Quinta entrega de la serie «El internacionalismo de Manuel Piñeiro en las relaciones exteriores de Cuba»
Por Roberto Regalado
Después de cuatro años de trabajo en la Sección de Intereses de Cuba en los Estados Unidos, dedicados a promover la normalización de las relaciones entre ambos países y a monitorear la política estadounidense hacia América Latina y el Caribe; y de igual plazo de tiempo en la Embajada de Cuba en Nicaragua, dedicados a monitorear cómo la política que había visto formular en Washington D.C. se ejecutaba «en el terreno», a intentar neutralizarla y a promover una solución negociada del «conflicto centroamericano» favorable a las fuerzas populares; a principios de 1988 mi predecesor, Germán Sánchez, me transfirió la coordinación del Grupo de Análisis del Área de América del Departamento de Relaciones Internacionales del PCC.
De modo semejante a las carreras de relevo, Germán «entregaba» y yo «recibía» el «batón» de uno de los frentes de «trabajo acumulado» del órgano de solidaridad dirigido por Fidel y conducido por Piñeiro, que ya se acercaba a sus tres décadas de funcionamiento. Fue un proceso «semejante a las carreras de relevo», pero no un proceso «a la carrera», sino de entrega y recepción, escalonado, pausado y pormenorizado, que se desarrolló durante semanas. Fue un proceso riguroso de transición del responsable saliente al responsable entrante de un frente de trabajo, tal como siempre se hizo en ese órgano y como siempre debería hacerse porque, según lo dicho por Fidel en Nicaragua en 1985,
las relaciones, el trabajo y el conocimiento acumulados son un tesoro que es necesario preservar. A eso añado que: es necesario preservar ese tesoro, no para hacer «más de lo mismo», sino para saber cuándo dejar de hacer «lo mismo» y cómo abrir nuevos horizontes.
Asumí en un escenario políticamente cambiante. Se había consolidado una tendencia regional a la solución negociada de los conflictos armados y a la transformación de las organizaciones insurgentes en organizaciones políticas legales. También se encontraban en pleno auge los nuevos movimientos sociales y, al mismo tiempo, fuerzas progresistas y de izquierda de un creciente número de países conquistaban espacios político/institucionales en los gobiernos locales y las legislaturas nacionales. Además, el llamado bloque socialista europeo atravesaba por su crisis terminal, con sus secuelas de fin de la bipolaridad mundial, despeje del terreno a favor de la avalancha universal del neoliberalismo y pérdida de credibilidad de las ideas revolucionarias y socialistas.
Todo esto planteaba un gran problema: ¿cómo la Revolución cubana podía y debía contribuir a la apertura de nuevos horizontes?
Dado que me sería imposible sintetizarlo de una mejor manera, reproduzco aquí un fragmento sobre el impacto del colapso del «socialismo real» en las relaciones de Cuba con las fuerzas populares de América Latina y el Caribe, publicado previamente:
Nadie crea que el acople, la conexión, la relación de la Revolución cubana con las fuerzas de izquierda y progresistas que emergieron a contracorriente del derrumbe del bloque euroasiático de posguerra, fueron automáticos, naturales, fáciles o predeterminados por méritos históricos anteriores. […] Nadie debe asumir como atributo inherente a la Revolución cubana lo que ella tuvo que volverse a ganar, con esfuerzo y dedicación, durante las décadas de 1980, 1990 y 2000.
Desaparecidas las condiciones para la conquista del poder mediante la lucha armada y para el ejercicio del poder mediante un sistema de partido único o un partido hegemónico, sumidos el marxismo y el leninismo en una crisis de credibilidad motivada por el colapso del marxismo‑leninismo soviético ante el embate de la perestroika y la glasnost, y cuestionados el antimperialismo y el anticapitalismo por una autoproclamada «nueva izquierda» que rechazaba el prefijo «anti», los pilares sobre los cuales la Revolución cubana se había convertido en referente de amplios sectores del movimiento popular y la izquierda latinoamericana y caribeña sufrían un intenso ataque. Esto repercutió, tanto en un alejamiento entre las concepciones y posiciones políticas de Cuba, y las de amplios sectores de la izquierda y el progresismo que estaban en fase de reestructuración organizativa, redefinición político‑programática y reconstrucción de alianzas, como en la crítica y el distanciamiento con Cuba de una parte de esos sectores.
