Por Prosper-Olivier Lissagaray
Capítulo XXXIV de Historia de la Comuna de 1971 de Prosper-Olivier Lissagaray (1876), traducción de Wenceslao Roces, Editorial TXALAPARTA, 2003.
La furia versallesca. — Los mataderos. — Los tribunales prebostales. — Muerte de Varlin. — La peste. — Los enterramientos.
«Somos gente honrada; se hará justicia con arreglo a las leyes ordinarias. Sólo recurriremos a la ley.» Thiers a la Asamblea Nacional, el 22 mayo del 71.
«Puedo afirmar que el número de ejecuciones ha sido muy restringido.» Mac-Mahon. Encuesta sobre el 18 de marzo.
El orden reinaba en París. Por todas partes ruinas, muertos, siniestros crujidos. Los oficiales andaban por medio de la calle, provocadores, haciendo sonar el sable; los suboficiales copiaban su arrogancia. Los soldados vivaqueaban en todas las grandes calles; algunos, embrutecidos por la fatiga y la matanza, dormían en mitad de la acera; otros preparaban la comida cantando canciones de su tierra.
La bandera tricolor pendía desmayadamente de todas las ventanas, para alejar los registros. Los fusiles, las cartucheras, los uniformes, se amontonaban en el arroyo, en los barrios populares, arrojados por las ventanas o traídos durante la noche por los aterrorizados vecinos. En las puertas, las mujeres de los obreros, sentadas, con la cabeza entre las manos, miraban fijamente ante sí, esperando a un hijo o a un marido que jamás habrían de volver.
Los emigrados de Versalles, los inmundos seres que arrastran en pos de sí las victorias cesáreas, ensordecían los bulevares. Este populacho se abalanzaba desde el miércoles sobre los convoyes de prisioneros, aclamaba a los gendarmes a caballo — se vio a algunas damas besar sus botas — , aplaudía al paso de los carruajes ensangrentados, acaparaba a los oficiales que contaban sus proezas, en la terraza de los cafés, materialmente acosados por las prostitutas. Los paisanos competían en desenvoltura con los militares. Uno que no había pasado de la calle Montmartre, describía la zona de Cháteaud’Eau, se vanagloriaba de haber fusilado su buena docenita de federados. Algunas mujeres elegantes iban a mirar los cadáveres y, para gozar de los valerosos muertos, levantaban sus últimas ropas con la punta de sus sombrillas.
«Habitantes de París — dijo Mac-Mahon el día 28 — ¡París ha sido libertado! Hoy ha terminado la lucha; el orden, el trabajo y la seguridad van a renacer».
¡Ay de los vencidos!
«PARÍS libertado» fue dividido en cuatro mandos — Vinoy, Ladmirault, Cissey, Douai — y sometido de nuevo al régimen de estado de sitio levantado por la Comuna. No hubo en París más que un gobierno: el ejército que asesinaba a París. Los transeúntes se vieron obligados a demoler las barricadas, y todo signo de impaciencia fue castigado con la detención, como toda imprecación con la muerte. Se anunció que cualquier detentador de un arma sería llevado inmediatamente a presencia de un consejo de guerra; que toda casa desde la que se disparase sería entregada a ejecución sumarísima. Los establecimientos públicos tuvieron que cerrar a las once; sólo los oficiales vestidos de uniforme tuvieron la calle por suya. Por las noches recorrían la ciudad patrullas de jinetes. La entrada en París se hizo difícil; la salida, imposible. Los hortelanos no podían entrar y salir cuando querían; estuvieron a punto de faltar los víveres.
Acabada la lucha, el ejército se transformó en un inmenso pelotón de ejecución. En junio del 48, Cavaignac prometió el perdón y asesinó; Thiers había jurado por las leyes, y dejó carta blanca al ejército. Era partidario del «máximo rigor», para poder así lanzar su célebre frase: «El socialismo ha acabado por mucho tiempo». Más tarde contó que no había habido manera de contener al soldado; excusa inadmisible, ya que los mayores asesinatos no tuvieron lugar hasta después de la batalla.
