Por Mario Ernesto Almeida Bacallao y Pedro Pablo Chaviano.
Es un hecho que si arrojamos un pedazo de metal al agua se hunde, pero que si arrojamos uno de madera este flotará. Debería deducirse de aquí que es imposible construir una embarcación de metal. Pero resulta que hace ya dos siglos los seres humanos llegaron a la conclusión de que es más conveniente que las embarcaciones sean de acero y no de madera. Como afirmó una vez Max Horkheimer: «los hechos siempre mienten».
Jorge Luis Acanda
Escena real maravillosa Nº 1
Pocas cosas engañan más que la velocidad de un tractor. Por esta carretera que abandona La Habana rumbo sur, retumba la combustión interna de uno de esos grandes motores, más famosos por la fuerza que les sobra que por la rapidez que no alcanzan.
Las leyes no escritas de los conductores cubanos exhortan a no detenerse de forma abrupta por ningún animal, porque es preferible, alegan, manchar la defensa con la sangre de un perro que perder el control y morir en la cuneta o quizás matar a otra persona. Agarra fuerte el volante y acelera, dicen.
En el imaginario colectivo, los pollos están más cerca de un trozo de carne que del afecto doméstico. Las crías siguen a la madre en el cruce. Son muchas. Son torpes. Son ingenuas. No dejan de salir de la hierba tupida. La inocencia está a punto de pagar el precio de su soledad; la inocencia, cuando no va acompañada, es vulnerable.
Sin embargo, el bueno del guajiro que monta y conduce esta bestia altisonante reniega de todos los consejos mundanos, va en contra de lo más terrible de los pronósticos y detiene bruscamente el tractor a menos de un metro de los diminutos animales.
En la carretera quedan las marcas de los brutales neumáticos.
El primer grito
El primer gesto visible fue el de la ayuda: después de cincuenta kilómetros en bicicleta, después de caer una, dos o tres veces contra la hierba, las piedras o el fango de las cunetas de turno, nos detuvimos en una suerte de parada de ómnibus cercana a las casas dispersas que forman un batey.
Una mujer de veintilargos estaba recogida en una esquina del banco, metida en su teléfono celular, y uno de nosotros se dispuso a llenar el pomo de agua.
— Dile que en esa casa no hay nadie, que vaya a la siguiente, cruzando otra vez la carretera. Que ni pregunte, la que vive ahí soy yo; vine para acá porque no hay luz y a ver si alcanzo un poco de cobertura. Que lo llene en la pila del portal.
El segundo gesto visible fue el de la preocupación: después de casi sesenta kilómetros nos íbamos arrastrando, uno al otro, con una cuerda y encontramos un enorme charco que cubría la calle a la entrada de otro caserío, este algo más grande, casi un pueblo.
Entre el cansancio y la descoordinación del cansancio mismo, la cuerda se enredó en una de las llantas delanteras y a un grupo de guajiros por poco se les salen los ojos mientras gritaban: ¡Cuidado, que se matan!
Quizás fue el más viejo quien nos indicó cómo bordear el charco a pie, por un trillo chamuscado que «decoraba» el frontón de su casa.
— Yo vivo aquí. Ahora voy a ver qué invento para drenar toda esta calle — , murmuró. Al parecer, por estos lares, cada cual asume y responde por la suerte de su bache.
Cinco kilómetros después, por una carretera rodeada de herbazal de ciénaga que sin apuros se desboca contra el mar Caribe, llegamos a Playa Cajío, Artemisa, Cuba, sábado 22 de mayo de 2022.
El indio
El gran mito de este pueblo resulta, sin dudas, el indio Cajío. Su estatua está ahí, mirando al mangle en cuyas raíces rompen las olas del mar. En la primera mitad del siglo pasado mandaron a hacer el monumento y las leyendas rondan entre un cacique que se convirtió en pez para darle de comer a su gente y otro que enfrentó a los españoles: ante la inminente derrota, en lugar de rendirse, se lanzó al agua, donde ocurrió la supuesta metamorfosis.
— Eso fue un cuento para traer turismo — , suelta Gabriel.
— Lo único raro que hay por todo esto aquí soy yo — , dice Iván. — Aquí nadie cree en nada de eso.
Sin embargo, el indio está… entre el bar y la escuela del pueblo, con el busto de Martí mirándolo de cerca y de cara al gran azul, «por si las moscas», porque dicen que, de tantos lugares donde lo han puesto, la única vez que lo colocaron de espaldas al agua el mar entró como nunca y hasta un rayo le cayó encima.
La primera Milagros
La primera Milagros nació en 1946 y asegura que aquí hubo indios, porque su abuela se lo dijo y su abuela no era mujer de decir mentiras. El hermano de su abuela, asegura Milagros, tenía el indio en el rostro y esa parece ser la prueba irrefutable a la que se le suma el rostro de Milagros y su piel toda, que evocan también un pasado indígena.
Dice Milagros que ella sabe mucho porque siempre ha sido muy atenta: a la radio, a los periódicos, a la televisión y a lo que la gente habla. Milagros… que vive justo frente al agua y alega que la vida del mar no le gusta; sino «vivir aquí, levantarme y verlo».
Milagros celebra del mar las cosas que la gente común disfruta, sin precisar mojarse los pies para ganarse la vida. De niña montó un barco y de aquello solo queda la sensación terrible del ahogo a la hora de dormir, en el cubículo diminuto de la parte inferior.
Milagros resulta una mujer de imágenes. Recortes de prensa, postales y fotografías se acumulan en algún rincón privilegiado del afecto y a quien pregunte habrá de mostrar estas cosas, que resultan más patrimoniales de lo que quizás la propia Milagros se imagina.
Las fotos de la infancia de Milagros no son solo las fotos de su infancia; son testimonios primarios de la historia de este trozo de franja costera parapetado entre manglares: el puente que ya no está sobre el río, las antiguas casas de madera donde veraneaba la burguesía local, los primos que desde hace décadas habitan el sur de La Florida, el pedazo de pueblo que antaño se erigía desde la otra margen hacia el oeste y que los huracanes transformaron, ensañamiento tras ensañamiento, en ruinas.