En la vorágine del cierre de una etapa de luchas y la apertura de otra, se hablaba de una «ruptura epistemológica» con la historia anterior de la humanidad, de un «borrón y cuenta nueva» con la historia de la dominación y las luchas emancipadoras. Pujaba fuerte la noción de que ya no había clases sociales, y si las había no importaban, como tampoco importaban las ideologías o los partidos políticos que fuesen algo más que pragmáticos aparatos electorales. Se acuñó el término «democracia sin apellidos», es decir, sin los apellidos burguesa, socialista, participativa, comunitaria o popular. La consigna de la autoproclamada «nueva izquierda», que hegemonizaba a los partidos, organizaciones, frentes y coaliciones multitendencias que por entonces se formaban, era «democratizar la democracia», entendida como sistema político y electoral imparcial e impoluto, no sometido a la presión y la injerencia de los centros de poder mundial, ni de los poderes fácticos de cada país, ni de la burocracia incrustada en los órganos del Estado, defensora de los intereses de la clase dominante. Supuestamente, el «triunfo electoral» llevaría a la «nueva izquierda» a «ejercer el poder»: los opresores reconocerían civilizadamente su derrota; con civismo le permitirían gobernar; y se limitarían a cumplir la comedida función opositora característica de la alternancia entre partidos burgueses. Mientras unas corrientes de ese vector hablaban de revertir la restructuración neoliberal cuando ocuparan «el poder», otras se planteaban crear un «neoliberalismo de izquierda», dado que la avalancha universal de esa doctrina los convenció de que el neoliberalismo era la única política posible.
Tan brutal era el impacto negativo del derrumbe del socialismo real para las ideas revolucionarias y socialistas, y tan abrumadora, amenazante y agresiva era la avalancha política e ideológica reaccionaria, que gran parte de los partidos, organizaciones y corrientes de identidades socialistas no se atrevía siquiera a cuestionar el mito de la democracia «sin apellidos». No solo para evadir la nueva «cacería de brujas», sino también dado que el panorama era oscuro y confuso, los partidos, organizaciones y corrientes de trayectoria revolucionaria, enfatizaban su distanciamiento de los errores y las desviaciones en que incurrió la URSS, y afirmaban que el socialismo latinoamericano sería democrático, descentralizado, participativo, eficiente, sustentable, con enfoque de género y respetuoso de todas las diversidades, pero no hallaban una consigna menos ambigua, o a la inversa, más precisa, que la «búsqueda de alternativas al neoliberalismo», infaltable en los discursos, declaraciones y documentos de aquellos años.
Si el «fetichismo de la democracia» era un extremo, el otro extremo era el «fetichismo de la revolución», culto en el que incurrimos quienes seguíamos librando la cruzada contra el «electoralismo» y el «reformismo» en los términos que se utilizaban cuando en América Latina la conquista del poder parecía alcanzable mediante la lucha armada. Esa posición pasaba por alto que no existía una situación revolucionaria y que las fuerzas socialistas tendrían que adecuar su estrategia y su táctica a esa realidad. Se estaba produciendo un vuelco en las condiciones y características de las luchas populares que obligaba a las y los marxistas latinoamericanos a releer y repensar a Marx, Engels, Lenin, Rosa, Gramsci, Lukács y a todas y todos aquellos que contribuyeron a actualizar y desarrollar la teoría de la revolución social de fundamento marxista y leninista. Renovada vigencia adquiría un concepto de la Rosa roja: «La reforma legal y la revolución no son […] diversos métodos del progreso histórico que a placer podemos elegir en la despensa de la Historia, sino momentos distintos del desenvolvimiento de la sociedad de clases, los cuales mutuamente se condicionan o complementan, pero al mismo tiempo se excluyen».[1]
[…]
