que prevalece el general intellect, la red de conocimientos y de performance lingüísticos que constituye su trama. La “profesionalidad” que se exige obsesivamente en el tiempo de producción no se corresponde con ninguna profesión determinada, sino que coincide con el hábito de no tener costumbres duraderas y con la capacidad de reaccionar con prontitud a lo inesperado. La plusvalía es generada por el tiempo de producción, no sólo ni sobre todo por esa parte del tiempo de producción que es el tiempo de trabajo. Por lo tanto, no están divagando quienes consideran que el desempleo y el trabajo al servicio de un patrón son dos máscaras que lleva un mismo personaje: tiempo de producción no pagado, el primero; tiempo de producción mal pagado, el segundo.

​La economía política cuenta un cuento inmoral, según Marx, cuando representa la relación de producción capitalista, que es un “resultado histórico” con una fisonomía inconfundible, como “el punto de partida de la historia”, o incluso, pero es lo mismo, como un sistema social que se conforma a la naturaleza humana inmutable. Para Marx, sin embargo, ese cuento de hadas no sólo se debe al fervor apologético de los economistas: también se nutre del hecho de que el “resultado histórico” del que habla tiene la singular vocación de movilizar realmente en su propio beneficio “el punto de partida, o más bien los presupuestos fundamentales, de toda la historia”. El capitalismo es el episodio de la praxis humana que, mediante una extraordinaria operación reflexiva, adopta como materia prima el conjunto de requisitos que hacen humana la praxis. Esos requisitos (pensamiento verbal, empatía garantizada por las neuronas-espejo, ausencia de instintos especializados, etc.) que se destacan en primer plano en la actividad productiva de la intelectualidad de masas.

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​4. Un nuevo calendario

​Podemos vislumbrar, ahora, a simple vista, el problema con el que la actividad práctica de los comunistas contemporáneos debe entablar un tenaz combate cuerpo a cuerpo. Se trata de organizar, como tal, un tiempo de producción que incluya en sí mismo, como su componente siempre subordinado y a menudo marginal, el tiempo de trabajo propiamente dicho, el tiempo atestado de jefes y chantajes y acosos. Otra forma de decir lo mismo: los comunistas contemporáneos tienen la tarea de establecer un nuevo calendario; uno que finalmente resulte adecuado al tiempo social que se ha salido de sus carriles. Y ese nuevo calendario puede surgir sólo de conflictos que reflejen, tanto en sus objetivos como en las formas de lucha que se van ideando, la mezcla inextricable de trabajo y no trabajo. De conflictos que, a pesar de tener como objetivo precisa y únicamente un aumento salarial para los trabajadores precarios de Amazon, están sin embargo, por necesidad interna, esbozando instituciones de democracia no estatal capaces de emitir decretos de cierta eficacia en cuanto al funcionamiento de la esfera pública.

Y he ahí la ocasión propicia que, sin embargo, aquí y ahora, todavía reviste la apariencia de una dificultad insuperable. Una importante y, sobre todo, exitosa disputa sobre las condiciones materiales del trabajo asalariado no puede sino poner en tela de juicio las relaciones sociales fuera del trabajo, los procesos de formación de la fuerza de trabajo, los modos de vida imperantes, el uso de ese bien común que es el lenguaje. En otras palabras: la lucha de clases capaz de influir en el tiempo de producción global, cuanto más concreta sea, cuanto más obstinada sea su táctica, cuanto más decidida esté a obtener resultados tangibles, más se verá obligada a inaugurar nuevas instituciones, instituciones en curso de colisión con el monopolio de la decisión política. Para citar por una vez a un autor que no sea Marx: “el que se humilla, será enaltecido”[3]. Una reivindicación sumamente modesta está condenada a emprender, a su pesar, un trayecto de ambición desenfrenada. El primer conflicto digno de mención del trabajo precario acabará pareciéndose a la proclamación de la Comuna de París. Inventar algo análogo a las formas de autogobierno experimentadas por la Comuna para reducir las horas extras: es mucho lo que está en juego, pero igual de grande puede ser el impasse, el sentimiento de impotencia, la impresión de participar en una danza votiva. La lucha por la reducción de las horas extras implica la Comuna. Pero sin la Comuna, no hay lucha por la reducción de las horas extras: una dificultad a primera vista insuperable. ¿Quiénes son los comunistas? Aquellos que, suficientemente bizcos, perciben la oportunidad y la dificultad al mismo tiempo; o mejor dicho, los que pueden entrever la primera dentro de la segunda.

5. Naturaleza humana y capitalismo

​Hace veinte años, hablábamos insistentemente de trabajo cognitivo y de intelectualidad de masas. Era nuestro canto predilecto, una jaculatoria que parecía la más apropiada para el paisaje material y cultural que había surgido tras la derrota de la revolución comunista a finales de los años 70. Con esos términos algo chapuceros intentamos nombrar dos fenómenos unidos como hermanos siameses. Trabajo cognitivo, o intelectualidad de masas, es ante todo la actividad humana que, sin limitarse a las horas pasadas en la fábrica o en la oficina, presidía todo el tiempo de la producción social. Intelectualidad de masas, o trabajo cognitivo, es también, en segundo lugar, el general intellect, el intelecto general evocado por Marx, cuando ya no es uno con el capital fijo, es decir, con el sistema automático de las máquinas, sino que se encarna en la cooperación linguística de hombres y mujeres. ¿Qué podemos decir hoy de esas expresiones antaño tan queridas?