El domingo 28, terminada la lucha, varios millares de personas reunidas en los alrededores del Pére-Lachaise fueron conducidas a la cárcel de La Roquette. Un jefe de batallón que estaba a la puerta miraba de arriba abajo a los prisioneros y, según le daba la vena, decía: «¡A la derecha!», o «¡A la izquierda!» Los de la izquierda eran para ser fusilados. Después de vaciarles los bolsillos, se les alineaba ante un muro y se les mataba. Frente al muro, dos sacerdotes canturreaban la recomendación del alma.
Del domingo al lunes por la mañana, sólo en La Roquette se mató a mil novecientas personas. La sangre corría por los arroyos de la cárcel. La misma carnicería hubo en Mazas, en la Escuela Militar, en el parque Monceau.
Los tribunales prebostales
MÁS siniestros aún, si cabe, eran los tribunales prebostales, en los que se hacía un simulacro de juicio. No habían surgido al azar, obedeciendo a los furores de la lucha. Mucho antes de la entrada en París, Versalles había señalado su número, sitio, límites y jurisdicción. Uno de los más célebres de estos tribunales tenía su sede en el Chátelet y estaba presidido por el coronel de la guardia nacional, Louis Vabre, el del 31 de octubre y del 18 de marzo, un vigoroso animal de talla gigantesca. La historia posee varias actas de las matanzas de L’Abbaye, en que los prisioneros, conocidísimos, pudieron defenderse. Los parisienses de 1871 no alcanzaron la justicia de Maillard: apenas hay huellas de cuatro o cinco diálogos. Los millares de cautivos conducidos al Chátelet eran encerrados primeramente en la sala, bajo el fusil de los soldados; después, empujados de pasillo en pasillo, desembocaban como corderos en la Cámara, donde Vabre se pavoneaba, rodeado de oficiales del ejército y de la guardia nacional del orden, con el sable entre las piernas, algunos con el cigarro en la boca. El interrogatorio duraba un cuarto de minuto.
«¿Ha tomado usted las armas? ¿Ha servido a la Comuna? ¡Enséñeme las manos!» Si su actitud era resuelta o su facha antipática, sin preguntar el nombre, la profesión, sin tomar nota en ningún registro, el reo era clasificado.
«¿Y usted?», decían al vecino, y así sucesivamente, hasta llegar al último de la fila. Aquellos a quienes un capricho salvaba, eran llamados ordinarios y reservados para Versalles. No se ponía en libertad a nadie.
Los clasificados eran entregados inmediatamente a los ejecutores, que los llevaban al cuartel Lobau. Allí, a puerta cerrada, los gendarmes disparaban sin agrupar a sus víctimas. Algunos, malheridos, corrían a lo largo de las paredes. Los gendarmes los cazaban, les tiroteaban hasta que se les acababa la vida. Edouard Morcau pereció en una de estas hornadas. Sorprendido en la calle Rivoli, fue llevado al Chátelet. Su mujer le acompañó hasta la puerta del cuartel Lobau, y oyó los disparos que mataban a su marido.
En el Luxembourg, las víctimas del tribunal prebostal eran arrojadas, primero, a un sótano que tenía la forma de un verdadero laberinto, que recibía únicamente el aire por una angosta abertura. Los oficiales estaban en una sala del entresuelo, rodeados de brassardiers, agentes de policía y burgueses privilegiados que iban en busca de emociones fuertes. Como en el Chátelet, el mismo interrogatorio inútil, y ninguna defensa. Después del desfile, los prisioneros volvían a un sótano o eran conducidos al jardín; allí, al pie de la terraza de la derecha, eran fusilados. El muro chorreaba masa encefálica, y los soldados chapoteaban en la sangre.
