26 de Julio: el asalto que incendió las nubes

Por Frank Josué Solar Cabrales

Ilustración: Ingrid Neves / Utopix.cc

Este texto apareció como introducción en el libro 26 de Julio: el asalto que incendió las nubes, compilado por el historiador, investigador y profesor de la Universidad de Oriente Frank Josué Solar Cabrales. El volumen fue publicado por la editorial Ocean Sur este año 2023.


Abundan en la historia de Cuba, en la larga estela de luchas de su pueblo por la libertad, ejemplos de hechos que parecen desafiar toda lógica, en los que la audacia, el coraje y la voluntad se rebelan contra los estrechos contornos impuestos por cálculos racionales de posibilidad. Es Céspedes, en sentido contrario a la sensatez que aconsejaba esperar por mejores condiciones, levantándose el 10 de octubre de 1868, sin más recursos que unas pocas armas y un manojo de hombres libres, frente a un imperio que aparentaba ser más poderoso solo porque se le había mirado de rodillas. Es Agramonte rescatando a Sanguily en una «carga de locura», al mando de 35 jinetes que lucharon como fieras contra una columna española de más de 120 efectivos; o apelando a la vergüenza de los cubanos como factor determinante para continuar el combate, cuando todo lo demás escaseaba. Es Maceo, prácticamente solo y sin medios materiales mínimos, alzando en Baraguá la dignidad de la Patria mancillada en el Zanjón y proclamando la decisión de pelear hasta las últimas consecuencias, en momentos donde todo parecía perdido y muchos, cansados, se rendían y dejaban caer la espada. Es Martí, sobreponiéndose a privaciones e incomprensiones, limitaciones físicas y de salud, adversidades, fracasos y obstáculos gigantescos, para persistir en el ciclópeo empeño de unir a todos los que deseaban la independencia y poner al país nuevamente en pie de guerra. Es Mella, venciendo a un tirano despiadado y brutal contando solo con su cuerpo, tras una legendaria huelga de hambre de 18 días, en la que estuvo a punto de perder la vida.

En esa extensa constelación de proezas, brillan con luz propia y singular fuerza las acciones del 26 de julio de 1953. El asalto a la mayor fortaleza del país fuera de La Habana por un grupo de jóvenes sin experiencia militar y pobremente armados, fue una verdadera quijotada que sorprendió a todos y marcó un punto de giro en la historia nacional y latinoamericana. ¿Quiénes eran aquellos combatientes desconocidos? ¿De dónde habían salido? ¿Quién los dirigía? ¿Qué los motivaba a arriesgar la vida? ¿Qué perseguían con su impulso heroico?

El golpe de Estado del 10 de marzo de 1952 había interrumpido el ritmo constitucional inaugurado en 1940, e instaurado una férrea dictadura militar. Entre la panoplia de reacciones contrarias, que fueron desde la pretensión de salir del régimen por vías electorales hasta las conspiraciones para producir una solución armada, la mayoría provino de los dos partidos más afectados por la asonada: el Partido Revolucionario Cubano (Auténticos), que se encontraba en el poder, y el Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxos), probable ganador de los próximos comicios. De las dirigencias de estas dos fuerzas, que habían sido las hegemónicas en el panorama político cubano de los últimos años, y que contaban con prestigio y prontuario de lucha, con abundantes recursos materiales e influencia en la opinión pública, se esperaba que surgiera una respuesta lo suficientemente enérgica y eficaz para provocar el derrocamiento de la tiranía. No estuvieron a la altura, sin embargo, de las nuevas circunstancias históricas y quedaron, pasivas y timoratas, expuestas en su incapacidad de encabezar una rebelión que restaurara las libertades conculcadas.

La principal decepción ocurrió en la ortodoxia, depositaria de las esperanzas populares de un adecentamiento de la vida pública del país y del inicio de reformas que trajeran justicia a los sectores más preteridos de la sociedad cubana. Tras el golpe de Estado, su dirección se dividió en tres facciones fundamentales, igual de inoperantes. Una buscaba la inscripción oficial del Partido para participar en las elecciones que convocara el dictador. Otra se negaba, con justicia, a acudir a una liza organizada bajo el régimen de fuerza, pero en su lugar, propugnaba un quietismo abstencionista que no pasaba de lo declarativo y conducía a la inacción más absoluta. La tercera se planteaba la lucha armada, pero en colaboración con los auténticos, lo que suponía romper con la línea de independencia política, establecida por Chibás como uno de los principios rectores de los ortodoxos, y verse implicados en ajetreos conspirativos que se diluían una y otra vez, sin concretarse nunca. Esta última tendencia llegó a firmar en junio de 1953, en la ciudad canadiense de Montreal, un pacto insurreccional con el depuesto presidente Carlos Prío, a quien siempre la ortodoxia había acusado de corrupto y malversador. Concertar una alianza con el autenticismo significaba un anatema para el Partido Ortodoxo, una especie de traición o negación de su propia esencia. Mucho peor si se hacía para prometer levantamientos y sublevaciones que en ningún momento se convertían en realidad.

