Por Iramís Rosique Cárdenas
Ponencia escrita para el espacio Dialogar, dialogar, que abordó la temática «Disputas culturales. Entre lo banal y lo profundo. ¿Qué hacer?», el 20 de septiembre de 2023.
La fragmentación que las redes sociales le imponen a cualquier discurso impide que pueda capturarse con claridad la posición de cada una de las partes en un debate, y pienso que tal ha sido el caso en la polémica que se desató hace unas semanas ―otra vez― sobre el reparto. De todos modos, los retazos de criterios que se vertieron por aquí y por allá, los choques y las coincidencias me han ayudado a comprender mejor el fondo de la cuestión, y a prevenirme sobre ciertos tópicos y lugares comunes a la hora de intentar abordar seriamente la discusión sobre el reparto, o sobre eso que aquí se ha llamado «lo banal».
La cultura es un proceso
Cuando entramos a discutir sobre este tipo de cuestiones primero habría que esclarecer desde qué posiciones teóricas, que desde luego son posiciones políticas, estamos defendiendo determinadas tesis, determinados postulados, y estamos impugnando otros. Podemos comenzar por la concepción de «cultura».
Seguimos, incluso en un espacio como la Asociación Hermanos Saíz, contribuyendo a reproducir la noción de la cultura como lo relativo al arte y la literatura. Los «culturosos» son los artistas, los escritores y las criaturas conexas que pululamos a su alrededor ―que no somos ni una cosa ni la otra, pero por ósmosis «algo de eso» somos — . Yo soy un disidente de esa manera de asumir la cultura.
Y me parece que como sociedad nos cuesta comprender a fondo muchos de los problemas que nos agobian, que nos lastiman, por esa comprensión reduccionista de la cultura. Nos impide imaginar soluciones a esos problemas precisamente porque estamos preñados de concepciones como esa, donde la cultura es el arte y la literatura, un compartimiento estanco, un segmento autónomo, independiente, del resto de lo social.
El concepto de cultura tiene una larga historia; pero sí quisiera señalar que no existe nada casual en el parentesco evidente entre las palabras «cultura» y «agricultura». Cuando alguien habla de «cultura china» o de «cultura árabe», es evidente para todos que no solo nos referimos a la música o a la pintura, sino a todo un conjunto de relaciones, de prácticas y de representaciones sociales que hacen a esas sociedades ser las que son y no otras. O, mejor dicho: un conjunto de relaciones, representaciones y prácticas sociales que entrañan el modo de ser, de existir, de producirse y reproducirse de esas sociedades. Este abordaje nos obliga a pensar la cultura, no como un inventario de cosas fijas, acabadas, muy bien delimitadas, susceptibles de ser descritas exhaustivamente en alguna entrada enciclopédica bajo el título «cultura cubana» o «cultura jamaicana», sino más bien como un proceso:
la cultura como proceso y las culturas nacionales, locales, institucionales, etcétera, también como proceso. Mediante ese proceso una comunidad ―en diversa escala― produce su vida social y se la representa. Entonces, ¿todo lo que ocurre y hacemos en sociedad es cultura? Bueno, pues sí.
Por eso siempre me han parecido muy peligrosos términos ―y digo «términos» y no «conceptos» porque realmente me ha costado dar con el concepto que refieren los que suelen usar esas palabras― como «pseudocultura» o «falsa cultura». Lo que no es cultura, ¿qué será? Y, sobre todo, ¿qué consecuencias entraña, para aquello que «no sea» cultura, no serlo? ¿Será que «pseudocultura» es un eufemismo de «cultura que no debería existir»? ¿Quién, desde dónde y con qué criterio decide qué merece perecer y qué no?
El arte es una relación social
En esta polémica que nos ha traído hasta aquí se esgrime, como argumento, la cualidad y calidad del arte. Hay toda una línea de discurso que cree zanjar el debate expulsando de las filas del arte y de los artistas al reparto y a sus cultores. En este caso que nos ocupa sucede con dicho género, pero podríamos estar hablando de los fanfiction, de las novelas mexicanas, del grafiti o de la danza callejera.