Además del rechazo a los errores cometidos por la URSS y de las opiniones de cada partido y/o movimiento político sobre el socialismo cubano, esa era una de las tantas maneras mediante las cuales la izquierda y el progresismo emergentes afirmaban que sus programas no tendrían influencia del «paradigma soviético». Tres factores le permitieron a la Revolución cubana reconstruir y consolidar, de nuevo, su relación con las fuerzas populares latinoamericanas y caribeñas: 1) la capacidad de resistencia demostrada por Cuba, que solo podía explicarse por el carácter autóctono de su revolución, con independencia de cualquier copia acrítica que pudiera haber hecho de experiencias soviéticas; 2) la comprensión de que se abría una nueva etapa de lucha en la que sería imposible recrear una revolución similar a la cubana, incluso si alguien quisiera intentarlo, lo cual hizo languidecer la «necesidad» de «distanciarse» de Cuba; y 3) la amplitud de mente, la visión estratégica, la paciencia, el tesón y el apego a los valores y principios revolucionarios con los que, bajo la conducción personal de Fidel, el Partido Comunista de Cuba, las organizaciones de masas y sociales, y las organizaciones no gubernamentales cubanas, lograron zanjar las discrepancias y relanzar las relaciones con los sectores críticos del «paradigma soviético».[2]
El Área de América se replanteó y renovó sus objetivos, contenidos, medios y métodos de trabajo, en correspondencia con las necesidades y posibilidades de la nueva coyuntura. Se cerraba la etapa de luchas populares en América Latina y el Caribe abierta en 1959 por el triunfo de la Revolución cubana, mientras que, al mismo tiempo, se abría una nueva etapa cuyas interrogantes era necesario despejar, como premisa para abrir nuevos horizontes.
El equipo de análisis — llamado «sección» (con un «jefe de sección») en el Departamento América y luego llamado «grupo» (con un «coordinador de grupo») cuando la estructura fue subsumida como una vicejefatura de un unificado Departamento de Relaciones Internacionales — no era un equipo solo o principalmente de «trabajo mesa», sino la contraparte de las áreas geográficas para todo tipo de actividad. Mientras los grupos encargados de la atención a las áreas geográficas desarrollaban las tareas correspondientes a cada subregión y a cada país de esa subregión, en estrecha, recíproca y constructiva interacción con ellos, el grupo de análisis desarrollaba las tareas correspondientes al continente en su conjunto.
Lo particular — de cada subregión y cada país — y lo general — del continente — eran dos frentes de trabajo inseparables e igualmente necesarios y valiosos. Sobre esta base había trabajado siempre el órgano de solidaridad dirigido por Fidel y conducido por Piñeiro. En este artículo enfatizo la perspectiva general — del continente — porque fue el frente de trabajo que asumí de 1988 en adelante y, por tanto, es el que mejor conocí durante mis últimos 22 años en dicho órgano. Otros compañeros y compañeras están recuperando la imprescindible memoria histórica del trabajo particular — en cada subregión y país — y también del trabajo general — del continente — .
Solo mediante la recuperación integral de la memoria histórica de lo particular y lo general se podrá lograr la recuperación de la memoria histórica del órgano de solidaridad al que se dedica este texto, y de la memoria histórica de la Revolución cubana en su conjunto, de la que ese órgano fue uno de sus modestos ejecutores.
En virtud del trabajo general (continental) acumulado por la DGLN y luego por el Departamento América, a la altura de 1988, los contenidos de trabajo del grupo de análisis del Área de América eran: 1) el estudio de la política de los Estados Unidos hacia América Latina y el Caribe; 2) el estudio de los organismos regionales (OEA, BID, ALADI y otros); 3) la coordinación con los partidos comunistas de los llamados países socialistas antes del «derrumbe», en lo referido a las Américas; 4) la atención a la Conferencia Permanente de Partidos Políticos de América Latina y el Caribe (COPPPAL), al Comité para América Latina de la Internacional Socialista, la Coordinación Socialista Latinoamericana (CSL) y a los partidos comunistas de la región; 5) la atención a los sectores cristianos comprometidos con la Teología de la Liberación y otras corrientes de izquierda y progresistas; 6) la atención a los medios de comunicación — tanto a personas accesibles dentro de los medios tradicionales, como a los medios de comunicación populares — ; y 7) la activa participación en los foros, redes y campañas regionales y mundiales de las fuerzas políticas de izquierda y los movimientos populares surgidos en las décadas de 1980 a 2000, como el Encuentro de los Pueblos de América y el Caribe, el Foro de Sao Paulo, los Seminarios Internacionales «Los partidos y una nueva sociedad» organizados anualmente por el Partido del Trabajo de México, el Foro Social Mundial, las redes de lucha contra el ALCA, contra la globalización neoliberal, contra el militarismo y las bases militares en el subcontinente, en defensa de los derechos de las mujeres y otros.