Entre todas esas imágenes que se argumentan unas a otras y se repiten a ratos, yace la fotografía perfecta: Milagros con 15 años vestida de alfabetizadora, Milagros con la cara más feliz y pícara que una niña de 15 años puede inventarse, Milagros haciendo magia al sonreír para una cámara y posar con sus botas y su collar largo, como de diminutos frutos disecados; Milagros en esa foto… tan idéntica a cualquier niña de 15 años de las que andan por aquí.
Milagros alfabetizó, pero nunca fue a la universidad y trabajó toda su vida en una empresa de procesamiento de productos marinos.
Milagros resulta, tal vez, una de las contradicciones más distinguibles de este pueblo: aquí casi todos los hombres trabajan en el mar y la gente dice «casi», por respeto a lo absoluto; sin embargo, Milagros no titubea en desmentir la afirmación y asegura que su hijo es de los que no lo hacen. Conduce un camión cisterna que ahora está parqueado en las afueras de la casa.
La casa de Milagros es como las casas de los dos tercios de este pueblo: de prefabricado y bastante resistente a los embates del mar. Aquí el mar entra cada vez que al viento le da la gana. La gente se evacúa en el pueblo más cercano, tierra adentro. El mar entra y sale y en dos tercios de este pueblo, en las casas como las de Milagros, dice ella, nada ocurre; el mar las atraviesa, «pero ya»…
El gran problema es el otro tercio. Las casas de quienes, en palabras de Milagros, no son playeros viejos. Estas no se sitúan en la primera línea de mar, ni en la segunda o la tercera, sino junto al río, cerca de los barcos de pesca, pequeños en su gran mayoría, y a orillas de la carretera, que llega al pueblo y al mar — son casi lo mismo — de la mano del río.
Las casas más humildes de este pueblo no yacen escondidas, como en otras tantas partes del país. Todo lo contrario. Serán lo primero contra lo que choque la vista de quienes quieran llegar hasta acá.
La gente ha llegado, de oriente sobre todo, cuenta Milagros, y ha construido su vivienda con lo que encuentra. Un tercio de este pueblo diminuto está sobre una superficie que se hunde, sobre un terreno cenagoso que fractura los pisos de estuco de quienes tienen piso o joroba las paredes de tabla.
— ¿Por qué usted cree que llegan?
— Para hacer dinero. Por el mar.
«Nadie emigra porque quiere», me dijo, calándome las entrañas hace año y medio, una mujer repleta de hijos en un barrio de La Habana que en papeles no existe, pero en la vida real sí, y de qué forma. «Nadie emigra porque quiere»… y la historia de una montaña sin agua, donde vive gente que la necesita. La historia de quienes, sin salir de Cuba, prefieren partir hacia «otra parte» con garantías mínimas…
Ariel*
Ariel es de los que llegaron. Habita en una de las casas que se erigen al borde de la carretera por la que se llega al pueblo, en los pocos metros que separan la calle del río.
Nos cuenta que antes de venir para acá nunca había trabajado en nada relacionado con el mar, pero que «se aprende, se aprende, más todavía cuando la necesidad te empuja». No habla mucho de su «antes».
Como casi todos los hombres de Playa Cajío, Ariel es pescador. En un rato lo veremos pasar con una escopeta de aire para la caza en apnea. Sale en barcos, como muchos, y allá, entre los cayos, se sumerge, como muchos también, a arponear un buen peje que le pase cerca o que descubra dormido en los arenazos.
— De todo cogemos — , nos cuenta.
— ¿Hasta tiburones?
— También. Algunos se ponen muy pesados, como el tigre o la cornuda, pero otros son más fáciles de atrapar. El gata, por ejemplo, casi siempre te lo encuentras manso y por lo general no es peligroso. Yo bajo, me le pongo por el costado, y le tiro a las branquias.
Hace un rato, alguien nos enseñó el video en el que unos pescadores alardeaban de capturas terrestres en los cayos, con escopetas de plomo. Sobre una franja de arena, en línea, yacían tendidas iguanas de casi un metro de largo y jutías también de buen porte.
— Sí, mucha gente que sale en barco baja a los cayos y se pone a cazar… Allí hay de todo, lo que son animales en veda y si los guardafronteras te agarran en esa vuelta te pelan durísimo.
— ¿También pescan delfines?
— No. El delfín es un animal que aquí todo el mundo respeta.
— ¿Les alcanza para vivir con lo que ganan?
— Sí. Cuando uno llega al puerto supuestamente le vende al Estado lo que atrapa. Lo malo es que a veces pasan dos y tres meses y no han pagado. Por eso uno tiene que inventar y vender por la izquierda. Los pescadores llegan y llaman a sus contactos, en paladares, fundamentalmente. Ellos vienen, incluso de otros pueblos, y se llevan de todo: pescado, langosta… Nosotros salimos a pescar entre siete u ocho veces al mes. Por cada una, tenemos limpio como siete mil pesos.
— ¿Para cada uno?
— Sí.
Al rato de conversación, Ariel vuelve sobre el tema.
— Eso que les dije ahorita es mentira. Uno dice ese número para que no haya líos. Pero la verdad es que hacemos cuarenta mil o cincuenta mil pesos en cada viaje.
— ¿Para cada uno?
— Sí. La cuestión es… ¿cómo te digo? No ostentar.
El fango del río
Adrián vive en Güira de Melena, pueblo cabecera del municipio, 15 kilómetros al nordeste de Playa Cajío. Es dueño de embarcación y junto a sus compañeros de pesca, intenta rehacer el atracadero para los barcos.
En la orilla del río, el agua no les llega a las rodillas. Con una pala remueven el fango y escavan para buscar algo más de calado. Arrancan las malanguetas y otras plantas fluviales de orilla, nacidas gracias al descuido de años, al menos en estos metros de rivera.
La sombra corre a cargo de un álamo; árbol de madera muy pendeja, insiste uno de los pescadores. Las semillas, en sus cápsulas elipsoides, están por todas partes. El río muestra un tono verde-azul, con el mangle dominando por completo la margen contraria y con la miscelánea natural de las zonas de estuario; los agujones de mar, más pequeños que su nombre, nadan por encima de las tilapias de río.