Los asesinatos prebostales se llevaban a cabo de idéntica manera en la Escuda Politécnica, en el cuartel Dupleix, en las estaciones del Norte, del Este, en el Jardín des Plantes, en varios cuarteles que coincidían en los procedimientos de matadero sin frases. Las víctimas morían sencillamente, sin fanfarronadas. Muchas se cruzaban de brazos, otras mandaban el fuego. Algunas mujeres y niños seguían a su marido, a su padre, gritando: «¡Fusiladnos con ellos!» Se vio a algunas mujeres, ajenas a la lucha, pero a quienes estas carnicerías enloquecían, disparar contra los oficiales y luego arrojarse contra un muro, esperando la muerte.
Para los oficiales, en su mayor parte bonapartistas, los republicanos eran víctimas selectas. El general De Lacretelle dio orden de fusilar a Cernuschi, que había contribuido con doscientos mil francos a la campaña contra el plebiscito. El doctor Tony Moilin, orador de las reuniones públicas, fue condenado a muerte, no, según se le dijo, porque hubiese cometido ningún acto que lo mereciera, sino por ser republicano, «una de esas personas de quienes hay que desembarazarse». Los republicanos de la izquierda, cuyo odio a la Comuna estaba harto probado, no se atrevieron a poner el pie en París, por miedo a ser comprendidos en la matanza.
No todo el mundo tenía la suerte de tropezar con un tribunal prebostal o con los azares de un matadero. Muchos fueron muertos en el patio de su misma casa, delante de su puerta, acto continuo de su detención, como el doctor Napias-Piquet, fusilado en la calle Rivoli y cuyo cadáver estuvo abandonado todo el día, no sin que los soldados le quitasen las botas. Otro tanto le ocurrió a un presidente del club de Saínt-Sulpice, que fue sacado a la calle en camisón. El ejército, que no disponía de policía ni de informes precisos, mataba a diestra y siniestra, guiado únicamente por los furores de los «brassardiers», e incluso por las delaciones de funcionados que tenían faltas de sobra que ocultar. Cualquiera que señalase a un transeúnte con un nombre revolucionario, podía hacerlo fusilar. En Grenelle fusilaron a un falso Billioray, a pesar de sus desesperadas protestas; en la plaza Vendóme lo fue un Brunel no más auténtico, en las habitaciones de Madame Fould. «Le Gaulois» publicó el relato de un cirujano militar que conocía a Vallés y había asistido a su ejecución. Testigos oculares afirmaron haber visto fusilar a Lefrançais, el jueves, en la calle de la Banque. El verdadero Billioray fue juzgado en el mes de agosto; Vallés, Brunel y Lefrançais lograron llegar al extranjero. De este modo fueron fusilados varios funcionarios de la Comuna, y frecuentemente varias veces en la persona de individuos más o menos parecidos a ellos.
Muerte de Varlin
VARLIN tampoco debía escapar. El domingo, 28, en la plaza Cadet, fue reconocido por un cura, que corrió en busca de unos oficiales. El teniente Sicre agarró a Varlin, le ató las manos a la espalda y se lo llevó hacia el cerro donde se hallaba el general De Laveaucoupet. Varlin, que había expuesto su vida por salvar a los rehenes de la calle Haxo, fue arrastrado durante más de una hora por las empinadas calles de Montmartre. Bajo la granizada de golpes, su joven cabeza meditabunda, que nunca había alojado más que pensamientos de fraternidad, se convirtió en un informe montón de carne, con un ojo colgándole de la órbita. Cuando llegó a la calle Rosiers, al estado mayor, ya no andaba, sino que lo llevaban. Lo sentaron para fusilarlo. Los soldados destrozaron su cadáver a culatazos. Sicre le robó el reloj, con el que se pavoneaba.
El Mont des Martyrs no cuenta con mártir más glorioso. ¡Que sea también él enterrado en el gran corazón de la clase obrera!