Además de lo anterior, uno de sus contenidos de trabajo de gran importancia que, en su condición de órgano auxiliar del Comité Central del PCC, tenía el Departamento América y luego el Área de América, era la relación con el Centro de Estudios sobre América, con el ICAP, y con los departamentos de relaciones internacionales de la UJC, las organizaciones de masas y sociales, con otras ONGs cubanas o radicadas en Cuba (como la OSPAAAL) y con centros de investigación y/o docencia en temas internacionales, política, filosofía y economía. Esta relación, que desde su primer momento fue activa, democrática, colaborativa, fraternal e intensa, principalmente con: UJC, ICAP, CTC, ANAP, FMC, OCLAE, FEU, UNEAC, UPEC, UNJC, ANEC, ACPA, Centro Memorial Martin Luther King Jr., OSPAAAL, Centro Che Guevara, CIEM e Instituto de Filosofía, dio un salto cualitativo a raíz de los procesos por los que América Latina y el Caribe atravesaron en las décadas de 1980 y 1990.
Lo más importante a destacar de ese salto cualitativo es que se desarrolló y tuvo resultados formidables, incluido un sistema colectivo de trabajo basado en la concepción solidaria e internacionalista de Fidel, y en la concertación permanente de intereses y criterios entre todas las instituciones y personas participantes en esa necesaria y hermosa labor.
Nuestra relación como órgano auxiliar del PCC, es decir, nuestra relación como partido con las organizaciones de masas y sociales y demás instituciones era 100 % acorde con la concepción original de Lenin sobre las «correas de transmisión», casi universalmente rechazada por las negativas interpretaciones y los aún peores usos que se le ha dado. Para nuestro órgano, las «correas de transmisión» mantenían un permanente movimiento circular, sin un actor o sujeto «arriba», ni actores o sujetos «abajo», sin verticalidad ni unilateralidad. Valga el uso redundante que hago de las siguientes palabras: todas y todos aprendimos de todas y de todos.
La concepción circular de las relaciones entre el partido y las organizaciones de masas y sociales, que debería aplicarse en todo momento y en todo lugar, era particularmente necesaria en las décadas de 1980 y 1990 porque esas organizaciones cubanas eran las contrapartes directas de los movimientos sociales populares que ocupaban la punta de vanguardia de las luchas sociales y políticas en el resto de la región, de los movimientos sociales populares que sacaron a los partidos de izquierda y progresistas del «marasmo del derrumbe» y los llevaron a las alcaldías, a las legislaturas y a los gobiernos nacionales. Sin duda alguna,
las organizaciones de masas y sociales cubanas fueron nuestra punta de vanguardia, las que orientaron y guiaron a nuestro partido en esa batalla monumental.
La gran familia de partido, organizaciones de masas y sociales, otras ONGs y demás instituciones cubanas actuó «como un solo cerebro» para pensar y «como un solo par de brazos» para trabajar en la confección del nuevo mapa de las fuerzas políticas de izquierda y progresistas, y de los movimientos sociales populares de América Latina y el Caribe. Con esos elementos elaboró las propuestas de nuevos objetivos, medios y métodos de trabajo que, después de ser aprobados por la máxima dirección de la Revolución cubana, le permitieron a esa gran familia cumplir con éxito las complejas y cruciales tareas políticas e ideológicas de la década de 1990. En concreto, el PCC, la UJC, el ICAP, las organizaciones de masas y sociales, otras ONGs y los centros de investigación y/o docencia, actuaron en conjunto como mecanismo de coordinación caracterizado por el fluido intercambio de información, el análisis sistemático de la situación regional, la elaboración conjunta de planes y el chequeo de su cumplimiento, mecanismo cuyo funcionamiento conjugaba las particularidades de la relación de cada miembro de la gran familia con sus respectivos homólogos y contrapartes, con la relación común, compartida, de todos ellos con el conjunto de sus homólogos y contrapartes de América Latina, el Caribe y también del resto del mundo, que habían adquirido un protagonismo y una capacidad de ejercer influencia y presión política extraordinaria. A inicios de la década de 2000, ese mecanismo de coordinación alcanzaría visibilidad pública al convertirse en Capítulo Cubano del Foro Social Mundial. Este método colectivo de trabajo, además de ser el único método revolucionario, el único método socialista, es el único método que funciona.