Hay mal tiempo y el puerto está cerrado. Por tanto, la vida de los pescadores, su trabajo, se encamina en estas fechas a la preparación de las condiciones en tierra, esas que luego, en las aguas del golfo de Batabanó, salvan el pellejo, allí entre cayos empachados de mangle y mosquitos donde, los pescadores aseguran, se puede encontrar de todo: delfines, cocodrilos, manatíes, tiburones, iguanas, jutías y sabrá Dios o, mejor dicho, bien saben ellos, los que viven del mar, cuántas maravillas más, ocultas de los humanos comunes, ya de manera casi definitiva.
Las dos embarcaciones menores que flotan ante nuestros ojos, al menos sus cascos, resultan una mezcla entre plástico y aluminio. De acuerdo con los pescadores, lo ideal es que fueran de plástico por completo, pero en lo que se consigue el material, se va tirando con esto.
— ¿Cómo empatan el aluminio con el plástico?
— Con una resina especial que es para eso. Se lija bien y se va pegando y emparejando todo.
La piel de estos hombres blancos es algo oscura, aunque la enguatada sea prácticamente un implemento más de pesca. En uno de los gemelos de Adrián está tatuado, en diestras líneas, un velero enorme, como el que probablemente alguna vez entró a este mismo río para ejercer el contrabando. En el otro, el continente de las Américas todo, de arriba a abajo…
En la mitad de la tibia de Lázaro, hombre de talante áspero que roza lo gigante, zigzaguea una enorme cicatriz zurcida de forma rústica, a sangre fría.
— La gente piensa que la vida del pescador es nada más que salir al mar y agarrar fácil el animal que no crio y en el que no invirtió nada. Pero la cosa es más compleja. Ya ustedes han visto la «pincha» que nos hemos metido aquí. También hay que buscar hielo, carnada, los implementos de pesca, hacerle mil arreglos a la embarcación, cien precauciones, porque nadie sabe lo terrible que es romperse allá afuera — dice Adrián, al tiempo «torea» a sus dos hijos pequeños, que juegan en el barco.
Metros y metros cúbicos de sedimento, fango, sustentan los pies descalzos de Lázaro y Adrián, mientras escarban con la pala o la mano. De todo encuentran, de todo sacan: desde un enorme neumático arrastrado por las tempestades hasta un cilindro largo de vidrio fino, un tubo de luz fría que la casualidad quiso que Lázaro encontrase antes con sus ganchudos dedos de matar peces que con las plantas de sus pies.
También sacan maderos viejos enterrados en el fondo. Hay uno particularmente difícil de extraer; yace encajado en ángulo recto y perteneció, presumimos, a algún muelle antiguo de un pescador de antaño que, al igual que ellos, tuvo a bien guardar su embarcación aquí.
Tan rudo es el pacto del fango con el madero que sacarlo se anuncia imposible. Escarban más aún con las manos, intentan removerlo de un lado hacia el otro, sin suerte. Pero la suerte se hace… Con el extremo de una cuerda anudan un ballestrinque al madero hundido y, con la otra mitad de la soga, atan un palo recio y largo que les sirve de palanca.
— ¿Cómo era que se llamaba el griego aquel de la palanca? — pregunta Adrián risueño.
— Arquímedes…
— Dame una palanca y moveré el mundo, ¿no? O por lo menos sacaré el palo.
Primero con los bíceps y luego con los hombros, palanquea Adrián hacia arriba hasta que el tamaño ya no le alcanza para forcejear. Entonces llega Lázaro, se encorva un tanto y coloca su hombro bajo el palo, hasta que el tamaño tampoco le sirve más a él.
— Dale vueltas para que la soga se enrosque y baje…
Adrián constata la dureza del leño que emerge y, como quien formula su propia teoría, espeta: «Por eso es que Venecia no se hunde»
Y así, de a poco, quedando a veces inmóviles por algún dolor que de imprevisto les sacude el espinazo y les provoca un «pérate, pérate, para ahí, aaaahhh…», acaban por sacar el inmenso madero redondo — de no más de tres pulgadas de diámetro pero nunca menor de cuatro metros — de la orilla de este río, donde dos tipos caminan sin que el agua les supere las rótulas.
Los pescadores pueden decir que el dichoso fanguillo está acabando con el calado del río; que ahora es posible caminar de una margen a otra; que antes, según los viejos, el río Cajío, en su medio, se tragaba un pino de lo profundo que era; que cuando la marea anda baja hay embarcaciones que tienen que esperar para salir al golfo porque es casi imposible traspasar la desembocadura. Los pescadores pueden decir cualquier cosa, exagerar o no con lo del pino, y uno puede creerles todo o no creerles nada, porque a fin de cuentas… uno no sabe. Sin embargo, esta Excálibur de madera resulta bastante ilustrativa.
Los pescadores ven en el Dique Sur la causa. Explican que tanto el llenante del mar en su día a día como las grandes tempestades provenientes del sur cuelan impunes el sedimento. Por otro lado, añaden, el Dique evita que el río responda con su saliente y expulse el fanguillo y limpie… Los pescadores dicen que hay un equilibrio roto. También cuentan que, desde hace cinco años, no ven a la biajaiba correr río arriba en busca del camarón. Hace cinco años, el Dique fue reparado.
Distanciamiento Nº 1
Es polémica la mención del Dique en estos lares. La gente comenta, incluso, sobre roturas intencionales en algunos puntos, para que el agua fluya. Otros llegan más lejos y especulan que se trata de una obra militar, «por si viene guerra» y que todo lo demás es mentira.
Cuando se comenzó a construir, en 1985, el objetivo era aminorar el escurrimiento de agua dulce hacia el mar y evitar la intrusión salina en el manto freático, para aprovechar mejor los recursos hídricos, tanto en la agricultura como en el consumo de la población.
El impacto medioambiental de una obra hidrotécnica de tales dimensiones (aproximadamente 52 kilómetros de largo en paralelo al litoral, a 500 metros de él) es asunto constante.