Toda la vida de Varlin es un ejemplo. Se había formado por sí solo, con el encarnizamiento de su voluntad, consagrando al estudio, por las noches, las escasas horas que deja libres el taller, aprendiendo, no para llegar a cosechar honores como los Corboris o los Tolain, sino para instruir y libertar al pueblo. Fue el nervio de las asociaciones obreras de las postrimerías del Imperio. Infatigable, modesto, parco en palabras, hablando siempre en el momento oportuno y aclarando entonces con una sola frase lo confuso de la discusión, conservó siempre el sentido revolucionario que se enmohece frecuentemente en los obreros instruidos. Uno de los primeros, el día 18 de marzo, constante en la labor durante toda la Comuna, estuvo en las barricadas hasta el último momento. Este muerto pertenece por completo a los obreros.
Los periodistas versalleses escupieron sobre su cadáver, dijeron que se habían encontrado sobre él centenares de miles de francos, por más que el informe oficial dijese: «Un portamonedas que contenía 284,15 francos». Los periodistas habían vuelto a París a la zaga del ejército, seguían a éste como chacales, y hundían su hocico en los cadáveres. Olvidando que en las guerras civiles sólo los muertos sin los que vuelven, todos estos Sarceys no tenían más que un artículo: ¡Mata! Publicaban los nombres, los escondites de aquellos a quienes había que fusilar, mostrábanse inagotables en invenciones para atizar el furor del burgués. Después de cada fusilamiento, gritaban, ¡todavía!: «Hay más. Hay que cazar a los comunalistas». (Bien public). «Esos hombres que han matado por matar y por robar, están ahora presos, y ¿habremos de responderles: ¡clemencia!?…» «Esas horribles mujeres que acribillaban a puñaladas el pecho de los oficiales agonizantes están ahora presas ¿y ha de respondérseles: ¡clemencia!?…» (Patrie). «¿Qué es un republicano? Una bestia feroz… ¡Vamos, hombres honrados, un empujón para acabar con toda la gusanera democrática e internacional!» (Figaro.) «El reino de los malvados ha terminado. Jamás se sabrá con qué refinamientos de crueldad y de salvajismo han cerrado esta orgía de crimen y de barbarie. Dos meses de robo, de pillaje, de asesinatos y de incendio». (Opinión Nationale). «Ni uno solo de esos malhechores, en cuyas manos se ha encontrado París durante dos meses, será considerado como político; se les tratará como a bandidos que son, como a los más espantosos monstruos que se hayan visto nunca en la historia de la humanidad». (Moniteur Universel). Un periódico médico inglés pidió, el 27 de mayo, la vivisección de los prisioneros.
Para acabar de excitar a los soldados — ¡como si hiciera falta! — , la prensa tejió coronas para ellos. «¡Qué admirable actitud la de nuestros oficiales y soldados!», decía Le Figaro. «Sólo al soldado francés le es dado rehacerse tan bien y tan pronto». «¡Qué horror!», exclamaba el Journal des Débats. «Nuestro ejército ha vengado sus desastres con una victoria inestimable».
Así se vengaba el ejército de sus desastres; se vengaba cebándose en París. París era un enemigo, lo mismo que Prusia, y tanto menos digno de que se le guardasen miramientos, cuanto que el ejército tenía que reconquistar su prestigio. Para completar la semejanza, hubo un desfile triunfal después de la victoria. Los romanos no concedían nunca semejante honra después de las luchas civiles. Thiers organizó un magno desfile con todas las tropas, a la vista de los prusianos, a los que lanzaba los cadáveres de los parisienses como un desquite.
La soldadesca frenética
¿QUÉ de extraño tiene que, con semejantes jefes, el furor del soldado llegase a extremos tales de embriaguez, que ni siquiera la muerte le saciara? El domingo, 28, ante la fachada de la alcaldía del distrito XI, a cuyas paredes estaban adosados varios cadáveres, vimos a un fusilero de marina que cortaba con su bayoneta los intestinos que se deslizaban del vientre de una mujer; los soldados se divertían poniendo carteles en el pecho de los federados: «asesino», «ladrón», «borracho», y hundían en su boca los golletes de las botellas.
