Por Felix Valdés García
Texto leído el 24 de octubre de 2019 en la sesión «Chile, revolución y memoria. Presentación de la obra de Carmen Castillo», como parte de la III Escuela Internacional de Posgrado de CLACSO realizada en la Casa de las Américas, La Habana, bajo el tema general «Revolución y memoria». Tomado del libro Los crepúsculos nunca vencerán a las auroras. Carmen Castillo: Cine, Memoria y Revolución, coordinado por Felix Valdés García, Carla Valdés León y Marco Álvarez Vergara. pp. 17–26.
Un día Carmen perdió de golpe la felicidad. Fue aquella tarde de octubre de 1974 cuando las fuerzas de la DINA[1] vinieron para matar, para cegar todas las energías, los planes y proyectos de ella y de Miguel, de aquel «nosotros» colectivo que fuera entonces su «yo». Tras el golpe militar de Pinochet del 11 de septiembre de 1973, el MIR[2] decidió enfrentarlo desde dentro, no salir al exilio y, ellos, la cabeza de aquella red, vivían con dilatada intensidad cada minuto de la resistencia clandestina.
Los días se les hacían espesos, medían cada paso, todo encuentro, cada bocanada de humo al fumar, procuraban encubrir cada rastro. La tranquilidad de la noche era el bien más preciado en aquellas largas jornadas. El Bauchi ya había desaparecido y «Ximena» (Carmen) estaba embarazada para devolver un poco de alegría a la joven pareja. Miguel era la persona más buscada en todo el país. Unos días antes de aquel fatídico sábado 5 de octubre, habían puesto a salvo a las niñas. Tal vez irían a una isla de palmeras y largas playas, o se verían luego-luego, más allá del fin del escarnio que pretendían afianzar las fuerzas de Pinochet.
Pero aquel día todo se quebrantó. La furia demoledora del plomo y la pólvora, la violencia sin límites, creyeron poner fin a algo que en apariencias «liquidaban», pero que, sin embargo, vive hasta el presente.
Miguel fue asesinado enfrentando a solas a las desaforadas fuerzas de un contingente. Sobrevolaron helicópteros cargados de metralla sobre la casa azul celeste de la calle Santa Fe, entre Chiloé y San Francisco. En minutos la Comuna de San Miguel fue ruido de espanto, chirrear de gomas, balas, disparos ensordecedores, humo y muerte.
Al fin la DINA daba con el lugar desde donde se urdían los planes del MIR. Carmen quedó herida y en estado de inconciencia, tirada en el suelo. Unos vecinos la hicieron subir a una ambulancia, Manuel comprendió que era su deber. La llevaron al hospital Barros Luco. Unos días después y por la presión internacional, con sus ojos tapados la llevaron al aeropuerto, como para no volver a ver, para no mirar más a ese Santiago que empezaría a ser completamente otro. Como dijera en 2004 el subcomandante Marcos, «allí donde antes había una bandera, hoy hay un centro comercial, donde había una historia, hoy hay un puesto de comida rápida… Y donde había memoria, hoy hay olvido».
Un día de octubre, en Santiago, Miguel luchó para vivir. Su Catita sobrevivió, pasando de la plenitud de la vida a la oscuridad de las catacumbas, hasta salir de nuevo para encontrar luciérnagas que iluminan la noche, en bailes que hacen resplandecer el cielo estrellado, como lo hacía de niña frente a las playas anochecidas del mar Pacífico.
Empezaba para Carmen otra vida, larga, dura, de batallas ilimitadas. La melancolía, la tristeza, la perturbación, fue proporcional a la felicidad que vio destruirse. Los días de intrépidos actos, colmados de planes de juventud, quedaron atrás. No obstante, Carmen no aceptó el paso del tiempo como derrota ni el desvanecimiento intenso del ahora. Los crepúsculos nunca vencerían a las auroras — pensaba con insistencia — . Con John Berger comprendió que «la felicidad se da cuando la gente puede entregarse por completo al momento que está viviendo, cuando ser y llegar a ser son la misma cosa».
Si bien Carmen vivió las alegrías de su juventud y compartió proyectos en aquella realidad tangible, instantánea, total, a su vez sabía que todo aquello concernía a un «nosotros», a un «todos»: a los jóvenes chilenos, latinoamericanos, de finales de la incitante década del sesenta.
Aquella noción de eternidad que a los muchachos les atrapaba se esfumó inexorablemente al alejarse la experiencia vital del compromiso político que les constituía. Con el golpe militar de Pinochet, Chile pasó a vivir en la prehistoria de la humanidad como un día le dijera su amigo Fernando Martínez Heredia. Y es que desde entonces se comenzó a martirizar la vida, se empezaron a quebrantar los cuerpos en la parrilla de la tortura, todo se zanjaba en los campos de batalla de las ciudades de Santiago, Concepción, Valparaíso, en los campos y las minas del país estrecho y alargado entre el océano Pacífico y la cordillera de los Andes.