Una investigación publicada en 2020 por la Universidad Agraria de La Habana,[1] reveló variaciones en el perímetro de Güira de Melena entre los años 1985 y 2017. El estudio enuncia el incremento de herbazal de ciénaga (vegetación más resistente a condiciones de anegación) al norte del Dique. Al mismo tiempo, notifica la disminución del llamado bosque de ciénaga en la propia zona, producto de la poca resistencia de estos árboles a la inundación prolongada. En el caso de los manglares han manifestado un aumento, lo que implica el ascenso de la protección costera ante eventos meteorológicos.
A pesar de ello, el estudio no se atreve a asegurar que el Dique beneficie al humedal y reconoce que el incremento del mangle puede deberse a leyes posteriores que penalizan su tala.
Por otro lado, al norte de la estructura, efectivamente aumentó el nivel del manto freático y disminuyó la salinidad. Otros estudios mencionan el desarrollo de actividades económicas como la apicultura en la zona del propio Dique. Durante los años 2017 y 2018, los apicultores de Artemisa y Mayabeque movieron 1 280 colmenas a este espacio, que produjeron, en ese período, 17 792 toneladas de miel.[2]
Meteoro
Es domingo de Meteoro. Frente al bar del pueblo hay una guagua y, en torno a ella, algún que otro militar con grados y autoridades locales de la Defensa Civil.
Playa Cajío no respira igual después del huracán Charley, categoría tres, 2004, 13 de agosto. Ventoleras sostenidas de 180 kilómetros por hora destrozaron un punto intermedio entre este pueblo y Playa Guanímar, otro a casi veinte kilómetros en línea recta hacia el oeste. Estos dos pueblos casi se hunden en el agua salada que, cuando dice a entrar, nadie la frena.
El huracán iba lento, veinticinco kilómetros por hora. Tuvo tiempo para hacer de todo.
Una investigación de 2005 reseña que la borrasca «destruyó prácticamente el asentamiento» y menciona la construcción de viviendas en la cabecera municipal, Güira de Melena, para los pescadores afectados que «desearan retirarse de la costa».[3]
Por entonces, en Playa Cajío vivían oficialmente 783 personas y la peligrosidad ante fenómenos meteorológicos estaba calificada como muy alta. Más allá del ciclón, la gente de aquí era evacuada hacia enclaves más seguros con una frecuencia aproximada de cuatro veces al año.
El meteoro de este domingo, no es de extrañar, resulta un simulacro de evacuación. Dice Yuliet que como en el pueblo no hay nada que hacer, para los jóvenes es una fiesta. Y en efecto, niños y niñas, adolescentes, personas de veinte años, salen de sus casas con jolongos llenos de ropa, algunos incluso con colchones de esponja a cuestas. Unos a otros se animan, se llaman, se ríen, gritan y van montando en la Girón.
El ómnibus llegará hasta Boca de Cajío, mostrará que la escuela secundaria está lista para recibir a los presuntos evacuados, dará media vuelta y regresará a dejar a todos.
En la ida, aún sin salir del pueblo, van gritando a coro canciones, frases, chistes… y una chiquilla asoma su boca por la ventana y grita:
— ¡Pelú, arréglate las pasas!
Diez horas más tarde, una muchacha irá de la mano con su novio por el pueblo y se acercará a nosotros solo para reconocer entre risas:
— Ay, niño… yo fui quien te gritó.
La segunda Milagros
La segunda Milagros tiene 16 años y, en este momento, trae para su madre una rosa entre roja y amarilla y un maní. Por su cara, se trata de una especie de disculpa o el ablandar del terreno para irse a bañar al «tranque», del cual llegó hace poco. Milagros y Yuliet son madre e hija, pero al mismo tiempo parecen hermanas: por la indolencia con la que se hablan, por cómo se miran.
Milagros vive entre la casa de su abuela, cercana al mar, y la de su madre, a la orilla del río. Hace un tiempo terminó la secundaria y hoy no estudia. Quiere ser enfermera, pero repulsa la idea de regresar al aula y nos pregunta si acaso puede conseguir trabajo sin el duodécimo grado.
— Yo sí no creo en nada de eso. Yo le meto un pinchazo a la gente por ahí p´allá y si le cojo la vena bien y si no también.
— No te preocupes. Verás que si entras en el técnico medio en Enfermería aprenderás muchas cosas, incluso a coger bien la vena.
— No sé, es que yo la verdad no estoy pa´volver a eso, p´aguantarle pesadeces de nuevo a un profesor.
Dice Milagros que en esta pequeña casa yuxtapuesta al río viven desde hace pocos meses. El suelo es de tierra, las paredes de madera, el techo de zinc… tiene un pequeño portal sostenido por dos palos largos que hacen de columnas. Adentro: una breve sala que es cocina al mismo tiempo, seguida por un dormitorio, seguido por un baño. Todo esto en un área aproximada de 15 metros cuadrados: la sala de un apartamento en un edificio de microbrigada.
Milagros celebra la inteligencia de su madre. Explica que la casa en que vivían antes era toda de fibrocemento, desde las paredes hasta el techo, pero estaba en un terreno que se hundía. Además, en invierno «hacía un frío que pelaba» y tremendo calor en el verano. Al cambiarla por esta, asegura, salieron ganando, porque la tierra es mucho más firme y obtuvo de vuelto materiales de construcción.
Por el sonido de los carros, Milagros sabe quién viene. Los carros y las motos y las motonetas inventadas que mueven a la gente de aquí pasan y paran y le gritan y ella les grita también. Milagros no habla fino, es medio ronca, quizás por culpa de tanta voz al viento.
Ella nos invita al «tranque». El tranque le dicen a la parte del río retenida por el Dique Sur. El Dique va desde el Surgidero de Batabanó hasta Playa Majana, aquel punto famoso en la historia de Cuba, por marcar uno de los límites de la última trocha enemiga que violentó Antonio Maceo.
Los muchachos y muchachas que juegan en el agua explican que el Dique hace varios tranques, pero que este es de los más limpios para bañarse. Aquí hay cocodrilos, cuentan con la tranquilidad de quien se sabe depredador.