Mientras, las bases ortodoxas, desorientadas y confundidas, no encontraban un liderazgo que las condujera al combate frontal contra la dictadura, sin compromisos indignos con los ladrones de ayer.

Esa corriente subterránea de descontento con la ejecutoria política de sus dirigentes, entre las filas de los seguidores de Chibás, fue galvanizada por el joven abogado Fidel Castro, cuadro político de nivel intermedio en la ortodoxia, que iba a aspirar como representante por ese partido en las frustradas elecciones de 1952.

A partir de los contactos personales forjados en sus actividades políticas y de las redes construidas entre los partidarios de la lucha armada, fue nucleando y entrenando a un grupo de combatientes, con el objetivo inicial de sumarse a la primera tentativa insurreccional que surgiera contra el batistato.

Fidel comprendió que el momento era revolucionario y no político, y que había que prepararse seriamente para el enfrentamiento armado.

Trabajando con discreción pudo contar en poco tiempo con un contingente dispuesto al sacrificio por la libertad de Cuba, pero ninguna de las operaciones subversivas anunciadas por los jefes auténticos y ortodoxos conseguía cuajar. Frente a las promesas incumplidas, decide adelantar y llevar a cabo su propio plan, al margen de los grupos insurreccionales más conocidos. De los fracasos ajenos ha aprendido que deberá ser muy original y explorar caminos nuevos si desea coronar con éxito su proyecto de transformación profunda de la sociedad cubana. Hasta ese momento las vías para la toma del poder en la Cuba republicana habían transcurrido generalmente por la ocupación del Estado Mayor del Ejército, en Columbia y el control de centros neurálgicos en la capital, con la acción combinada de pequeños grupos de civiles armados y conspiraciones militares. Si Fidel y sus compañeros buscan algo más allá de la simple sustitución de un hombre y de la restauración de la política tradicional anterior al 10 de marzo, están obligados a ser pioneros y emprender sendas inexploradas. El fin que se proponen no admite cualquier medio. El cambio total que pretenden solo podrá alcanzarse a través de una insurrección popular armada y no de un putsch aislado y quirúrgico, de acuerdo con sectores castrenses.

La radicalidad del objetivo condiciona la estrategia escogida. Ellos no actuarán en nombre del pueblo, sustituyéndolo. Serán la chispa que inicie el incendio, el percutor que franquee el acceso del pueblo al poder, a tomarlo en sus propias manos. A esa gran «masa irredenta» no le iban a decir «Te vamos a dar», sino: «¡Aquí tienes, lucha ahora con todas tus fuerzas para que sean tuyas la libertad y la felicidad!».

Se levantaban, así, no solo contra la dictadura y sus sostenedores, sino también contra moldes impuestos como verdades absolutas por el sentido común y ciertos esquemas teóricos revolucionarios, que acotaban las rebeldías en canales seguros, inofensivos y funcionales al sistema de dominación colonial regente en Cuba. Entre ellos, los que pontificaban sobre la imposibilidad de victoria de una rebelión popular armada contra el Ejército, y a 90 millas de Estados Unidos.

En esa lógica de ensayo y creación, apartado de la repetición de fórmulas gastadas, Fidel no reclutó a sus combatientes entre aquellos con fama de experiencia insurreccional, que alardeaban de ser fogueados veteranos en lances violentos. Tampoco lo hizo en la Universidad de La Habana, uno de los principales focos de oposición al régimen, donde confluían e intercambiaban sobre sus planes la mayoría de los movimientos conspirativos, pero en el que la disciplina y la discreción no eran los rasgos más característicos, y todavía mantenían un peso importante grupos de poder con los cuales el joven ortodoxo había sostenido relaciones difíciles durante su etapa estudiantil. Los buscó en las capas más humildes del pueblo y en la Ortodoxia, sobre todo en su ala juvenil, la más radical del partido.

https://medium.com/la-tiza/la-mujer-cubana-los-que-murieron-y-los-que-vivieron-28159df2936d

La concepción de la operación también era disruptiva con respecto al repertorio tradicional de acciones insurgentes en Cuba. Se tomaría, sin tener contactos previos con la guarnición, la mayor fortaleza al este de la Isla, lejos de La Habana y sus centros represivos, aprovechando a favor de los asaltantes el factor sorpresa y la confusión inicial, para entregarle las armas al pueblo y convocarlo a un levantamiento insurreccional. Se pensaba entonces controlar la provincia oriental y establecer allí un poder alternativo, con la intención de seguir avanzando luego al resto del país, en la medida de lo posible.