En la discusión, además, se suelen mezclar y confundir dos procesos que se dan en paralelo, pero no son idénticos. Por un lado, la posibilidad que ofrece el desarrollo creciente de las tecnologías para que cada vez más personas, incluso personas externas a las instituciones convencionales del arte, puedan expresar sus sensibilidades en formas artísticas y, además, darlas a conocer, compartirlas con muchas otras personas, a veces sin mediación de las vías tradicionales. Por otro lado,
está la efectiva captura, por parte de la industria capitalista, de ese potencial creador desatado por las nuevas condiciones de posibilidad de creación. Si bien lo segundo ha subsumido en buena medida a lo primero, no son en lo absoluto lo mismo. Y no podemos desechar como meras mercancías artísticas chatarra las formas culturales producidas en el marco de la industria capitalista, solo porque no concuerden con determinados cánones históricos de lo que debe ser el arte «verdadero». Ellas también encierran sensibilidad y valores que hay que evaluar críticamente y no negar de antemano.
Tanto al reparto como a muchas de las otras prácticas artísticas impugnadas en nombre del «buen arte» o del «verdadero arte», pero aclamadas por grandes sectores sociales, les vale un comino esta discusión. No han necesitado en lo absoluto el «permiso de artista por cuenta propia» para convertirse en capítulos insoslayables de la cultura contemporánea de nuestro país y de este lado del mundo. Por eso, el abordaje de la cuestión a partir de la condición artística o la ausencia de ella no impacta fuera de los estrechos circuitos para los que tal cosa tenga alguna validez, como la academia o la crítica. Desde hace tiempo ―y ahora más con el internet, el streaming on demand, etc.―, la vieja «institución arte», en cuyo nombre hablaban los expertos, los museos, los conservatorios y los críticos, no orienta el consumo espiritual de la mayoría de las personas.
Por otra parte, ¿qué hace al arte, arte? Durante mucho tiempo en la teoría del arte reinó lo que en lenguaje marxiano pudiéramos llamar «fetichismo del arte».
El fetichismo del arte consistiría en asumir que la condición artística de una obra reside, de manera autónoma, inmanente, en el cuerpo de la obra. Esa idea, al parecer, aunque superada por la teoría del arte — hace, como mínimo, cien años — , permanece en la conciencia cotidiana de muchas personas. No en balde para muchos son tan chocantes el arte conceptual o el arte abstracto, o genera en ellas escepticismo y burla el plátano pegado con cinta adhesiva a la pared, y todas las formas artísticas a las que no están acostumbrados.
Sin embargo, por muy intuitivo que sea el fetichismo de la obra de arte, se disipa rápidamente si pensamos qué sería de la Mona Lisa si la Covid-19 nos hubiera exterminado a la totalidad de los seres humanos. ¿Seguiría habiendo arte en el Louvre? ¿Seguiría habiendo arte en alguna parte sin seres humanos? Todavía las cucarachas no han demostrado otro interés por los lienzos que no sea comérselos. Todo esto puede parecer una obviedad, pero no lo es, en tanto es sentido común una concepción ahistórica y absoluta del arte. Si lo artístico es una propiedad de los objetos tan natural como su longitud o su color, la calidad, lo que lo hace mejor arte o peor, también debe ser una escala fija, incontestable, emanada de la naturaleza ―o de Dios, hay fuentes de fijeza para todos los gustos — .
Entonces: ¿por fin qué hace al arte, arte? Pues el arte es una convención social que funciona para una comunidad de sentido y sensibilidad concreta, y no tiene por qué funcionar para otras comunidades estéticas. Lo que me permite al pasar por el edificio Bacardí el gozo artístico de la arquitectura art decó es mi pertenencia a una comunidad donde tal cosa significa y tiene sentido artístico. Como mismo debe haber miles de personas que pasan a diario por esa esquina y solo ven un edificio ahí, un poco raro por demás.
¿Cómo se establece esa convención? ¿Cualquiera puede ahora decir que cualquier cosa es arte? ¿Cualquier sujeto que pueda crear una comunidad de sentido que acepte eso? Sí. Las instituciones de legitimación del arte lo hacen constantemente. Lo que pasa es que en una sociedad no existe una única institución arte. Por mucho que para zanjar este tipo de discusión la gente recurra ―como ya señalaba hace medio siglo Pierre Bourdieu en la Escuela de Bellas Artes de Nimes― al Estado y su poder, no son las instituciones «culturales» santificadas estatalmente las únicas capaces de producir sentidos comunes sobre lo que es arte. También son instituciones de legitimación los críticos, los artistas relevantes, los coleccionistas, las galerías, los museos, la prensa y ―gústele al que le guste, y pésele al que le pese― las industrias culturales ―así, «capitalistas y malvadas»―. Todos estos sujetos son capaces de producir como arte, de cara a la sociedad o parte de ella, disímiles prácticas sociales; y son capaces también de generar nuevos paradigmas de calidad.