¿Cómo explicar estos refinamientos de salvajismo? El informe oficial de Mac-Mahon registra tan sólo 877 muertos versalleses desde el 3 de abril hasta el 28 de mayo. La furia versallesca no tenía, pues, la excusa de las represalias. Cuando un puñado de exasperados, para vengar a millares de hermanos suyos, fusila sesenta y tres rehenes de cerca de trescientos que tiene todavía entre sus manos, la reacción se cubre la faz con un velo y protesta en nombre de la justicia. ¿Qué dirá, entonces, esa justicia de aquellos que metódicamente, sin ansiedad respecto al resultado de la lucha, y, sobre todo, acabada ésta, fusilan a veinte mil personas que en sus tres cuartas partes, por lo menos, no habían combatido? Algunos resplandores de humanidad pasaron por el ánimo de los soldados, a algunos de los cuales se vio volver de las ejecuciones con la cabeza gacha. Los oficiales bonapartistas, en cambio, no desmayaron en su ferocidad. Aun después del domingo remataban con sus propias manos a los prisioneros; le llamaban al valor de las víctimas «insolencia, resolución de poner fin a su vida antes que vivir trabajando». El «hombre de peso» es la criatura más insaciablemente cruel.
Espectáculos atroces
«EL suelo está sembrado de sus cadáveres — telegrafió Thiers a sus prefectos — : este espantoso espectáculo servirá de lección». Era preciso, a pesar de todo, poner término a esta lección de cosas. No es que llegara la piedad, sino la peste. Los tábanos salían a millares de los cadáveres descompuestos. Las calles se cubrían de pájaros muertos. L’Avenir Liberal, elogiando las proclamas de Mac-Mahon, le había aplicado palabras de Flóchier: «Se oculta, pero su gloria le descubre». La gloria del Turena de 1871 se descubría hasta en el Sena, jaspeado por un largo reguero de sangre que pasaba bajo el segundo arco del puente de las Tullerías. Los muertos de la semana sangrienta se vengaban, apestando las plazas, los solares, las casas en construcción, que habían servido de alivio a los mataderos y a los tribunales prebostales. «¿Quién no recuerda — decía Les Temps — , si lo vio aunque fuese sólo unos minutos, no digamos la plaza, sino el osario de la torre de Saint-Jacques? De en medio de estas tierras húmedas, recién removidas por la pala, salían, acá y allá, cabezas, brazos, pies y manos. Veíanse a flor de tierra contornos de cadáveres; el espectáculo era abominable. Un olor glacial, repugnante, salía de aquel jardín. A ratos, en algunos sitios, se hacía fétido». En el parque Monceau, ante los Inválidos, fermentados por la lluvia y el sol, los cadáveres rasgaban su parvo sudario de tierra. Un gran número de ellos quedaban todavía al aire, salpicados únicamente de cloro; en Saint-Antoine se veían montones «como de basura», decía un periódico del orden; en la Escuela Politécnica cubrían una extensión de cien metros de largo por tres de alto; en Passy, que no fue uno de los grandes centros de ejecución, había 1.100 cerca del Trocadero. Trescientos que fueron lanzados a los lagos del cerro Chaumont subieron a la superficie y paseaban, hinchados, sus efluvios mortales. La gloria de Mac-Mahon se descubría demasiado. Los periódicos se asustaron. «Es preciso — dijo uno de ellos — que esos miserables que tanto mal nos hicieron vivos no puedan hacernos todavía más después de su muerte». Los mismos que habían atizado las matanzas gritaron: ¡Basta!
«¡No matemos más! — dijo el París-Journal del 2 de junio — . ¡Ni a los asesinos, ni a los incendiarios! ¡No matemos más! No es su indulto lo que pedimos, sino una prórroga».
«¡Basta de ejecuciones, basta de sangre, basta de víctimas! — dicen Le National y L’Opinion Nationale — . Hace falta proceder a un examen serio de los inculpados. No quisiéramos ver morir más que a los verdaderos culpables».