Parte de su fuerza radicaba justamente en que nadie esperaba que de ellos, un grupo de jóvenes desconocidos y sin historial de lucha, prácticamente desarmados, surgiera el primer golpe serio contra la dictadura. Las dos claves del éxito serían la ocupación del cuartel sin apenas presentar combate, apresando a sus soldados y oficiales mientras dormían, y el respaldo masivo que esperaban recibir de la población santiaguera.

Fue este último cálculo, avalado por la tradición de luchas y rebeldías de esta porción de la Isla, un factor determinante de que solo un residente de la ciudad de Santiago de Cuba, escenario principal de los acontecimientos planificados, participara de los aprestos conspirativos previos y de la fase inicial de la acción armada. No era necesario movilizar ni poner sobreaviso a las fuerzas revolucionarias de la urbe indómita, porque bastaría hacerles un llamado para que se levantaran al unísono sus hombres y mujeres, y nutrieran las filas del contingente libertario.

Por eso formaba parte primordial del plan, una vez en manos rebeldes la fortaleza del Moncada, la ocupación de la Cadena Oriental de Radio y la transmisión por sus ondas de himnos y documentos revolucionarios, entre ellos el último discurso de Chibás y el Manifiesto a la Nación, escrito por Raúl Gómez García, para convocar a los santiagueros a sumarse al estallido insurgente.

Aunque nunca llegó a concretarse este segmento de la operación, la conducta de los habitantes de la capital oriental en los momentos posteriores a su fracaso proporcionó sobradas pruebas de cuán justificada había estado la confianza depositada en ellos por la dirección del movimiento revolucionario. No tuvieron la oportunidad de tomar las armas para formar parte del levantamiento. En cambio, se volcaron a la solidaridad con los asaltantes heridos y perseguidos, a la vez que condenaban los crímenes cometidos contra los prisioneros.

No fueron pocos los obstáculos que debieron sortear en los preparativos y ejecución del asalto. Sin depender de otro apoyo económico que no fuera el propio, el armamento, de escaso calibre y poder de fuego, tuvo que ser obtenido con el esfuerzo y sacrificio de los integrantes del movimiento, reuniendo centavo a centavo. Trasladar y alojar centenar y medio de efectivos con sus respectivas armas, de un extremo a otro del país, en el más absoluto secreto, para desarrollar una acción en una ciudad que muchos veían por primera vez, implicó colosales retos logísticos y organizativos. Solo la decisión de luchar y vencer, y una inconmovible fe en la victoria, pudo suplir las carencias materiales que enfrentaron.

Cuando en el juicio a los sobrevivientes del asalto se presentó como elemento acusatorio un libro de Lenin encontrado en el apartamento de Abel Santamaría en 25 y O, Fidel respondió que sí leían a Lenin porque quien no lo hiciera era un ignorante, pero lo cierto es que no se limitaban a la lectura: los principales dirigentes del movimiento, Fidel, Abel y Jesús Montané, realizaban círculos de estudios de obras marxistas durante los meses previos a la acción.

Si el marxismo estuvo presente en los análisis sociales y de situación de los líderes, la inspiración fundamental común a todos los asaltantes era la figura de José Martí, su ideología radical y democrática.

Así lo declaraban en el Manifiesto a la Nación que sería leído por radio en caso de éxito: «La Revolución declara que reconoce y se orienta en los ideales de Martí, contenidos en sus discursos, en las Bases del Partido Revolucionario Cubano, y en el Manifiesto de Montecristi; y hace suyos los Programas Revolucionarios de la Joven Cuba, ABC Radical y el Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxos)».[1] Resalta entre los programas asumidos como propios el de la Joven Cuba, que se proponía como objetivo «que el Estado cubano se estructure conforme a los postulados del Socialismo»,[2] y planteaba una línea insurreccional para lograrlo.

https://medium.com/la-tiza/la-mujer-cubana-los-que-murieron-y-los-que-vivieron-28159df2936d

En especial el alegato de autodefensa de Fidel, conocido como La historia me absolverá, distribuido clandestinamente de forma masiva en todo el país, fue el vehículo a través del cual no solo se denunciaron los crímenes de la tiranía contra los combatientes del 26 de julio de 1953, sino también se dieron a conocer la ideología que los animaba y los objetivos que perseguían. Se convirtió en el primer programa de la Revolución, además de por las medidas de beneficio popular que relacionaba, porque explicaba que ellas solo podrían realizarse mediante la conquista del poder por métodos revolucionarios y con la participación protagónica de las mayorías en esa lucha.