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La recurrencia al Estado revela en algunos discursos cierta voluntad de regimentación de la creación y el consumo artístico. Esto tiene lugar en el entendido de que el Estado no solo debe dictaminar que el reparto no es arte, sino que debe impedir que el reparto exista, o se conozca. Esta aspiración a una cierta «homogeneidad cultural» desconoce la complejidad de la cultura cubana en el siglo XXI.
Una cultura que se ha transnacionalizado, con centros productores y reproductores más allá de la jurisdicción de este Estado, en Europa, Latinoamérica y los Estados Unidos. Además, esta voluntad de regimentación sigue operando mentalmente con herramientas sociológicas propias de otras épocas: nuestras sociedades se han complejizado tanto que ya no se pueden conducir solamente con la regimentación, la vigilancia y el castigo.
La política cultural es la Revolución
Otra cosa distinta es pensar la política cultural que debe llevar a cabo un Estado que pretende realizar un proyecto de sociedad determinado. Todas las prácticas culturales no tributan a cualquier horizonte social. Antes bien, unas adelantan determinado tipo de sociedad, y otras lo impugnan.
No obstante, aquí nos encontramos con otro problema:
la política cultural del Estado no es, ni puede ser, solo la política que se relaciona con el arte, la literatura, el patrimonio y sus instituciones. Todas las políticas son culturales, porque el universo de representación, de ideología, de sensibilidad, de afectos, de subjetividad, en suma, de los individuos y las comunidades no va por un lado, y sus condiciones objetivas por otro.
La forma en la que la gente realmente vive, los recursos de los que dispone para satisfacer sus necesidades materiales y espirituales, reales o percibidas, y los modos de acceder a esos recursos, jerarquizan las representaciones que producen sobre la realidad, los valores que emplean, las aspiraciones que se fijan.
Por eso no puedo congeniar con los compañeros que reducen los problemas de la cultura o la guerra cultural a un juego de maquiavélicos servicios de Inteligencia y laboratorios culturales y nada más, o con aquellos que creen que algo tan complejo como el enfrentamiento cultural entre dos modelos civilizatorios como el capitalismo y el socialismo puede quedar reducido al fragmento ese de Allen Dulles de su obra El arte de la inteligencia que se cita constantemente en estos casos para demostrar algún punto.
Si a este fenómeno del reparto le entramos asidos de los presupuestos teóricos anteriores nos tendríamos que plantear algunas preguntas como, por ejemplo,
¿por qué existe y se crea una música que en la mayoría de sus grandes hits habla de los códigos de conducta de la marginalidad o de la delincuencia, de la violencia, del dinero, del sexo, de la autoafirmación patriarcal mediante todo lo anterior―de hombres y de mujeres―?
Alguien podría decir que es porque eso es lo que vende ―incluso alguien podría invocar a Allen Dulles por enésima ocasión―, pero su respuesta no sería en lo absoluto tal si no nos explica por qué eso vende.
No me puede sorprender ―ni a nadie― que un joven de un barrio marginal de Centro Habana o de Marianao, cuando tiene un micrófono en frente, cante sobre tener un nombre en el «ambiente», o sobre la guapería en el plante de abakuá, o sobre la «menorcita» que se «hace la dura, pero es loca». No me sorprende en lo absoluto, porque ese es su universo cultural. Como tampoco debe resultar extraño que esa misma «menorcita», que ni se plantea ir a una universidad ―en primer lugar, porque ni cree que tenga derecho a tal cosa, o que eso sea para ella―, comparta el mismo mundo donde el modo de afirmarse es, probablemente, sentirse deseada por los hombres de su barrio y, por tanto, goce con esta canción en que se reafirma su rol femenino tradicional. Me parece una idea reaccionaria asumir que si no comparten un universo cultural y no cantan de los valores que interesan y significan para cierto sector social, entonces no tienen derecho a cantar.