Desde entonces Carmen comprendió que la memoria no es cosa del pasado, como la utopía no es ensoñación de futuro. No se vive solo en la melancolía del recuerdo. Ella ha decidido transferirla como fuerza, como atajuelo, como invocación de un itinerario.
Desde los arduos días y años del aturdimiento por la embestida canallesca, supo escuchar voces, risas, murmullos. Las acciones pasadas le emitieron señales, destellos, y se dio a la tarea de levantarse alto para contarlo a todos, a los jóvenes. Por eso escribió y narró de diferentes modos en diversos textos y decidió no dar vuelta de página, ni decretar final para las obsesiones de la memoria. Carmen no se cansó. Empezó a tocar inasibles recuerdos y comprendió que sobrevivir es desconcertante, pero que se vive por aquellos que no pudieron.
No tuvo miedos ni sosiego: fue al Tribunal Russel,[3] a diferentes plazas y actos en todos los puntos cardinales desde donde se denunciaba lo que en su país sucedía, donde se aclamaba solidaridad y condena. Vino a La Habana, volvió. Fue a París y, como Antígona, pasó de la espesura de la noche, de los ínferos y la oscuridad, a la luz que en la oscuridad devuelve la capacidad de seguir siendo, a la luz que invariablemente le dejó seguir siendo ella.
Llegaron a su final los espantosos años setenta, se acabaron los ochenta y con ellos comenzaron las ruinas — bien fotografiadas — del derrumbe del socialismo en Europa del Este y la desintegración de la URSS, que Carmen supo discernir con su amigo filósofo Daniel Bensaïd, «cómplice político y un apoyo indispensable», como diría de él en su filme Aún estamos vivos.
Las creencias sólidas en apariencias se desvanecían en el aire; era como una debacle de esperanzas cifradas y de tiempos prometidos. Desastres, cataclismo, ilusiones en excomunión, y la avalancha de espejismos, de seducciones del mercado, capaz de reciclar toda memoria. Chile era pavor, se hizo plebiscito y siempre en medio el espectro presente del dictador.
Comenzaron las invasiones de «los fines» y de «los sin» en todo el continente. Se anunciaron como cantos de cisnes nuevas promesas de desarrollo, paquetes de ajuste neoliberal a la carta, pasiones por Internet; llegaron los celulares, las app. La rendición estaba en oferta y se presentaba como la única salida posible. Pero Carmen no encegueció, no capituló, no vendió su arsenal de memoria, no acudió a la suave palmadita, a la vida de elogios y dobleces. Ella se dijo: «Aún estamos vivos». El «Basta ya» de los zapatistas en las montañas del sureste mexicano, la guerra del agua en Bolivia, el avance del MST y de todos los sin — sin tierra, sin techo, sin papeles, sin trabajo y sin contratos reales — , le devolvieron a Carmen públicamente la condición militante y de compromisos.
Sus equivocaciones, por las que tanto inquiría a Daniel, nunca fueron sobre el combate ni el enemigo. Tanto Daniel, como Roberto Matta y Manuel Díaz de la calle Santa Fe, le devolvieron a Carmen la escritura y el ímpetu por narrar, para traer al presente esas chispas del ayer.
Como Rosa Luxemburgo hace justamente cien años, no se desanimó. Las derrotas forman parte de los triunfos, pues como le escuchara a un dirigente sindical chileno, y como lo viviera cotidianamente de la actitud guerrera de su mamá, hay derrotas que tienen el sabor de la victoria.
Hace cien años, unas horas antes de ser asesinada, Rosa Luxemburgo escribía que «La revolución sigue avanzando hacia sus grandes metas aún por encima de las tumbas abiertas, por encima de las ‘victorias’ y de las ‘derrotas’». Eso decía porque veía la caída en picada de la revolución alemana. ¡La victoria final solo puede ser preparada a través de una serie de «derrotas»! y del tronco de esa «derrota» florecerá la victoria futura. Solo los «¡esbirros estúpidos! alemanes» creyeron construir el orden, «pero lo han edificado sobre arena — sentenciaba la líder espartakista — . La revolución, mañana ya «se elevará de nuevo con estruendo hacia lo alto» y proclamará, para terror vuestro, entre sonido de trompetas: «¡Fui, soy y seré!». ¡Y justamente esto es lo que dicen hoy, al unísono, Rosa y Carmen!
Un día llegó desde Santiago un joven a mi familia. Venía con la anuencia de Carmen. Otro día llegó otro, de esos que en París decidían no dormir. Compartían los dos el mismo ánimo, la misma mirada, la misma agudeza y una convicción común. Participaban de similar enseñanza e inquietudes que se descubrían en el rictus de su mirada, en aquel mensaje transmitido por ella: «No hemos sido vencidos, destruidos, ni disecados. Hay nuevas barricadas y nuevos textos». Se trata del espíritu del ángel de la barricada, del ángel de las revoluciones, que revoca las soledades y la adversidad destinada a los rebeldes, a los muchachos jóvenes, a esos en los cuales Carmen cifra sus esperanzas.