Dice Juliet que el cocodrilo es un animal territorial, por lo que no suele desplazarse mucho. Es decir, que si un día lo ves por una zona, es probable que al siguiente siga por ahí. A veces la gente se da cuenta de que hay uno cerca por el sonido de una pisada o porque lo ve en el río. Después de eso le dan caza y es difícil que escape.
Dos clases o la trampa
— Tú misma eres la que a cada rato me robas las guayabas de las matas que tengo a orillas de la carretera — , le dice un muchacho a Milagros, de su misma edad, desde el agua. Es gordo, más blancuzco que el resto, con la tez algo rojiza.
El muchacho es campesino y vive en una finca distante, hacia el norte, por allá donde el terreno cenagoso termina y la tierra es roja, de las mejores del país.
— Yo voy todas las semanas en un camión a los agros de La Habana para vender las cosas de la finca — nos comenta.
— Oye, gorda, yo tengo plata como para envolverte — le insinúa soberbio a Milagros, pero esta lo ignora con desprecio.
Más allá de cualquier estampa de alarde, entre el campesino cubano y el pescador de mar parecieran existir algunas diferencias, aunque los dos estudien en la misma secundaria, aunque los dos coincidan en «el tranque» para refrescar su cuerpo en estas tardes de calor indecible.
El guajiro es más desconfiado de la gente, más incrédulo y, al mismo tiempo, más seguro de sí, de lo que hace. Siente que lo sabe todo sobre su tierra, sobre lo que debe hacer para tener el mejor sembrado de maíz, el mejor campo de cebolla. Una mala cosecha puede entristecerlo, incluso agriarlo, pero jamás dejará ver que la tierra lo ha sorprendido.
Por otro lado, el pescador se mueve en un espacio donde es intruso por antonomasia y ello lo conduce a hablar del mar con una mezcla de temor y respeto. El pescador es un maestro del imprevisto, porque no hay nada más impredecible que el mar. Sabe que el factor suerte, el resquicio místico… nunca sobra y, «por si acaso», aunque no crea en nada, se cuida mucho de retar al océano, ni tan siquiera con el pensamiento. Se ha sentido demasiado vulnerable toda su vida…
El campesino es más ermitaño y, en muchos casos, es campesino desde que se levanta hasta que se vuelve a levantar al día siguiente, porque incluso cuando duerme, donde vive, en su finca, deja un ojo medio abierto, presto a dar el brinco y correr con el machete en mano si el perro ladra a deshora o si sospecha que alguien intenta hurtar su esfuerzo. A veces no existe diferenciación clara entre el trabajo y la casa.
El pescador, sin embargo, lleva una doble existencia. Ya desde Aletas de Tiburón y Contrabando, Enrique Serpa nos lo muestra como hombre de poblado, de ciudad, más cercano a la filosofía, la cultura y las mañas del obrero.
Distanciamiento Nº 2
Escribo estas comparaciones y me pregunto si acaso estaré cayendo en ciertas trampas del sentido común.
Ariel Dorfman y Armand Mattelart, en ese clásico de la investigación cultural al que dieron por nombre Para leer al Pato Donald, se refieren a determinados mitos fomentados por la burguesía desde su nacimiento para «ocultar y domesticar a su enemigo».
Para racionalizar su preponderancia y justificar su situación de privilegio, la burguesía dividió el mundo de los dominados en dos sectores: uno, el campesinado, no peligroso, natural, verdadero, ingenuo, espontáneo, infantil, estático; el otro, urbano, amenazante, hacinado, insalubre, desconfiado, calculador, amargado, vicioso, esencialmente móvil […] Así, la división entre lo positivo-popular-campesino y lo negativo-popular-proletario recibió toda una afluencia desbordante. Los nuevos continentes fueron colonizados en nombre de esta repartición, para probar que en ellos, alejados del pecado original y del pecado del mercantilismo, se podía llevar a cabo la historia ideal que la burguesía se había trazado y que los holgazanes, inmundos, proliferantes, promiscuos exigentes proletarios no admitían con su constante oposición obstinada.
Esta alusión a los momentos de la conquista nos invita a recalar en otro referente. En Caliban, Roberto Fernández Retamar analiza cómo los discursos de la dominación española también insistían en dividir en dos a sus principales enemigos, esos que, desde el primer pie europeo en tierra antillana, se elevaron como un obstáculo para la expansión colonial.
Esta imagen del caribe/caníbal contrasta con la otra imagen del hombre americano que Colón ofrece en sus páginas: la del arauaco de las grandes Antillas — nuestro taíno en primer lugar — , a quien presenta como pacífico, manso, incluso temeroso y cobarde. […] El taíno — continúa Retamar — se transformará en el habitante paradisíaco de un mundo utópico […]. El caribe, por su parte, dará el caníbal, el antropófago, el hombre bestial situado irremediablemente al margen de la civilización, y a quien es menester combatir a sangre y fuego.
Un dato interesante es la simultaneidad de ambos análisis: el prólogo de Para leer al Pato Donald está fechado en septiembre de 1971, mientras que Caliban ve la luz en la edición «septiembre-octubre» del propio año, en la revista Casa de las Américas. Para más concordancia, los dos estudios brotan del ámbito latinoamericano — Chile y Cuba respectivamente — con cargas semánticas que sin dudas se complementan en ese forcejeo contra el enemigo común del colonialismo.
Nuevamente me increpo: ¿cuán reales y necesarias son estas diferenciaciones que sin pedir permiso llegan a la mente, a la página, entre el campesino y el pescador? ¿Aun sin pretenderlo, estaré romantizando y disfrazando de antropología esos discursos de la dominación, que ni siquiera en la Cuba de esta tercera década del XXI amenazan con perder su hegemonía?
Juan Carlos
Juan Carlos nació hace doce años en la casa de su abuela, donde ella misma se encargó del parto de su hija. Juan Carlos domina por completo el entorno y cuando Chencho lo hala por el short en una pesadez de gente grande, Juan Carlos se resiste y finge llorar. El elástico se quiebra, pero en cuanto logra zafarse sale corriendo como un bólido y entra de cabeza en uno de los canales de la ciénaga. Domina el habla de la gente y conoce nombres, rostros, chismes… Demasiado pequeño Playa Cajío como para que un niño de 12 años no conozca todos los secretos.