Es penoso que una parte de la izquierda, del campo de la Revolución cubana parezca estar más indignada por las letras de los reparteros que por las condiciones sociales y las experiencias vitales de las que esas letras no son sino la banda sonora. Solo una de las dos cosas ha producido escándalo una y otra vez.
Si queremos hablar de «política cultural» en serio, deberíamos comenzar por asumir que política cultural es transformar progresivamente y superar las condiciones de posibilidad que hacen que el principal modo de afirmación de un ser humano sea asumir estereotipos como «la perra del barrio» o «el guapo». Política cultural es construir una economía política que desplace al dinero como medida del valor de los seres humanos y de su capacidad para satisfacer sus necesidades. Política cultural es dialogar ―y no «evangelizar», ni adoctrinar, ni colonizar― con los sectores sociales más desfavorecidos y con menos oportunidades de acceso al acervo cultural de la humanidad, para que puedan ensanchar ―no sobrescribir, ni sustituir, ni reformar― su horizonte cultural: es decir, su capacidad para obtener disfrute, para explicarse a sí mismos, para situarse históricamente como sujetos con capacidad de ser en este país y en el mundo entero, y no solo en los corralitos a los que las circunstancias los han condenado.
Política cultural es también integrar a la cultura de la nación todo lo que tributa al tipo de sociedad que deseamos construir y que habita en las distintas Cuba que existen yuxtapuestas, y erradicar la existencia de «otros», de «ellos», de «marginales», de «verdaderos» y de «falsos». Política cultural fue la Revolución cubana como totalidad, y debe seguirlo siendo.
El opio del pueblo
Habría que preguntarse, por otro lado, por qué miles de jóvenes y personas de todas las edades que no comparten ese mundo antes mencionado también vibran con esas canciones. ¿Por qué el reparto se ha convertido en la música de la época? Y aquí tiene cabida una hipótesis polémica. Vivimos ―no solo en Cuba― una época en que la esperanza y la fe en el futuro colectivo han partido del cuerpo emocional de muchas personas, y en su lugar han ido quedando el hastío, el cinismo, el agotamiento, la angustia y la frustración. La ética del deber languidece a manos de un individualismo que sirve de asidero ideal a una ética del hedonismo, del desentendimiento y el gozo. El reparto es una de esas prácticas culturales que permiten abandonarse al disfrute puro de los sentidos, y apagar la racionalidad y la conciencia de un mundo hostil que se hunde.
Si no es el reparto ―o el paquete, o las novelas coreanas, o los videojuegos, o el alcohol―, ¿cuáles son las opciones que está teniendo esta generación para lidiar con la dureza de los tiempos? La Revolución tuvo poderosas adhesiones no solo porque hubiera dado esto o aquello material, sino porque llenó de sentido la vida de las personas, de horizonte, de futuro.
Para la mayoría de esos jóvenes que se reparte, ¿qué puede ser la Revolución? ¿Resistir? ¿Cumplir? ¿Prometerle cosas al pasado? ¿Gritar «los jóvenes no fallarán» de manera delirante mirando a no se sabe dónde? ¿Con quién? Para no fallar como generación tendríamos que comenzar por no fallarnos a nosotros mismos. La evasión que implica la «banalidad» ―que es el tema de este panel― no es sino un síntoma del vacío. Y ese vacío es indicativo de un fallo de nosotros con nosotros mismos. En palabras de Rubén Martínez Villena: ¿y qué hago yo aquí donde no hay nada grande que hacer?
No es casual que sea la iglesia evangélica quien, al igual que el reparto, sume seguidores de forma vertiginosa. A propósito de este paralelismo me permitiré hacer otro. Hace casi doscientos años un joven alemán decía: «La miseria religiosa es, al mismo tiempo, la expresión de la miseria real y la protesta contra la miseria real. La religión es el suspiro de la criatura atormentada, el alma de un mundo desalmado, y también es el espíritu de situaciones carentes de espíritu. La religión es el opio del pueblo.»[1] De cierta manera, y como están las cosas, hay que decir que, hoy, la banalidad ―y dentro de ella, el reparto― es el opio del pueblo. Y al contrario de lo que mal entendieron los dogmáticos, el opio no es un veneno, sino una anestesia.
Notas:
[1] Karl Marx, Crítica de la filosofía del derecho de Hegel, Buenos Aires, Ediciones del Signo, 2005, p. 50.