El documento contiene un brillante análisis marxista de la estructura de dominación de clases que existía en Cuba, y define como pueblo, en función de la lucha, a la masa trabajadora y humilde del país, que sufría bajo el yugo de la dictadura, pero que también padecía un sistema social de opresión y exclusión.

De ese modo, se dirigía a las fuerzas populares que debían conformar el frente revolucionario, aquellas en las que se apoyaría y a cuyos intereses respondería un gobierno salido de la insurrección victoriosa, e identificaba en el campo enemigo, más allá de Batista y sus aparatos represivos, a las «manos extranjeras», los «poderosos intereses», los «poseedores de capital».

En La historia me absolverá se exponía nítidamente que el objetivo de la Revolución era cumplir la promesa de soberanía nacional y justicia social largamente postergada desde la manigua y la propuesta martiana, y otra vez traicionada en la Revolución del 30. Ello significaba que la lucha no se agotaba con el derrocamiento de una dictadura sino que implicaba el inicio de cambios económicos, políticos y sociales de profundo calado que transformaran las estructuras de dominación e injusticia de la sociedad cubana. Para los jóvenes moncadistas el ideal revolucionario se sintetizaba en la siguiente tríada ideológica: libertad política, independencia económica, justicia social; extendida en el imaginario político cubano a partir de las jornadas de lucha contra Machado y la primera dictadura de Batista.

Aunque en el texto no se mencionara la palabra socialismo, en las condiciones concretas de la Cuba de 1953, un país subdesarrollado y dependiente, sojuzgado por el imperialismo, las medidas que proyectaba solo podrían ser cumplidas y llevadas hasta sus últimas consecuencias con una revolución socialista. Las exigencias de libertad, independencia, igualdad y justicia social eran ya incompatibles con los límites que imponía el capitalismo.

Así lo explica el propio Fidel:

Para nosotros, ya aquella era una lucha por una revolución profunda, pero todavía en todo aquel período no estaba planteada una revolución socialista. Ya se había publicado mi discurso de autodefensa en el Moncada. Cualquiera que lea en serio dicho material, y lo lea bien, ve que hay un programa, que ahí están todos los gérmenes de una revolución mucho más progresista, de una revolución socialista: hablo de utilizar los recursos en el desarrollo del país, de la ley urbana, de la propiedad de la vivienda, la reforma agraria, de las cooperativas; ya digo el máximo que se puede decir en tal período, el programa más ambicioso que se podía proclamar y que fue la base de todo lo que hizo la Revolución. Ya era el programa de un marxista-leninista, de alguien que comprendía bien la lucha de clases, que cuando habla de pueblo se refiere a los sectores humildes, los campesinos, los obreros, los desempleados; hay una concepción clasista planteada en La historia me absolverá, un programa que era el primer paso hacia el socialismo.[3]

El asalto a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes marcó el inicio de la construcción del liderazgo revolucionario de Fidel y el surgimiento de una nueva vanguardia. Fidel y los moncadistas van a constituir, en lo adelante, una especie de nobleza revolucionaria dentro de la oposición insurreccional. Los rodeaba la aureola sagrada de ser los primeros que se atrevieron a desafiar al tirano con las armas en la mano. Más allá de la dosis de azar y buena fortuna que le permitió sobrevivir providencialmente en momentos de extremo peligro, fueron la voluntad, la determinación personal y la persistencia en irse por encima de obstáculos y dificultades las que permitieron a Fidel convertir el revés militar coyuntural en una victoria política de largo aliento.

Las revoluciones nunca son obra de la cordura. Los testimonios aquí compilados dan cuenta de una generación que destrozó todos los cálculos y dinamitó todas las lógicas de lo que parecía posible en la política al uso, y a golpe de entrega y valor fundó un nuevo tiempo en la lucha por la liberación de los seres humanos.

En el espíritu de ese ejemplo, transgresor y rebelde, está su principal legado para los revolucionarios de hoy.

Notas:

[1] Manifiesto a la Nación. Disponible en http://www.fidelcastro.cu/es/documentos/manifiesto-del-moncada

[2] Fernando Martínez Heredia: «Guiteras y la revolución», en Fernando Martínez Heredia: Pensar en tiempo de revolución. Antología esencial, p. 953.

[3] Katiuska Blanco Castiñeira: Ob. cit., 1era. parte, tomo 1, p. 95.


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