— ¿Qué tú quieres ser? ¿Pescador?
— No.
— ¿Médico?
— No. Yo quiero ser boxeador.
Dice Yuliet, su tía, que Juancarlitos se faja superduro. Su papá era boxeador y también el hermano de su padre, el tío: el Ciclón Guantanamero. El hermano menor de Juan Carlos, continúa Yuliet, es igual de bravo o quizás peor porque, con la diferencia de edad y de tamaño que hay entre los dos, «igual se enredan a golpes que eso es horrible».
— Antes de irse p’afuera mi papá me estaba enseñando. Yo ahora voy a mudarme pa’ La Habana, pa’ la casa de mi abuelo, pa’ poder anotarme en boxeo.
— ¿Ese tatuaje es de verdad?
— Sí. Feísimo.
— Si no te gusta, ¿por qué te lo hiciste?
— Porque pensé que iba a quedar bien.
— ¿Cuánto te costó?
— Nada.
— Son tres estrellas. En par de años, cuando seas campeón mundial, levantas el brazo, enseñas el tatuaje y gritas que contra el coronel nadie puede.
Juan Carlos está ansioso por ver la casa de campaña en la que dormiremos. Corre en busca de una escoba para ayudar a limpiar la superficie y aguarda para analizar paso a paso cómo se levanta este trozo de tela verde. Cuando al fin está montada, se mete dentro e invita a todo el que ve a adentrarse consigo, amenazas prosaicas de por medio. «Entra p’acá que te voy a clavetear to’… que te voy a clavetear to’a…», le grita entre risas a su madre, a su tía, a su prima, a nosotros… Parece incalculable la maldita picardía de este chiquillo, su soltura.
Un triciclo de motor se detiene frente a la casa. Juan Carlos vive unos cinco kilómetros al norte, en Boca de Cajío. Montado, pero con la mitad del cuerpo afuera, grita a uno de nosotros: «Me voy, pelúa. Te quiero».
Según su perfil de Facebook, Juan Carlos vive en Tampa.
Para salir y llegar
— Coges una motoneta — dicen todos cuando preguntas cómo salir del pueblo. Entre Güira de Melena y Playa Cajío este resulta el transporte común. Todas se parecen, pero ninguna es igual. La motoneta es, de cierta forma, una moto de antigüedad indescifrable en estos instantes. Quizás en el documento de circulación aparezca registrada como CZ checoslovaca del 61 o como Jawa del 86, pero ello es tan superficial y fraudulento como decir que un blanco en Cuba proviene exclusivamente de Europa.
Hay más en estos aparatos mestizos, reformados con implementos de origen desconocido o dudoso. Muchos ni siquiera fueron motocicletas, muchos nacieron de cero, del «polvo», a raíz de piezas y hierros viejos de aquí y de allá que Alberto tenía tirados en la rinconera de su casa, o que Eduardo se llevó «sin permiso» del antepenúltimo trabajo que tuvo hace casi 15 años, o de los que venden en el portal la gente que viaja de mula a Moscú, Guatemala o Panamá.
La rueda trasera trastocada por dos, la columna vertebral intervenida, los asientos en circuito paralelo, el techo de zinc o de lona… se mueven y mueven, con análoga pero irrepetible originalidad. Nunca un tornillo estará puesto en el mismo sitio ni un espejo retrovisor tendrá igual capacidad de giro o ángulo, como promete un mundo estandarizado y esclavo de la producción en serie.
Una o varias manos entrenadas se advierten detrás de todo. Alejo Carpentier hablaba del fenómeno, al mencionar a un artesano del páramo andino de Venezuela, allá por los años cuarentas del siglo que se fue:
De sus manos no salen nunca dos piezas iguales, puesto que el adorno de cada una responde a una inspiración distinta. Y, detalle que descubro con verdadera emoción, ese artesano gozoso de su labor estampa su firma en cada uno de sus muebles, llevado por la noble satisfacción de haber trabajado bien, de haber traído al mundo una miaja de belleza, en un gesto que desconocerán ya, para siempre, los obreros-máquinas, atados a las «cadenas» del fordismo y del estajanovismo, ignorantes de todo lo que pueda significar, en la labor cotidiana, la aplicación de un estilo, la afirmación de una personalidad, la gracia de una ocurrencia.
Por escribirse está el texto que haga justicia a esos hombres y mujeres que — bajo el estigma cultural de la provisionalidad, entre los fueros de la eterna crisis — se inventan desde el transporte hasta el agua caliente, desde la cafetera hasta el quinqué, para quienes engrosan las difusas márgenes sociales de este país.
Si la tienes tú, la tengo yo
Gabriel es otro de los que han llegado. Ronda los treinta años y Yuliet nos lo presenta como su esposo. La tarde del sábado se apareció en el patio con un trozo octaédrico de piedra sieforé, también conocida como pómez. Con un machete, como quien pela un coco, la fue recortando por un costado, por el otro, por el siguiente, hasta darle un aspecto cuadrado.
— Esto se lo cogí a un socio porque quiero inventar una resistencia eléctrica para cocinar, a ver si salimos de la leña. Le pregunté si tenía y me dijo que había conseguido una piedra de estas para algo que quería hacer después, pero le contesté: «espérate, espérate, que si la tienes tú, la tengo yo y a mí me hace falta ahora». Entonces me la dio para que yo inventara.
Con el mismo machete, a mano alzada, Gabriel fue raspando la superficie plana de la piedra, dibujando una serie de canales zigzagueantes, donde después será introducido el hierro que calentará el caldero.
— ¡Eso parece de fábrica!
— ¿Viste, acere? — responde Gabriel con una sonrisa casi infantil y la mitad de labio mordido.