Creo que todavía sirven, y quizás más que entonces, para indicar dónde residen los comunistas, su who is who. Siempre y cuando evitemos algunos equívocos perniciosos. La intelectualidad de masas no está formada por los niños lindos que trabajan en las editoriales, en el submundo universitario, en los medios de comunicación (en suma, por tipos como yo). Meritan esa apelación, en cambio, los trabajadores precarios de toda índole, los trabajadores de Fiat en Melfi, los inmigrantes que recogen tomates. El trabajo cognitivo no es un trabajo erudito, que sepa mucho de informática o de teatro de vanguardia. Por intelectualidad de masas y trabajo cognitivo debemos entender el papel central que, en el momento de la producción, desempeñan las facultades y prerrogativas en las que identificamos la naturaleza humana: pensamiento verbal, empatía garantizada por las neuronas espejo, ausencia de instintos especializados, persistencia de rasgos infantiles incluso en la edad adulta, etc. El general intellect, como trabajo vivo (o, para ser precisos, la intelectualidad de masas), significa sólo intelecto en general. No un bagaje de conocimientos bien incrustados, sino la inclinación común a abstraer, correlacionar, deducir, negar, prometer, perdonar, acuñar metonimias, secretar ironías, etc. La preeminencia del tiempo de producción sobre el tiempo de trabajo, así como la asociación entre general intellect y actividad discursiva de los miembros de nuestra especie, nos llevan a preguntarnos qué relación tiene el capitalismo con la constitución biológica del Homo sapiens, es decir, con esa naturaleza humana que, al no estar sometida a los avatares de la historia, ha persistido sin alteraciones notables desde el Cromañón.

Para Marx, el capitalismo es la primera forma integralmente histórica de organización social. Pero no sólo y no tanto porque lleve a la ruina toda tradición establecida, fomentando la revolución incesante de los procesos productivos y los estilos de vida. Sino por un motivo más radical: porque historiza la metahistoria biológica, es decir, porque pone en entredicho (de forma históricamente determinada) lo que está fuera de la historia. Intentemos entendernos. La economía política cuenta un cuento inmoral, según Marx, cuando representa la relación de producción capitalista, que es un “resultado histórico” con una fisonomía inconfundible, como “el punto de partida de la historia”, o incluso, pero es lo mismo, como un sistema social que se conforma a la naturaleza humana inmutable. Para Marx, sin embargo, ese cuento de hadas no sólo se debe al fervor apologético de los economistas: también se nutre del hecho de que el “resultado histórico” del que habla tiene la singular vocación de movilizar realmente en su propio beneficio “el punto de partida, o más bien los presupuestos fundamentales, de toda la historia”. El capitalismo es el episodio de la praxis humana que, mediante una extraordinaria operación reflexiva, adopta como materia prima el conjunto de requisitos que hacen humana la praxis. Esos requisitos (pensamiento verbal, empatía garantizada por las neuronas-espejo, ausencia de instintos especializados, etc.) que se destacan en primer plano en la actividad productiva de la intelectualidad de masas.

Los comunistas, hoy, son quienes examinan con mirada fría la compleja intersección entre naturaleza e historia, biología y plusvalía, lo permanente y lo transitorio, de la que se beneficia la relación de producción dominante. Como el capitalismo se apropia de algunas prerrogativas antropológicas decisivas, los comunistas saben que el acento puede recaer tanto en las formas circunstanciales (provisionales, transformables) en que se produce la apropiación, como en el carácter duradero, que es pertinente para cualquier época o sociedad, de las prerrogativas en cuestión. Los comunistas contemporáneos evitan cuidadosamente privilegiar uno de los dos énfasis en detrimento del otro. Al conceder a lo invariable todo lo que le pertenece, refuerzan o incluso amplían los buenos derechos de lo mutable. El materialismo histórico, en definitiva, no hace más que preguntarse qué forma social y política, radicalmente distinta de la elaborada por el capitalismo, puede adoptar ahora mismo la naturaleza humana que, de por sí, ha existido siempre. Aprovechémonos por un momento de la jerga teológica, y se podrá decir: el materialismo histórico se pregunta con qué rostro y qué ropajes, del todo incomparables con el rostro y los ropajes conocidos hasta ahora, está a punto de manifestarse, o de revelarse, lo eterno del tiempo. Huelga añadir, creo, que la inédita manifestación, o revelación, de lo eterno en el tiempo se confía enteramente a la lucha de los trabajadores precarios por las horas de trabajo y a la Comuna que esa lucha trae consigo con la misma inexorabilidad con la que trae su pico el gorrión.


Notas

[1] La frase original, que habla de la fe como de la certeza de lo que se espera, aparece en Hebreos 11:1.

[2] Lo que aparezca en inglés es porque así lo hace en el original en italiano.

[3] Lucas, 14:11.

[4] En 1982, luego tres años de encarcelamiento, Paolo Virno fue sentenciado a 12 años de prisión por “actividades subversivas y creación de un grupo armado”, cargos que Virno apeló en tribunal de segunda instancia y de los que fue absuelto en 1987.


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