La dictadura de Pinochet quiso extirpar el alma de todo su grupo y, además de abatir sus cuerpos, quiso arrasarlos, destruir todo aquello que nutría su espíritu revolucionario. A Víctor Jara le cortaron las manos y se le asesinó. En las esquinas, en las veredas de las ciudades, en los poblados del campo, el fuego consumió libros, revistas, documentos, afiches, discos, en fogatas custodiadas por oficiales y soldados hilarantes, convencidos de que de las cenizas nada podría resurgir, que ese fuego sería el final.
Pero ha sido imposible borrar la memoria, la historia, las canciones de Víctor Jara o Violeta Parra, los poemas de Neruda o de Gonzalo Rojas, los himnos de la Unidad Popular interpretados por Quilapayún, Inti Illimani, los Illapu… «La ignorancia de los represores condujo a excesos insospechados y poco a poco todo libro, todo papel, toda palabra, se convertía en peligrosa», dice Carmen.
Cuánta memoria se nos acerca desde su palabra dicha y su mirada, sin que asome el dolor y el miedo, ese que tampoco tuvo otras veces. Pero sí se le erizó el alma cuando decidió acercarse a Marcia Merino, la Flaca Alejandra, la militante del MIR que flaqueó, se quebró y los traicionó, para delatar a sus compañeros y colaborar con la DINA, con Krassnoff en 1974, hasta que clamó por su perdón en 1992. Carmen sabía que a los muertos no se les podría devolver la palabra, pero sí podría recuperar esas memorias de horror en la casa de torturas clandestina de la DINA de la calle José Domingo Cañas no. 1387. Entonces emprendió su trabajo en el invierno chileno de agosto de 1993, para hilvanar su discurso y mostrarnos su conocido documental.
Y también volvió a la calle Santa Fe, a la casa azul celeste que compartió con Miguel y las niñas, aquel horripilante escenario de desigual combate que puso fin a un tiempo, ese donde ella y él vivieron toda la intensidad posible que se alcanza cuando se reúnen la pasión y la lucha, el amor y la familia que se ansía, allí donde habían encontrado seguridad los dos, Miguel y ella, y los arrastraba el viento de la revuelta y de la lucha clandestina.
Carmen vuelve una y otra vez sobre la memoria y sobre su utilidad. Nos cuenta del viejo baúl decimonónico de la hacienda de don Heliodoro Yánez — su bisabuelo — , donde su mamá y su papá decidieron esconder, para custodiar, la memoria del MIR. Abrieron un hueco en el patio y allí se conservó enterrado, en la antigua quinta de Los Guindos, un barretín cargado de pliegos que sobrevivieron como «elementos» solitarios, como hilachas de un pasado hundido bajo el cuero, la madera, el cemento y los cómodos cojines grises y negros de la familia, aquellos sobre los cuales se sentaron los convives familiares de tantos tiempos. El baúl encontró resguardo, zambullido por años frente a la vieja chimenea de cobre de la casa.
Cuánto trabajo con el pasado, cuánta profundidad rebuscada con el cuestionamiento siempre latente por el valor actual de ese pretérito que se hace presente, que resulta chispa y se hace útil, reaparece como energía redimida, solícita virtud, como aquellos cocuyos que iluminaban las noches en la playa oscura del Pacífico. Aquellos tiempos transcurridos con todas sus contrariedades y alternativas de búsqueda, líneas de fuga, errores y aciertos son entregados de vuelta, son ajustes y legado que se piensa para los jóvenes.
Por eso, en este ejercicio de una guerrera de la memoria, decimos hoy: «No, Carmen, no vas demasiado rápido. Tú le devuelves a la memoria mucho color. Todos la compartimos y te estamos agradecidos». Y ella, como muchos otros valerosos guerreros, viene a nuestras escuelas a compartir, a legar a los más jóvenes esas memorias del continuum, del tiempo que fue pasado y se actualiza para el presente.
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Notas:
[1] Dirección de Inteligencia Nacional o policía secreta de la dictadura militar de Augusto Pinochet, responsable de innumerables asesinatos, secuestros, violaciones y torturas entre 1973 y 1977. [N. de la E.].
[2] Movimiento de Izquierda Revolucionaria, fundado en 1965 como organización político revolucionaria liderada por Miguel Enríquez, su secretario general. [N. de la E.].
[3] Tribunal internacional sobre crímenes de guerra, establecido en 1966 por los filósofos Bertrand Russel y Jean-Paul Sartre para inicialmente investigar y evaluar los crímenes de guerra en Viet Nam, luego en otros países como el caso de Chile. [N. de la E.].
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