La fiesta y escena real maravillosa Nº 2
Cuando cae la noche y la brisa de repente se esfuma, los mosquitos entran al rectángulo con todas las credenciales de victoria. Entre la casa de Yuliet y el río, está el diminuto patio donde yace la casa de campaña, sobre una plancha de hormigón de dos metros cuadrados. Con un pomo de agua salobre, la que llega hasta aquí por las tuberías que acompañan la carretera, acometemos el baño. Con un litro y medio de agua uno puede quitarse de encima la sal de los sudores del día y el salitre que domina el ambiente y quema de la mano del resplandor.
Milagros conversa con nosotros mientras nos bañamos en el patio. Se burla de la casa de campaña rústica, de que nos bañemos con un pomo y, en el momento en que menos uno lo imagina, desaparece y aparece una vez más, de imprevisto, para lanzar sobre una de nuestras espaldas un jarro enorme de agua fría.
Milagros también debe bañarse ahora para ir hacia una fiesta que acabará por no ser, aunque en este instante ella no lo sepa y lleve prisa para estar lista y llegar. Después de la burla, Milagros reaparece con su cubo de agua hasta arriba y su jarro de bañarse y suelta: «anda, pa’ que no te bañes tú también con el pomito ese, que esto no es una prueba de supervivencia. Yo espero. Báñate tú. ¡Muévete, que ese es mi cubo!».
Entonces, uno mira a Milagros y siente que además dice: «¡Coge, anda! Deja la “guanajá” que aquí estoy yo, que aquí estamos…!».
Milagros resulta un tipo de mujer extraña: en realidad parece mujer, pero aún es niña; viene y descaradamente te arrebata dos cigarros de tu caja, pero luego llega alguien más y ella le arrebata dos, para compartir uno contigo; juega pesado, al duro podría decirse, en las contradictorias lides de la espontaneidad y el afecto, pero a veces te mira como quien piensa: «yo sé algo que tú no». Milagros quiere ser enfermera en un pueblo cuyo consultorio, por ahora, carece de esfigmo y de calmantes.
Una amiga llega a buscarla, se cuelan a la casa, Milagro se baña y parte, sin saber nadie hacia dónde; quizás ni ella.
Sobre las nueve de la noche caminamos rumbo a la costa y en el camino nos encontramos a Milagros, que nos dice que la fiesta ya no será. Un adolescente viene corriendo en sentido contrario al nuestro con dos jabas de nailon en las manos. Dos jabas repletas que el chiquillo aparta de su torso con los brazos bien abiertos. La calle está oscura, algo mojada y lo único que se siente son sus pisadas ágiles: un cuerpo delgado a contraluz de un foco lejano, un cuerpo que te pasa por el lado y desaparece en alguna callejuela de tierra.
Milagros promete llevarnos al sitio más fresco de Paya de Cajío.
— No enciendan los celulares, que nos delatan.
A unos metros de la estatua del indio, a unos metros también del mar y de la desembocadura, yace una edificación de solo un nivel que alberga una tienda de recaudación de divisas, el Sistema de Atención a la Familia del territorio y un bar, igualmente administrado por el Estado.
No se ve mucho. Milagros nos guía hasta el techo. Ya arriba recibimos el golpe de brisa de este mar del sur que el mangle frena, esta brisa antagónica con las hordas de mosquitos.
— Cuando se va la luz por la noche, mucha gente del pueblo viene a dormir para acá arriba. Suben sus colchones y se tiran aquí, a coger fresco — , explica.
Juan Carlos llega corriendo. Juan Carlos fuma. Juan Carlos sube como un gato hasta el techo y trae tres cigarros que le quitó a alguien. Dos suaves y un fuerte. Los reparte.
El mismo muchacho de hace unos minutos vuelve a pasar corriendo, como un loco, con otras dos jabas repletas en las manos. La sorpresa se repite y, con rostro de tedio, Milagros nos increpa:
— ¿Ustedes no se han dado cuenta de que él está vendiendo langosta?
— ¿Y por qué corre si la calle está vacía y oscura…?
— Imagínate tú… sabrá él.
Dos amigos de Milagros suben también al techo. Las conversaciones alcanzan un tono despreocupado y un custodio, hombre mayor de barriga pronunciada, sale dando gritos.
— Oigan, bájense de allá arriba o los bajo yo a pedradas. Bájense de ahí, que si uno de ustedes se cae por comer mierda tengo yo que pagarlos.
Salen varias voces en réplica: que hace calor, que acá arriba hay fresco, que nadie se va a caer… pero el custodio grita más aún y vuelve a insistir con lo de las piedras. Juan Carlos se le enfrenta con guapería confianzuda hasta que también termina abandonando el techamen.
Dos mesas
En un ranchón de guano, casi escondido entre casas de prefabricado, yace una de las paladares del pueblo. Como en estos días el puerto anda cerrado por el mal tiempo, se vuelve difícil comprar pescado por aquí, incluso en las casas que anuncian la venta en carteles a su entrada. «Hay pescado», mienten los carteles.
En las paladares, sin embargo, la suerte es otra. Hay filete de pescado, proponen, sin especificar la especie. Ayer, en otro lugar donde comimos, la barracuda formaba parte de la oferta. Según cuentan los pescadores, la barracuda de esta zona se puede comer «sin susto», porque nunca está ciguata. Además, quien la atrapa sabe cuándo el animal está enfermo o no, insisten.
En la mesa de enfrente conversan dos hombres, uno de más de cincuenta años, otro cercano a los cuarenta y una muchacha más joven. Algo dicen sobre rutas migratorias, sobre lo que la gente está haciendo, y mencionan a una mujer que tuvo que esperar, hasta el otro día, más de un mes en Cancún para continuar rumbo norte. La palabra «coyote» atraviesa el espacio una y otra vez y sobre el mantel se turnan las rondas de cerveza en lata, mientras el más gordo y viejo interroga constantemente al camarero — bastante desarropado, casi un niño — ante la demora de su plato, el que más cuesta.
A nuestra derecha hay otra mesa. En esta, conversan dos parejas con una media de edad de veinte años.
— Lo que yo les aconsejo es que no vayan solo por un fin de semana. Si van a ir por primera vez, gástense el dinero en grande y ya: una semana completa en el hotel. Nosotros dos hace poco estuvimos en el Memories, allá en Varadero, y nos pagamos los siete días, para disfrutar como es.