Las ejecuciones se espaciaron, y empezó la limpieza. Carruajes de todo género, carros descubiertos, carretas, ómnibus, recogieron los cadáveres en todos los barrios. Desde la época de las grandes pestes no se habían visto tales carretadas de carne humana. Por las contorsiones de la violenta agonía era fácil reconocer que muchos de aquellos hombres, enterrados en vida, habían luchado contra la tierra. Había cadáveres tan putrefactos, que fue preciso conducirlos a gran velocidad en carros cerrados, depositándolos en fosas llenas de cal.
Los cementerios de París absorbieron todo lo que podían contener. Las víctimas innumerables, unas junto a otras, descalzas, llenaron inmensas zanjas en el Pére-Lachaise, en Montmartre, en Montparnasse, adonde el recuerdo del pueblo va a buscarlas todos los años. Otras fueron llevadas a Charonne, a Bagnolet, a Bicétre, a Berey, donde se utilizaron las trincheras abiertas durante el sitio, e incluso algunos pozos. «Allí nada hay que temer de las emanaciones cadavéricas — decía La Liberté de Girardin — ; el surco del labrador se abrevará de una sangre impura que lo fecundará. El delegado de Guerra muerto podrá pasar revista a sus fieles a media noche; la consigna será: Incendio y Asesinato».
Mujeres en pie a la orilla de las trincheras y de los fosos, buscaban a alguien entre aquellos despojos. La policía esperaba que su dolor las traicionase para detener a tales «hembras de insurrectos». Durante mucho tiempo se oyeron en aquellos fosos los aullidos de los perros fieles, de los animales tan superiores, esta vez, a los hombres.
Como la inhumación de este ejército de muertos excedía a todas las fuerzas, se trató de disolverlos. Las casamatas habían quedado llenas de cadáveres; se extendieron sobre ellos sustancias inflamables y se improvisaron hornos crematorios, que formaron una inmensa papilla. En el cerro Chaumont se hizo una hoguera colosal inundada de petróleo, y, por espacio de varios días, un humo denso, nauseabundo, empenachó los jardines.
La cuenta de los muertos
LAS matanzas en masa duraron hasta los primeros días de junio, y las ejecuciones sumarias hasta mediados del mismo mes. Durante mucho tiempo, misteriosos dramas visitaron el Beis de Boulogne. Jamás se sabrá el número exacto de las víctimas de la semana sangrienta. El jefe de la justicia militar confesó que había habido diecisiete mil fusilados. El Consejo Municipal de París pagó la inhumación de diecisiete mil cadáveres; pero un gran número de personas fueron muertas o incineradas fuera de París. No es exagerado decir que llegaron a veinte mil, cifra admitida por los funcionarios oficiales.
No pocos campos de batalla han contado un número mayor de muertos. Pero ésos, por lo menos, cayeron en el furor de la lucha. El siglo XIX no vio nunca semejante degollina después del combate. Nada hay que se le parezca en la historia de nuestras guerras civiles. La noche de San Bartolomé, junio del 42, el 2 de diciembre, serían iguales, a lo sumo, a un episodio de matanzas de mayo. Sólo las hecatombes asiáticas pueden dar una idea de esta carnicería de proletarios.
Tal fue la represión «por las leyes, con las leyes». Todas las potencias sociales aplaudieron a Thiers, tratando de sublevar al mundo contra este pueblo que, después de dos meses de reinado soberano y del asesinato de millares de los suyos, había sacrificado a sesenta y tres rehenes. El 28 de mayo, los curas, grandes consagradores de asesinatos, celebraron un oficio solemne ante la Asamblea en pleno. Cinco días antes, los obispos, capitaneados por el cardenal De Bonnechose, habían pedido a Thiers que restableciese al papa en sus Estados. El Gesu avanzaba, dueño de la victoria, y sobre el orgulloso escudo de París, borrando la nave de la esperanza, ponía el Sagrado Corazón sangriento.
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