De la etapa que aquí se reseña, cabe destacar el Foro de Sao Paulo, fundado en julio de 1990 a partir de una iniciativa conjunta del Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz y el líder del PT de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, espacio multilateral cuyo desenvolvimiento constituyó la primerísima prioridad del Área de América hasta el momento de su disolución en 2010. En ese espacio nacieron y/o se consolidaron las relaciones entre las principales fuerzas políticas y las grandes figuras de izquierda y progresistas latinoamericanas de las décadas de 1990 a 2010, como el propio Lula, Cuauhtémoc Cárdenas, Líber Seregni, Hugo Chávez, Evo Morales, Daniel Ortega y Schafik Hándal. Un dirigente progresista del ámbito del Foro que recientemente pasó a un primer plano de notoriedad es el presidente de Colombia, Gustavo Petro.
De este agrupamiento político regional brotaron las ideas e iniciativas sobre concertación política e integración económica que en la década de 2000, durante la etapa de auge del «ciclo progresista», se materializaron en el ALBA‑TCP, el MERCOSUR (hegemonizado por la izquierda), la UNASUR, el CARICOM y la CELAC.
Además de aportar a las ideas e iniciativas mencionadas, los seminarios internacionales «Los partidos y una nueva sociedad», que desde 1997 se efectúan anualmente en México bajo el auspicio del Partido del Trabajo (PT) de ese país y el Foro Social Mundial fundado en Porto Alegre en 2000, posibilitaron que el trabajo de influencia política hacia América Latina y el Caribe trascendiera a los Estados Unidos y Canadá, a Europa Occidental y Oriental, y más puntualmente a países de Asia, África y Oceanía, dado que nacieron como espacios mundiales, no solo latinoamericanos y caribeños.
Como ya se ha dicho, entre 1989 y 1991 se cerró la etapa de luchas abierta en América Latina y el Caribe en 1959 por el triunfo de la Revolución cubana, y en la década de 1990 se abrió otra, en medio de cuya vorágine era preciso desentrañar las incógnitas y determinar cómo abrir nuevos horizontes de transformación social revolucionaria. En consecuencia, es conveniente hacer un «corte parcial» para puntualizar que:
si el órgano de solidaridad dirigido por Fidel y conducido por Piñeiro hasta 1992 hubiese incurrido en «monocromatismo» y/o en «aferramiento» en las décadas de 1960, 1970 y/o 1980, de ningún modo hubiese podido sortear con éxito los grandes retos de finales de los años ochenta y de todo el decenio de los años noventa.
Téngase en cuenta que, nada menos que en 1992, casi inmediatamente después de la disolución y el desmembramiento final de la Unión Soviética, con otras palabras, nada menos que en el momento más crítico de aquella etapa, ese órgano dejó de ser conducido por su fundador, Manuel Piñeiro Losada, quien no obstante a esa desvinculación formal, lo siguió acompañando, apoyando y asesorando hasta su muerte, en 1996. La forma en que se sostuvo la continuidad del trabajo del Área de América a pesar de la salida formal y luego el fallecimiento de su jefe histórico, demuestra que se trataba de un equipo sólido, organizado, flexible y capaz; fortalezas, todas estas, conque Piñero había dotado a ese órgano.
Notas:
[1] La cita con que concluye este fragmento fue tomada de: Rosa Luxemburgo: Reforma o Revolución y otros escritos contra los revisionistas, Fontamara, México, 1989, pp. 118‑119.
[2] Roberto Regalado: «Reflujo de la izquierda latinoamericana» (segunda parte), publicado en La Tizza el 7–6–2021.
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