Más tarde hablan de un amigo que se fue a vivir a Colombia. Cuentan que tuvo un hijo e hizo un babyshower.
— Él me mandó las fotos, mija. Tremenda pinta. Pero aquí con lo mala que está la cosa ni eso puede hacer uno.
De regreso a la casa de Yuliet
De regreso a la casa, Yuliet nos invita a tomar jugo. Gabriel, su pareja, no está porque salió a buscar cartones de huevos para espantar los mosquitos. Ese humo los aleja, así como el de la quema del panal de comején o la del excremento de res.
Yuliet nos llama a pasar y tomar silla. Dice que nosotros en Cuba somos masoquistas, porque antes, cuando subieron a treinta pesos el cartón, nos quejábamos y decíamos que no compraríamos los huevos, y ahora los pagamos a un sobreprecio que supera con creces el medio millar. Con el arroz, insiste, pasa parecido. En este pueblo del sureste artemiseño, pareciera más sencillo conseguir un trozo de langosta que un vaso de arroz.
En Playa Cajío, el arroz parece no dejarse ver el pelo, ni siquiera en negocios particulares, donde cualquier pescado frito, empanizado o como sea, con tres trozos de pepino al costado, puede irse por encima de los doscientos pesos. El problema con eso es que, en Cuba, cuando no hay arroz en el plato, la gente siente que no está comiendo.
Playa Cajío no escapa a la crisis y si una ventaja tiene con respecto a muchos territorios es que el mar está ahí y, mientras el clima deje, no será tan difícil hallar algo para lanzar al caldero.
En un vaso de cristal con agua, sobre una suerte de vitrina, descansa la rosa que Milagros le regalase a Yuliet en la tarde. Yuliet tiene 36 años y dos hijas. Milagros, con 16, es la menor, mientras la primera en nacer ya cumplió los 19. Mucho se asemejan Milagros, su hermana y su mamá, al menos físicamente. La diferencia de tiempo no es tanta. Dice Yuliet que, en cuanto a carácter, las «niñas» sí no se parecen en nada.
— ¿Es verdad que cuando se va la luz por las noches y hace calor, la gente del pueblo sube con colchones a dormir sobre el techo del bar?
— ¡Bah! Yo la primera.
— ¿No los mandan a bajar de ahí?
— Que se atrevan… Las mismas piedras que tiren p’arriba lloverán p’abajo
Nos retiramos a la casa de campaña. En poco tiempo, aparece Gabriel para pedirnos la fosforera y nos regala un cartón de huevos que prende y deja cerca, para que los mosquitos no molesten durante el resto de la noche. Esta madrugada hará un poco más de fresco.
Los últimos gritos
Con las primeras luces del lunes, abandonamos el pueblo. En Boca de Cajío, madres, padres y pioneros esperan la llegada de la guagua, en la antológica escena del intercambio de besos y bolsas de merienda, de ajustes de uniforme y hasta de arreglos de peinado a último minuto. La hora más clara del día es esta, donde el escándalo de voces diminutas se empasta con los sinsontes que trinan cada dos postes.
Los niños y las niñas de Playa Cajío estudian junto a los de Boca… En uno está la escuela primaria, mientras la secundaria yace en el otro. Todas las mañanas un ómnibus los conecta. Va para un lado repleto de infantes y regresa del otro atiborrado de adolescentes.
Uno parte sintiendo que ha estado en un lugar donde no pasó nada: no pasó un tornado ni implosionó un gran edificio; no eran de cuatro metros las olas que cerraron el puerto, ni había huelga de pescadores; no existía siquiera un mínimo de riesgo de que el mar entrara, como tantas otras veces, a las casas del pueblo. ¿Dos noches en un sitio en el que nada ocurre? ¿O acaso las cosas ocurren siempre, a veces en registros que suelen escaparse del flujo de lo perceptible? Es el registro del sedimento, el registro de lo que se asienta, como el fango del río, para decidir luego el curso y el ritmo, en ocasiones definitivos, de la vida. Es el registro engañoso del sentido común, que jamás da respuestas y alguna que otra vez ofrece pistas.
Diez kilómetros de carretera al noroeste, dos hombres conversan con larguísimos machetes en la mano. Los machetes tienen dobleces estrambóticos en la hoja, sobre todo hacia el extremo, maña de los chapeadores de experticia que se las arreglan para que el trabajo no les fatigue demasiado la espalda.
Al vernos, abandonan el diálogo y, como a cualquier compinche, con la risa jodedora que se le quiere salir del rostro, uno grita:
— ¡Flaco! ¡Parece que, de nuevo, vas a tener que remolcar al gordo!
Por aquí nunca habíamos pasado. Pero siempre hay alguien que te vio, alguien que estuvo allí y hoy está acá, que te gritó al borde del camino o quiso hacerlo y no te perdonó en una segunda vuelta. Algo siempre pasa, aunque sean dos extraños en bicicleta que se arrastran, uno al otro, con una cuerda fina, aunque sea un grito con cara de metáfora que anuncie: «Este es mi territorio. ¿Tú quién eres?».
Notas
*En este fragmento se protege la identidad de la fuente.
[1] Yailín Pérez-Gutiérrez, Yaiser Ávila Rodríguez, Claudia Bolívar Rodríguez y Rosmery Hernández-Prado: «Efecto del Dique Sur sobre las coberturas del humedal de Güira de Melena, Artemisa, Cuba», Acta Botánica Cubana, 2020.
[2] Miguel Vales García y Bernardo Aguilar González: «Manglar vivo en Cuba: Costos y beneficios de las acciones basadas en ecosistemas. Análisis económico ecológico en las provincias Sur Artemisa y Mayabeque», Revista Iberoamericana de Economía Ecológica, 2021, p. 92.
[3] Fara Carreras Armenteros y Elsa Mato Luis: «Proyecto de investigación: Evaluación y Manejo socioeconómico ambiental de la zona sur de La Habana», Anais do X Encontro de Geógrafos da América Latina, 20 a 26 de marzo de 2005, Universidad de Sao Paulo.
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